En la mañana, Alejandro despertó para ver a Cati profundamente dormida, su cara mirando hacia su lado mientras inhalaba y exhalaba con suavidad.
La frazada que ambos compartían cubría la parte frontal de su cuerpo y parte de su trasero, dejando al descubierto su espalda con su brazo y hombro.
Anoche él la había llevado a la cama. Robo su inocencia y él estaba contento de ser él quien lo hizo.
El Señor se había molestado cuando encontró a otro hombre sobre ella, forzándola. A él no le importó su imagen pública cuando le arrancó el corazón al hombre.
Cati era ingenua y ella creía que la gente tenía buen corazón, pero ella tenía que entender que no vivía en un mundo tan puro como ella. Y lo que hizo ayer fue una estupidez. La ingenuidad tenía su límite, al igual que la paciencia de él.