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60% El Padrino / Chapter 24: 20

Capítulo 24: 20

La muerte de Santino Corleone fue como el estallido de una bomba en el mundo del hampa. Y cuando se supo que Don Corleone se había levantado de su lecho para ponerse al frente de los asuntos de la Familia y, según el testimonio de los espías que habían asistido al funeral, parecía estar plenamente recuperado, los jefes de las Cinco Familias se dispusieron a hacer frente a las represalias que sin duda seguirían. Nadie cometió el error de pensar que Don Corleone se sentiría acobardado por los últimos reveses. Era un hombre que había cometido muy pocos errores en su vida, y todos ellos le habían servido de experiencia.

Sólo Hagen adivinó las verdaderas intenciones del Don, y por ello no se sorprendió cuando vio que enviaba emisarios a las Cinco Familias, para proponerles la paz. Propuso también una reunión de todas las Familias de la ciudad, a la que deberían ser invitadas las principales Familias de Estados Unidos. Dado que las de Nueva York eran las más poderosas del país, su prosperidad afectaba a la prosperidad de todas.

Al principio, las propuestas del Don fueron recibidas con desconfianza. ¿Acaso estaba Don Corleone preparando una trampa? ¿Intentaba lograr que sus enemigos bajaran la guardia? ¿Preparaba una carnicería para vengar la muerte de su hijo? Don Corleone, sin embargo, no tardó en convencerlos de su sinceridad. No sólo involucró a todas las Familias del país en la reunión, sino que no movió ni un dedo para poner a sus hombres en pie de guerra o buscar aliados. Y luego dio el paso que convenció a todos, a la vez que garantizaba la seguridad de los asistentes al gran consejo: solicitó los servicios de la familia Bocchicchio.

La familia Bocchicchio, que en Sicilia había sido una de las más feroces de la Mafia, en América se había convertido en un instrumento de paz. Los mismos hombres que un día se habían ganado la vida con el crimen, el robo y la extorsión, lo hacían ahora de una forma que podría calificarse de santa. Una de sus características era la estrecha vinculación que existía entre sus miembros, todos ellos unidos por lazos de sangre, y la absoluta lealtad a los jefes, que destacaba incluso en un ambiente donde la lealtad a la Familia se anteponía incluso a la debida a la propia esposa.

La familia Bocchicchio, que se extendía hasta a los primos en tercer grado, había estado compuesta por cerca de doscientas personas en la época en que había regido una pequeña comarca del sur de Sicilia. Los ingresos de la Familia se basaban entonces en cuatro o cinco molinos de harina que, sin pertenecer a la comunidad, aseguraban el trabajo, el pan y una mínima seguridad para todos sus integrantes. Esto, junto con los matrimonios entre parientes, les bastaba para presentar un frente común contra sus enemigos.

En su comarca no permitían el establecimiento de ningún otro molino, ni tampoco que se realizara mejora alguna en los de los competidores ya establecidos o que alguien hiciera algo que pudiera perjudicarlos. En cierta ocasión un rico terrateniente intentó montar un molino exclusivamente para su uso personal, y el molino fue incendiado. Denunció el hecho a los «carabinieri» y a otras autoridades, que arrestaron a tres de los miembros de la familia Bocchicchio. Antes de que se celebrase el juicio, la mansión del terrateniente fue pasto de las llamas y las acusaciones retiradas. Unos meses después de este incidente llegó a Sicilia uno de los más importantes funcionarios del Gobierno italiano, dispuesto a resolver el eterno problema de la escasez de agua de la isla. Propuso la construcción de un enorme pantano. De Roma llegó un ejército de ingenieros para estudiar el proyecto sobre el terreno. Su trabajo era observado por ceñudos nativos, miembros del clan Bocchicchio, mientras la policía, alojada en barracones especialmente dispuestos, vigilaba la zona. Parecía que nada ni nadie podría impedir que la presa fuera construida, hasta que un buen día llegó al puerto de Palermo una gran cantidad de material y maquinaria. Entonces los Bocchicchio se pusieron en contacto con algunos jefes de la Mafia, a quienes solicitaron ayuda, y el material pesado fue destruido, mientras el ligero era robado. Entretanto, en el parlamento italiano los diputados a sueldo de la Mafia lanzaban furibundos ataques contra el proyecto.

Años después, Mussolini subió al poder y todo cambió radicalmente. El dictador decretó que la presa debía ser construida. Y aunque no lo fue —Mussolini sabía que la Mafia sería una amenaza para su régimen, pues constituía una autoridad separada de la suya— el dictador dio plenos poderes a un alto oficial de la policía, que pronto resolvió el problema. Encarceló a todo el mundo y deportó a colonias penitenciarias a cualquier sospechoso de pertenecer a la Mafia, con lo que consiguió en pocos años acabar con el poder de ésta. Con tales medidas causó la desgracia de muchas familias inocentes, aunque eso, al parecer, carecía de importancia.

Los Bocchicchio fueron lo bastante insensatos para oponerse a ese poder ilimitado. Como resultado de ello, la mitad de sus miembros murieron en enfrentamientos, en tanto que la otra mitad fue a dar con sus huesos a las colonias penitenciarias. Para cuando los Bocchicchio decidieron emigrar clandestinamente a Estados Unidos en un buque que recalaba en Canadá, la Familia estaba compuesta por apenas veinte miembros. Se establecieron en una pequeña ciudad cercana a Nueva York, en el valle del Hudson, donde, partiendo de cero, llegaron a convertirse en propietarios de una empresa dedicada a la recogida de basuras, con una flota de varios camiones. Como no tenían competencia, el negocio iba viento en popa. Y no tenían competencia porque los competidores se encontraron una mañana con que habían prendido fuego a sus camiones. Un sujeto muy testarudo, que no sólo insistía en seguir en el negocio, sino que trabajaba a precios más bajos que los Bocchicchio, fue encontrado muerto encima de la basura que había recogido durante el día.

Pero a medida que los hombres se casaban, con muchachas sicilianas, por supuesto, llegaban los niños, y el negocio de recogida de basuras no bastaba, a pesar de que marchaba bien, para proporcionar a todos las variadas y costosas cosas que América ofrecía. Así fue como, a modo de complemento económico, la familia Bocchicchio se convirtió en mediadora entre aquellas Familias de la Mafia que por un motivo u otro estaban en guerra entre sí.

El clan Bocchicchio conocía sus propias limitaciones. Sus miembros tal vez carecieran de inteligencia, quizá fueran demasiado primitivos, pero lo cierto es que sabían que no podían competir con las otras Familias de la Mafia en la lucha por organizar y controlar negocios más complicados que el de la basura (por ejemplo la prostitución, el juego, los narcóticos o el fraude público). Eran gentes que podían ofrecer un regalo a un policía de uniforme, pero que no sabían cómo establecer contacto con un político. Sus bazas se reducían a dos: su honor y su ferocidad.

Un Bocchicchio nunca mentía, nunca cometía una traición, sencillamente porque le resultaba demasiado complicado. Por otra parte, un Bocchicchio nunca olvidaba una injuria, y su venganza no se hacía esperar, sin que importaran las consecuencias. Gracias a estas cualidades, accidentalmente la Familia se inició en lo que se convertiría en su principal fuente de ingresos.

