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章 179: 3 Golpe

De: JulianDelphiki%milcom@hegemon.gov A: Volescu%1evers@plasticgenoma.edu

Sobre: ¿Por qué seguir escondiéndose cuando no tiene que hacerlo?

Mire, si lo quisiéramos muerto o quisiéramos castigarlo, ¿no cree que habría sucedido ya? Su protector ha muerto y no hay ningún país en la Tierra que le dé cobijo si descubrimos sus «logros».

Lo que hizo, hecho está. Ahora ayúdenos a encontrar a nuestros hijos, dondequiera que los haya escondido.

* * *

Peter Wiggin había traído consigo a Petra Arkanian porque ella conocía al califa Alai. Los dos habían estado juntos en el grupo de Ender. Y había sido Alai quien los cobijó a ella y a Bean en las semanas anteriores a la invasión musulmana de China... o la liberación de Asia, dependiendo de a qué máquina de propaganda hicieras caso.

Pero, por lo visto, que Petra estuviera con él no cambiaba nada en absoluto. Nadie en Damasco actuaba como si importara que el Hegemón hubiera ido como suplicante a ver al califa, aunque no podía decirse que Peter hubiera llegado precedido de alguna publicidad: aquello era una visita privada, Petra y él se hacían pasar por una pareja de turistas.

Hasta el punto de las discusiones. Porque Petra no tenía ninguna paciencia con él. Todo lo que él hacía y decía e incluso pensaba estaba equivocado. Y la noche antes, finalmente él le había exigido que se explicara.

—Dime qué es lo que odias realmente de mí, Petra, en vez de fingir que son cosas triviales.

La respuesta de ella fue devastadora:

—Pues que la única diferencia que veo entre Aquiles y tú es que tú dejas que los otros maten por ti.

Era claramente injusto. Peter se había dedicado siempre a tratar de evitar la guerra.

Al menos ahora sabía por qué estaba tan furiosa con él. Cuando Bean fue al asediado complejo de la Hegemonía para enfrentarse a Aquiles a solas, Peter comprendió que Bean estaba arriesgando su propia vida y que era extremadamente improbable que Aquiles le diera lo que había prometido: los embriones de los hijos de Petra y Bean que habían robado de un hospital poco después de la fertilización in vitro.

Así que cuando Bean le metió a Aquiles una bala del 22 por el ojo y la dejó rebotar varias docenas de veces dentro de su cráneo, la única persona que consiguió absolutamente todo lo que necesitaba fue el propio Peter. Recuperó el complejo de la Hegemonía; recuperó a todos los rehenes sanos y salvos; incluso recobró su pequeño ejército entrenado por Bean y dirigido por Suriyawong, que había demostrado ser leal después de todo.

Aunque Bean y Petra no consiguieron a sus bebés y Bean se estaba muriendo, Peter no pudo hacer nada para ayudarlos excepto proporcionar espacio de oficinas y ordenadores para que llevaran a cabo su investigación. También usó todas sus conexiones para conseguir la cooperación que pudiera de aquellas naciones a cuyos archivos necesitaban acceder.

Tras la muerte de Aquiles, Petra se había sentido aliviada. Su irritación con Peter se había desarrollado (o simplemente había vuelto a salir a la superficie) en las semanas posteriores, ya que consideraba que intentaba restablecer el prestigio del cargo de Hegemón y de establecer una coalición. Empezó a hacer comentarios molestos sobre Peter, que jugaba en su «corral geopolítico» e «ignoraba a los jefes de Estado».

El tendría que haber supuesto que viajar con Petra sólo empeoraría las cosas.

Sobre todo porque no seguía sus consejos en nada.

—No puedes aparecer sin más —le dijo.

—No tengo otra elección.

—Es una falta de respeto. Como si pensaras que puedes echarte encima del califa.

Es tratarlo como a un criado.

—Por eso te traigo a ti —explicó Peter pacientemente—. Para que puedas verlo y explicarle que la única forma de hacer esto es en una reunión secreta.

—Pero ya nos dijo a Bean y a mí que no podríamos tener acceso a él como antes.

Somos infieles. El es califa.

—El Papa recibe constantemente a gente que no es católica. Me recibe a mí.

—El Papa no es musulmán —dijo Petra.

