Manejaba la espada con una maestría que rozaba lo sobrenatural, la lanza con la habilidad de un experto consumado y el arco como si hubiera nacido con el en las manos. Era su día libre, uno autodado, y quería aprovecharlo al máximo.
—Acércate —le dijo a la dama de cabello platinado. Ella asintió con una sonrisa, pero sus ojos no pudieron evitar posarse en el pecho sudoroso del hombre.
Le arrojó la espada que había extraído de la nada. El arma golpeó el suelo, pero fue rápidamente levantada.
El séquito de las dos guardianas observaba a lo lejos.
—En guardia —ordenó. Fira obedeció—. Me bastaría el tiempo de un chasquido de dedos para asesinarte —dijo al inspeccionar su postura—. Debes ser consciente de tus alrededores, interpretar con la sola posición de los pies de tus enemigos para anticipar sus ataques. Debes de vencer antes de siquiera empezar la pelea. —Fira asintió un par de veces, entusiasmada por la lección—. En guardia... Estás muerta, te mate antes que pudieras reaccionar.
—Mi señor, no quiero contradecirlo, pero no me puedo comparar a usted.
Orion le miró, y como un relámpago llegó ante su rostro, mirándola fijamente. Fira tragó saliva, había retrocedido un par de pasos de forma inconsciente.
—Me has pedido, casi rogado porque te enseñé. Así que deja las excusas.
—Lo lamento, mi señor. —Bajó el rostro en disculpa, y con toda la voluntad reunida de su ser alzó la cara, con una expresión determinada—. Estoy lista.
Orion volvió a su anterior sitio, mirando el nervioso y tembloroso estado de su subordinada.
—Tal vez una muestra te sea beneficioso. —Extrajo una nueva espada, que blandió con ambas manos—. Intenta matarme. No dudes, hazlo.
Fira asintió, pero en sus pasos siguientes la incertidumbre llenó su corazón, obteniendo un único golpe en su bello rostro.
—Eres rápida, pero no sabes que hacer —dijo, sin un cambio en su expresión—. Antes de avanzar debes de conocer las flaquezas de mi postura, y atacar en esos lugares.
—No tiene flaquezas —dijo al limpiar la sangre de su nariz con su antebrazo.
—Claro que las tengo —afirmó—, ahora mismo te estoy mostrando tres en distintas partes de mi cuerpo. Observa no solo con tus ojos, también con tus instintos.
Fira se concentró, pero no podía ver ninguna debilidad en su postura, era como una fortaleza inexpugnable, tan imponente que su corazón comenzó a flaquear de solo pensar en atacarlo.
—Ataca.
Obedeció, acercándose a él con rapidez. Trató de mantenerse clara, pero lo único que obtuvo fue un nuevo golpe en su rostro.
—De nuevo.
Regresó ante él, hizo una finta, pero su verdadero golpe fue leído con maestría, recibiendo otro puñetazo en el rostro.
—Otra vez.
Llegó el punto que su rostro se adormeció de tanto dolor, y las veces que había caído al suelo superaban las cantidades normales para recordar, pero cada vez que su señor pronunciaba que volviera intentarlo, ella lo hacía.
—Mejoras demasiado rápido —concedió, ligeramente sorprendido, aunque sabía que eso estaba relacionado a una de sus habilidades especiales—. Tal vez en unos veinte o treinta ernas puedas enfrentarte a mi.
—Sus palabras duelen, mi señor —dijo con una mueca desmotivada.
—Fue un halago —Regresó su espada al inventario—. Yo me lleve más que eso en perfeccionar mi postura y movimientos.
Fira le miró, incrédula, con la pregunta sobre la edad real de su señor apareciendo en su mente.
—Por el momento te obsequiaré una de mis habilidades. Te ayudarán a resguardar tu vida.
—¿Mi señor?
—Sera la primera vez que lo haga con una de mis habilidades de batalla, así que no te muevas —ordenó.
