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La senda de alquitrán y gravilla se adentró mucho en el bosque. Era extraño lo libre de baches y agujeros que estaba en la mayor parte de su extensión; aunque el jeep se hundió hasta los ejes tres veces al encontrarse, de repente, con alguna depresión.
Los árboles colgaban cada vez más y más bajos hasta que, al fin, las ramas de hoja perenne empezaron a rozar con mayor frecuencia con el techo del vehículo todo terreno, produciendo un sonido como el de las uñas al rascar contra una pizarra.
Pasaron ante unas cuantas señales de tráfico explicativas: la senda que recorrían se mantenía abierta en beneficio exclusivo de los funcionarios federales y estatales de conservación de la vida salvaje y de los investigadores. Los indicadores prevenían que sólo se permitía el paso de aquellos vehículos que estuviesen debidamente autorizados.
-¿Es posible que la instalación que buscamos opere bajo el disfraz de un centro de investigaciones acerca de la vida salvaje? -preguntó Elliot.
-No -replicó ella-. Según el mapa, esto se encuentra a quince kilómetros bosque adentro. Las instrucciones de Danny consisten en girar hacia el norte, tras salir de este camino, y recorrer un trayecto de unos ocho kilómetros.
-Pues ya hemos hecho los ocho kilómetros desde que abandonamos la carretera comarcal -repuso Elliot.
Las ramas rozaban encima del techo y la nieve en polvo caía en cascadas encima del parabrisas y del capó.
Mientras los limpiaparabrisas barrían la nieve a un lado, Tina se inclinó hacia delante, y trató de entrever algo a través de los rayos de luz de los faros.
-Para... Me parece que esto es lo que andamos buscando.
Elliot conducía a sólo unos quince kilómetros por hora, pero la mujer le dejó tan poco tiempo desde la advertencia, que se pasó el desvío.
Elliot se detuvo, metió la marcha atrás del jeep y retrocedió unos ocho metros hasta que los faros alumbraron la senda que Tina había localizado.
-No le han quitado la nieve -comentó Elliot.
-Tendrás que seguir las huellas de los neumáticos.
-En realidad, por aquí ha habido bastante tráfico -convino Elliot.
-¡Lo hemos encontrado! -exclamó confiada, Tina-. Éste es el lugar por donde Danny nos indica que sigamos.
-Pues es una condenada suerte que dispongamos de un jeep.
Abandonó el sendero desprovisto de nieve y se adentró en la nevada senda. El vehículo, equipado con tracción en las cuatro ruedas, y provisto de pesadas cadenas para el invierno en sus neumáticos, mordió en la nieve y se lanzó hacia delante sin el menor titubeo.
La nueva senda transcurrió durante unos cien metros así antes de elevarse y girar de pronto hacia la derecha, en torno de la constante cara de un risco. Cuando salieron de la curva, los árboles se apartaron de los márgenes y, por primera vez desde que dejaron la carretera comarcal, el cielo se abrió por encima de ellos.
El crepúsculo se había extinguido y la noche cerrada era la que prevalecía.
Por delante, apareció una ruta despejada, sin manchas de nieve en el pavimento. La senda en que la nieve estaba aún sin quitar les había conducido a una carretera asfaltada. Una pequeña humareda se alzaba de ella y vastas secciones del firme aparecían incluso secas por completo.
-Unas salidas de calor empotradas en la superficie -comentó Elliot.
-Aquí..., en un lugar que parece no conducir a ninguna parte -añadió Tina.
Elliot detuvo el jeep. Sacó la pistola que reposaba en el asiento entre ambos y le quitó los dos seguros. Ya había repuesto el cargador, y metió una bala en la recámara. Cuando dejó la pistola encima del asiento de nuevo, ya estaba lista para ser usada, con la máxima rapidez posible, si se daba el caso.
-Aún podemos volvernos -dijo Tina.
-¿Es eso lo que deseas?
-No.
-Tampoco yo.
Unos ciento cincuenta metros más adelante llegaron a otra curva cerrada. La carretera descendió hacia una hondonada, y, esta vez, el giro fue hacia la izquierda. Tras esto, prosiguieron el camino.
Unos veinte metros más allá de la curva, la ruta aparecía cerrada por una alta puerta. A cada lado de ella, había un muro de tres metros de altura, que formaba un ángulo en la parte superior donde se veía alambre espinoso, y se adentraba en el bosque hasta perderse de vista. La puerta estaba provista también de alambre espinoso y tenía pinchos por encima.
Asimismo, había un gran cartel a la derecha de la carretera:
PROPIEDAD PRIVADA
ENTRADA SÓLO POR MEDIO DE TARJETA DE LLAVE.
SE PERSEGUIRÁ A LOS INFRACTORES
-Hacen ver que es una especie de finca estatal -comentó Tina.