—Sé paciente. Alai sabe que estamos aquí. Acabará por recibirme.

—¿Acabará? Estoy embarazada, señor Hegemón, y mi marido se está muriendo, ja ja ja, y tú estás desperdiciando el tiempo que tenemos para estar juntos y eso me fastidia.

—Te invité a venir. No te obligué.

—Menos mal que no lo intentaste.

Pero ahora ya estaba claro. Por fin. Naturalmente que ella se sentía irritada de verdad por todas las cosas de las que se quejaba. Pero por debajo de todo se hallaba el resentimiento de que Peter había dejado que Bean matara por él.

—Petra —dijo Peter—. Yo no soy soldado.

—¡Ni Bean tampoco!

—Bean es la mejor mente militar viva.

—Entonces ¿por qué no es Hegemón?

—Porque no quiere serlo.

—Y tú sí. Y por eso te odio, porque lo pediste.

—Sabes por qué quise este cargo y qué intento hacer con él. Has leído mis ensayos como Locke.

—También he leído tus ensayos como Demóstenes.

—También había que escribirlos. Pero pretendo gobernar como Locke.

—No gobiernas nada. El único motivo por el que tienes tu pequeño ejército es porque Bean y Suriyawong lo crearon y decidieron dejártelo usar. Sólo tienes tu precioso complejo y todo tu personal porque Bean mató a Aquiles y te lo devolvió. Y ahora vuelves a dártelas de importante, pero ¿sabes qué? No engañas a nadie. Ni siquiera tienes el poder del Papa. El tiene el Vaticano y mil millones de católicos. Tú no tienes más que lo que te dio mi marido.

Peter no creía que eso fuera del todo exacto: había trabajado durante años para construir su red de contactos, y había impedido que abolieran el cargo de Hegemón. A lo largo de los años había hecho que significara algo. Había salvado a Haití del caos. Varias naciones pequeñas le debían su independencia o su libertad a su diplomacia y, sí, a su intervención militar.

Pero sin duda había estado a punto de perderlo todo ante Aquiles... a causa de su propio estúpido error. Un error acerca del que Bean y Petra le habían advertido antes de que lo cometiera. Un error que Bean había rectificado corriendo un grave riesgo.

—Petra —dijo Peter—, tienes razón. Os lo debo todo a Bean y a ti. Pero eso no cambia el hecho de que, pienses lo que pienses de mí y del cargo de Hegemón, yo lo ostento, y voy a tratar de usarlo para impedir otra guerra sangrienta.

—Vas a intentar usar tu cargo para convertirte en «dictador del mundo». A menos que puedas imaginar un modo de extender tu influencia a las colonias y convertirte en «dictador del universo conocido».

—Todavía no tenemos colonias —dijo Peter—. Las naves todavía se hallan en tránsito y así seguirán hasta que todos estemos muertos. Pero para cuando lleguen, me gustaría que enviaran a casa sus mensajes ansible a una Tierra que esté unida bajo un solo Gobierno democrático.

—Se me había pasado por alto esa parte de lo democrático —dijo Petra—. ¿Quién te eligió?

—Como no tengo ninguna autoridad real sobre nadie, Petra, ¿cómo puede importar que tenga o no autoridad legítima?

—Discutes como un abogado —dijo ella—. No tienes ni que tener una idea, sólo tienes que dar una respuesta aparentemente inteligente.

—Y tú discutes como una niña de nueve años —dijo Peter—. Te metes los dedos en los oídos y dices «la, la, la» y «pues tú más».

Petra lo miró como si quisiera abofetearlo. En cambio, se metió los dedos en los oídos y dijo:

—Pues tú más. La, la, la.

Él no se rió. En cambio extendió una mano, intentando apartarle el brazo de la oreja. Pero ella se giró y le dio una patada en la mano con tanta fuerza que él pensó que le había roto la muñeca. Se tambaleó y tropezó con la cama y acabó de culo en el suelo de la habitación del hotel.

—Ahí tienes al Hegemón de la Tierra —dijo Petra.

—¿Dónde está tu cámara? ¿Quieres hacer esto público?

—Si quisiera destruirte, estarías destruido.

—Petra, yo no envié a Bean al complejo. Bean fue por su cuenta.

—Lo dejaste ir.

—Sí que lo hice, y en cualquier caso se demostró que hice bien.

