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Capítulo 197: 21 Papeles

De: El Empalado

A: HonestoAbe%Lincoln@ManchadeBaba.org/EscribeAlAutor Sobre: Que Dios me ayude

A veces uno da consejos suponiendo que nadie los seguirá. Espero que el hombre de arriba me perdone y siga teniendo un sitio para mí. Mientras tanto, dile al grandullón que tiene que hacer algo con la taza que rompí.

* * * De: PeterWiggin%privado@hegemon.com A: Graff%peregrinacion@colmin.gov Sobre: Que Dios me ayude

Querido Hyrum:

Como verás más abajo, nuestro amigo eslavo al parecer ha sugerido a su Gobierno ideas que van a seguir, y lo lamenta. Suponiendo que tú seas el tipo de arriba, deduzco que esta codificación abierta sugiere que quiere escapar. Mis fuentes lo sitúan por última vez en Florida, pero si lo vigilan de cerca lo habrán trasladado a Idaho.

En cuanto a la taza que rompió, creo que se refiere a que Rusia, en vez de estar buscando una oportunidad para atacar a Alai, ha hecho un trato con la Liga Musulmana y, mientras China mira al sur para atacar la India, va a lanzarse sobre Han Tzu por el norte al tiempo que los turcos lo hacen por el oeste, los indonesios desde Taiwan y la loca invasión de Virlomi se dirige a las montañas. No tan loca ahora.

Sin embargo, si el «grandullón» a quien el Muchacho Ruso se refiere es alguien distinto al «hombre de arriba», entonces sólo puede referirse a cierto gigante a quien ambos conocemos. Consultaré con él y con la señora Gigante si podemos hacer algo para afrontar la situación.

* * *

Peter.

Alai ya había impartido sus órdenes e iba a asegurarse de estar fuera de Hiderabad cuando fueran cumplidas. El califa no podía mancharse con el arresto de su propia esposa.

Pero el califa tampoco podía ser gobernado por ella. Alai sabía que los visires de su consejo la odiaban; si no la hacía arrestar por hombres que le fueran leales, entonces sin duda la matarían.

Más tarde, cuando las cosas se hubieran apaciguado, cuando ella hubiera recuperado el sentido y dejado de creerse imparable, la sacaría de la cárcel. No podría liberarla en la India, eso quedaba fuera de toda cuestión. Tal vez Graff se la quedara. Ella no era miembro del grupo de Ender, pero por el mismo razonamiento que Graff había usado en su invitación, el mundo sin duda sería un lugar más seguro sin ella, mientras que una colonia podría ser afortunada de contar con alguien a la cabeza con tanta habilidad y ambición.

Mientras tanto, sin Virlomi no había ningún motivo para que él gobernara desde Hiderabad. Continuaría respetando su tratado con la India y retiraría sus fuerzas. Los dejaría intentar rehacerse sin la locura de Virlomi tratando de lanzarlos permanentemente a la guerra. La India no podría montar una campaña militar significativa contra nada de más entidad que una bandada de patos durante muchos años. Alai se pasaría los siguientes poniendo en orden la casa del islam y tratando de forjar una auténtica nación de aquel caos que le había dejado la historia. Si los sirios e iraquíes y egipcios no podían llevarse bien y se despreciaban mutuamente en cuanto se olían, ¿cómo podía nadie esperar que marroquíes y persas y uzbecos y malayos vieran el mundo del mismo modo sólo porque un muecín los llamaba a la oración?

Además, tenía que tratar con los pueblos sin estado: los kurdos, los bereberes, la mitad de las tribus nómadas de la antigua Bactria. Alai sabía perfectamente bien que esos musulmanes no seguirían a un califa que mantuviera el statu quo, no cuando Peter Wiggin tentaba a los revolucionarios en todas partes con sus promesas de un Estado y los ejemplos de Runa y Libia.

Nos hemos puesto a Nubia en contra nosotros mismos, pensó Alai. El antiguo desprecio musulmán por el África más negra todavía rebullía bajo la superficie; si Alai no hubiera sido miembro del grupo de Ender, habría sido inconcebible que él, negro africano, hubiera sido nombrado califa. Era en Sudán, donde las razas se encontraban cara a cara, donde había emergido la fealdad con tanta virulencia. El resto del islam hubiese metido en cintura a Sudán hacía tiempo. Y ahora todos pagaban el precio, con la humillación de Sudán en manos del PLT.

Así que tenemos que darles a los kurdos y los bereberes sus propios Gobiernos. De verdad, no esa mentira de las «regiones autónomas». Eso no habría sido popular en Marruecos e Irak y Turquía, Alai lo sabía. Por eso era estúpido en extremo embarcarse en guerras de conquista cuando no había paz ni unidad dentro del islam.

Alai gobernaría desde Damasco. Era mucho más central. Estaría rodeado de cultura musulmana en vez estarlo de cultura hindú. Sería un Gobierno predominantemente civil, no una descarada dictadura militar. Y el mundo vería que el islam no estaba interesado en conquistarlo. Que el califa Alai ya había liberado a más pueblos de sus conquistadores opresores de lo que podría hacer jamás Peter Wiggin.

Cuando Alai salió de su despacho, dos de los guardias lo siguieron. Desde que Virlomi había entrado sin más en su despacho el día en que se casaron, Alamandar había insistido en que no fuera fácil entrar en áreas delicadas del complejo.

—Estamos en un país enemigo y ocupado, mi califa —había dicho, y tenía razón.

