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22.44% Las hijas de la Villa de las Telas / Chapter 11: 10

Capítulo 11: 10

Alicia Melzer sirvió café y le pasó la jarrita de la leche a Marie. Olía como en tiempos de paz: fuerte e intenso. Habían conseguido un saco de café en grano a través del director Wiesler, y la cocinera lo tostaba por raciones en una olla sobre el fuego directo.

—¿Dodo está mejor? —preguntó Alicia.

La pequeña llevaba dos noches muy alterada, gritaba a menudo y tenía un poco de fiebre.

—Está más tranquila desde ayer por la tarde —contestó Marie—. Espero que se le haya pasado. Esta mañana ha comido mucho, me ha parecido que se quedaba satisfecha.

Alicia asintió mientras revisaba el montón de correo que Else acababa de traer. Marie no lo miró, se untó mermelada de fresa en el pan y removió la leche en el café. Todas las mañanas el mismo ritual angustioso: la esperanza, la búsqueda rápida, luego la profunda decepción. Los intentos cada vez más insulsos de consolarse. Paciencia. Confianza. Dios lo cubrirá con su mano protectora. Tal vez por eso Johann Melzer volvía a levantarse pronto desde hacía un tiempo, antes de que llegara el correo, y se iba a la fábrica.

—No hay nada —dijo Alicia en voz baja, después de rebuscar en el montón por segunda vez—. Ya es la cuarta semana.

Marie intentó disimular su creciente desesperación y le contó que el abogado Grünling había salido de Rusia y se hallaba de camino a casa. Lo sabía por Rosa, cuya hermana trabajaba de criada en casa de los padres de Grünling. Rosa Knickbein era la nueva ama de cría, una mujer decidida que defendía su puesto en la villa a capa y espada frente al personal habitual y que en ocasiones chocaba con la cocinera.

—Qué bien —dijo Alicia, y añadió que esperaba que el pobre Grünling estuviera sano y salvo. El hijo mayor de los Wiesler también había regresado de Rusia, pero enfermo de tifus, y murió al cabo de unos días. Esa horrible enfermedad la contagiaban los piojos, por eso era importante que los soldados se buscaran esos bichos todos los días.

Calló cuando llamaron a la puerta. Apareció el ama de cría con delantal blanco y una pequeña cofia sobre su cabello rubio; su rostro, con la nariz un poco demasiado grande y las cejas tan pobladas, transmitía entereza.

—Los dos están saciados y activos, señora. Propongo que hoy hagamos la primera pequeña excursión al jardín.

—¿No es demasiado pronto para Dodo? —comentó Alicia, inquieta—. La niña lleva dos días enferma, con fiebre.

El ama de cría la contradijo, el aire fresco no hacía daño a los niños. Era mucho más peligroso dejar a los pequeños con el olor a cerrado de la estufa, eso sí que les podría estropear los pulmones.

—Aquí no puede oler «a cerrado» —le llamó la atención Alicia, con el entrecejo fruncido—. Pero yo solo soy la abuela, tiene que decidirlo Marie.

A Marie le alegró la propuesta del ama de cría, que prometía grandes cambios para los próximos meses. Ya estaban en mayo, la primavera había teñido el jardín de verde, más que antes, por lo visto, pero se debía a que el jardinero no estaba para recortar los arbustos y los árboles. De vez en cuando se veía al abuelo de Gustav Bliefert con la azada y el cortarramas, pero el exuberante ramaje no era lo suyo. Solo había plantado pensamientos, muy ordenados, con unas cuantas Impatiens walleriana en medio, y en la glorieta de delante de la entrada lucían narcisos amarillos y tulipanes rojos.

—Dentro de media hora, Rosa. Pasearemos por el parque. Yo llevaré a Dodo y usted al primogénito.

Rosa asintió, satisfecha, y corrió a preparar a sus protegidos para su primera excursión. Marie oyó que llamaba a Auguste y le daba la orden de llevar los dos cochecitos al vestíbulo y mullir los cojines. La respuesta de Auguste sonó airada; no siempre le gustaban las maneras del ama de cría.

—A lo mejor mañana tenemos un buen fajo de cartas encima de la mesa del desayuno —dijo Marie para animar a su suegra—. Ya sabes que a veces el correo militar se estanca en algún sitio y luego lo reparten todo de una vez.