—Pero no sabías que iba a vivir. Yo estaba embarazada de su bebé v tú lo enviaste

a morir.

—Nadie envía a Bean a ninguna parte —dijo Peter—, y tú lo sabes.

Ella se dio media vuelta y salió de la habitación. Habría dado un portazo, pero los controles neumáticos lo impidieron.

Sin embargo, él las había visto. Las lágrimas en sus ojos.

Ella no odiaba a Peter. Quería odiarlo. Pero por lo que en realidad estaba furiosa era porque su marido estaba muriendo y ella había accedido participar en aquella

misión porque sabía que sería importante. Si salía bien, sería importante. Pero no estaba saliendo bien. Probablemente no saldría bien.

Peter lo sabía. Pero sabía también que tenía que hablar con el califa Alai, y que tenía que hacerlo enseguida para que la conversación tuviera algún efecto positivo. Si era posible, le hubiese gustado tener esa conversación sin arriesgar el prestigio del cargo de Hegemón. Pero cuanto más se retrasaban, más probable era que la noticia de su viaje a Damasco se filtrara. Y si Alai lo rechazaba entonces, la humillación sería pública y el cargo de Hegemón sería puesto en ridículo.

Así que el juicio que Petra hacía de él era obviamente injusto. Si lo único que le preocupaba hubiese sido su propia autoridad, no hubiera estado allí.

Y ella era lo bastante lista para darse cuenta de eso. Estuvo en la Escuela de Batalla, ¿no? Fue la única chica del grupo de Ender. Eso la certificaba como su superior... al menos en estrategia y liderazgo. Se daba cuenta sin duda de que él estaba poniendo el objetivo de impedir una guerra sangrienta por encima de su propia carrera.

En cuanto pensó en esto, oyó su voz dentro de su cabeza, diciendo: «Oh, qué bueno y noble de tu parte poner las vidas de cientos de miles de soldados por delante de tu ineludible lugar en la historia. ¿Crees que te darán un premio por eso?» O bien diría: «El único motivo por el que estoy aquí concretamente es para evitar que puedas poner nada en peligro.» O bien: «Siempre has sido atrevido a la hora de asumir riesgos... cuando hay mucho en juego y tu vida no corre peligro.»

Esto es el colmo, pensó Peter. Ni siquiera necesitas que esté en la habitación contigo para seguir discutiendo con ella.

¿Cómo la soportaba Bean? Sin duda que no lo trataba así.

No. Era imposible que el hecho de ser desagradable pudiera conectarse y desconectarse. Bean tenía que haber visto esa faceta suya. Y sin embargo continuaba con ella.

Y la amaba. Peter se preguntó cómo sería que Petra lo mirara a él del modo en que miraba a Bean.

Se corrigió de inmediato. Sería maravilloso tener a una mujer que lo mirara como Petra miraba a Bean. Lo último que quería era a una Petra enamorada poniéndole ojitos de ternera.

Sonó el teléfono.

La voz se aseguró de que hablaba con «Peter Jones» y entonces dijo:

—Cinco de la mañana, esté abajo ante las puertas del vestíbulo, en la cara norte.

Click.

Bueno, ¿qué había provocado aquello? ¿Algo de lo dicho en su discusión con Petra? Peter había registrado la habitación en busca de micros, pero eso no

significaba que no pudiera haber algún aparato de tecnología elemental... como un tipo en la habitación de al lado con la oreja contra la pared.

¿Qué hemos dicho para que me dejen ver al califa?

Tal vez había sido por el comentario acerca de evitar otra guerra sangrienta. O tal vez porque lo habían escuchado admitir ante Petra que tal vez no tuviera ninguna autoridad legítima.

¿Y si habían grabado eso? ¿Y si de pronto aparecía en la red?

Entonces que así fuera y él haría todo lo posible por recuperarse del golpe, y tendría éxito o fracasaría. No tenía sentido preocuparse por eso en aquel momento. Alguien iba a reunirse con él en la puerta norte del vestíbulo al día siguiente antes del amanecer. Tal vez lo llevaran hasta Alai, y tal vez consiguiera lo que necesitaba conseguir, salvara todo lo que necesitaba salvar.