Con todo, había algo que hacía que Alai se sintiera incómodo por tener que ser acompañado por los guardias cuando se trasladaba por el complejo. No le parecía bien. El califa tendría que haberse podido mover entre su propio pueblo con perfecta verdad y franqueza.

Cuando atravesó la puerta del aparcamiento, otros dos guardias se unieron a los dos que ya lo acompañaban. La limusina esperaba en la acera. La puerta trasera se abrió.

Vio a alguien corriendo hacia él entre los coches aparcados

Era Ivan Lankowski. Alai lo había recompensado por su leal servicio poniéndole a cargo de la administración de las naciones turcas de Asia central. ¿Qué estaba haciendo allí? Alai no lo había llamado, e Ivan no había escrito ni llamado para comunicar su visita.

Ivan se metió la mano en la chaqueta, donde tendría que haber llevado un arma, de haber llevado pistolera.

Y la llevaba con seguridad: había llevado un arma durante demasiados años para sentirse cómodo sin una.

Alamandar salió de la puerta trasera abierta de la limusina. Mientras se ponía en pie, les gritó a los guardias:

—¡Disparadle, idiotas! ¡Va a matar al califa!

Ivan desenfundó su arma. Disparó y el guardia situado a la izquierda de Alai cayó como una piedra. El sonido fue extraño: el cañón tenía silenciador, pero Alai estaba lo bastante cerca como para que no hiciera mucho efecto.

Debería tirarme al suelo, pensó Alai. Para salvar mi vida, tendría que apartarme de la línea de fuego. Pero no podía tomarse el peligro en serio. No le parecía que estuviera en peligro.

Los otros guardias habían sacado sus armas. Ivan le disparó a otro, pero entonces las balas (sin silenciador) corrieron en la otra dirección e Ivan cayó al suelo. No soltó la pistola: la mantuvo sujeta hasta el final de su vida.

O tal vez no estaba muerto. Tal vez pudiera pasar sus últimos momentos explicándole Alai cómo podía haberlo traicionado de esa forma.

Alai se acercó al cuerpo de Ivan y le buscó el pulso. Ivan tenía los ojos abiertos. Ya estaba muerto.

—¡Apártate, mi califa! —gritó Alamandar—. ¡Puede que haya otros conspiradores!

Conspiradores. No había ninguna posibilidad de que hubiera otros conspiradores. Ivan no se fiaba de nadie lo suficiente para conspirar. La única persona en la que Ivan confiaba completamente era...

Era yo.

Ivan era un tirador perfecto. Incluso corriendo, no podría haberme apuntado y alcanzado torpemente a dos guardias.

—Mis guardias —dijo Alai, mirando a Alamandar. Los que ha abatido... ¿se pondrán bien?

Uno de los otros guardias corrió a mirar.

—Los dos están muertos —anunció.

Pero Alai lo sabía. Ivan no le apuntaba a él. Había ido allí con un propósito en mente, el propósito que lo había guiado durante años. Ivan estaba allí para proteger a su califa.

Todo destelló en la mente de Alai con claridad meridiana. Ivan se había enterado de que había una conspiración contra el califa, en la que estaba implicada gente tan cercana a Alai que a Ivan le resultó imposible advertirlo desde la distancia sin correr el riesgo de alertar a uno de los conspiradores.

Alai extendió una mano para cerrar los ojos de Ivan, mientras que con la otra le quitaba la pistola de los dedos inertes. Sin apartar la mirada del rostro de Ivan, Alai disparó la pistola contra el guardia que se alzaba sobre él. Luego apuntó tranquilamente al guardia que había vuelto a comprobar los cadáveres y disparó. Alai nunca había sido tan buen tirador como Ivan. No podría haber hecho aquello corriendo. Pero arrodillado, lo hizo bien.

El guardia a quien había disparado sin mirar estaba tendido en la acera, retorciéndose. Alai volvió a dispararle y después se centró en Alamandar, que regresaba a la limusina.

Alai le disparó. Alamandar cayó en el coche y éste arrancó. Pero la puerta no estaba cerrada todavía y Alamandar no estaba en condiciones de cerrarla. Así que cuando pasó junto a Alai, hubo un breve instante en que el conductor no estuvo protegido por el pesado blindaje y el cristal a prueba de balas. Alai disparó tres rápidos tiros para tener más posibilidades de aprovechar ese instante.

Funcionó. El coche no giró. Se estampó contra un muro.

Alai corrió hacia la puerta trasera del vehículo, todavía abierta, donde Alamandar jadeaba y se sujetaba el pecho. Sus ojos ardían de furia y miedo mientras Alai le apuntaba con la pistola de Ivan.

—¡No eres califa! —jadeó Alamandar—. La mujer hindú es más califa que tú, perro negro.

Alai le disparó en la cabeza y lo hizo callar.

El conductor estaba inconsciente, pero Alai le disparó también.

Después volvió junto a los cadáveres de los guardias, que iban vestidos con trajes occidentales. Ivan le había disparado a uno en la cabeza. Era más grande que Alai, pero su ropa le valdría. Alai se quitó la túnica blanca en un momento. Debajo llevaba vaqueros, como siempre. Después de forcejear unos instantes consiguió la camisa y la chaqueta del hombre, y sin que se cayera ningún botón.

Alai recogió las pistolas de los dos guardias que no habían llegado a disparar ni un solo tiro y se las guardó en los bolsillos de la chaqueta. La pistola con silenciador de Ivan debía estar ya casi sin balas, así que Alai la arrojó hacia el cadáver de Ivan.