Cuando las Familias que estaban en guerra querían hacer las paces, llamaban a los Bocchicchio. El jefe del clan se encargaba de las negociaciones iniciales y preparaba las entrevistas. Por ejemplo: cuando Michael había ido a entrevistarse con Sollozzo, un Bocchicchio había quedado como rehén de los Corleone para garantizar la seguridad de Michael. El servicio lo había pagado Sollozzo. Si éste hubiera matado a Michael, la familia Corleone habría acabado con la vida del rehén, y en tal caso los Bocchicchio se hubieran vengado en la persona de Sollozzo, en tanto responsable de la muerte de uno de sus miembros. Los Bocchicchio estaban dispuestos a inmolarse, de ser necesario, cuando de vengar una traición se trataba. Por ello, tener un rehén del clan Bocchicchio constituía un auténtico seguro de vida.

En consecuencia, cuando Don Corleone solicitó los servicios de los Bocchicchio y encargó a éstos que suministraran rehenes para todas las Familias que asistirían a la reunión, ya nadie dudó de sus buenas intenciones. El gran cónclave sería tan seguro como una boda.

La reunión se celebró en la sala de juntas de un pequeño banco comercial cuyo presidente debía algunos favores a Don Corleone, quien, además, era accionista indirecto del banco (sus acciones estaban a nombre del presidente). Aquel hombre nunca olvidaría el momento en que se ofreció para firmar un documento en el que se hacía constar que sus acciones eran, en realidad, propiedad de Don Vito Corleone. Aquel día, el Don se había llevado las manos a la cabeza, mientras decía:

—Confío plenamente en usted. Le confiaría mi vida y mi fortuna. Soy incapaz de imaginar siquiera que usted pudiera engañarme o traicionarme. Si lo hiciera, perdería toda mi fe en el género humano y mis más profundas convicciones se vendrían abajo. Naturalmente, lo tengo todo anotado, de modo que mis herederos sabrían, en caso de que algo ocurriera, que usted tiene algo que les pertenece. Pero sé que aunque yo no estuviera en este mundo para velar por los intereses de mis hijos, usted se comportaría como un caballero.

El presidente del banco no era siciliano, pero sí inteligente, y comprendió perfectamente al Don. Desde entonces, los ruegos de éste eran órdenes para él. Por eso aquel sábado por la mañana la amplia y aislada sala de juntas del banco, con sus confortables sillones de cuero, fue puesta a disposición de las Familias.

De la seguridad de los reunidos se encargó un grupo de hombres armados, vestidos con el uniforme de los guardias del banco. A las diez de la mañana empezó a llegar gente a la amplia sala. Además de las Cinco Familias de Nueva York, había representantes de otras diez Familias procedentes de diversos puntos del país, a excepción de Chicago, que era la oveja negra. Habían desistido de civilizarlos, por lo que no vieron la necesidad de invitarlos al importante cónclave.

En la sala se había dispuesto un pequeño bar y bufé. Cada representante podía llevar un ayudante o secretario. La mayoría se habían hecho acompañar de sus «consiglieri», por lo que entre los asistentes había pocos hombres jóvenes. Tom Hagen era uno de ellos, además del único no siciliano. Los demás lo miraban como a una especie de intruso.

Hagen sabía qué conducta asumir. No hablaba ni sonreía. Cuidaba de su jefe, Don Corleone, con la misma deferencia con que un noble cuidaría de su rey; le servía bebidas frías, le encendía los cigarros… y todo ello con respeto, pero sin sombra de servilismo.

Era el único de los presentes que conocía la identidad de los retratos al óleo que colgaban de las paredes. Casi todos eran de grandes financieros. Uno era Hamilton, el secretario del Tesoro, quien seguramente habría aprobado, pensó Hagen, que aquella reunión de paz se celebrara en una institución bancaria. No existía ninguna atmósfera mejor que la del dinero para entrar en razones.

Se había previsto que la gente empezara a llegar entre las nueve y media y las diez de la mañana. Don Corleone, que en cierto modo era el anfitrión, pues suya había sido la idea de aquel cónclave, fue el primero en presentarse; una de sus virtudes más características era la de la puntualidad. El siguiente fue Carlo Tramonti, que se había establecido en el Sur de Estados Unidos. Era un hombre de media edad, de estatura superior a la normal en un siciliano y muy elegante. Su rostro, bronceado por el sol, estaba impecablemente rasurado. No tenía aspecto de italiano, sino que recordaba a uno de esos millonarios que aparecen fotografiados en las revistas a bordo de sus lujosos yates. La familia Tramonti obtenía sus ingresos del juego, y nadie, a juzgar por el aspecto de su Don, sería capaz de imaginar con cuánta ferocidad éste había erigido su imperio.

Nacido en Sicilia, llegó a América a muy temprana edad. Creció y se hizo hombre en Florida, donde trabajó en el sindicato que, dominado por los políticos locales, controlaba el juego. Eran hombres muy duros, apoyados por policías también muy duros, y nunca se les ocurrió pensar que llegaría el día en que serían derrotados por el joven inmigrante siciliano. Su crueldad les sorprendió, y como consideraron que las ganancias obtenidas con el juego no eran lo bastante importantes, prefirieron no enfrentarse a él. Tramonti se ganó a los policías con el mejor y más sencillo de los sistemas: les pagó más de lo que les pagaban los políticos. Al dejarles sin protección policial, sus competidores se vieron obligados a cesar en sus negocios. Y luego, cuando fue amo y señor, comenzó a operar en Cuba, con la complicidad de altos funcionarios del régimen de Batista. Invirtió grandes sumas en los cabarets, casinos y prostíbulos de La Habana, y consiguió atraer a los norteamericanos ricos, tal como se había propuesto en un principio. Tramonti acabó convirtiéndose en multimillonario y propietario de uno de los hoteles más lujosos de Miami Beach.

Al entrar en la sala donde iba a celebrarse el cónclave, seguido de su consigliere, igualmente bronceado por el sol, Tramonti se acercó a Don Corleone y lo abrazó a la vez que hacía patente, con un gesto, su pena por la muerte de Sonny.

Estaban llegando los jefes de otras Familias. Todos se conocían; habían tenido relaciones comerciales o se habían encontrado en reuniones sociales. El segundo en presentarse fue Joseph Zaluchi, de Detroit, donde su Familia poseía —aunque su nombre no figuraba en ningún documento— un hipódromo, aparte de controlar buena parte del juego. Zaluchi era un hombre de cara redonda y aspecto bonachón, que vivía en una casa de cien mil dólares, situada en el barrio residencial de Grosse Point. Uno de sus hijos se había casado con una muchacha perteneciente a una conocida familia americana, y él era, al igual que Don Corleone, un hombre sofisticado. En Detroit la Mafia era menos violenta que en cualquiera de las ciudades controladas por las Familias. En los tres últimos años sólo habían tenido lugar dos «ejecuciones». Zaluchi desaprobaba el tráfico de drogas.

Joseph Zaluchi estaba acompañado por su consigliere, y los dos hombres abrazaron a Don Corleone. Zaluchi hablaba el inglés sin apenas acento italiano, vestía como un típico hombre de negocios, y su buena voluntad era proverbial.

—Sólo su llamada podía haberme traído hasta aquí —dijo a Don Corleone.

El Padrino le dio las gracias con un gesto. Estaba seguro de que dispondría del apoyo de Zaluchi.