Jugueteó con la idea de no contarle a Petra lo de la reunión. Después de todo, ella no tenía ningún cargo pertinente. No tenía ningún derecho particular a estar en esa reunión, sobre todo después de la discusión de aquella noche.

No seas tan mezquino y rencoroso, se dijo Peter. Un acto mezquino causa demasiado placer: te hace querer cometer otro y otro. Y cada vez más seguidos.

Así que cogió el teléfono y a la séptima llamada ella lo atendió.

—No voy a disculparme —dijo, cortante.

—Bien —respondió él—. Porque no quiero ninguna disculpa falsa del tipo lamento-tanto-haberte-molestado. Lo que quiero es que te reúnas conmigo a las cinco de la mañana en la puerta norte del vestíbulo.

—¿Para qué?

—No lo sé —dijo Peter—. Sólo te transmito lo que me han dicho por teléfono.

—¿Va a permitirnos que lo veamos?

—O va a enviar matones para que nos escolten de vuelta al aeropuerto. ¿Cómo quieres que lo sepa? Su amiga eres tú. Dime tú qué está planeando.

—No tengo ni la más remota idea —dijo Petra—. No es que Alai y yo hayamos sido nunca íntimos. ¿Y estás seguro de que quieren que yo acuda a la reunión? Hay montones de musulmanes que se horrorizarían con la idea de una mujer casada y sin velo hablando cara a cara con un hombre... aunque sea el califa.

—No sé qué es lo que quieren ellos —contestó Peter—. Soy yo quien quiere que estés en la reunión.

* * *

Los condujeron a una furgoneta sin ventanillas y los llevaron por una ruta que Peter supuso retorcida y engañosamente larga. Por lo que sabía, el cuartel general del

califa estaba puerta con puerta con su hotel. Pero la gente de Alai sabía que sin el califa no había unidad, y sin unidad el islam no tenía fuerza, así que no corrían ningún riesgo permitiendo que unos extranjeros supieran dónde vivía el califa.

Los llevaron tan lejos que podrían haber llegado a las afueras de Damasco. Cuando salieron de la furgoneta no había luz diurna: estaban en el interior de un edificio... o bajo tierra. Incluso el jardín cubierto al que los empujaron estaba iluminado artificialmente, y el sonido del agua al correr y tintinear y caer enmascaraba cualquier débil sonido que pudiera filtrarse desde fuera y apuntar dónde se hallaban.

Alai no se acercó a saludarlos cuando entró en el jardín. Ni siquiera los miró, sino que se sentó a unos cuantos metros de distancia, ante una fuente, y empezó a hablar.

—No tengo ningún deseo de humillarte, Peter Wiggin —dijo—. No tendrías que haber venido.

—Agradezco que me hayas dejado hablar contigo —respondió Peter.

—La Sabiduría me ha dicho que debería anunciar al mundo que el Hegemón ha ido a ver al califa y el califa se ha negado a verlo. Pero le he dicho a la Sabiduría que fuera paciente y he dejado que la Necedad me guiara hoy en este jardín.

—Petra y yo hemos venido a...

—Petra está aquí porque pensaste que su presencia podría impulsarme a verte y necesitabas un testigo a quien yo sea reacio a matar, y porque quieres que sea tu aliada cuando muera su marido.

Peter no se permitió mirar a Petra para ver cómo se tomaba estas palabras de Alai. Ella lo conocía: Peter no. Interpretaría sus palabras tal como las fuera oyendo y nada que él pudiera ver en su rostro en aquel momento lo ayudaría a comprender nada. Mostrar que le importaba sólo lo debilitaría.

—He venido a ofrecer mi ayuda —dijo Peter.

—Yo mando ejércitos que gobiernan más de la mitad de la población del mundo

—respondió Alai—. He unido a las naciones musulmanas, desde Marruecos a Indonesia, y he liberado a los pueblos oprimidos entre ambas.

—Es de la diferencia entre «liberado» y «conquistado» de lo que quiero hablar.

—Así que has venido a hacerme reproches, no a ayudarme, después de todo.

—Veo que estoy perdiendo el tiempo —dijo Peter—. Si no podemos hablar sin discutir tonterías, entonces ya no puedes recibir ayuda.

—¿Ayuda? —preguntó Alai—. Uno de mis consejeros me dijo, cuando le dije que quería verte: «¿Cuántos soldados tiene ese Hegemón?»