¿Dónde puede un africano esconderse en Hiderabad? No hay rostro más reconocible que el del califa, y los que no conocen su rostro conocen su raza. También sabrían que no hablaba hindi. No podría avanzar más de cien metros en Hiderabad.

Una vez más, no tenía ninguna posibilidad de salir con vida del complejo. Espera. Piensa.

No esperes. Lárgate de aquí.

Ivan llegó corriendo entre los coches aparcados. Los hombres de Alamandar tenían que haber limpiado el aparcamiento de observadores; eso significaba que Ivan se había ocultado dentro de un coche. ¿Dónde estaba ese coche?

Las llaves en el contacto. Gracias, Ivan. Lo tuviste todo en cuenta. No había tiempo que perder tanteando con las llaves mientras me arrastraras hasta tu coche para sacarme de aquí.

¿Adonde ibas a llevarme, Ivan? ¿En quién confiabas?

Las últimas palabras de Alamandar resonaban en sus oídos. La mujer hindú es más califa que tú.

Él pensaba que todos la odiaban. Pero entonces se dio cuenta de que ella era la que abogaba por la guerra. Expansión. La restauración de un gran imperio.

Eso era lo que ellos querían. Y toda aquella charla acerca de la paz, de la consolidación, de reformar el islam desde dentro antes de extenderse al resto del mundo, de competir con Peter Wiggin usando los mismos métodos, de invitar a otras naciones a unirse al califato sin requerirles que se hicieran musulmanas o vivieran

bajo la Shari'a... Ellos habían escuchado, habían mostrado su acuerdo, pero odiaban todo aquello.

Lo odiaban a él.

Y por eso cuando habían visto la ruptura entre Virlomi y él, la habían explotado.

¿O... estaba Virlomi detrás de aquello?

¿Estaba Virlomi preñada de el?

El califa ha muerto. Pero aquí está su bebé, nacido póstumo pero con los dones de Dios desde su nacimiento. En nombre del bebé califa, el consejo de visires gobernará. Y como la madre del nuevo califa es gobernadora de la India, él unirá las dos grandes naciones en una. Con Virlomi como regente, por supuesto.

No. Virlomi no podría haber querido que lo asesinaran.

Ivan seguramente tenía un avión esperando. El avión que lo había traído. Con su propia tripulación de confianza.

Alai condujo a velocidad normal. Pero no se dirigió al puesto de control por donde normalmente entraba en los terrenos del aeropuerto. Lo más probable era que aquel lugar estuviera en manos de los conspiradores. En vez de eso, se dirigió a una verja de servicio.

El guardia le dio el alto y empezó a decirle que sólo los vehículos autorizados podían cruzar esa verja.

—Soy el califa y quiero salir por esta verja.

—Oh —dijo el guardia, confuso—. Ya veo. Yo...

Sacó un teléfono móvil y empezó a marcar un número.

Alai no quería matar a aquel hombre. Era un idiota, no un conspirador. Así que abrió la puerta y lo golpeó. No fuerte. Lo suficiente para llamar su atención. Luego cerró la puerta y sacó la mano por la ventanilla.

—Dame ese móvil.

El soldado se lo entregó. Alai lo desconectó.

—Soy el califa. Cuando digo que me dejes pasar, no tienes que pedirle permiso a nadie.

El soldado asintió y corrió a los controles que descorrían la verja.

En cuando Alai la atravesó, vio un pequeño jet con letras en cirílico bajo las letras en común que anunciaban la corporación a la que pertenecía. El tipo de avión que Ivan hubiese utilizado.

Los motores se pusieron en marcha cuando Alai se acercó. No, cuando el coche de Ivan se acercó.

Alai detuvo el vehículo y bajó. La puerta del jet estaba abierta, formando peldaños hasta el suelo. Con una mano en la pistola que llevaba en el bolsillo (pues iba a tomar aquel avión fuera de Ivan o no), Alai subió los peldaños.

Un hombre de negocios (o eso parecía) lo esperaba dentro.

¿Donde está Ivan?—preguntó.

No vamos a esperarlo—dijo Alai—. Murió salvándome.

El hombre asintió una vez, luego se acercó a la puerta y pulsó el botón para cerrarla.

—¡Vámonos! —gritó, y entonces le dijo a Alai—: Por favor, siéntate y abróchate el cinturón, mi califa.

El avión enfiló hacia la pista antes de que las puertas se cerraran.

—No hagáis nada fuera de lo corriente —dijo Alai—. Nada que los alerte. Hay armas que podrían abatir con facilidad este avión.

—Ése es exactamente nuestro plan, señor —respondió el hombre.

¿Qué harían los conspiradores cuando descubrieran que Alai había escapado?

No harían nada. No dirían nada. Mientras Alai pudiera aparecer vivo en alguna parte, no se atreverían a decir nada.

De hecho, continuarían actuando en su nombre. Si seguían los planes de Virlomi, si su loca invasión seguía adelante, entonces Alai sabría que estaban con ella.

Después de despegar, tras esperar el permiso de los controladores, el hombre de Ivan regresó y se mantuvo obedientemente a dos metros de distancia.

—Mi califa, ¿puedo hacerte una pregunta? Alai asintió.

—¿Cómo murió?

—Disparando a los guardias que me rodeaban. Abatió a dos antes de que lo alcanzaran. Usé su arma para matar a los otros. Incluyendo a Alamandar. ¿Sabes hasta dónde llega la conspiración?