Ambas evitaron hablar de la otra posibilidad: la notificación de fallecimiento. A través de un buen amigo o de manera lapidaria por correo. Cuántas de esas cartas se habrían enviado ya…

Alicia comprendió las buenas intenciones de Marie, asintió y suspiró.

—Sí, hay que creer en ello. Ojalá. ¿Te has enterado de que el pobre Humbert está desaparecido? Me lo ha contado Else esta mañana, lo sabe por la señora Brunnenmayer. La pobre tenía los ojos llorosos.

—Maldita sea —comentó Marie—. Y nosotros que creíamos que precisamente Humbert sabría ingeniárselas. Pero que esté desaparecido no significa que…

—Por supuesto que no.

—¿Te apetece venir de excursión con los niños, mamá? La primavera se deja sentir en el jardín, y creo que Bliefert ha plantado jacintos de color rosa y azul.

Alicia sonrió, por un momento pareció tentada de aceptar la invitación, pero luego dijo que Kitty había prometido visitarla.

—Sigue un poco apática. Tendría que haberlo previsto, Marie. Kitty tiende a la melancolía. Hubo un tiempo en que estaba en tratamiento con el doctor Schleicher.

En efecto, tras el feliz nacimiento de su hija, Kitty estaba muy nerviosa y alegre. Elisabeth les contó que aquella tarde pasó horas con ella y Kitty bromeó y dijo todo tipo de tonterías. Más tarde obligó a Elisabeth a contarle cosas «de antes», de cuando Kitty era pequeña, y le hizo infinidad de preguntas que Elisabeth solo pudo contestar en parte: cuándo aprendió a caminar, cuál era su comida favorita, si le gustaba bañarse…

Al día siguiente, por la mañana, la señorita Schmalzler llamó a la villa de las telas y a Elisabeth para pedir ayuda, pues la señora Bräuer estaba llorando en su cama y decía que quería morirse ahí mismo. Habían avisado al médico, que le dio un calmante. Luego durmió hasta última hora de la tarde, y cuando se despertó estaba un tanto aturdida, pero ya no lloraba, solo pedía ver a su hijo. Cuando le decían que había dado a luz a una niña, se enfadaba y acusaba a la señorita Schmalzler de mentirle con alevosía. Su estado iba mejorando día a día, había entrado en razón y había tenido en brazos a su hija varias veces. A Elisabeth, que estaba a su lado todos los días desde primera hasta última hora, le comentó que la pequeña se llamaría Henriette, y atendió la primera visita de los suegros y la cuñada. El director Bräuer estaba loco con su nietecita, y a Tilly se le saltaron las lágrimas cuando Kitty le pidió que fuera la madrina de Henriette. El pastor Leutwien bautizó a la niña en el salón, como había hecho con los gemelos de Marie. No era momento de organizar grandes bautizos, con los padres de las criaturas en la guerra.

Abajo, en el vestíbulo, se oyeron gritos de protesta. Marie reconoció la voz de su hijo Leo, cuyo tono era menos agudo pero más fuerte que el de su hermana; esa era la principal diferencia, que tomaba más aire en los ataques de llanto. Dejó la servilleta y bebió el último sorbo de café.

—Saluda a Kitty de mi parte, mamá —dijo, y al levantarse posó un instante la mano en el hombro de Alicia. Un gesto de ternura y confianza al que su suegra respondió con una sonrisa.

—Es una suerte tener a los pequeños —dijo a media voz—. Mientras nazcan y crezcan niños, el mundo no estará del todo desquiciado, ¿verdad?

—Sí, mamá.

Marie sintió ganas de darle un abrazo, notaba que necesitaba ese consuelo, pero no se atrevió. No estaba acostumbrada a manifestar ese cariño espontáneo con el que Kitty y Elisabeth abrazaban a sus padres. En el orfanato donde creció, aprendió a ser precavida a la hora de expresar sus sentimientos, a no confiar en nadie y a arreglárselas sola. Por mucho que supiera que los Melzer eran más que buenos con ella, aún no había superado esas reservas aprendidas.

—Nos vemos en el almuerzo —dijo a Alicia con alegría.