—¿Cuántas divisiones tiene el Papa? —citó Peter.

—Más de las que tiene el Hegemón —respondió Alai—, si el Papa las pidiera. Como descubrieron hace tiempo las extintas Naciones Unidas, la religión siempre tiene más guerreros que ninguna vaga abstracción internacional.

Peter advirtió entonces que Alai no le estaba hablando a él. Hablaba más allá.

Aquello no era una conversación privada después de todo.

—No pretendo ser irrespetuoso con el califa —dijo Peter—. He visto la majestad de tus logros y la generosidad de espíritu con la que has tratado a tus enemigos.

Alai se relajó visiblemente. Ya jugaban al mismo juego. Peter había comprendido por fin las reglas.

—¿Qué se gana humillando a aquellos que creen estar fuera del poder de Dios? — preguntó Alai—. Dios les enseñará su poder a su debido tiempo, y hasta entonces es aconsejable que seamos amables.

Alai hablaba como los creyentes que lo rodeaban requerían que hablara: declarando siempre la primacía del califato sobre las potencias no musulmanas.

—Los peligros de los que he venido a hablar —dijo Peter—, no vendrán nunca de mí ni de la pequeña influencia que tengo en el mundo. Aunque no fui elegido por Dios, y hay pocos que me escuchan, también yo busco, como tú, la paz y la felicidad de los hijos de Dios en la Tierra.

Aquél era el momento, si Alai era completamente cautivo de sus partidarios, de que dijera lo blasfemo que era que un infiel como Meter invocara el nombre de Dios o pretendiera que podría haber paz antes de que todo el mundo quedara bajo el dominio del califato.

En cambio, Alai dijo:

—Yo escucho a todos los hombres, pero obedezco solamente a Dios.

—Hubo un día en que el islam fue odiado y temido en todo el mundo —dijo Peter—. Esa era terminó hace mucho tiempo, antes de que ninguno de nosotros naciera, pero tus enemigos están reviviendo esas antiguas historias.

—Esas viejas mentiras, querrás decir.

—El hecho de que ningún hombre pueda hacer el Hajj en su propia piel y vivir, sugiere que no todas las historias son mentira. En el nombre del islam se adquirieron armas terribles y en el nombre del islam se utilizaron para destruir el lugar más sagrado de la Tierra.

—No está destruido —dijo Alai—. Está protegido.

—Es tan radiactivo que nada puede vivir en un radio de cien kilómetros. Y sabes lo que le hizo la explosión a Al-hajar Al-aswad.

—La piedra en sí no era sagrada —dijo Alai—, y los musulmanes nunca la adoraron. Sólo la usábamos como marcador para recordar la alianza sagrada entre

Dios y sus verdaderos seguidores. Ahora sus moléculas se esparcen por toda la Tierra, como una bendición para los justos y una maldición para los malvados, mientras que los que seguimos el islam aún recordamos dónde estaba, y qué marcaba, y nos inclinamos hacia ese lugar cuando oramos.

Era un sermón que sin duda había dicho muchas veces antes.

—Los musulmanes sufrieron más que nadie en aquellos días oscuros —dijo Peter—. Pero no es eso lo que la mayoría de la gente recuerda. Recuerdan las bombas que mataron a niños y mujeres inocentes, y a suicidas fanáticos que odiaban toda libertad excepto la libertad de obedecer la interpretación más estrecha del Shari'ah.

—Notó que Alai se envaraba—. Yo no hago ningún juicio —añadió inmediatamente—. No había nacido entonces. Pero en la India y en China y en Tailandia y en Vietnam hay gente que teme que los soldados del islam no sean libertadores, sino conquistadores. Que sean arrogantes en la victoria. Que el califato nunca permita la libertad a la gente que le dio la bienvenida y lo ayudó a derrotar a los conquistadores chinos.

—No forzamos el islam sobre ninguna nación —contestó Alai—, y aquellos que sostienen lo contrario mienten. Les pedimos solamente que abran sus puertas a los maestros del islam, para que el pueblo pueda elegir.

—Perdona mi confusión entonces —dijo Peter—. El pueblo del mundo ve esa puerta abierta y advierte que nadie la atraviesa excepto en una dirección. En cuanto una nación ha elegido el islam, nunca se permite al pueblo elegir nada más.