[Instruir]
Activó su habilidad al acercar su mano a la frente de Fira, sin tocarle. Una elíptica ráfaga de aire, proveniente del suelo envolvió el cuerpo de la hermosa dama de rostro magullado. Por encima de su cabeza líneas doradas aparecieron, enlazándose hasta formar un gran símbolo antiguo, acompañado de un canto melódico.
Mujina y Alir observaron el espectáculo con expresiones maravilladas, sentían como si hubieran presenciado la llegada de un enviado de los dioses por la atmósfera que rodeó por unos segundos la fortaleza.
*La habilidad [Lanza de luz] ha sido conferida con éxito al subordinado: Fira*
*Has completado la tarea oculta: Obsequiando un nuevo poder*
*Has ganado doscientos puntos de prestigio*
Fira cayó sobre sus rodillas, y Orion retiró su mano, fatigado, no había creído que conceder una de sus habilidades de batalla le drenara tanta energía, agradeciendo a su suerte por el obsequio del Anillo de la Eternidad que su dedo índice portaba con orgullo, pues sin él, pasaría entre uno a tres días para recuperarse por completo. Se sintió complacido al observar la obtención de nuevos puntos de prestigio, no obstante, su dedo en su interfaz se congeló al notificarle de lo inesperado.
*Tu religión ha superado los cien adeptos*
*Recordatorio: Consigue mil adeptos a tu religión para crear un legado*
—Mi señor —dijo Fira al levantarse, tambaleándose.
Orion recuperó sus sentidos, observando a su sonriente y cansada subordinada.
—Mire. —Hizo una extraña seña con sus dedos. Por encima de su cabeza una opaca varilla comenzó a formarse, solo para desaparecer un segundo después—. Es muy cansado.
—¿Por qué haces eso con tus dedos? —cuestionó con duda—. ¿Y por qué no puedes formarla por completo?
Fira reflexionó por un par de respiraciones.
—Es involuntario, de repente sé que se hace así, mire... No pasa nada si no ocupo mis dedos, pero igualmente cansa —inspiró profundo—. No puedo responderle lo segundo, mi señor, tal vez porque mi poder no es igual al suyo.
Orion aceptó la explicación con ligera renuencia, sabiendo que era un nuevo tema en el que debería indagar y experimentar más para obtener una respuesta satisfactoria.
—Señor Barlok.
Orion se giró, notando a la arrodillada Yora, que esperaba con cabeza gacha el permiso para continuar.
—¿Qué sucede?
—Para comunicar a mi señor, hemos avistado una comitiva de al menos cincuenta hombres y dos carruajes acercándose por el sendero del río.
—¿Cincuenta? —La integrante de Los Búhos asintió—. Podrían ser más comerciantes de esclavos —reflexionó.
—Sí, señor Barlok —convino la mujer—. El explorador que vigila la vaher Cenut menciona que salieron de ese lugar.
—¿A qué distancia se encuentran?
—Si mantienen su velocidad llegarán antes del atardecer, señor Barlok.
—Vigilen desde lejos y tengan listas las flechas. Y ordena en mi nombre a los hombres en las torres a mantenerse alertas. Retirate.
—Sí, señor Barlok. —Se colocó de pie, hizo una breve reverencia y desapareció, imitando su llegada.
Orion se detuvo al emprender el primer paso, notando que su desgaste era mucho mayor. Inspiró profundo y avanzó a dónde sus guardianas.
—Esten listas, sus armas puede ser liberadas de sus vainas.
—Sí, Trela D'icaya —dijeron al unísono, ambas con sonrisas excitadas.
El cochero, en su desesperado intento por llegar a tiempo a su destino, tuvo que detenerse abruptamente. Como si la fértil tierra pastosa y húmeda hubiese ejercido una suerte de magnetismo sobre su cuerpo agitado, saltó ágilmente del carruaje, dejando que el viento vespertino acariciara su rostro impaciente. Sus ojos, llenos de preocupación, se dirigieron de inmediato hacia los caballos, esos majestuosos seres que eran su fiel compañía en cada una de sus travesías. Como si fuese un ritual sagrado, pasó sus hábiles manos por el cuello sudoroso del equino más cercano al carruaje, buscando cualquier señal de incomodidad. Fue entonces cuando sus dedos expertos avisaron a su mente que algo no estaba bien. Una deficiencia en el amarre del arnés, un descuido que, quizás, había sido la causa del malestar anterior.