—No, señor —respondió el hombre—. Sólo sabíamos que iban a matarte en el avión que te llevara a Damasco.

—¿Y este avión? ¿Adonde me lleva?

—Es de largo recorrido, señor—dijo el hombre—. ¿Dónde te sentirás a salvo?

* * *

La madre de Petra estaba atendiendo a los bebés mientras Petra y Bean supervisaban los últimos preparativos para el inicio de las hostilidades. El mensaje

de Peter había sido claro: ¿hasta qué punto podéis entretener a los turcos mientras estáis atentos a los rusos por la retaguardia?

Turcos y rusos aliados, o potenciales aliados, ¿A qué estaba jugando Alai? ¿Estaba Vlad en el ajo? Peter no compartía más información que la que creía tener... que era invariablemente menos de la que las otras personas necesitaban.

De todas formas, Bean y Petra habían pasado todos sus ratos de trabajo ideando acciones, usando las limitadas fuerzas armenias, mal equipadas y mal entrenadas, para causar la máxima disrupción.

Una incursión contra el objetivo turco más visible, Estambul, los encolerizaría sin conseguir nada.

Bloquear los Dardanelos sería un duro golpe contra todos los turcos, pero no había forma de proyectar esa fuerza desde Armenia hasta la orilla occidental del mar Negro y mantenerla.

¡Oh, aquellos días en que el petróleo tenía importancia estratégica! Entonces, los pozos rusos, azerbaiyanos y persas del Caspio hubieran sido el objetivo principal.

Pero todos los pozos habían sido desmantelados y el Caspio se usaba principalmente como fuente de agua, desalada y enviada para irrigar los campos que circundaban el mar de Aral, mientras el resto se usaba para reabastecer el lago antaño moribundo. Y atacar las tuberías de agua empobrecería a los campesinos sin afectar a la capacidad del enemigo para hacer la guerra.

El plan que finalmente elaboraron era bastante sencillo, una vez captada la idea.

—No hay manera de golpear directamente a los turcos —dijo Bean—. No hay nada centralizado. Así que atacaremos Irán. Está muy urbanizado, las grandes ciudades están todas en el noroeste y habrá una petición inmediata para que los soldados iraníes vuelvan a casa desde la India para combatirnos. Los turcos estarán bajo presión para ayudarlos y, cuando lancen un ataque mal planeado contra Armenia, nosotros estaremos esperando.

—¿Qué te hace pensar que estará mal planeado? —preguntó Petra.

—Porque Alai ya no dirige el espectáculo desde el bando musulmán.

—¿Cuándo ha sucedido eso?

—Si Alai estuviera al mando, no dejaría que Virlomi hiciera lo que está haciendo en la India. Es algo demasiado estúpido y en lo que morirán demasiados hombres. Así que... sea como sea, ha perdido el control. Y si ese es el caso, el enemigo musulmán al que nos enfrentamos es incompetente y lunático. Actúan por furia y pánico, con poca planificación —dijo Bean.

—¿Y si esto es cosa de Alai y tú no lo conoces tan bien como crees?

—Petra. Conocemos a Alai.

—Sí, y él nos conoce a nosotros.

—Alai es un constructor, como Ender. Siempre lo ha sido. Un imperio conseguido con conquistas audaces y sangrientas no merece la pena. Él quiere construir su imperio musulmán como Peter está construyendo el PLT, transformando el islam en un sistema al que otras naciones quieran unirse voluntariamente. Sólo que alguien ha decidido no seguir su camino. Bien sea Virlomi o los halcones de su propio Gobierno.

—¿O todos ellos? —preguntó Petra.

—Cualquier cosa es posible.

—Menos que Alai esté controlando los ejércitos musulmanes.

—Bueno, es bastante sencillo —dijo Bean—. Si nos equivocamos y el contraataque turco está brillantemente planeado, entonces perderemos. Lo más lentamente posible. Y esperemos que Peter tenga otro as en la manga. Pero nuestra misión es apartar la atención y las tropas turcas de China.

—Y mientras tanto, estaremos presionando la alianza musulmana —dijo Petra—. No importa lo que hagan los turcos, los persas no creerán estar haciendo lo suficiente.

—Suní contra chiíta —dijo Bean—. Es lo mejor que se me ocurrió.

Así que durante los dos últimos días habían estado trazando planes para el rápido y audaz ataque aéreo sobre Tabriz, y luego, cuando los iraníes empezaran a reaccionar a eso, para una evacuación inmediata y un ataque aéreo a Teherán. Mientras tanto, Petra, al mando de la defensa de Armenia, estaría preparada para que el contraataque turco tuviera que pagar cada metro de avance por las montañas.

Ya todo estaba listo, esperando tan sólo la orden de Peter. Petra y Bean no eran realmente necesarios mientras las tropas empezaban a desplegarse y se trasladaban los suministros a los depósitos de las zonas donde serían necesarios. Todo estaba en manos de los militares armenios.

—Lo que me asusta es que tienen confianza absoluta en que sabemos lo que estamos haciendo —le dijo Petra a Bean.

—¿Por qué te asusta?

—¿No te asusta a ti?

—Petra, nosotros sabemos lo que estamos haciendo. Simplemente no sabemos por qué.

Fue en un descanso entre la planificación y la espera de la orden para actuar cuando Petra recibió una llamada en su teléfono móvil. Era su madre.

—Petra, dicen que son amigos tuyos, pero van a llevarse a los bebés. El pánico se apoderó de Petra.

—¿Quién los acompaña? Que se ponga el que está al mando.