—Espero no oír en tu voz el eco de las Cruzadas.

Las Cruzadas, pensó Peter, aquel antiguo coco asusta niños. Así que Alai se había unido realmente a la retórica del fanatismo.

—Sólo te informo de lo que se dice entre aquellos que buscan aliarse contra vosotros en la guerra —dijo—. Esa guerra es lo que yo espero evitar. Lo que esos antiguos terroristas intentaron conseguir, y en lo que fracasaron, una guerra mundial entre el islam y todos los demás; puede que la tengamos encima.

—El pueblo de Dios no tiene miedo del resultado de esa guerra —dijo Alai.

—Es el proceso de la guerra lo que yo espero evitar. Sin duda el califa también pretende evitar un derramamiento de sangre innecesario.

—Todos los que mueren están a merced de Dios —dijo Alai—. La muerte no es a lo que más hay que temer en la vida, puesto que nos llega a todos.

—Si eso es lo que piensas sobre la matanza que es la guerra, entonces he perdido el tiempo.

Peter se inclinó hacia delante, disponiéndose a ponerse en pie.

Petra le puso una mano en el muslo, apretando, instándolo a permanecer sentado.

Pero Peter no tenía ninguna intención de marcharse.

—Pero... —dijo Alai.

Peter esperó.

—Pero Dios desea la obediencia voluntaria de sus hijos, no su terror. Era la declaración que Peter había estado esperando.

—Entonces los asesinatos en la India, las masacres...

—No ha habido ninguna masacre.

—Los rumores de masacres —dijo Peter—, que parecen apoyados por vids de contrabando y testigos oculares y fotografías aéreas de los supuestos campos de exterminio... me alivia saber que esas cosas no serían la política del califato.

—Si alguien ha matado a inocentes por ningún otro crimen que creer en los ídolos del hinduismo y el budismo, entonces ese asesino no es musulmán.

—Lo que el pueblo de la India se pregunta...

—Tú no hablas por el pueblo de ninguna parte excepto de un pequeño complejo en Ribeirão Preto —dijo Alai.

—Lo que mis informadores en la India me dicen es que el pueblo de la India se pregunta si el califa pretende rechazar y castigar a esos asesinos o simplemente fingir que esos hechos no han tenido lugar. Porque si no pueden confiar en que el califa controle lo que se hace en nombre de Alá, entonces ellos mismos se defenderán.

—¿Apilando piedras en el camino? —preguntó Alai—. Nosotros no somos chinos para que nos asusten las historias de la «Gran Muralla de la India».

—El califa controla actualmente una población que tiene muchos más no musulmanes que musulmanes —dijo Peter.

—Hasta el momento.

—La cuestión es si la proporción de musulmanes aumentará a consecuencia de las enseñanzas o de las matanzas y la opresión de los no creyentes.

Por primera vez, Alai volvió la cabeza, y luego el cuerpo, hacia ellos. Pero no fue a Peter a quien miró. Sólo tenía ojos para Petra.

—¿No me conoces? —le dijo.

Peter, sabiamente, no contestó. Sus palabras estaban haciendo su trabajo, y ahora era el momento de que Petra hiciera aquello para lo que la había traído.

—Sí —respondió ella.

—Entonces díselo.

—No.

Alai permaneció sentado, herido, en silencio.

—Porque no sé si la voz que oigo en este jardín es la voz de Alai o la voz de los hombres que lo pusieron en el cargo y controlan quién puede o no puede hablar con él.

—Es la voz del califa —dijo Alai.

—He estudiado historia y tú también. Los sultanes y califas apenas eran más que figuras santas, permitían que sus criados los mantuvieran entre muros. Sal al mundo, Alai, y ve por ti mismo la sangrienta obra que se está haciendo en tu nombre.

Oyeron pasos, fuertes, muchos pasos, los soldados salieron corriendo de donde estaban ocultos. En unos momentos unas ásperas manos agarraron a Petra y se la llevaron a rastras. Peter no alzó una mano para interferir. Sólo miró a Alai, quien lo miraba a su vez, exigiendo en silencio que demostrara quién mandaba en su casa.

—Alto —dijo Alai. No con fuerza, pero con claridad.