A continuación llegaron dos jefes de la Costa Oeste. Habían hecho el viaje en el mismo automóvil, pues eran íntimos amigos y siempre trabajaban juntos. Se llamaban Frank Falcone y Anthony Molinari. Con poco más de cuarenta años, eran los más jóvenes de cuantos asistían a la reunión, vestían un poco más llamativamente que los demás —influencia de Hollywood— y se mostraban muy amistosos. Frank Falcone controlaba el sindicato de trabajadores de la industria cinematográfica y el juego en los estudios, además de estar al frente de una organización que se encargaba de suministrar chicas a los prostíbulos de los estados del Oeste. Si existiera la mínima posibilidad de que un Don acabara convertido en una figura del show business, podía afirmarse que Falcone era, en todo caso, el que más lo parecía. Los otros jefes de las Familias desconfiaban de él. Anthony Molinari, por su parte, controlaba los muelles de San Francisco y era, además, uno de los peces gordos del negocio de las apuestas deportivas. Procedente de una humilde familia de pescadores italianos, poseía el mejor restaurante especializado en pescado de San Francisco. Aquel local era su orgullo; en él se servía una comida excelente a bajo precio, aun cuando, se decía, perdía dinero con él. Su rostro inexpresivo, propio de un jugador profesional, hacía que los demás sospecharan que también estaba envuelto en el tráfico de drogas, entonces muy extendido a través de la frontera mexicana y de los barcos procedentes del Lejano Oriente. Sus acompañantes eran tan jóvenes y corpulentos, que más parecían guardaespaldas que consejeros; aunque, claro está, no se hubieran atrevido a asistir armados a la reunión. Se sabía que dichos guardaespaldas eran expertos karatecas, pero ello no asustaba a los demás jefes de las Familias, a quienes les hubiera dado igual que sus colegas llevaran encima amuletos bendecidos por el Papa. No obstante, debe señalarse que algunos de estos jefes eran religiosos y creían en Dios.

El siguiente en llegar fue el representante de la Familia de Boston. Era el único Don a quien sus colegas despreciaban. Tenía fama de no portarse bien con su gente y de ser un tramposo de tomo y lomo. Esto aún podía perdonársele. Pero lo que no tenía perdón era el hecho de que fuese incapaz de mantener el orden en su imperio. En el área de Boston había demasiados muertos, excesivas rencillas y gran cantidad de actividades incontroladas; la ley no inspiraba respeto alguno. Si los mafiosos de Chicago eran salvajes, los de Boston eran «gavooni», es decir, rufianes. El Don de Boston se llamaba Domenick Panza. Era de baja estatura y muy gordo; como dijo uno de los jefes, parecía un ladrón.

El sindicato de Cleveland, quizás el más poderoso de Estados Unidos en lo que al juego se refería, estaba representado por un anciano de aspecto delicado y cabellos blancos. A sus espaldas le llamaban «el Judío», porque se había rodeado de colaboradores israelitas más que de sicilianos. Incluso se rumoreaba que había estado a punto de elegir a un judío como consigliere, pero que finalmente no se había atrevido. Sea como fuere, y del mismo modo que la familia Corleone era conocida como «la Banda Irlandesa» a causa de Tom Hagen, la Familia de Vincent Forlenza era conocida como «la Familia Judía». Y hay que reconocer que el mote respondía bastante a la realidad. Su organización era extremadamente eficiente, y a Don Vincent Forlenza nunca le había asustado la sangre, a pesar de su aspecto personal tan suave y delicado. Mandaba con mano de hierro envuelta en guante de terciopelo.

Los representantes de las Cinco Familias de Nueva York fueron los últimos en llegar. Tom Hagen quedó sorprendido al ver hasta qué punto el aspecto de éstos era mucho más imponente que el de los jefes de las otras ciudades. Los cinco de Nueva York estaban en la más pura tradición siciliana; eran «hombres de pelo en pecho», es decir, enérgicos y valientes, y también, para no desentonar, altos y corpulentos. Los cinco poseían una cabeza leonina, con rasgos acusados y duros. No eran excesivamente elegantes ni parecían conceder mucha importancia a su aspecto personal, sino que tenían el aire de despreocupación de los hombres ocupados y carentes de vanidad.

Uno de ellos era Anthony Stracci, que controlaba el área de Nueva Jersey y el embarque de mercancías en los muelles del West Side de Manhattan. También se ocupaba del juego, y contaba con excelentes contactos en el Partido Demócrata. Poseía una flota de camiones con la que obtenía auténticas fortunas, debido, principalmente, a que sus vehículos podían llevar sobrecarga sin miedo a que algún inspector decidiera impedírselo. Y si sus enormes y sobrecargados camiones estropeaban la calzada, su empresa de construcción de carreteras —beneficiaria de lucrativos contratos gubernamentales— la reparaba. Su situación era la ideal para cualquier hombre de empresa: tenía un negocio que generaba otros negocios. Stracci también era anticuado, por lo que nunca había querido saber nada con la prostitución, y si intervenía en el tráfico de drogas, no lo hacía tanto por deseo propio como obligado por la circunstancia de controlar los muelles. De las Cinco Familias de Nueva York que se enfrentaban a los Corleone, la suya era la menos poderosa, pero la que ocupaba una mejor posición.

La Familia que controlaba el norte del estado de Nueva York, la que se ocupaba de la entrada clandestina de inmigrantes italianos en Estados Unidos —a través de la frontera canadiense—, la que tenía en sus manos el juego en la zona septentrional del estado y la que ejercía el derecho de veto en las licencias para organizar carreras de caballos, estaba encabezada por Ottilio Cuneo. Éste, un hombre de aspecto sosegado, rostro redondo y cuerpo rechoncho de panadero, era propietario de una de las principales empresas lecheras del país. Cuneo amaba a los niños, hasta el punto de llevar siempre los bolsillos repletos de golosinas para sus nietos y los hijos o nietos de sus asociados. Se tocaba con un sombrero de fieltro con el ala vuelta toda hacia abajo —como si fuera un sombrero femenino para el sol— que contribuía a que su cara pareciese aún más redonda y jovial. Era uno de los pocos jefes que nunca había sido arrestado y cuyas verdaderas actividades nunca habían estado bajo sospecha. En alguna ocasión había formado parte de comités cívicos y nombrado «hombre de negocios del año en el estado de Nueva York» por la Cámara de Comercio.

El más firme aliado de la familia Tattaglia era Don Emilio Barzini. Controlaba una parte del juego en Brooklyn y Queens, todas las actividades de la zona de Staten Island y las agencias clandestinas de apuestas del Bronx y Westchester. Era un hombre muy duro. Además, tenía intereses en la prostitución y el tráfico de drogas. Tenía muy buenos contactos en Cleveland y la Costa Oeste, y era uno de los pocos hombres lo bastante inteligentes para interesarse por Las Vegas y Reno, las «ciudades abiertas» de Nevada. Tenía asimismo intereses en Miami y Cuba. Después de la familia Corleone, era, quizá la más fuerte de Nueva York y, por lo tanto, del país. Su influencia llegaba incluso a Sicilia. Estaba metido en todas las actividades ilegales. Se rumoreaba que tenía intereses incluso en Wall Street. Desde el comienzo de la guerra había apoyado a los Tattaglia con dinero e influencia. Ambicionaba reemplazar a Don Corleone como el más respetado y poderoso jefe de la Mafia, y hacerse con parte del imperio de aquél. Era un hombre muy parecido al Padrino, pero más moderno, más sofisticado. Contaba con la confianza de todos los miembros de su Familia, y aunque irradiaba una tremenda y fría energía, carecía de la cordialidad de Don Corleone. En aquel momento, el hombre más «respetado» del grupo tal vez fuera él.

