La luz artificial del par de artefactos esféricos concedía una tenue y satisfactoria iluminación a la habitación cerrada. Repleta de una atmósfera de inquietud y expectación.
—Usted puede, señorita —le susurró cerca del oído, mientras permitía que su mano fuera exprimida.
—Cállate... ¡Aaaaaahhhhggg!
Los gritos y gemidos volvieron a inundar cada centímetro del lugar.
—Un poco más, señorita —ordenó la mujer madura sentada sobre un banquillo al inicio de la cama.
La dama acostada gritó una vez más, con tanta fuerza que perdió por un instante la facultad de respirar.
Sadia, que observaba desde la distancia, dejó de beber su té, inspirando profundo para normalizar su respiración. Se lanzó al flanco derecho de su hija, donde la tercera mujer le sostenía del brazo. Le ordenó apartarse, tomando ella su lugar.
—Tesoro preciado, tú puedes —Temblaba más que su propia hija, estaba nerviosa, aterrada como nunca lo había estado, y por el conocimiento de su progenitora entendía que su poder no servía de nada en esta habitación, no si quería que todo saliera bien.
La sudorosa y enrojecida mujer acostada se giró para verla, gritando de dolor. Amaba a su madre, apreciaba su compañía, pero ahora mismo no quería nada más que a ese alto hombre de mirada impasible, él, que podía transformar lo imposible en factible.
—Vamos —apremió la mujer madura, con las manos tensas al sentir la preciosa vida salir.
—Tú puedes, hija mía —sonrió con nerviosismo, e involuntariamente apretó con mucha fuerza su mano.
Helda gritó, tanto como sus pulmones y garganta concedieron. La fuerza abandonó su cuerpo, se sentía débil, pero no dejó de pujar, lo hizo hasta que su visión se nubló. Escuchó a alguien gritar con pánico, no sabía quién.
—No llora.
Se volvió a la voz, pero la nebulosa en sus ojos le impidió saber de qué se trataba, volvió a pujar, sin nada de fuerza.
—Hija mía —suplicó su madre—, ya no es necesario.
Se percató de la tristeza en su voz, y quiso preguntar a qué se debía, pero no pudo.
—Mi señora, ruego pueda perdonarnos...
—Dame al bebé —exigió la Durca.
—Por favor...
—¡Que me lo den!
—¿Qué... esta...? —formuló sin éxito, había reunido toda su fuerza de voluntad, pero fue lo máximo que logró pronunciar.
Hubo silencio, con sollozos en el fondo.
—Fuiste un preciado regalo. —Recogió algo pequeño y pesado de un mueble de madera, pero no pudo sostenerlo por la grata sorpresa—. Viva, estás viva.
Sintió una asfixiante energía rodear la sala, tan poderosa que su primer instinto fue proteger la vida de su hija, y la que cargaba en sus brazos, pero su mente era aguda, percatándose que el causante no era nada menos que el recién nacido de ojos de color arcoiris.
—Madre...
Sadia se acercó de inmediato a la cama, y con mucho cuidado colocó a la criatura junto a Helda, la bebé lloró, un llanto que calentó los corazones de los presentes, pues significaba algo más que solo salud.
—Los cielos benditos te obsequiaron una hermosa niña, amor mío —dijo, alejándose para recoger el objeto tirado—. Una muy poderosa niña. —Dejó el colgante sobre el pecho del bebé, y este culminó su lloriqueo.
Helda bebió con lentitud el menjurje de hierbas que la partera en jefe rápidamente le presentó. La vitalidad y resistencia resurgió en su cuerpo, permitiéndole girar el cuello para observar a la pequeña que también le miraba.
—Tiene su mirada... —Acercó su dedo para tocarle sus tersas y húmedas mejillas, pero la bebé lo interceptó, sujetándolo con el amor que les unía—. Dilia Lettman —dijo con una sonrisa—... para todos... Dilia Orionsir... para mí... —Su sonrisa se pronunció.
—Mi señora, el príncipe Alastian desea conocer a su hijo.
—Haz que pase —dijo Sadia sin mucha cortesía, hizo un movimiento con su mano, acompañado de una oración de palabras poco conocidas que hablaron directamente con los sellos mágicos en la habitación.
Un joven y delgado hombre ingresó al instante que la puerta se abrió. De cabellos negros, mirada tranquila, y porte elegante.
—Tía... Digo, madre.
Sadia frunció el ceño, tentada a corregirle, pero la felicidad que la pequeña Dilia le había entregado le hizo sentir que ese tipo de cosas ya no importaban.
—Conoce a Dilia, tu hija, Alastian. Solo no la toques —advirtió al verle arrodillarse al lado de la cama.
—Que preciosa niña, se parece tanto a su madre —Sadia carraspeó con elegancia—. Cómo a mí, por supuesto.—La bebé volteó con lentitud, mirando con curiosidad al recién llegado—. Dilia, que hermosos ojos tienes —dijo con una sonrisa sorprendida—, y que pesada mirada. Parece que eres completamente una Lettman.
La bebé perdió el interés en él, regresando su atención a su progenitora.
—La has visto, ahora retírate.
El príncipe asintió, levantándose sin dificultad.
—Como usted ordene, madre.