—¡Ninguna mujer le habla así al califa! —gritó un hombre que estaba detrás de Peter. Peter no se volvió. Le bastaba con saber que el hombre había hablado en común, no en árabe, y que su acento tenía las marcas de una educación magnífica.

—Soltadla —les dijo Alai a los soldados, ignorando al hombre que había gritado.

No hubo ninguna vacilación. Los soldados soltaron a Petra. De inmediato ella regresó junto a Peter y se sentó. Peter también permaneció sentado. Ahora eran espectadores.

El hombre que había gritado, vestido con la fluida túnica de un jeque de imitación, se acercó a Alai.

—¡Ha proferido una orden al califa! ¡Un desafío! ¡Hay que arrancarle la lengua! Alai permaneció sentado. No dijo nada.

El hombre se volvió hacia los soldados.

—¡Prendedla! —dijo.

Los soldados empezaron a moverse.

—Alto —dijo Alai. Tranquila, pero claramente.

Los soldados se detuvieron. Parecían tristes y confundidos.

—No sabe lo que dice —les dijo el hombre a los soldados—. Prended a la muchacha y lo discutiremos más tarde.

—No os mováis excepto a una orden mía —dijo Alai. Los soldados no se movieron.

El hombre se volvió de nuevo hacia Alai.

—Estás cometiendo un error —dijo.

—Los soldados del califa son testigos —dijo Alai—. El califa ha sido amenazado. Las órdenes del califa han sido discutidas. Hay un hombre en este jardín que cree que tiene más poder en el islam que el califa. Así que las palabras de la muchacha infiel son correctas. El califa es una santa figura decorativa, que permite que sus siervos lo mantengan entre muros. El califa es un prisionero y otros gobiernan el islam en su nombre.

Peter pudo ver en el rostro del hombre que por fin se daba cuenta de que el califa no era sólo un muchacho que podía ser manipulado.

—No sigas por ese camino —dijo.

—Los soldados del califa son testigos —dijo Alai— de que este hombre le ha dado una orden al califa. Lo ha desafiado. Pero al contrario que la muchacha, este hombre ha ordenado a soldados armados, en presencia del califa, que desobedezcan al califa. El califa puede oír cualquier palabra sin daño, pero cuando se ordena a los soldados que lo desobedezcan, no hace falta un imán para explicar que están presentes la traición y la blasfemia.

—Si actúas contra mí —dijo el hombre—, entonces los otros...

—Los soldados del califa son testigos —dijo Alai— de que este hombre es parte de una conspiración contra el califa. Hay «otros».

Un soldado se adelantó y colocó una mano sobre el brazo del hombre, que se zafó.

Alai le sonrió al soldado, que volvió a asir al hombre por el brazo, pero sin amabilidades. Otros soldados avanzaron. Uno agarró al hombre por el otro brazo. El resto miró a Alai, esperando órdenes.

—Hemos visto hoy que un hombre de mi consejo cree que es el amo del califa. Por tanto, todo soldado del islam que realmente desee servir al califa tomará a los miembros del consejo bajo custodia y los mantendrá en silencio hasta que el califa haya decidido en cuál de ellos se puede confiar y cuál debe ser descartado del servicio de Dios. Moveos rápidamente, amigos míos, antes de que los que espían esta conversación tengan tiempo de escapar.

El hombre zafó una mano y en un instante empuñaba un cuchillo de aspecto siniestro.

Pero la mano de Alai lo sujetó firmemente por la muñeca.

—Mi viejo amigo —dijo—. Sé que no levantas esta arma contra tu califa. Pero el suicidio es un pecado grave y terrible. Me niego a permitirte presentarte ante Dios con tu propia sangre en las manos.

Girando la mano, Alai hizo que el hombre gimiera de dolor. El cuchillo golpeó las losas del suelo.

—Soldados —dijo Alai—. Ponedme a salvo. Mientras tanto, continuaré mi conversación con estos visitantes, que están bajo la protección de mi hospitalidad.

Dos soldados se llevaron a rastras al prisionero mientras los otros echaban a correr.

—Tienes trabajo que hacer —dijo Peter.

—Acabo de hacerlo —dijo Alai. Se volvió hacia Petra—. Gracias por ver lo que necesitaba.

—Provocar es algo que me sale de modo natural —dijo ella.

—Espero que hayamos resultado de ayuda.