El último en llegar fue Don Phillip Tattaglia, el jefe de la Familia que se había atrevido a desafiar el poder de los Corleone al apoyar a Sollozzo, y que había estado a punto de triunfar. Sin embargo, los otros no le tenían en un concepto muy elevado. Se sabía que se había dejado dominar por Sollozzo, y se le consideraba directamente responsable del actual malestar, que de forma tan negativa influía en los negocios de las Familias de Nueva York. Tenía sesenta años y era un conquistador empedernido. Naturalmente, mujeres no le faltaban, pues la familia Tattaglia se dedicaba al negocio de la prostitución. También controlaba la mayoría de los night-clubs de Estados Unidos —cuando le interesaba promocionar a una artista, la hacía actuar en los mejores locales de las más importantes ciudades del país— y varias empresas discográficas que tenían bajo contrato a los más prometedores cantantes. Sin embargo, la principal fuente de ingresos de la Familia era la prostitución.

Los otros jefes encontraban desagradable su personalidad. Siempre se quejaba. De los gastos —facturas de la lavandería, toallas, etc.— que se comían todas las ganancias; aunque olvidaba decir que la lavandería era suya. De las chicas, que eran perezosas e indignas de confianza, ya que unas huían, otras se suicidaban… De los rufianes, que eran traidores y deshonestos, y no sabían lo que significaba la palabra lealtad. Según él, era difícil encontrar buenos colaboradores. A los jóvenes sicilianos no les gustaba ese tipo de trabajo, pues consideraban que abusar de las mujeres era una vileza, pero en cambio eran capaces de cortarle el cuello a cualquiera por el motivo más nimio. ¡Los muy imbéciles! Por todo ello, los colegas de Phillip Tattaglia encontraban a éste muy antipático. Sus quejas más lastimeras las reservaba para las autoridades que tenían el poder de conceder o negar licencias para expender licores en sus clubs. Juraba que había hecho más millonarios él con el dinero que pagaba a los guardianes de los sellos oficiales, que Wall Street con sus operaciones financieras.

No dejaba de ser curioso el hecho de que su casi victoriosa guerra contra la familia Corleone no le hubiera granjeado el respeto que creía merecer. En realidad, todos sabían que su fuerza había procedido, primero de Sollozzo y luego de la familia Barzini, no obstante lo cual, y a pesar de tener a su favor el factor sorpresa, no había podido vencer.

Y eso era otra prueba contra él. Si hubiese sido más eficiente, no habría habido necesidad de convocar aquella conferencia. La muerte de Don Corleone habría significado el fin de la guerra.

Phillip Tattaglia y Don Corleone, que habían perdido sendos hijos en aquella guerra, se saludaron con una leve inclinación de la cabeza, todos los presentes estaban pendientes de la reacción del segundo de aquellos. Intentaban descubrir qué huella de debilidad habrían dejado en su rostro las heridas y las últimas derrotas, y se esforzaban en adivinar si el Don buscaba la paz, porque, ahora que su hijo había muerto debía de sentirse derrotado y cada día más débil. Pronto saldrían de dudas.

Hubo profusión de saludos, se sirvieron bebidas y pasó otra media hora antes de que Don Corleone tomara asiento en la cabecera de la pulimentada mesa de nogal. Discretamente, Hagen se sentó a la izquierda del Don, pero un poco atrás. Los otros jefes ocuparon también los lugares que les habían sido destinados, con sus «consiglieri» sentados detrás de ellos, dispuestos a ofrecer su consejo en caso de necesidad.

Don Corleone fue el primero en hablar, y lo hizo como si nada hubiese ocurrido, como si no hubiese sido gravemente herido, como si no le hubiesen matado a su hijo mayor. A juzgar por sus palabras, nadie habría dicho que su imperio estaba tambaleándose y su familia dispersa, ya que Freddie se hallaba en el Oeste, bajo la protección de la familia Molinari, y Michael en las áridas tierras de Sicilia, escondido. Con toda naturalidad, en dialecto siciliano, dijo:

—Quiero darles a todos las gracias por haber venido. Considero este hecho como un favor personal, y por ello quedo en deuda con todos y cada uno de ustedes. Ante todo, quiero que sepan que no estoy aquí para discutir ni para convencer, sino para dialogar. Y como hombre razonable que soy, haré cuanto esté en mi mano para que nos despidamos siendo amigos. Les doy mi palabra de que así pienso hacerlo, y aquellos de ustedes que me conocen bien, saben que nunca falto a mi palabra. Ahora, vayamos al grano. Todos nosotros somos hombres de honor, por lo que no será necesario firmar documento alguno. Después de todo, no somos abogados.

Hizo una pausa. Ninguno de los otros jefes habló. Algunos fumaban, otros bebían, pero todos eran hombres que sabían escuchar y que, sin excepción, se habían negado a aceptar las leyes de la sociedad; eran hombres que no se dejaban dominar por nadie. Y nadie era capaz de dominarlos, a menos que ellos se lo permitiesen. Eran hombres que, para mantener su independencia, llegaban al asesinato de ser necesario. Sólo la muerte podía doblegar su voluntad. O la razón. Don Corleone suspiró y prosiguió:

—El cómo se ha llegado a esta situación, no importa. Ha sido una locura pasajera. Han ocurrido cosas que nunca debieron ocurrir, y por eso las considero errores innecesarios. Pero dejen que les diga lo que ha ocurrido, tal como yo lo veo…

Hizo una pausa como para ver si alguien tenía algo que objetar al hecho de que contara su versión de lo ocurrido.

—Ya estoy completamente restablecido, gracias a Dios, y tal vez pueda ayudar a resolver este asunto a satisfacción de todos. Quizá mi hijo era demasiado violento, demasiado testarudo; me guardaré mucho de afirmar lo contrario. Pero esto es otro asunto. Permítanme que les diga que Sollozzo vino a proponerme un negocio, pidiéndome mi dinero e influencia y diciéndome que la familia Tattaglia también participaría en el mismo. Era algo relacionado con el tráfico de drogas, negocio en el que no estoy interesado pues soy un hombre tranquilo y los narcóticos son algo muy complicado. Así se lo expliqué a Sollozzo; con todo respeto hacia él y la familia Tattaglia. Le dije «no», pero amablemente. Le dije que su negocio y el mío eran distintos, pero no que tuviese algo que objetar a que se ganara la vida con las drogas. Él lo tomó a mal, y con ello consiguió llevar la desgracia a nuestras familias. Bien, así es la vida. Todos podemos contar historias tristes. Yo no pienso hacerlo.

Don Corleone hizo otra pausa, y a una señal suya Hagen le sirvió un refresco. Bebió un trago y continuó:

—Deseo que haya paz. Tattaglia ha perdido un hijo, y yo también. Así pues, estamos igualados. ¿Qué ocurriría si la gente no olvidara sus agravios y rencores? Ésa, precisamente, ha sido la cruz de Sicilia, donde los hombres están tan ocupados en sus vendette que no tienen tiempo de ganar el sustento para sus hijos. Es una locura. Así, pues, propongo que dejemos que las cosas sigan como antes. Nada he hecho para descubrir a quienes traicionaron y a quienes mataron a mi hijo. Si hay paz, no lo haré. Tengo un hijo que no puede regresar a casa, y debo recibir garantías de que cuando vuelva no correrá peligro de que las autoridades lo detengan. Una vez que hayamos arreglado este punto, señores, creo que podremos hablar de otros asuntos que a todos interesan, y estoy convencido de que esta reunión será beneficiosa para todos.

Y terminó su parlamento confesando, con un gesto expresivo:

—Eso es lo que deseo de corazón.

Había hablado muy bien. Era el Don Corleone de siempre. Razonable, flexible, suave. Pero todos se habían dado cuenta de que había dicho que volvía a disfrutar de buena salud, lo que significaba que no se consideraba derrotado, a pesar de las desgracias sufridas. También notaron todos que había dicho que no valía la pena discutir otros asuntos, si no se comprometían a garantizar la paz. Y, finalmente, todos recordaban que había solicitado que todo siguiera como antes, es decir, que los Corleone conservarían su imperio, a pesar de los reveses de los últimos tiempos.