Bajó la escalera que daba al vestíbulo de la villa, donde ya la esperaban Auguste y Rosa. Los niños estaban en los dos cochecitos de ruedas altas, con unos mullidos cojines de plumas, sus gorritos de punto y, para colmo, el ama de cría también les había puesto unas diminutas manoplas de punto que les había hecho Kitty.

—Dios mío —dijo Marie entre risas—. Parece que nos vamos de paseo a Siberia.

—He pensado que tenían que usar estas preciosas manoplas antes de que se les queden pequeñas, por lo menos una vez —comentó Rosa, y meció el carro en el que la pequeña Dodo se quejaba en voz baja.

Leo lloraba de cansancio, se le caían los párpados e intentaba meterse un puñito en la boca. El sabor de la lana no le gustó, escupió y babeó hasta que se le cerraron los ojos.

—Mañana te traes a Maxl y Liesel —dijo Marie a Auguste—. ¿Dónde se han metido esos dos, por cierto? Hace semanas que no los veo.

Auguste asintió, contenta. Temía que ya no quisieran tener a sus hijos en la villa ahora que tenían a sus propios niños.

—Suelen estar en la cocina, señora. Para que no molesten. Liesel ya camina como una pequeña comadreja, pero Maxl es vago y quiere que se lo lleven todo.

Abrió la amplia puerta de entrada de la villa y se coló la luz dorada del sol primaveral. Afuera brillaba el arriate de flores de colores, detrás se extendían las ramas color verde lima de los plátanos, que deberían haberse podado hacía tiempo.

—¡Señora Melzer! —gritó alguien—. Señora…

Else atravesó el vestíbulo con unas prisas extrañas, era evidente que alguna desgracia había ocurrido. Marie sintió de repente un frío gélido en todo el cuerpo. «No», se dijo. «¡Dios mío! Que no sea… Paul».

—¿Qué ha pasado, Else?

La empleada se detuvo delante de Marie, de pronto dudó de si la noticia era realmente tan importante como para molestar a la señora Melzer cuando salía de excursión con los niños.

—Algo horrible, señora. Ha venido una mujer para decirnos que la madre de Hanna ha muerto.

Era injusto sentir alivio, pero era la verdad. Marie conocía a la madre de Hanna porque antes trabajaba en la fábrica, pero luego la habían despedido. La pobre Hanna tenía que darle a su madre alcohólica todo su sueldo, ganado con el sudor de su frente. Aun así, la chica había cuidado de su madre.

—Dios mío —dijo Marie—. ¿Cómo ha ocurrido?

—Nadie lo sabe, señora. Por lo visto el alcohol la ha matado.

Era obvio que quería añadir algo más, pero se calló, seguramente porque recordó que no se debía hablar mal de los muertos.

—Hanna está llorando en la cocina. La mujer le ha dicho que debe ocuparse de la fallecida, que no puede quedarse ahí.

Marie hizo un gesto a Auguste para que se acercara. Acababa de decidir que la primera excursión de sus hijos tendría que ser sin ella. Ahora Hanna era más importante. Desde el accidente de la fábrica, Marie había cuidado de la chica, le había conseguido un puesto en la villa de las telas y, pese a todas las quejas sobre Hanna, siempre había estado de su parte. No podía dejarla sola en aquella desgraciada situación.

—Será mejor que levantes la capota del carrito —indicó a Auguste—. Creo que sopla un viento frío.

Luego acompañó a Else. La cocina y las dependencias del servicio eran tabú para los señores, territorio de los empleados, pero Marie había servido allí, conocía perfectamente los espacios, y no tuvo ningún reparo en entrar en la cocina.

—¡Hanna! Pobrecita. ¡Qué noticia tan horrible!

Hanna estaba sentada en un taburete junto a los fogones y se dejaba consolar por la cocinera. En cuanto oyó la voz de la joven señora Melzer, levantó la cabeza y sonrió entre lágrimas.

—¡Marie! —dijo, y se llevó la mano a la boca—. Perdón… señora, quería decir. Lo siento, estoy muy alterada.

Marie saludó a la señora Brunnenmayer con la cabeza y se acercó a Hanna para darle un abrazo. Era raro que le resultara tan natural ofrecerle cariño a esa pobre chica y que con Alicia se mostrara tan reservada.

—Ha… ha dicho… —dijo Hanna entre sollozos, y se sorbió los mocos— que había que… recogerla.

