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52.5% El Padrino / Chapter 21: 18

Capítulo 21: 18

Amerigo Bonasera vivía en la calle Mulberry, a pocas manzanas del lugar donde tenía la funeraria, y debido a ello iba cada día a cenar a su casa. Luego regresaba a su establecimiento y se unía a los familiares de los muertos que yacían en los severos y tristes salones.

Nunca había acabado de acostumbrarse a las bromas que muchos hacían acerca de su profesión. Naturalmente, ninguno de sus amigos o familiares se burlaba de él por este motivo. Para la gente acostumbrada a ganarse el pan con el sudor de su frente, todas las profesiones eran igualmente dignas de respeto.

El piso de los Bonasera estaba amueblado con un estilo austero. En el comedor había una figura de la Virgen María, iluminada con bombillas de color rojo. Antes de cenar, Amerigo encendió un Camel y se sirvió un vaso de whisky. Su esposa puso en la mesa dos humeantes platos de sopa. Ahora el matrimonio vivía solo; Bonasera había enviado a su hija a Boston, a casa de la hermana de su madre, para que pudiera olvidar la terrible experiencia sufrida a manos de los dos rufianes a quienes Don Corleone había castigado.

Mientras comían la sopa, su esposa le preguntó:

—¿Esta noche tienes que volver a trabajar?

Amerigo Bonasera asintió. Su esposa respetaba su trabajo, pero no entendía que el aspecto técnico fuera lo menos importante de su profesión. Ella pensaba, como la mayoría de la gente, que su marido cobraba para dar a los muertos un aspecto lo más agradable posible. Y su habilidad como maquillador era legendaria. Pero al parecer lo más importante era su presencia en los velatorios. Cuando la familia del fallecido llegaba por la noche para recibir a los parientes y amigos junto al ataúd, necesitaba que Amerigo Bonasera estuviera con ellos.

Se trataba del perfecto acompañante de la muerte. Con su expresión grave, aunque enérgica, y su voz suave, presidía el ritual. Acallaba las expresiones de dolor demasiado ruidosas, reprendía a los niños que alborotaban… Sus palabras de condolencia eran siempre como debían ser: ni frías, ni exageradas. Cuando una familia utilizaba una vez los servicios de Amerigo Bonasera, se convertía en cliente para siempre. Y él tenía por norma no abandonar a sus clientes en aquellas horas amargas. Generalmente, después de cenar se permitía echar una breve siesta. Luego, se aseaba, se afeitaba, intentando disimular con polvos de talco su cerrada barba negra, y se lavaba los dientes (nunca olvidaba este detalle). Finalmente, se ponía una camisa inmaculadamente blanca, la corbata negra, el traje oscuro y los zapatos y calcetines negros. No obstante esta indumentaria, su aspecto no era triste, sino confortante. Se teñía el pelo —frivolidad increíble en un italiano de su generación—, pero no lo hacía por vanidad, sino, sencillamente, porque tenía muchas canas y consideraba no estaba a tono con su profesión.

Una vez terminada la sopa, su esposa le sirvió una chuleta y espinacas. No era hombre de mucho comer. Acabada la comida, tomó una taza de café y encendió otro cigarrillo. Entonces pensó en su pobre hija. Ya no volvería a ser la misma. Su belleza exterior había sido restaurada, pero ahora había en sus ojos un brillo de terror animal. A Amerigo le resultaba muy doloroso ver el cambio que se había operado en ella. Por eso la habían enviado a Boston. Tal vez allí volviera a ser la de antes. Las heridas físicas habían sanado; las morales también sanarían. Lo único definitivo era la muerte. Y su trabajo había hecho de él un optimista.

En cuanto hubo terminado su café, sonó el teléfono. Cuando él estaba en casa su esposa nunca contestaba al teléfono, por lo que, después de apagar el cigarrillo, se levantó y se dirigió a la sala de estar, donde se encontraba el aparato. Mientras atravesaba el corredor, se aflojó la corbata y empezó a desabrocharse la camisa como hacía siempre antes de tomar la siesta. Luego descolgó el auricular y dijo, en tono cortés:

—¿Sí?

La voz del otro extremo del hilo era áspera y dura.

—Soy Tom Hagen. Lo llamo de parte de Don Corleone.