—Son sendas peligrosas —advirtió el hombre desde la altura que su montura concedía.
—No demoraré demasiado —dijo el cochero, sin desviar la mirada y sus manos de su labor.
El caballero asintió, gritando un par de órdenes a sus subordinados para la inspección de la zona, pero su atención fue rápidamente robada por el sonido de abertura de la puerta del carruaje, lugar al que inmediatamente se abalanzó.
El caballero dio un gesto afirmativo, vociferando algunas instrucciones a sus subalternos para que se encargaran de explorar la zona. Sin embargo, su concentración fue prontamente eclipsada por el resonar del chirriar de la pesada puerta del carruaje, un sonido que rápidamente acaparó su atención. Inmediatamente, se precipitó hacia el lugar.
—Brir —saludó al encontrarse con el regordete rostro de su señor.
El aludido le ignoró, observando con el ceño fruncido al cochero que con esmero y paciencia reparaba lo afectado por el viaje.
—Quiero llegar antes de que oscurezca —advirtió.
—Lo haremos —respondió el cochero con tono indiferente.
El señor regordete bufó, sintiendo irritación en cada poro de su piel. Descendió del carruaje con cierta torpeza, apoyando su corpachón en el marco de la puerta. Estiró su cuerpo con parsimonia, esforzándose por apreciar el paisaje que históricamente había ignorado. Los árboles majestuosos se alzaban ante sus ojos, enraizados en la tierra con una imponente presencia. La hierba, un tapiz verde infinito, danzaba al compás del viento, una danza ajena a los ojos del apurado hombre. La flora exótica, en su exuberancia, se desplegaba con una elegancia desconocida, deleitando a los sentidos del observador. De vez en cuando, se hacía presente algún intrépido animalito, quizás en busca de compañía.
—Padre. —Se escuchó una melodiosa y ufana voz.
El hombre regordete se volvió al origen del ruido, sonrió con calidez, pero en sus ojos nunca se borró la astucia calculadora de la que era poseedor desde infante.
—Belian —Se acercó, le tomó de la mano que por un momento su hija no quiso conceder—, vuelve al carruaje, pronto regresaremos al camino. Y tú debes estar preparada.
—Yo también deseaba estirar un poco las piernas —dijo con rebeldía—, y no deberás preocuparte. Soy la hija de mi padre después de todo.
—Eso lo sé bien —respondió con una sonrisa natural.
—Señor Brir, cuando de la orden partimos —dijo el cochero al disponer de su lugar de trabajo.
El hombre regordete admiró por última vez (antes de volver al carruaje) el bello paisaje de alrededor, sin ser consciente que en el ramaje y los espesos arbustos se encontraban ojos que observaban todos sus movimientos.
∆∆∆
La noticia de los intrusos se extendió como una plaga por toda la vahir, sacudiendo los cimientos de la tranquilidad que había reinado durante una unos cuantos días. Las madres, conscientes del peligro inminente, apresuraron a sus hijos a resguardarse en el interior de sus hogares antes de continuar con sus quehaceres diarios, si es que les era posible.
Una veintena de jinetes se dispersó en cinco grupos, debidamente armados, y órdenes explícitas de proteger las zonas vulnerables de la vahir. Cada uno de ellos estaba preparado para entregar conceder la muerte si así les fuera ordenado, sin vacilación ni titubeos.
Los vigías ubicados en las torres de avanzada mantenían un arco tenso en sus manos, listos para disparar. Sus ojos afilados escudriñaban la distancia, buscando cualquier indicio de amenaza que pudiera surgir desde cualquier dirección. La incertidumbre flotaba en el aire, impregnando el ambiente con la peligrosidad de equivocarse.