—No quiere. Dice que el «profesor» quiere que os reunáis con ellos en el aeropuerto. ¿Quién es el profesor? ¡Oh, que Dios nos ayude, Petra! Es como aquella vez que te secuestraron.

—Diles que estaremos en el aeropuerto y que si les hacen daño a los bebés los mataré. Pero no, madre, no es lo mismo.

A menos que lo fuera.

Petra le dijo a Bean lo que estaba sucediendo y se marcharon tranquilamente al aeropuerto. Vieron a Rackham en la acera y le pidieron al conductor que los dejara allí.

—Lamento haberos asustado —dijo Rackham—. Pero no tenemos tiempo para discutir hasta que subamos al avión. Allí podréis gritarme cuanto queráis.

—Nada es tan urgente como para tener que robar a nuestros bebés —dijo Petra, poniendo tanto veneno en su voz como le fue posible.

—¿Ves? —dijo Rackham—. Discutiendo en vez de venir conmigo.

Lo siguieron entonces, por pasillos secundarios, hasta un jet privado. Petra protestó por el camino.

—Nadie sabe que estamos aquí. Creerán que los hemos dejado en la estacada.

Creerán que nos han secuestrado.

Rackham la ignoró. Se movía muy rápidamente para tratarse de un hombre tan viejo.

Los bebés se encontraban en el avión, cada uno cuidado por una enfermera distinta. Estaban bien. Sólo Ramón seguía tomando el pecho, porque los dos que tenían el síndrome de Bean ya tomaban comida más o menos sólida. Así que Petra se sentó y lo amamantó. Rackham se sentó frente a ellos en el lujoso jet y, mientras el avión despegaba, comenzó su explicación.

—Hemos tenido que sacaros de ahí porque el aeropuerto de Yerevan va a ser volado en pedazos dentro de un par de horas y tenemos que estar más allá del mar Negro cuando eso suceda.

—¿Cómo lo sabes? —exigió saber Petra.

—Nos lo dijo el hombre que planeó el ataque.

—¿Alai?

—Es un ataque ruso.

Bean estalló.

—Entonces ¿para qué tantas chorradas sobre distraer a los rusos?

—El plan sigue en pie. En cuanto veamos los aviones de ataque despegar del sur de Rusia, os lo haré saber y podréis dar la orden para lanzar vuestro ataque contra Irán.

—Esto es cosa de Vlad —dijo Petra—. Un súbito ataque preventivo para impedir que el PLT haga nada. Para neutralizarnos a mí y a Bean.

—Vlad quiere que sepáis que lo siente muchísimo. Está acostumbrado a que no sigan ninguno de sus planes.

—¿Has hablado con él?

—Lo sacamos de Moscú hace unas tres horas y recibimos sus informes lo más rápidamente posible. Creemos que aún no saben que se ha marchado. Aunque lo sepan, no hay ningún motivo para que no sigan adelante con su plan.

El teléfono situado junto al asiento de Rackham pitó una vez. Lo descolgó.

Escuchó. Pulsó un botón y se lo tendió a Petra.

—Muy bien, los cohetes han sido lanzados.

—Imagino que necesito el código del país.

—No. Pulsa el número como si estuvieras todavía en Yerevan. Por lo que ellos saben, lo estás. Diles que vas a consultarlo con Peter y que te reunirás con ellos cuando el ataque esté en marcha.

—¿Lo haremos?

—Y luego llama a tu madre y dile que estás bien y que no hable de lo sucedido.

—Oh, eso será una hora demasiado tarde.

—Mis hombres le dijeron que si llamaba a alguien antes de tener noticias tuyas lo lamentaría mucho.

—Oh, muchas gracias por aterrorizarla aún más. ¿Tienes idea de lo que ha pasado esta mujer en su vida?

—Pero las cosas siempre salen bien. Está mejor que algunos.

—Gracias por tu optimismo.

Unos minutos más tarde, la fuerza de asalto se puso en marcha y se dio la advertencia para evacuar el aeropuerto, redirigir todos los vuelos que llegaban, evacuar las zonas de Yerevan más cercanas al aeródromo y alertara los hombres de todos los posibles objetivos militares de territorio armenio.

En cuanto a la madre de Petra, estaba llorando tanto (con alivio, con furia por lo que había sucedido) que Petra apenas pudo hacerse entender. Pero finalmente la conversación acabó y Petra se sintió más fastidiada que nunca.

—¿Qué te da el derecho? ¿Por qué te crees que...?

—La guerra me da el derecho —dijo Rackham—. Si hubiera esperado a que regresaras a casa y recogieras a tus bebés y te reunieras con nosotros en el aeropuerto, este avión nunca habría despegado. Tengo que pensar en las vidas de mis hombres, no en los sentimientos de tu madre.

Bean puso una mano en la rodilla de Petra. Ella aceptó la necesidad de calma y guardó silencio.

—Mazer —dijo Bean—, ¿de qué va todo esto? Podrías habernos avisado con una llamada telefónica.

—Tenemos a vuestros otros bebés.

Petra se sentía ya muy nerviosa. Estalló en lágrimas. Se controló rápidamente. Y odió el hecho de haber actuado de un modo tan... maternal.

—¿Todos ellos? ¿A la vez?

—Llevamos vigilándolos varias semanas —dijo Rackham—. Esperando el momento oportuno.

Bean esperó un momento antes de decir:

—Esperando a que Peter os dijera que estaba bien. Que no nos necesitabais ya para esta guerra.