Amerigo Bonasera sintió que el café pugnaba por subírsele del estómago a la boca. Hacía un año que estaba en deuda con Don Corleone, concretamente desde el día en que éste había castigado a los agresores de su hija. Y sabía que era una deuda que, tarde o temprano, tendría que pagar. Un año antes, al ver los ensangrentados rostros de los dos rufianes, hubiera hecho cualquier cosa por el Don. Pero el tiempo hace estragos en la gratitud, aún más que en la belleza. Ahora Amerigo Bonasera se sentía al borde del desastre.

—Sí, comprendo. Le estoy escuchando —dijo con voz temblorosa.

Le sorprendió la frialdad de la voz de Hagen. A pesar de no ser italiano, el consigliere siempre se había mostrado como un hombre cortés. ¿Por qué de pronto parecía tan brusco?

—Usted le debe un favor al Don —le dijo Hagen—. Él está seguro de que querrá pagárselo. Es más, está convencido de que le encantará tener la oportunidad de hacerlo. Dentro de una hora, no antes, irá a su funeraria. Le pedirá ayuda. Usted estará allí para recibirlo. Procure que no haya nadie más. De ser necesario, mande a sus empleados a casa. Si tiene algo que objetar, dígamelo, para que pueda informar al Don. Dispone de otros amigos a los que pedirle este favor.

—¿Cómo voy a negarme a hacerle un favor al Padrino? —dijo Bonasera, aterrorizado—. Haré cualquier cosa que me pida, desde luego. No he olvidado mi deuda. Ya mismo salgo para la funeraria.

—Gracias —repuso en tono más amable, aunque todavía con una nota extraña—. El Don nunca ha dudado de usted. Lo de si tenía algo que objetar ha sido cosa mía. Si complace usted al Don esta noche, podrá contar conmigo siempre que me necesite; se habrá ganado usted mi amistad.

Esto asustó todavía más a Amerigo Bonasera, que preguntó, inquieto:

—¿Es que vendrá el Don en persona?

—Sí.

—Eso significa que, gracias a Dios, ya se ha recuperado de sus heridas.

Después de una breve pausa, Hagen emitió un «sí» muy suave, y seguidamente colgó el auricular.

Bonasera sudaba a mares. Fue a su dormitorio y se cambió la camisa. Luego se lavó los dientes, pero no se afeitó ni se cambió la corbata. Telefoneó a la funeraria y dijo a su ayudante que se encargara de consolar a la familia del muerto de turno, indicándole además que utilizara la sala delantera. Le explicó que él estaría ocupado en la zona del laboratorio. Cuando el empleado empezó a hacerle preguntas, Bonasera le interrumpió y le dijo que se limitara a hacer lo que le ordenaba.

Se puso la chaqueta, y su esposa, que todavía estaba comiendo, lo miró sorprendida.

Amerigo le dijo, por toda explicación:

—Tengo trabajo.

La mujer, al ver la expresión de su cara, no se atrevió a hacerle preguntas. Bonasera salió de su casa y echó a andar en dirección a la funeraria.

El edificio estaba rodeado de una cerca. Un estrecho camino, destinado al paso de ambulancias y coches fúnebres, conectaba la calle con la parte trasera del inmueble. Hacia allí se dirigió Bonasera, y mientras lo hacía vio a un grupo de gente que entraba por la puerta principal. Eran los familiares y amigos del muerto del día.

Muchos años atrás, cuando Bonasera había comprado el edificio a un colega que pensaba retirarse, la gente tenía que subir diez escalones para entrar en la funeraria. Esto había supuesto un problema considerable. Los deudos que querían ver por última vez al muerto, encontraban incómodo tener que subir por los escalones, sobre todo si se trataba de personas de edad avanzada. El anterior propietario los hacía subir en el montacargas destinado a los ataúdes y cadáveres. Descendía hasta el sótano para luego subir hasta la funeraria propiamente dicha, de modo que los deudos tenían que soportar unos momentos muy desagradables. Luego, cuando el dolorido anciano o la desesperada mujer querían marcharse, el montacargas lo llevaba hasta la planta baja, con lo que la penosa escena se repetía.

Amerigo Bonasera decidió que el sistema era inadecuado. Hizo quitar los escalones y en su lugar mandó construir un sendero inclinado, con lo que solucionó el problema. El montacargas lo destinó exclusivamente al traslado de los ataúdes y cadáveres.

En la parte posterior del edificio, separada del resto por una puerta a prueba de ruido, se hallaban el despacho, el almacén de ataúdes y el pequeño laboratorio. Bonasera fue al despacho, se sentó detrás de la mesa y, aunque casi nunca fumaba en el interior del edificio, encendió un Camel y se dispuso a esperar a Don Corleone.