Y entonces, los esperados visitantes emergieron en una comitiva no muy numerosa, justo cuando los primeros destellos del atardecer teñían el horizonte de tonos dorados. Avanzaron con cautela al divisar la torre de madera, sin poder ver a los arqueros ocultos en su interior, pero conscientes de que ojos agudos los observaban, esperando la señal para lanzar sus flechas y acabar con sus vidas.
—Alto —dijo la amazona de coleta—, identifíquense e informen sus intenciones.
El siervo directo del Brir observó con ligera admiración al grupo de jinetes que con miradas solemnes les advertían la fatalidad. Armaduras pulcras, armas envainadas y los equipos de los equinos mostraban una alta calidad, mucho mayor a la mejor vista, y comenzó a tener curiosidad sobre el nuevo señor que regía estás tierras, preguntándose sobre su apariencia y destreza.
Mientras, los demás siervos del hombre regordete esperaban en formación defensiva, pero con pensamientos similares a los de su superior.
—No lo repetiré. Identifíquense e informen sus intenciones —dijo nuevamente, con la frialdad recorriendo cada arruga de su joven rostro.
—Lo lamento, dama guerrera —dijo con torpeza el guerrero en jefe, haciéndose evidente de su poca experiencia en una situación semejante—. Me llamo Tredio Trediovars. Y estamos aquí con la solicitud de una audiencia con su señor.
—Abre el carruaje y ordena a los que estén dentro que salgan inmediatamente —dijo Laut, la capitana del escuadrón La Lanza de Dios.
—Dama guerrera. —titubeó al encontrarse con su mirada.
—Obedece —Sujetó la empuñadura de la espada, mientras los cuatro que la acompañaban apuntaron con sus arcos—, o serás castigado.
Tredio asintió, acercándose en alerta a la puerta del carruaje que esperaba ser tocada.
—Brir —saludó al encontrarse con la cara regordeta de su señor—, la dama del caballo blanco ordena que bajen.
—Insolencia —dijo, enfurecido—. ¿Qué se ha creído?
Salió, pero su acto que en su mente pudo considerar majestuoso e imponente, para el ejército del Barlok fue como ver a un cerdo caminar a dos patas.
—¿Usted es la que osa hacer llamado de mi presencia? —bramó al ponerse frente a la amazona.
Laut desvió la mirada para observar al siguiente individuo que se reveló del escondite que el carruaje proveía. Era una mujer pequeña, delgada y de cabellos largos, su edad rondaba los trece o catorce ernas, sus muecas eran infantiles, pero su mirada no.
—¿Son todos? —preguntó la capitana.
El Brir chasqueó con la lengua, calmando su respiración. Su mirada se posó sobre la vahir desconocida, encontrando edificios que no debían estar, y una cantidad elevada de chozas de madera. A lo lejos, muy lejos, se encontraba la fortaleza que en un pasado ya lejano consideró hogar, pero no pudo reconocerla.
—Son todos —respondió disgustado, observando de reojo a su hermoso retoño que se colocó a su lado.
—Supongo que usted es el jefe de estos hombres.
El hombre regordete afirmó con la cabeza.
—¿Y ella? —Señaló a la delgada mujer.
—Mi hija...
—Ustedes dos pasen —interrumpió—, su pequeño ejército esperará en este lugar.
—No lo acepto.
—No fue una petición, señor, fue una orden. Pero, desobedezcan y ordenaré a las sombras ocultas que los ejecuten. —Alzó la mano, con tres dedos apuntando al cielo. Una flecha cayó cerca de los pies del hombre regordete, que asustó a la mayoría del pequeño ejército—. Usted decide.
«¿Amigos siniestros?», pensó la pequeña dama al guiar su mirada al bosque cercano.
El Brir palideció, su boca se secó, y sus extremidades temblaron de forma involuntaria.
«Que la Luz Divina perdone mis ofensas», pensó, mientras hacía la señal de la Unión de manera involuntaria.
—Acompáñame, Belian —dijo sin voltear, temeroso por la penetrante mirada de Laut, que hasta ahora se percataba del inmenso peligro que representaba—. Tredio, cuida el cargamento.
—Sí, Brir.
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