Quien respondió a Don Corleone no fue Tattaglia, sino Emilio Barzini. Habló en tono áspero, aunque no rudo ni insultante.

—Todo lo que ha dicho es cierto. Pero hay algo más. Don Corleone es demasiado modesto. El hecho es que Sollozzo y los Tattaglia no podían emprender su nuevo negocio sin la ayuda de Don Corleone. Su negativa la consideraron como una ofensa. No es culpa de Don Corleone, naturalmente, pero lo cierto es que los jueces y los políticos que estarían dispuestos a recibir favores de Don Corleone, aun tratándose de drogas, no permitirían que influyese sobre ellos nadie que no fuera él. Sollozzo no podía operar si no contaba con la seguridad de que nadie se metería con sus hombres. Eso lo sabemos todos, pues de otro modo seríamos pobres como las ratas. Y ahora que las leyes son más severas, los jueces y los fiscales se muestran tremendamente duros cuando uno de nuestros hombres cae en sus garras. Las drogas son peligrosas. Hasta un siciliano puede quebrantar la omertà y decir todo lo que sabe, si lo sentencian a veinte años. Y eso no puede ser. Don Corleone controla todo ese aparato; por lo tanto, su negativa a permitirnos usarlo es impropia de un amigo. Equivale a quitar el pan de la boca a nuestra familia. Los tiempos han cambiado. Ya no es como antes, cuando cada uno podía seguir su camino sin preocuparse de los demás. Si Corleone tiene los jueces de Nueva York, debe compartirlos con nosotros. Puede pasarnos factura por tales servicios, naturalmente, pues después de todo no somos comunistas. Pero debe dejarnos sacar agua del pozo. Ni más, ni menos.

Cuando Barzini terminó de hablar, se produjo una pausa. No podía volverse a la situación anterior. Lo más importante de lo que Barzini había dicho —sin decirlo— era que si no se llegaba a un acuerdo de paz, se uniría abiertamente a los Tattaglia en la lucha contra los Corleone. Y había señalado que la vida y la fortuna de todos ellos dependía de que se ayudaran mutuamente, y que una negativa en este sentido era como un acto de agresión. Los favores no se pedían a la ligera, por lo que tampoco podían negarse con ligereza.

—Amigos míos —repuso Don Corleone—, si me negué no fue por mala voluntad. Todos ustedes me conocen. ¿Cuándo me he negado a negociar? En aquella ocasión, sin embargo, tuve que decir que no. ¿Por qué? Porque pienso que el asunto de las drogas será, en el futuro, nuestra perdición. El tráfico de drogas está muy mal visto en este país. No es como el whisky, el juego o las mujeres, tres cosas que la mayoría de la gente quiere y que sólo son prohibidas por los pezzonovante de la Iglesia y el Gobierno. Las drogas son peligrosas para todos los que intervienen en ellas. Podrían perjudicar los demás negocios. Por lo demás, permítanme que les diga que me halaga el que se considere que puedo influir tanto sobre jueces y políticos. Me gustaría que fuese cierto. Poseo cierta influencia, es verdad, pero muchas de las personas que respetan mis consejos dejarían de hacerlo si en nuestras relaciones se mezclaran las drogas. Tienen miedo de verse envueltos en ese negocio, que, además, va contra sus sentimientos. Los policías que nos ayudan en el juego y en otras cosas, no nos ayudarían tratándose de narcóticos, ténganlo por seguro. Así pues, pedirme un favor relacionado con drogas, equivale a pedirme que me perjudique a mí mismo. Sin embargo, estoy dispuesto a hacerlo, si todos ustedes lo consideran indispensable para arreglar otros asuntos.

Cuando Don Corleone hubo terminado de hablar, buena parte de la tensión que reinaba en la sala desapareció. Había cedido en el punto más importante. Ofrecería su protección en el negocio de las drogas. De hecho, aceptaba la proposición de Sollozzo, sólo que ahora eran las Familias más importantes del país las que le hacían las propuestas. Se sobreentendía que él no participaría en la fase operativa ni, a diferencia de lo que Sollozzo había deseado, invertiría dinero alguno en ello. Sólo prestaría su influencia. De todos modos, era una formidable concesión.

El Don de Los Ángeles, Frank Falcone, se dirigió a la audiencia:

—No hay forma de evitar que la gente se dedique a ese negocio. Lo hacen por su cuenta y riesgo, y, como es natural, se meten en dificultades. El asunto de las drogas resulta irresistible, pues es mucho el dinero que se puede ganar. Y si bien es peligroso, el peligro es todavía mayor si no intervenimos nosotros. Por lo menos, nuestra intervención es garantía de una mejor organización, con lo que los riesgos disminuyen. El dedicarnos a los narcóticos no es tan malo, después de todo, pues debe existir un control, una protección, una organización. No podemos dejar que cada uno haga lo que le dé la gana. La anarquía nunca ha sido beneficiosa.

El Don de Detroit, mejor dispuesto hacia la persona de Don Corleone que cualquiera de los otros jefes, habló también en contra de la posición de su amigo, en aras de la razón.

—No creo en las drogas —dijo—. Durante años he estado pagando más de lo debido a mi gente para que no se sintiera tentada de meterse en ese negocio. Pero todo ha sido inútil. Llega alguien y les dice: «Tengo nieve. Si pones tres mil o cuatro mil dólares, puedes ganar cincuenta mil». ¿Quién es capaz de resistir la tentación? Y están tan ocupados con las drogas, que hacen mal el trabajo por el que les pago. Las drogas dan más dinero. Y creo que los beneficios serán cada vez mayores. Como no hay forma de pararlo, debemos controlarlo y procurar que sea respetable. No quiero que se vendan drogas cerca de las escuelas, no quiero que se vendan a los niños. Eso sería una infamità. En mi ciudad, yo trataría de limitar el uso de la droga a los negros. Son los mejores clientes, los que crean menos problemas y, al fin y a la postre, unos animales. No respetan a sus esposas ni a sus familiares; ni siquiera se respetan a sí mismos. Dejémosles que se sacien de drogas… Debemos llegar a un acuerdo, no podemos permitir que cada uno haga lo que le venga en gana.

El discurso del Don de Detroit fue recibido con murmullos de aprobación. Había puesto el dedo en la llaga. Por mucho que se pagara, era imposible mantener a la gente apartada de los narcóticos. Con lo que había dicho de los niños había dado una nueva prueba de su sensibilidad y su buen corazón. Aunque, bien mirado ¿a quién se le ocurriría vender drogas a los niños? ¿De dónde sacarían éstos el dinero? Lo que había dicho de los negros era hablar por hablar. Se consideraba que los negros carecían de fuerza, que el que toleraran que la sociedad los mirase como ciudadanos de segunda demostraba que no contaban. Por ello, al mencionarlos así, el Don de Detroit había demostrado que no sabía distinguir lo importante de lo que no lo era.

Todos los jefes hablaron, y coincidieron en afirmar que el tráfico de drogas no les gustaba, pero puesto que era imposible evitar que existiera, lo mejor era controlarlo. Había mucho dinero en juego; tanto, que siempre existirían hombres que se arriesgarían a todo para conseguirlo. La naturaleza humana no podía cambiarse.

De modo que se decidió permitir el tráfico de drogas, y se acordó que Don Corleone proporcionaría una cierta protección legal en el Este, mientras que los Barzini y los Tattaglia se harían cargo de la mayor parte de las operaciones importantes.