Se sentía cada vez más desazonado. No le cabía la menor duda de cuál iba a ser el servicio que el Don le pediría. Hacía meses que la familia Corleone estaba en guerra contra las cinco grandes Familias de la Mafia neoyorquina, y los periódicos se habían hecho eco de ella. Habían muerto muchos hombres de ambos bandos, y estaba seguro de que los Corleone habían liquidado a alguien muy importante y deseaban ocultar el cadáver o hacerlo desaparecer. En tal caso ¿había mejor solución que hacerlo enterrar por un empresario de pompas fúnebres? Amerigo Bonasera sabía que se convertiría en cómplice de un asesinato, y que si lo descubrían pasaría varios años en la cárcel. Arruinaría la vida de su hija y de su esposa, y su buen nombre quedaría para siempre manchado por el fango de la sangrienta guerra de la Mafia.

Encendió otro Camel y un nuevo pensamiento, todavía más terrible, acudió a su mente. Cuando las otras Familias supieran que había ayudado a los Corleone lo considerarían un enemigo y lo matarían. Maldijo el día en que había pedido a Don Corleone que vengara la afrenta infligida a su hija. Maldijo el día en que su esposa y la esposa del Don se habían hecho amigas. Maldijo a su hija, a América, a su éxito en los negocios… Pero, por fortuna, recuperó el optimismo casi de inmediato.

Quizá todo fuese bien. Don Corleone era un hombre muy listo. Lo más seguro era que hubiese tomado las medidas necesarias para que nada se supiese. Lo único que debía procurar era no dejarse dominar por los nervios, porque, naturalmente, lo peor, lo irremediable, sería ganarse la enemistad del Don.

Oyó el ruido de neumáticos sobre la grava y se dio cuenta de que un coche acababa de atravesar el callejón que conducía, desde la calle, a la parte trasera del edificio. Abrió la puerta. El primero que entró fue el corpulento Clemenza, seguido de dos jóvenes de aspecto muy duro. Inspeccionaron las diferentes estancias, sin pronunciar una sola palabra, y luego Clemenza salió. Bonasera quedó a solas con los dos jóvenes.

Momentos después, Bonasera reconoció el sonido de una ambulancia avanzando por el callejón, y seguidamente volvió a aparecer Clemenza, esta vez seguido de dos hombres que llevaban una camilla. Los temores de Amerigo Bonasera se habían convertido en realidad. En la camilla había un cuerpo envuelto en una sábana gris. Los pies, descalzos, quedaban al descubierto.

Clemenza acompañó a los camilleros a la habitación destinada a los embalsamamientos, el llamado «laboratorio» y luego, desde la oscuridad del patio, otro hombre entró en el bien iluminado despacho. Era Don Corleone. El Don había perdido peso durante su estancia en el hospital. Se movía con cierto envaramiento, llevaba el sombrero en la mano y parecía más viejo, más encogido que la última vez que Bonasera lo había visto, el día de la boda de Connie. Pero todavía daba la impresión de ser un hombre poderoso. Con el sombrero a la altura de su pecho, dijo a Bonasera:

—Bien, viejo amigo ¿estás dispuesto a hacerme este servicio?

Bonasera respondió que sí y siguió al Don, que se dirigió hacia el laboratorio. El cadáver ya estaba encima de una de las mesas acanaladas. Don Corleone movió casi imperceptiblemente su sombrero, y los otros hombres salieron de la habitación.

—¿Qué desea usted que haga? —preguntó Bonasera.

—Tienes que hacer un trabajo en el que quiero que pongas tus cinco sentidos, toda tu habilidad —respondió Don Corleone con la vista fija en el cadáver—. Hazlo por mí. No quiero que su madre lo vea como está ahora.

Don Corleone se acercó a la mesa y apartó la sábana gris. Amerigo Bonasera, contra su voluntad y a pesar de sus muchos años de experiencia, a despecho de los miles de cadáveres que había visto en el ejercicio de su profesión, no pudo reprimir un grito de horror. Encima de la mesa, con la cara destrozada por numerosos balazos, se hallaba el cadáver de Sonny Corleone. Las mejillas, el caballete de la nariz, el rostro todo del hijo mayor del Don era una masa informe de carne tumefacta.

Durante una fracción de segundo, el Don se asió del brazo de Bonasera; pareció a punto de desplomarse, pero logró rehacerse.

—Mira cómo han destrozado a mi hijo —dijo.


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