—Todavía os necesita —dijo Rackham—. Mientras pueda teneros.

—¿Por qué esperasteis, Mazer?

—¿Cuántos? —dijo Petra—. ¿Cuántos hay?

—Uno más con el síndrome de Bean —respondió Rackham—. Cuatro más sin él.

—Eso hacen ocho —dijo Bean—. ¿Dónde está el noveno? Rackham negó con la cabeza.

—¿Seguís buscando?

—No.

—Entonces tenéis información segura de que el noveno no fue implantado. O de que está muerto.

—No. Tenemos información fidedigna de que, esté vivo o muerto, no nos quedan criterios de búsqueda. Si el noveno bebe llego a nacer, Volescu oculto demasiado bien el nacimiento y a la madre. O la madre se está escondiendo. El software (el juego mental, si queréis) ha sido muy efectivo. No habríamos encontrado a ninguno de los niños normales sin sus creativas búsquedas. Pero también sabe cuando no se puede intentar nada más. Tenéis a ocho de nueve. Tres de ellos tienen el síndrome, cinco son normales.

—¿Y Volescu? —preguntó Petra—. ¿Podemos drogarlo?

—¿Por qué no torturarlo? —dijo Rackham—. No, Petra. No podemos. Porque lo necesitamos.

—¿Para qué? ¿Por su virus?

—Ya tenemos su virus. Y no funciona. Es un fracaso. Un timo. Un callejón sin salida. Volescu lo sabía. Le gustaba atormentarnos con la idea de que había puesto en peligro al mundo entero.

—Entonces ¿para qué lo necesitáis? —exigió saber Petra.

—Lo necesitamos para que trabaje en la cura para Bean y los bebés.

—Oh, bien —dijo Bean—. Vais a dejarlo suelto en un laboratorio.

—No —respondió Rackham—. Vamos a ponerlo en el espacio, en una estación de investigación con base en un asteroide, supervisado férreamente. Se le ha juzgado y condenado a muerte por terrorismo, secuestro y asesinato... el asesinato de tus hermanos, Bean.

—No existe la pena de muerte —dijo Bean.

—La hay en el tribunal militar, en el espacio —dijo Rackham—. Él sabe que vivirá mientras haga progresos a la hora de encontrar una cura válida para ti y los bebés. Nuestro equipo de coinvestigadores acabará por saber todo lo que sabe él. Cuando ya no lo necesitemos...

—No quiero que lo maten —dijo Bean.

—No —dijo Petra—. Yo quiero que lo maten despacio.

—Puede que sea malvado, pero yo no existiría si no fuera por el.

—Hubo un tiempo en que ése habría sido el crimen más grave del que se le hubiera podido acusar —dijo Rackham.

—He tenido una buena vida —replicó Bean—. Extraña y dura a veces. Pero he disfrutado de mucha felicidad. —Apretó la rodilla de Petra—. No quiero que lo maten.

—Salvaste tu propia vida... de él—dijo Petra—. No le debes nada.

—No importa —contestó Rackham—. No tenemos ninguna intención de matarlo. Cuando ya no nos sea útil, irá a una nave colonial. No es un hombre violento. Es muy listo. Podría ser útil para comprender la biota alienígena. Sería un despilfarro de recursos matarlo. Y no hay ninguna colonia que tenga equipo que él pueda adaptar para crear nada... biológicamente destructivo.

—Habéis pensado en todo —dijo Petra.

—Una vez más —protestó Bean—, podrías habernos dicho todo esto por teléfono.

—No quise.

—La F.I. no envía a un equipo como éste o a un hombre como tú a una misión de este tipo sólo porque no has querido usar el teléfono.

—Queremos enviaros ahora —dijo Rackham.

—Por si no te has estado escuchando a ti mismo —dijo Petra—, hay una guerra en marcha.

Bean y Rackham la ignoraron. Se limitaron a mirarse largamente.

Y entonces Petra vio que los ojos de Bean estaban llenos de lágrimas. Eso no sucedía muy a menudo.

—¿Qué está pasando, Bean?

Bean negó con la cabeza. Se dirigió a Rackham.

—¿Los tienes?

Rackham sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta y se lo tendió a Bean, quien abrió el sobre, sacó un fino fajo de papeles y se los entregó a Petra.

—Es nuestra resolución de divorcio —dijo Bean.

Petra lo comprendió de inmediato. Él no iba a llevársela consigo.

La dejaba atrás con los niños normales. Iba a llevarse al espacio a los tres niños con el síndrome. Quería que ella fuera libre para volver a casarse.

—Eres mi marido —dijo Petra. Rompió los papeles por la mitad.

—Son copias —dijo Bean—. El divorcio tiene fuerza legal te guste o no, los firmes o no. Ya no eres una mujer casada.

—¿Por qué? ¿Porque piensas que voy a volver a casarme? Bean la ignoró.

—Pero todos los niños han sido registrados como legítimamente tuyos. No son bastardos, no son huérfanos, no son adoptados. Son hijos de padres divorciados; tú tienes la custodia de cinco de ellos y yo tengo la custodia de tres. Si el noveno es encontrado alguna vez, la custodia será tuya.

—El noveno es el único motivo por el que estoy escuchando esto —dijo Petra—. Porque si te quedas morirás, pero si nos vamos ambos, entonces podría haber un niño que...

Pero ella estaba demasiado furiosa para terminar. Porque cuando Bean había planeado aquello no podía saber que faltaría un niño. Y había hecho aquello y lo había mantenido en secreto durante... durante...