Marie le acarició la espalda y agradeció que la señora Brunnenmayer le acercara un pañuelo, pues no llevaba ninguno.

—Límpiate la nariz, Hanna…, así…, y dime dónde vive tu madre.

—En el barrio de Proviantbach.

—Bien. Pues vayamos juntas. Coge la chaqueta y ponte unos zapatos.

La cocinera comentó, gruñona, que ella habría acompañado a Hanna, pero que tenía que preparar el almuerzo. Y si la señora iba al barrio de Proviantbach con Hanna, Else debería ayudarla en la cocina, porque había recibido cebollas y zanahorias, y Hanna aún no había pelado las patatas.

—Dígale a Else que se lo pido yo. No es tarea suya, pero ha surgido un imprevisto.

El barrio de Proviantbach se encontraba cerca de la fábrica de paños Melzer. En aquella pequeña barriada se construyeron casas de alquiler para los trabajadores de las fábricas textiles, casas austeras con ventanas pequeñas. Las viviendas eran poco espaciosas, como mucho contaban con dos habitaciones, pero incluían todo lo necesario: retrete, horno, bañera, cocina. Johann Melzer había levantado algunos edificios en el barrio ya existente, donde ofrecía a sus empleados viviendas adecuadas y asequibles. Antes de la guerra incluso se habían abierto tiendas, panaderías, lecherías y carnicerías que ofrecían a los vecinos sus productos; además, las fábricas financiaban guarderías y casas de baño. Las viviendas estaban ligadas a los talleres y solo se alquilaban a sus empleados, por eso a Marie la sorprendía que la madre de Hanna siguiera viviendo allí. ¿No la habían despedido? Sin embargo, el destino ya había afectado a casi todos los empleados de las fábricas textiles, así que seguramente ya nadie preguntaba quién tenía derecho a vivir en el barrio.

Mientras atravesaban el jardín de la villa, Marie vio entre los árboles a Auguste y Rosa paseando por un camino de arena, empujando los cochecitos y charlando. «Por lo menos se aguantan», pensó Marie.

Hanna le estaba hablando de la mujer que se había presentado a primera hora en la villa. Era una vecina de su madre. Hanna la conocía porque aparecía por casa de su madre en cuanto tenían algo de licor o cerveza. Luego se emborrachaban juntas y se lo pasaban bien.

—Ha dicho cosas horribles la señora Schuster. ¡Qué pensarán de mí ahora Else y la señora Brunnenmayer! Que no me he ocupado de mi madre y que la he dejado morir sola. Pero si anteayer le di cinco marcos. Era todo lo que tenía, y me prometió que se compraría comida, no solo cerveza.

Marie intentó calmar a la chica. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido, Hanna no podía hacer nada. Era triste, pero su madre estaba enferma, por eso siempre necesitaba beber. Nadie había podido ayudarla.

—No debería haberle dado el dinero —dijo Hanna, que estaba muy confusa—. Seguro que aprovechó para comprarse una botella de licor entera. La cerveza le sentaba bien, pero el licor era su enemigo. Hasta ella lo decía. Ay, debería haberle dado solo un marco o cincuenta peniques, y ahora seguiría con vida.

Marie conocía el barrio pobre de Augsburgo, donde el hambre, la delincuencia y la prostitución formaban parte del día a día. Sin embargo, el barrio de trabajadores de las afueras de la ciudad era otra cosa. A quien conseguía una vivienda allí le iba bien, pues reinaba el orden y contaban con unos ingresos modestos. ¿Cómo había caído en el alcohol la madre de Hanna? Por lo que ella sabía, había controles estrictos: los maridos violentos, los borrachos y los socialistas no eran tolerados en los barrios de los trabajadores.

Caminaban entre los bloques de viviendas de varias plantas, y entonces Marie comprendió que las cosas habían cambiado mucho por allí. Mujeres de distintas edades, que a esas horas solían estar en la fábrica trabajando, deambulaban por los callejones, charlando o peleándose. En los pequeños jardines ya brotaban hierbas aromáticas y las primeras verduras, y de vez en cuando se veía a una mujer arrancando maleza. ¿Antes no tenían gallinas? Ahora no se veía ninguna. Vio a niños con la ropa hecha jirones y mugrienta que gritaban y lloraban, o jugaban en los charcos; en medio de la calle había un perro marrón que estaba en los huesos. En la entrada de una casa se habían reunido unos chicos y chicas que miraban con timidez a aquella mujer bien vestida que caminaba junto a la hija de la tejedora.