Una vez de acuerdo en el tema de los narcóticos, los reunidos pasaron a discutir otros asuntos. Los problemas a resolver eran muchos y muy complejos. Se acordó que Las Vegas y Miami debían ser «ciudades abiertas», es decir, que cualquiera de las Familias podía operar en ellas. Todos coincidían en que eran las ciudades del futuro. Se resolvió asimismo que no se permitirían actos violentos en dichas ciudades, de modo que a los delincuentes se los escarmentaría para que se marcharan a otra parte. Cuando fuera necesario ejecutar a alguien cuya muerte pudiese causar demasiado revuelo, habría que contar con la aprobación de los reunidos en el cónclave. Los «soldados» tendrían que abstenerse de matarse unos a otros por venganzas y cuestiones personales. Las Familias se ayudarían mutuamente en cuestiones tales como préstamo de ejecutores, soborno de jurados, etc.; es decir, en todas aquellas materias que, en ciertos casos, eran de vital importancia. Llegar a acuerdos en este sentido llevó mucho tiempo. Finalmente, Don Barzini pensó que había llegado el momento de poner fin a la reunión.

—Así pues, eso es todo —dijo—. Hemos alcanzado la paz, que es lo importante, y bastantes acuerdos. Ahora quiero presentar mis respetos a Don Corleone, en honor a su justa fama de hombre de palabra. Si en el futuro se producen otras diferencias, volveremos a reunirnos; no hay necesidad de cometer locuras. Por mi parte, lo pasado, pasado. Y estoy muy contento de que todo se haya arreglado.

Sólo Phillip Tattaglia no se mostraba muy satisfecho. Si volvía a estallar la guerra, la muerte de Santino Corleone lo convertía en el hombre más vulnerable del grupo. Por vez primera, Don Tattaglia se extendió al hablar.

—He dado mi conformidad a todo cuanto se ha decidido aquí —afirmó—. Estoy dispuesto a olvidar las desgracias que he sufrido, pero quisiera que Corleone puntualizara ciertas cosas. ¿Intentará vengarse? Si pasado el tiempo su posición se hace más fuerte ¿olvidará que nos hemos jurado amistad? ¿Cómo puedo estar seguro de que dentro de tres o cuatro años no pensará que las circunstancias lo obligaron a aceptar este acuerdo, considerándose, por lo tanto, libre de todo compromiso? ¿Habremos de estar permanentemente en guardia o, por el contrario, podremos estar tranquilos? ¿Puede Don Corleone darnos su palabra, como yo doy la mía?

Fue entonces cuando Don Corleone pronunció uno de esos discursos que son largamente recordados. En él reafirmó su posición como el hombre con más visión del futuro de todos los allí presentes, así como el que poseía más sentido común. Sus palabras eran sinceras, y llegaron al corazón de todos los presentes. Fue entonces cuando acuñó una frase que se haría famosa, aunque el público no tuvo conocimiento de ella hasta pasados diez años.

Por vez primera, Don Corleone se puso de pie para dirigirse a los reunidos. No era alto, y estaba un poco delgado debido a los días pasados en cama. No obstante, y aun cuando saltaba a la vista que había envejecido, no cabía duda de que había recuperado su antiguo vigor, tanto físico como mental.

—¿Qué clase de hombres seríamos si careciéramos de la facultad de razonar? —comenzó—. Seríamos como las bestias de la selva. Pero la razón preside todos nuestros actos. Podemos razonar el uno con el otro, podemos razonar con nosotros mismos. ¿De qué me serviría reanudar las hostilidades, reanudar la violencia? Mi hijo está muerto, y su muerte es una desgracia que debo soportar. ¿Por qué tendría que hacer que el mundo sufriera conmigo? Doy mi palabra de honor de que no intentaré vengarme y olvidaré las ofensas pasadas. Saldré de aquí lleno de buena voluntad. Permítanme decirles que debemos velar siempre por nuestros intereses. Todos nosotros somos hombres sin un pelo de tontos, que nos hemos negado a ser muñecos en manos de los poderosos. Y hemos tenido suerte en este país. La mayoría de nuestros hijos han encontrado una vida mejor. Algunos de ustedes tienen hijos que son profesores, científicos, músicos. Sus nietos serán, tal vez, los nuevos pezzonovante. Pero ninguno de nosotros quiere que sus hijos sigan nuestros pasos, porque sabemos cuán dura es esta vida. Todos creemos que ellos pueden ser como los demás, que nuestro valor servirá para proporcionarles posición y seguridad. Tengo nietos, y espero que sus hijos lleguen a ser gobernadores o, incluso, presidentes. Quién sabe, en América todo es posible. Pero debemos empezar a luchar para ponerlos a la altura de los tiempos. Ya ha pasado la hora de las pistolas y los asesinatos. Debemos ser astutos como los demás hombres de negocios, y ello repercutirá en beneficio de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos. No tenemos obligación alguna con respecto a los pezzonovante que se consideran a sí mismos como rectores del país, que pretenden dirigir nuestras vidas, que declaran las guerras y nos dicen que luchemos por el país. Porque, en realidad, lo que quieren es defender sus intereses personales. ¿Por qué debemos obedecer unas leyes dictadas por ellos, para su propio beneficio y en perjuicio nuestro? Y ¿con qué derecho se inmiscuyen cuando pretendemos proteger nuestros intereses? Nuestros intereses son cosa nostra. Nuestro mundo es cosa nostra, y por eso queremos ser nosotros quienes lo rijan. Por lo tanto, debemos mantenernos unidos, pues es el único modo de evitar interferencias, o de lo contrario nos dominarán, como dominan ya a millones de napolitanos y demás italianos de este país. Por esta razón resuelvo no vengar la muerte de mi hijo. El bien común es lo primero. Juro que mientras yo sea el jefe de mi Familia, ninguno de los míos levantará un solo dedo contra ninguno de los aquí presentes, salvo que la provocación sea intolerable. Estoy dispuesto a sacrificar mis intereses comerciales en aras del bien común. Ésta es mi palabra de honor. Y todos los aquí reunidos saben que mi palabra ha sido siempre sagrada. Pero tengo un problema personal. Mi hijo menor se ha visto obligado a huir, acusado de las muertes de Sollozzo y de un capitán de la policía. Debo hacer cuanto esté en mi mano para que regrese a casa, libre de esos cargos falsos, y sé que ése es un problema exclusivamente mío. Sí, he de buscar a los verdaderos culpables o, en todo caso, convencer a las autoridades de la inocencia de mi hijo. Es posible que los testigos rectifiquen sus declaraciones, que se retracten de sus mentiras… Repito que es un asunto que debo resolver yo, y creo que finalmente mi hijo podrá regresar. Bien. Pero quiero que sepan que entre mis defectos se cuenta el de ser un hombre supersticioso. Es ridículo, lo sé, pero no puedo evitarlo. Y si mi hijo menor sufriera algún desgraciado percance, si algún policía lo matara accidentalmente, si lo encontraran colgado en su celda, si aparecieran nuevos testigos de cargo, mi superstición me haría creer que ello se había debido a la mala voluntad de alguno o algunos de los aquí presentes. Quiero decirles más; si mi hijo resulta herido de muerte por un rayo, culparé de ello a los aquí reunidos; si su avión cae al mar o su barco se hunde en las profundidades del océano, si contrae unas fiebres mortales o su automóvil es arrollado por un tren, mi ridícula superstición me hará creer que la culpa la tienen ustedes. Señores, esa mala voluntad, esa mala suerte, no podría perdonarla jamás. Aparte de eso, les juro por el alma de mis nietos que nunca romperé la paz que hemos acordado. Después de todo ¿somos o no somos mejores que esos pezzonovante que han matado a millones y millones de personas en nombre de la patria?