—¿Cuánto tiempo hace que planeaste esto? —preguntó Petra. Las lágrimas le corrían por el rostro, pero fue capaz de mantener la voz firme para hablar.

—Desde que encontramos a Ramón y supimos que había niños normales — contestó Bean.

—Es más complicado que eso —dijo Rackham—. Petra, sé lo difícil que esto es para ti...

—No, no lo sabes.

—Sí, claro que lo sé, joder —dijo Rackham—. Dejé una familia atrás cuando salí al espacio en el mismo tipo de viaje relativista en el que Bean va a embarcarse. Me divorcié de mi esposa antes de hacerlo. Tengo sus cartas. Toda la furia y la amargura. Y luego la reconciliación. Y luego una larga carta casi al final de su vida diciéndome que ella y su segundo esposo eran felices. Y que los niños estaban bien. Y que todavía me quería. Quise matarme. Pero hice lo que tenía que hacer. Así que no me digas que no sé lo duro que es esto.

—Tú no tenías otra opción. Pero yo podría ir con él. Podríamos llevar a todos los niños y...

—Petra —dijo Bean—. Si tuviéramos gemelos siameses, los separaríamos. Aunque uno de ellos fuera a morir con toda seguridad, los separaríamos, para que al menos uno de ellos pudiera llevar una vida normal.

Las lágrimas de Petra estaban ahora fuera de control. Sí, ella entendía su razonamiento. Los niños sin el síndrome podrían tener una vida normal en la Tierra.

¿Por qué iban a pasar su infancia confinados en una nave estelar, cuando podían tener la oportunidad normal de ser felices?

—¿Por qué no pudiste al menos dejarme formar parte de la decisión? —dijo Petra, cuando por fin logró controlar su voz—. ¿Por qué me dejaste fuera? ¿Creíste que no lo entendería?

—Fui egoísta—respondió Bean—. No quise pasar nuestros últimos meses juntos discutiendo al respecto. No quise que estuvieras llorando por mí y Ender y Bella todo el tiempo que estuvieras con nosotros. Quise llevarme conmigo estos últimos meses pasados cuando me fuera. Fue mi último deseo y sabía que me lo concederías, pero el único modo de poder cumplir ese deseo era que no lo supieras. Así que ahora, Petra, te lo pido. Déjame tener estos últimos meses sin que supieras lo que iba a suceder.

—Ya los tienes. ¡Me los has robado!

—Así es, por eso te lo pido ahora. Por favor. Déjame tenerlos. Déjame saber que me perdonas por ello. Que me los das libremente, ahora, después del hecho.

Petra no podía perdonarlo. No en aquel momento. Todavía no. Pero no había ningún después.

Enterró el rostro en su pecho y lo abrazó y lloró.

Mientras ella lloraba, Rackham siguió hablando, con calma.

—Sólo un puñado de nosotros sabrá lo que está pasando realmente. Y en la Tierra, fuera de la F.I., sólo lo sabrá Peter. ¿Está claro? Así que este documento de divorcio es absolutamente secreto. Por lo que respecta a todo el mundo, Bean no está en el espacio: murió en el asedio de Teherán. Y no se llevó a ningún bebé. Nunca hubo más de cinco. Y dos de los bebés normales que hemos recuperado se llaman también Andrew y Bella. Por lo que respecta a todo el mundo, tú seguirás teniendo a todos tus bebés.

Petra se soltó de Bean y miró salvajemente a Rackham.

—¿Quieres decir que ni siquiera vas a dejarme llorar por mis bebés? ¿Nadie sabrá lo que he perdido excepto tú y Peter Wiggin?

—Tus padres han visto a Ender y Bella —contestó Rackham—. Es decisión tuya decirles la verdad o alejarte de ellos hasta que haya pasado el tiempo suficiente para que no noten que ha habido un cambio.

—Entonces se lo diré.

—Piénsatelo primero. Es una carga pesada.

—No presumas de enseñarme cómo querer a mis padres —dijo Petra—. Tú y yo sabemos que sólo habéis tomado vuestras decisiones basándoos en lo que es bueno para el Ministerio de Colonización y la Flota Internacional.

—Nos gustaría pensar que hemos encontrado la solución mejor para todos.

—¿Se supone que he de celebrar un funeral por mi esposo, sabiendo que no está muerto, y que eso es lo mejor para mí?

—Estaré muerto en todos los aspectos —dijo Bean—. Me habré ido para no volver jamás. Y tú tendrás hijos que criar.

—Y, sí, Petra —dijo Rackham—, hay algo más grande que considerar. Tu marido es ya una figura legendaria. Si se sabe que continúa vivo, entonces todo lo que Peter haga se le atribuirá a él. Habrá leyendas sobre su regreso. Sobre cómo el graduado de la Escuela Batalla planeó realmente todo lo que hizo Peter.

—¿Esto entonces es por Peter?

—Es por intentar unir al mundo de manera pacifica, permanentemente. Es por abolir las naciones y las guerras que no cesarán mientras la gente pueda poner sus esperanzas en grandes héroes.

—Entonces deberíais enviarme al espacio a mí también, o decirle a la gente que estoy muerta. Formaba parte del grupo de Ender.

—Petra, tú elegiste tu camino. Te casaste. Tuviste hijos. Los hijos de Bean. Decidiste que eso era lo que más querías. Nosotros lo hemos respetado. Tienes a los hijos de Bean. Y has tenido a Bean casi tanto tiempo como lo habrías tenido si nosotros no hubiéramos intervenido nunca. Porque se está muriendo. Nuestros

mejores cálculos dicen que no duraría otros seis meses sin tener que salir al espacio y vivir sin gravedad. Lo hemos hecho todo según tu elección.