¿Qué edad tendrían aquellos chicos? ¿Dieciséis? Con diecisiete serían soldados, y los había que esperaban ese momento con ansia.

—Es aquí, señora.

Hanna se había parado delante de un bloque gris de viviendas de alquiler, y empezó a balancearse de un pie a otro, indecisa.

—¿De verdad quiere entrar, señora? Es… es muy feo. Antes, cuando aún estaban aquí mis hermanos, mi madre lo mantenía todo limpio, y había camas. Pero ahora…

—No tengo manías, Hanna. Vamos.

El estrecho pasillo de la planta baja estaba impregnado de un penetrante olor a humo de estufa. Subieron por la escalera; en la primera planta había una puerta entreabierta, y por la rendija vieron a un viejo sentado a la mesa comiendo sopa con avidez. Cuando pasaron, el viejo se puso a toser, y una mujer se acercó para quitarle la sopa y la cuchara.

—¡Ahí estás! —le gritó la mujer a Hanna—. Lleva desde ayer ahí arriba y nadie se dio cuenta. Llévatela de una vez, ¡no puede quedarse así!

—No se preocupe, nos ocuparemos de todo —repuso Marie.

Subió otro tramo de escalera, más estrecha que la de las plantas inferiores; por lo visto hacía tiempo que nadie limpiaba esa zona. La madre de Hanna vivía en una de las cuatro viviendas de dos habitaciones situadas en la planta superior, bajo la azotea.

—¡Hanna, niña!

Al oír la estridente voz, Marie y Hanna se quedaron quietas del susto.

—Pasa, niña. No tengas miedo, aquí arriba es divertido. Entre los tablones hay diez mil diablillos que nos sonríen.

—Es la señora Schuster —susurró Hanna, compungida—. Ha vuelto a beber.

Marie supuso que la vecina se había servido de las provisiones de la madre de Hanna. Era horrible. Una había muerto por el alcohol, y la otra no tenía nada mejor que hacer que emborracharse. Agarró a Hanna de la mano y subió con valentía los últimos peldaños. En la penumbra vieron la imagen borrosa de la señora Schuster: el cabello desgreñado y suelto, la mano sujetando la botella, el pañuelo caído. Peor era el hedor a ropa mohosa y matarratas barato.

—¿Has traído a una dama elegante? —gimió la señora Schuster, y se tambaleó tanto que a Marie le dio miedo que tropezara—. Una dama elegante… de la villa… de las telas. Bebe un trago, Hanna, niña. Es de tu madre. Ella… ya no lo necesita. Se lo ha bebido… todo, ahora está saciada.

Por un momento a Marie se le ocurrió que podía tratarse de un error ridículo. Quizá la madre de Hanna solo estaba durmiendo la mona, y esa loca, la señora Schuster, pensó que había muerto. Pero en ese instante la señora Schuster dio unos pasos a un lado, asestó una patada a una puerta, y esta se abrió con un chirrido mientras ella se apoyaba en el quicio para no caerse.

—Ahí está —dijo con una risita—. Lleva ahí desde ayer por la noche y no quiere despertarse. Demasiado licor, te lo digo. Demasiado licor.

Se llevó la botella a la boca y le dio un buen trago, luego le fallaron las piernas y cayó despacio al suelo de madera. Se quedó sentada, retorcida, con la botella aún en la mano y la mirada fija en la penumbra, como si viera algo muy raro.

Marie y Hanna tuvieron que pasar por encima para entrar en la casa. No había mucho que ver: unos cuantos harapos en el suelo, y al lado de la pequeña estufa de carbón los restos de una silla que alguien había destrozado, seguramente para hacer fuego.

La madre de Hanna estaba en el diminuto cuarto; parecía más un cobertizo que una habitación. Entraba poca luz por un ventanuco. No había cama, quizá había corrido la misma suerte que el resto de los muebles. El cuerpo inerte estaba sobre una vieja colcha, de lado, con los brazos sobre la barriga. El rostro macilento y céreo y su nariz puntiaguda no dejaban lugar a dudas de que Grete Weber había muerto aquella noche.