-Estoy seguro que de manera intencionada. ¿Y ahora, qué? No creo que tengas una tarjeta para abrir esto, ¿verdad?
-Danny nos ayudará -aseguró Tina-. Eso es lo que me decía en el sueño.
-¿Y cuánto tiempo deberemos aguardar aquí?
-No mucho -contestó Tina, en el momento en que la puerta se abría hacia dentro.
-¡Que me condenen...! -exclamó Elliot.
La carretera caldeada se perdía de vista en la oscuridad.
-Ya vamos, Danny -musitó Tina.
-¿Y qué ocurrirá si ha sido otra persona la que ha abierto la puerta? -preguntó Elliot-. ¿Qué pasará si Danny no ha tenido nada que ver con esto? A lo mejor nos llevan a alguna especie de trampa un poco adentro.
-Ha sido Danny.
-No estés tan segura.
-Sí.
Elliot suspiró e hizo penetrar el jeep por la puerta, que se cerró de nuevo detrás de ellos.
La carretera empezó a ascender, a través de las lomas. Por encima, aparecían formaciones rocosas en algunos puntos, mientras que en otros lugares se divisaban sombreretes de nieve esculpidos por el viento. El sendero de un solo carril, aunque en ciertos lugares se desdoblaba en dos direcciones, serpenteaba por los riscos, a través de árboles que cada vez parecían más grandes. El jeep siguió trepando por la montaña.
La segunda puerta se encontraba a un kilómetro de la primera, en una corta extensión de camino recto, exactamente por encima de la cumbre de una colina. En realidad, no se trataba de una verdadera puerta, sino de un puesto de control. Se veía la garita de un vigilante a la derecha de la ruta, que era quien controlaba la puerta.
Elliot sacó la pistola mientras detenía el jeep por completo delante de la barrera.
Estaban a menos de dos o tres metros de la iluminada garita, tan cerca que podían divisar el rostro del guardia. Les miró con cara de pocos amigos a través de la ventanilla.
-Debe estarse preguntando quién diablos somos -dijo Elliot-. No nos ha visto nunca ni a nosotros ni al jeep, y ésta no es la clase de lugar donde existan atascos de tráfico.
Dentro de la garita, el vigilante descolgó un receptor telefónico de la pared.
-¡Maldita sea! -exclamó Elliot-. Tendré que ir a por él.
Mientras Elliot comenzaba a abrir la portezuela, Tina vio algo que le obligó a agarrarle por el brazo.
-¡Espera! El teléfono no funciona. Mira, está toqueteándolo.
El guardián colgó el teléfono. Cogió un chaquetón del respaldo de su silla, se lo puso, le subió la cremallera y salió de la garita. Llevaba una metralleta.
La puerta se abrió por sí sola.
El vigilante se detuvo entre el jeep y la garita, volvió la cabeza, y se acercó a la puerta, al ver que se movía, sin dar crédito a sus ojos.
Elliot pisó el acelerador a fondo y el jeep saltó hacia delante.
El guardián colocó la metralleta en posición de fuego mientras pasaban por delante de él.
Tina alzó las manos, en un involuntario e inútil, por completo, intento de detener las balas.
Pero no se produjo ningún disparo.
No se desgarró el metal. Ni los cristales estallaron. No hubo ni sangre ni dolor.
No se produjo sonido alguno en absoluto.
El jeep aceleró por el tramo recto y ascendió por la loma que subía hacia detrás, por encima de los hilillos de vapor que salían del negro pavimento.
Siguió sin haber disparos.
Mientras maniobraban en otra curva, Elliot se aferró al volante y Tina fue consciente del todo de que no había ninguna protección más allá del afilado borde de la carretera, nada en absoluto, sólo un gran vacío oscuro y una profunda sima. Elliot mantuvo el jeep sobre la carretera mientras terminaban de pasar la curva. Después se encontraron ya fuera de la línea de fuego del vigilante; y durante otros doscientos metros, hasta que la carretera dibujó una curva, nada amenazador apareció a la vista.
El jeep se mantuvo a una velocidad segura.
-¿Ha hecho Danny todo eso? -preguntó Elliot.
-Debe de haber sido él.
-Estropeó el teléfono del vigilante, abrió la puerta y encasquilló la metralleta. ¿Qué es ese hijo tuyo?
Mientras avanzaban en la noche, empezó a caer nieve con fuerza y sin pausa, no sólo copos de nieve, sino una especie de sábana de finos y duros copos.
Al cabo de unos momentos de ensimismamiento, Tina contestó:
-No lo sé. Ya no sé lo que es. Tampoco sé lo que le sucedió y no comprendo en qué se ha convertido.
Aquello constituía un pensamiento un tanto incómodo. Comenzó a preguntarse qué clase de niñito encontraría en la cumbre de la montaña.