—Es cierto que no requisaron a nuestros bebés —dijo Bean.

—Así que vive con tus decisiones, Petra. Cría a esos bebés. Y ayúdanos a hacer lo que podamos para ayudar a Peter a salvar el mundo de sí mismo. La historia de la heroica muerte de Bean al servicio del PTL lo ayudará con eso.

—Habrá leyendas de todas formas —dijo Petra—. Montones de héroes muertos tienen leyendas.

—Sí, pero si saben que lo metimos en una nave espacial y lo enviamos al espacio, no será sólo una leyenda, ¿verdad? La gente seria lo creería, no sólo los lunáticos normales.

—¿Entonces cómo continuarán el proyecto de investigación? —exigió Petra—. Si todo el mundo piensa que las únicas personas que necesitan la cura están muertas o no existieron nunca, ¿por qué continuar?

—Porque unas cuantas personas en la F.I. y ColMin lo sabrán. Y estarán en contacto con Bean por ansible. Lo llamarán para que vuelva a casa cuando se encuentre la cura.

Continuaron su vuelo mientras Petra intentaba aceptar lo que le habían dicho. Bean la abrazó casi todo el tiempo, aunque su furia renacía de vez en cuando y se sentía furiosa con él.

En su cabeza no cesaban de repetirse una y otra vez panoramas terribles y, a riesgo de darle ideas a Bean, le dijo:

—No te rindas, Julian Delphiki. No decidas que nunca va a haber una cura y termines el viaje. Aunque pienses que tu vida no vale nada, tendrás allí contigo a mis bebés. Aunque el viaje dure tanto que te estés muriendo de verdad, recuerda que esos niños son como tú. Supervivientes. Mientras algo no los mate.

—No te preocupes —respondió Bean—. Si tuviera la más mínima tendencia al suicidio, nunca nos habríamos conocido. Y yo nunca haría nada que pusiera en peligro a mis propios hijos. Sólo hago este viaje por ellos. De lo contrario, me contentaría con morir en tus brazos aquí, en la Tierra.

Ella lloró de nuevo un rato y luego tuvo que amamantar de nuevo a Ramón y después insistió en darles de comer a Ender y Bella ella misma, porque ¿cuándo volvería a tener la posibilidad de hacerlo? Trató de memorizar cada instante, aunque sabía que no podría. Sabía que ese recuerdo se desvanecería. Que aquellos bebés se convertirían sólo en un sueño lejano para ella. Que sus brazos recordarían mejor a los bebés que abrazara más tiempo... los niños que se quedarían con ella.

El único que había parido se marcharía.

Pero no lloró mientras les daba de comer. Eso habría sido un desperdicio. En cambio jugó con ellos y habló con ellos y bromeó con ellos para que le hablaran.

—Sé que diréis vuestra primera palabra dentro de poco. ¿Y si dices «mamá» ahora mismo, bebé perezoso?

Sólo cuando el avión aterrizó en Rotterdam y Bean hubo supervisado a las enfermeras mientras se llevaban a los bebés, Petra se quedó con Rackham en el avión, lo suficiente para expresar su peor pesadilla con palabras.

—No creas que no soy consciente de lo fácil que sería, Mazer Rackham, que esta falsa muerte de Bean no fuera falsa en absoluto. Por lo que sabemos no hay ninguna nave, no hay ningún proyecto para encontrar una cura y Volescu va a ser ejecutado. La amenaza de esa nueva especie que sustituya a vuestra preciosa especie humana habría desaparecido para entonces. E incluso la viuda guardaría silencio sobre lo que le habéis hecho a su marido y sus hijos, porque pensará que está en algún lugar del espacio, viajando a la velocidad de la luz, en vez de muerto en un campo de batalla en Irán.

Rackham la miró como si lo hubiera abofeteado.

—Petra, ¿qué crees que somos?

—Sin embargo, no lo niegas.

—Lo niego dijo Rackham—. Hay una nave. Estamos buscando una cura. Lo devolveremos a casa. —Entonces ella vio las lágrimas que le corrían por las mejillas—. Petra, ¿no comprendes que amamos a los niños? ¿A todos vosotros? Ya hemos tenido que enviar lejos a Ender. Los vamos a enviar lejos a todos, excepto a ti. Porque os amamos. Porque no queremos que sufráis ningún daño.

—Entonces ¿por qué me dejáis a mí aquí?

—Por tus bebés, Petra. Porque aunque no tengan el síndrome, son también los bebés de Bean. Él es el único que no tiene ninguna esperanza de llevar una vida normal. Pero gracias a ti, tuvo una. ¿No sabes cuánto te amamos por haberle dado eso? Dios es testigo, Petra, nosotros nunca le haríamos daño a Bean, no por ninguna causa y desde luego no por nuestra conveniencia. Pienses lo que pienses que somos, te equivocas. Porque tus hijos son los únicos hijos que tenemos.

Ella no iba a sentir pena por él. Era su turno. Así que lo hizo aun lado y bajó las escaleras y tomó de la mano a su marido y siguió a las enfermeras que llevaban a sus hijos hacia una furgoneta cerrada.

Había cinco niños nuevos que no había visto todavía, esperándolos. La vida de Petra no había terminado todavía, aunque le pareciera estar muriendo con cada latido de su corazón.


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