Marie rodeó a Hanna por los hombros y quiso arrimarla hacia ella, pero la chica estaba rígida y petrificada, con los ojos clavados en la muerta, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.

—Tu madre ya está muy lejos, Hanna —dijo Marie a media voz—. Lo que estás viendo solo es el cascarón que ha dejado. Su alma es pura y buena; con el alma siempre os ha querido, a ti y a tus hermanos. Y ese espíritu inmortal de tu madre ahora va de camino al cielo.

Hanna seguía sin moverse. Marie murmuraba desesperada lo que se le ocurría para hacer soportable la imagen de la fallecida, pero no era necesario.

—Tenemos que colocarla bien —susurró Hanna—. Tiene que estar boca arriba, con las manos juntas, ¿no?

—Sí, deberíamos hacerlo, Hanna.

A Marie le costó un gran esfuerzo acercarse al cadáver y tocarlo. Hanna, en cambio, no parecía tener reparos: puso las manos de su madre una encima de la otra, le retiró el pelo desgreñado hacia atrás y le cerró los ojos. Lo hizo todo con cuidado y cautela, algo que rara vez conseguía con otras actividades.

—Llamaré a la empresa funeraria, Hanna —dijo Marie—. Hay que meter a tu madre en un ataúd y conseguir un sitio en el cementerio.

Hanna asintió; lo más probable es que no tuviera ni idea de que esas cosas costaban un dinero que ella jamás habría podido conseguir. Marie pensó en su propia madre, a la que solo habían concedido un entierro pobre, y decidió ahorrarle a Hanna esa preocupación.

Al salir del piso cerraron la puerta y Marie echó la llave. La señora Schuster seguía en el suelo del pasillo, con la espalda apoyada en la pared y la cabeza hundida en el pecho. Estaba dormida, la mano derecha aferraba la botella de licor vacía. Más abajo lloraba un niño, se oía el tono furioso de una mujer mayor, y también un objeto duro que chocaba con gran estruendo contra la pared.

Afuera el cielo se había cubierto, soplaba un viento fresco por los callejones del barrio y el agua de los charcos se encrespaba. Era mediodía, de vez en cuando llegaba el olor a sopa de patatas, que se estiraba con nabos. Los niños habían desaparecido, solo el perro marrón seguía delante de la entrada royendo un palo. Marie y Hanna se apresuraron a alejarse de allí.

«Si aquí hay tanta miseria, ¿cómo será en los barrios pobres de la ciudad?», pensó Marie, afligida. Sí, estaba la comida que se servía en la iglesia, y las organizaciones de mujeres también repartían alimentos. Pero el pastor Leutwien le dijo en su última visita a la villa que las enfermedades y las epidemias estaban acabando con esa gente.

El hambre y el frío los habían debilitado hasta tal punto que los ancianos y los niños morían por un simple resfriado.

Al pasar junto a la fábrica de paños Melzer sonó la sirena de mediodía. Marie se enfadó, sabía que únicamente se trabajaba en una sala. Solo unas cuantas empleadas tenían trabajo limpiando cartuchos de proyectiles para poder llenarlos de nuevo. De momento, Johann Melzer no tenía intención de entrar en la fabricación de tejido de papel. Paul había dibujado sus esbozos para nada, pues su padre no estaba dispuesto a sacrificar sus principios: en la fábrica de paños Melzer no se iban a fabricar sucedáneos de telas; se procesaba algodón y buena lana, o nada.

—¿Es verdad que el alma de mi madre irá al cielo? —preguntó Hanna.

—Estoy completamente segura —afirmó Marie con convicción.

—¿Y me podrá ver desde ahí arriba?

A Marie le dio un poco de miedo cuando vio que la chica la miraba con ojos confiados. ¿Qué iba a decirle? Hanna tenía quince años, ya no era una niña.

—Nadie lo sabe, Hanna. Pero si tú lo crees con firmeza, así será.

Hanna asintió y miró pensativa hacia el cielo, donde el viento empujaba las nubes blancas y grises.

—No sé si siempre me gustará —dijo con el ceño fruncido—. Pero a veces sí, para que no se olvide del todo de mí.


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