Pronunciadas estas palabras, Don Corleone se acercó a Don Phillip Tattaglia. Tattaglia se levantó y los dos hombres se abrazaron y se besaron en las mejillas. Los otros jefes se pusieron de pie y, después de aplaudir, se estrecharon mutuamente las manos, celebrando la amistad de Don Corleone y Don Tattaglia. La recientemente sellada amistad tal vez no fuese muy calurosa, pero sí respetable. Aunque jamás se cruzaran regalos de Navidad, por lo menos tampoco se matarían el uno al otro. En su mundo, esa amistad era suficiente.

Dado que su hijo Freddie estaba en el Oeste bajo la protección de la familia Molinari, concluida la reunión Don Corleone dio las gracias al Don de San Francisco y, por lo que éste le dijo, comprendió que Freddie se encontraba muy bien en aquella ciudad, entre otras cosas porque tenía mucho éxito con las mujeres. También parecía poseer grandes condiciones para dirigir un hotel, con lo que Don Corleone quedó agradablemente sorprendido, al igual que ocurre a muchos padres cuando se enteran de que sus hijos poseen talentos que ellos desconocían. Realmente, las grandes desgracias tienen a veces su compensación. Corleone dijo al Don de San Francisco que le debía un gran favor por haber protegido a Freddie, y que echaría mano de toda su influencia para que pudiera seguir controlando las carreras de caballos en el Oeste, más allá de los cambios que en el futuro se operaran en las estructuras políticas. Ésta garantía era muy importante, pues las autoridades luchaban contra el monopolio ejercido por los Molinari en los hipódromos, y, además, los de Chicago no paraban de interferir. Pero la influencia de Don Corleone llegaba incluso hasta aquellas tierras salvajes, así que su promesa equivalía a un valioso regalo.

Era ya de noche cuando Don Corleone, Tom Hagen y el chofer y guardaespaldas, Rocco Lampone, llegaron a la finca de Long Beach. Cuando entraban en la casa, Don Corleone dijo a Hagen:

—Nuestro chofer, Lampone, creo que es un hombre valioso. Quiero que lo tengas en cuenta.

Hagen no pudo evitar sentirse extrañado. Lampone no había pronunciado una sola palabra en todo el día, ni siquiera había dirigido la mirada a sus dos pasajeros. Eso sí, era un buen chofer y se había comportado a la perfección, abriendo incluso la puerta al Don para que se apeara, pero eso lo hubiera hecho cualquier chofer conocedor de su oficio. Estaba claro que el Don había advertido algo que a él se le había escapado.

El Don despidió a Hagen, no sin antes indicarle que quería verlo después de cenar y que durmiera un poco, pues la reunión se prolongaría hasta altas horas de la noche. A ella asistirían Clemenza y Tessio, que no llegarían antes de las diez de la noche. Le indicó también que informara a los dos caporegimi de lo que se había hablado en la conferencia con los otros jefes de las Familias.

A las diez en punto el Don ya estaba esperando la llegada de los tres hombres en su despacho, delante de su teléfono especial. Sobre la mesa había una bandeja con botellas de whisky, hielo y soda. Cuando se hubieron presentado, el Don dijo:

—Esta tarde hemos acordado la paz. He dado mi palabra de honor y eso debería ser suficiente para todos. Pero nuestros amigos no son muy de fiar, por lo que tendremos que permanecer en guardia. No debemos exponernos a más sorpresas desagradables.

Volviéndose hacia Hagen, añadió:

—¿Has dejado libres a los rehenes de Bocchicchio?

—He llamado a Clemenza en cuanto he llegado a casa —contestó Hagen.

Corleone miró al corpulento Clemenza, quien hizo un gesto de asentimiento y dijo:

—Los he dejado en libertad. Ahora bien, Padrino ¿es posible que un siciliano sea tan estúpido como los Bocchicchio aparentan ser?

Don Corleone esbozó una sonrisa.

—Son lo bastante listos para ganar dinero de sobra. ¿Para qué iban a serlo más? Por otra parte, los Bocchicchio no son los causantes de los problemas de este mundo. Aunque, ciertamente, carecen de la inteligencia siciliana.

Estaban de buen humor, ahora que la guerra había terminado. Don Corleone preparó bebidas para los cuatro y, entre sorbo y sorbo, encendió un cigarro.

—No quiero que se haga nada para descubrir lo que le ocurrió a Sonny; la cosa ya no tiene remedio y debemos olvidarla.

Quiero cooperar con las otras Familias, aun cuando ello suponga un perjuicio económico para nosotros. Hasta que Michael no esté en casa, la paz no debe romperse, ni siquiera si nos provocan. Y quiero que recordéis una cosa; cuando Michael vuelva, su regreso debe ser absolutamente seguro. No hablo por los Tattaglia o los Barzini, sino por la policía. Sé, naturalmente, que podemos destruir las pruebas que hay contra él; el camarero no declarará, como tampoco va a hacerlo aquel pistolero o lo que fuera. Las pruebas reales son lo que menos debe preocuparnos. Lo que debemos temer son las pruebas fabricadas por la policía. Ésta cree, según algunos confidentes, que Michael es el autor de la muerte de su capitán. Muy bien. Tenemos que pedir a las Cinco Familias que hagan todo lo posible para que la policía modifique esta creencia. Los hombres que tienen dentro de la policía deben contar nuevas versiones. Creo que los otros jefes, después de las palabras que he pronunciado esta tarde, comprenderán que les interesa acceder a nuestra demanda. Pero eso no es suficiente. Debemos procurar que Michael nunca más tenga que volver a preocuparse por la cuestión de la muerte del capitán. De otro modo, no tendría sentido que regresara. Así pues, pensemos en lo que debe hacerse. Eso es lo que más importa ahora.

Don Corleone bebió un poco de whisky y prosiguió:

—Todo hombre tiene derecho a cometer una locura en su vida. Pues bien, la mía es la siguiente. Quiero que compremos las tierras y las casas que rodean la finca. No quiero que nadie pueda ver mi jardín, ni siquiera desde un kilómetro de distancia. Quiero que se levante una valla alrededor de la propiedad y que ésta se mantenga protegida las veinticuatro horas del día. En resumen, quiero vivir en una fortaleza a la que sólo pueda accederse por un sitio único, por ejemplo una puerta abierta en la valla. No volveré a ir a la ciudad a trabajar. En otras palabras, voy a iniciar una especie de retiro. Deseo dedicarme a cultivar mi huerto y a elaborar vino cuando las uvas estén maduras. Quiero vivir en mi casa. Sólo saldré para ir de vacaciones o resolver algún asunto importante, tomando las debidas precauciones, naturalmente. Pero no me entendáis mal. No estoy preparando nada, sino que me limito a ser prudente, como lo he sido siempre. Si hay algo que me disgusta es la despreocupación. Las mujeres y los niños pueden permitirse el lujo de ser descuidados, pero los hombres no. Haced lo que os he dicho y hacedlo con cuidado, para que nuestros amigos no se alarmen. Creo que todo puede hacerse de modo que parezca natural.