—Todo lo que has dicho se ha oído —dijo Alai—. Y te aseguro que cuando esté en mi poder controlar a los ejércitos del islam, se comportarán como auténticos musulmanes, no como bárbaros conquistadores. Sin embargo, mientras tanto, me temo que es probable que haya un derramamiento de sangre, y creo que estaréis más seguros conmigo en este jardín durante la próxima media hora.

—Hot Soup acaba de hacerse con el poder en China —dijo Petra.

—Eso he oído.

—Y ha tomado el título de emperador —añadió.

—De vuelta a los buenos viejos tiempos.

—Una nueva dinastía en Beijing se enfrenta ahora al califato restaurado de Damasco —dijo Petra—. Sería terrible que los miembros del grupo de Ender tuvieran que elegir bando y luchar entre sí. Sin duda no es eso lo que pretendía conseguir la Escuela de Batalla.

—¿La Escuela de Batalla? —dijo Alai—. Tal vez nos identificaran, pero ya éramos quienes éramos antes de que nos pusieran una mano encima. ¿Crees que sin la Escuela de Batalla yo no estaría donde estoy, o Han Tzu donde está? Mira a Peter Wiggin: él no fue a la Escuela de Batalla, pero se ha nombrado Hegemón.

—Un título vacío —dijo Peter.

—Lo era cuando lo tomaste —dijo Alai—. Igual que lo era mi título hasta hace dos minutos. Pero cuanto te sientas en el sillón y te pones el sombrero, algunas personas no comprenden que es sólo un juego y empiezan a obedecerte como si tuvieras poder de verdad. Y tú tienes poder de verdad. ¿Neh?

—Eh —dijo Petra.

Peter sonrió.

—No soy tu enemigo, Alai.

—Tampoco eres mi amigo —respondió Alai. Pero entonces sonrió—. La cuestión es si resultarás ser amigo de la humanidad. O si lo seré yo. —Se volvió hacia Petra—. Y mucho depende de lo que elija hacer tu marido antes de morir.

Petra asintió gravemente.

—El preferiría no hacer nada excepto disfrutar de los meses o tal vez los años que le queden conmigo y nuestro hijo.

—Buena voluntad es todo lo que necesita —dijo Alai. Un soldado llegó corriendo.

—Señor, el complejo es seguro y ninguno de los miembros del consejo ha escapado.

—Me alegra oír eso —dijo Alai.

—Tres consejeros han muerto, señor—informó el soldado—. No ha podido evitarse.

—Estoy seguro de que es la verdad —dijo Alai—. Ahora están en manos de Dios. El resto está en las mías y debo intentar hacer lo que Dios quiera que haga. Ahora, hijo mío, ¿quieres llevar a estos dos amigos del califa de regreso a su hotel? Nuestra conversación ha terminado y deseo que puedan marchar libremente de Damasco, sin ser molestados ni reconocidos. Nadie hablará de su presencia en el jardín en este día.

—Sí, mi califa —respondió el soldado. Hizo una reverencia y se volvió hacia Peter y Petra—. ¿Quieren venir conmigo, amigos del califa?

—Gracias —dijo Petra—. El califa está bendecido con auténticos servidores en esta casa.

El hombre no agradeció su alabanza.

—Por aquí —le dijo a Peter.

Mientras lo seguían de vuelta a la furgoneta sin ventanas, Peter se preguntó si no habría planeado inconscientemente los acontecimientos que habían tenido lugar aquel día o si se había tratado de pura suerte.

O si lo habían planeado Petra y Alai y Peter no era más que su peón, y pensaba estúpidamente que estaba tomando sus propias decisiones y desarrollando su propia estrategia.

¿O es que estamos, como creen los musulmanes, siguiendo todos el guión de Dios?

No era probable. Cualquier Dios en quien mereciera la pena creer podría elaborar un plan mejor que el caos en el que estaba sumido el mundo.

En mi infancia me propuse mejorar el mundo y durante un tiempo lo conseguí. Detuve una guerra con las palabras que escribí en las redes, cuando la gente no sabía quién era yo. Pero ahora tengo el título vacío de Hegemón. Las guerras van de un lado a otro por los campos de la Tierra como la hoz de un segador, enormes poblaciones se agitan bajo los látigos de nuevos opresores y yo no tengo poder para cambiar nada.


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