El Don hizo otra breve pausa y, tras beber otro trago y dar una larga calada a su cigarro, prosiguió:

—A partir de ahora iré dejando los asuntos cada vez más en manos de vosotros tres. El regime de Santino será abolido y sus hombres repartidos entre los vuestros. Eso demostrará a nuestros amigos que deseo la paz. En cuanto a ti, Tom, quiero que envíes algunos hombres a Las Vegas para que informen detalladamente de las posibilidades que existen allí. Infórmame también acerca de Fredo; quiero saber cómo le van las cosas. Me han dicho que está completamente cambiado. Parece ser que se ha convertido en un cocinero y un mujeriego. No tengo nada que objetar. De joven siempre fue demasiado serio y, además, nunca ha sido un hombre adecuado para los negocios de la Familia. Bien, tal y como te he dicho, quiero que estudies las posibilidades que ofrece Las Vegas.

—¿Puedo enviar a Carlo? —preguntó Hagen—. Nació en Nevada, lo que es una ventaja.

Don Corleone negó con la cabeza y explicó:

—Mi esposa se encuentra muy sola sin ninguno de sus hijos. Quiero que Constanza y su marido se instalen en una de las casas de la finca. A Carlo le daremos un empleo de responsabilidad; quizás haya sido demasiado duro con él. Además, estoy algo corto de hijos… Sácale del juego e introdúcelo en los sindicatos. Allí podrá desarrollar un trabajo administrativo y podrá hablar por los codos. Siempre ha sido muy hablador —añadió con un leve sarcasmo.

—Clemenza y yo nos ocuparemos de seleccionar a los hombres para Las Vegas —dijo Hagen—. ¿Quiere que le diga a Freddie que venga a pasar unos días a casa?

El Don negó con la cabeza.

—¿Para qué? —replicó ásperamente—. Mi esposa es una buena cocinera. Dejemos que se quede donde está.

Los tres hombres se movieron en sus sillas, incómodos. Empezaban a darse cuenta de hasta qué punto Freddie había caído en desgracia, e ignoraban el motivo de ello.

Don Corleone dejó escapar un profundo suspiro y agregó:

—Tengo intención de plantar pimientos y tomates en el huerto este año. Más de los que podamos comer. Habrá también para vosotros, desde luego. Quiero un poco de paz, un poco de calma. A mi edad, creo que es lo más conveniente. Bien, eso es todo. Tomad otra copa, si queréis.

Era una invitación a marcharse. Los tres hombres se levantaron. Hagen acompañó a Clemenza y a Tessio hasta sus automóviles. Concertó una cita con ambos para discutir los detalles de la operación de Las Vegas, y se despidió de ellos. Luego regresó a la casa, pues estaba seguro de que el Don estaría esperándolo.

Don Corleone se había quitado la chaqueta y la corbata, y estaba acostado en el sofá. Se le veía fatigado. Hizo una seña a Hagen de que tomara asiento y dijo:

—Bien, consigliere ¿hay algo que desapruebes de lo que he dicho antes?

Hagen no contestó de inmediato, sino que se tomó unos segundos antes de responder:

—No, pero sus planes están abiertamente en contradicción con su manera de ser, con su naturaleza. Usted asegura que no desea saber quién es el responsable de la muerte de Santino. Dice que no quiere vengarse. Pero no puedo creerle. Usted aceptó la paz, y sé que hará honor a su palabra, pero no puedo creer que esté dispuesto a dar a sus enemigos la victoria que parecen haber conseguido hoy. Y como no entiendo sus propósitos, mal puedo aprobarlos o desaprobarlos.

En el rostro del Don apareció una sonrisa de satisfacción.

—Nadie me conoce más que tú, Tom —dijo—. Y aunque no eres siciliano de nacimiento, lo eres por educación. Todo lo que dices es cierto, pero existe una solución, y estoy seguro de que no tardarás en descubrirla. Tienes razón, mantendré mi palabra. Por ello quiero que obedezcan mis órdenes. Lo más importante, Tom, es conseguir que Michael vuelva a casa cuanto antes; tenlo presente en todo momento. Explota todas las posibilidades legales, y no te preocupes por los gastos. Cuando Michael llegue a casa, debemos estar seguros de que las autoridades no harán nada en su contra. Consulta a los mejores abogados criminalistas. Te daré los nombres de algunos jueces que te concederán audiencia en privado… Hasta entonces debemos cuidarnos de posibles traiciones.

—Lo mismo que usted —reconoció Hagen—, opino que no son las pruebas verdaderas las que deben preocuparnos, sino las fabricadas. Si arrestan a Michael, cabe la posibilidad de que un policía lo mate. Pueden acabar con él en su celda, o bien encargar el trabajo a un recluso. Tal como yo lo veo, no podemos permitirnos el lujo de dejar que lo arresten o lo acusen.

—Lo sé, lo sé. Ésa es la dificultad. Pero debemos resolverla pronto. En Sicilia hay problemas. Allí los jóvenes ya no escuchan a los viejos, y los jefes locales se ven impotentes para manejar a los numerosos deportados de América. Michael podría verse implicado en esta especie de lucha de generaciones. He tomado mis precauciones, naturalmente, y por el momento no corre peligro, pero las cosas quizás empeorasen. Ésa es una de las razones por las que busqué la paz. Barzini tiene amigos en Sicilia, amigos que empezaban a interesarse demasiado por Michael. Busqué la paz para conseguir la seguridad de mi hijo. No podía hacer otra cosa.

Hagen no le preguntó al Don cómo había conseguido esa información. De hecho, ni siquiera le sorprendió el que la hubiese obtenido. Se limitó a decir, cambiando de tema:

—Si le parece, cuando me entreviste con los Tattaglia insistiré en que los hombres que se dediquen a los narcóticos no deben estar fichados. Los jueces se mostrarían reacios a ser benevolentes con hombres con antecedentes.

—Eso es cosa de los Tattaglia. Deben ser lo bastante inteligentes para prever esa clase de detalles. Menciónalo, sin insistir demasiado en ello. Haremos lo que podamos, pero si utilizan a un hombre fichado y éste cae en manos de las autoridades, no moveremos un solo dedo para salvarlo. Les diremos que no puede hacerse nada. Además, Barzini no tiene necesidad de que le adviertan las cosas. Jamás se compromete. Es un hombre que nunca se encuentra en el lado de los perdedores. Nadie sabe que se haya interesado en el negocio de las drogas, por ejemplo, y eso dice mucho en su favor.

—¿Significa eso que estaba detrás de Sollozzo y de los Tattaglia desde el primer momento?

—Tattaglia es un chulo de tres al cuarto. Nunca hubiera podido vencer a Santino. Es por eso por lo que no necesito saber qué ocurrió. Me basta con saber que Barzini intervino en el asunto.

El cerebro de Hagen trabajaba a toda velocidad. El Don estaba dándole una serie de datos, pero omitía algo muy importante. Y él, aun sabiendo de qué se trataba, prefería no hacer preguntas ni comentarios al respecto. Se despidió y se dispuso a salir de la estancia, pero el Don le retuvo un momento para decir:

—Usa de todos tus recursos para disponer la vuelta de Michael. Y otra cosa: preocúpate de obtener una lista mensual de todas las llamadas efectuadas y recibidas por Clemenza y por Tessio. No es que sospeche de ellos, te lo aseguro. Juraría que nunca van a traicionarme. Pero conocer sus andanzas no va a perjudicarnos. El saber no ocupa lugar, ya sabes.

Hagen asintió y salió de la habitación. Se preguntó si el Don estaría controlándolo también, pero al instante se avergonzó de su sospecha. Ahora ya estaba seguro de que la sutil y compleja mente del Padrino había ideado un plan de acción a largo plazo. La aparente derrota a manos de las otras Familias formaba parte de dicho plan.


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