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4% Fundacion / Chapter 1: Primera parte: Los psicohistoriadores
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Fundacion

作者: luiz_diaz

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章 1: Primera parte: Los psicohistoriadores

1

HARI SELDON: […] nacido el año 11988 de la Era Galáctica; fallecido en 12069. Es práctica común expresar las fechas en consonancia con la Era Fundacional en curso, p.ej., -79 con respecto al año 1 E. F. Criado en el seno de una familia de clase media en Helicon, en el sector de Arcturus (donde su padre, según una leyenda de dudosa veracidad, cultivaba tabaco en las centrales hidropónicas del planeta), pronto demostró poseer un talento asombroso para las matemáticas. Las anécdotas inspiradas en su habilidad son innumerables, y en algunos casos contradictorias. Se dice que cuando contaba dos años de edad […]

[…] Es indudable que sus principales aportaciones se produjeron en el ámbito de la psicohistoria. Cuando Seldon entró en contacto con la disciplina, ésta era poco más que un montón de vagos axiomas; gracias a él se transformó en una rigurosa ciencia estadística […]

[…] Por lo que a los pormenores de su vida respecta, la mayor autoridad existente es la biografía escrita por Gaal Dornick, quien de joven conoció a Seldon dos años antes de que el genial matemático falleciera. La historia del encuentro […]

ENCICLOPEDIA GALÁCTICA[1]

Se llamaba Gaal Dornick y era un simple chico de campo que nunca antes había pisado Trantor. Literalmente hablando, al menos. Sí que lo había visto muchas veces en el hipervídeo, y de forma ocasional en los espectaculares noticiarios tridimensionales que cubrían alguna coronación imperial o la inauguración de un consejo galáctico. Que jamás hubiera salido del planeta Synnax, el cual orbitaba alrededor de una estrella en los confines del Cúmulo Azul, no quería decir que estuviera aislado de la civilización. Por aquel entonces, ningún rincón de la Galaxia lo estaba.

Era una época en la que la Galaxia contenía cerca de veinticinco millones de mundos habitados, y hasta el último de ellos debía lealtad al Imperio con sede en Trantor. Fue el último medio siglo del que se pudo afirmar algo así.

Para Gaal, este viaje constituía la cima indiscutible de su joven vida, consagrada a los estudios. Puesto que ya había estado antes en el espacio, la travesía era un mero desplazamiento entre dos puntos sin mayor importancia para él. Cierto es que sus anteriores excursiones se habían circunscrito al único satélite de Synnax, con el objetivo de recabar información sobre la mecánica de la deriva meteórica con la que documentar su disertación, pero quien surcaba el espacio una vez ya lo había visto todo, daba igual que se recorrieran quinientos mil kilómetros u otros tantos años luz.

Eso no impedía que anticipara con cierta ansiedad el salto a través del hiperespacio, un fenómeno que no se experimentaba en los viajes interplanetarios corrientes. «Saltar» todavía era, y probablemente seguiría siéndolo siempre, la única forma práctica de surcar las estrellas. La velocidad estándar de la luz limitaba cuán deprisa se podía recorrer el espacio (uno de los escasos hechos científicos que perduraban desde el remoto albor de la historia de la humanidad), lo que significaba que llegar siquiera al más próximo de los sistemas habitados requeriría años de travesía. En el hiperespacio, esa región inaprehensible que no era ni espacio ni tiempo, ni materia ni energía, ni algo ni nada, uno podía ir de un confín de la Galaxia a otro en el intervalo que mediaba entre dos instantes adyacentes.

Aunque Gaal había aguardado con aprensión el primero de dichos saltos, éste resultó no ser más que un leve estremecimiento, una sacudida interna casi inapreciable que terminó antes de que pudiera cerciorarse de haberla sentido. Eso fue todo.

Después de aquello no quedaba sino la nave, gigantesca y resplandeciente, el frío fruto de los 12.000 años de avances tecnológicos del Imperio; y él, con su recién obtenido doctorado en matemáticas y una invitación del gran Hari Seldon para acudir a Trantor y entrar a formar parte del ambicioso y no exento de misterio proyecto que llevaba su nombre.

Divisar por fin Trantor era lo que más ilusión le hacía a Gaal tras la decepción que había supuesto el salto. No salía de la sala de observación. Puesto que las persianas de acero estaban programadas para levantarse a intervalos regulares, él se las apañaba para encontrarse siempre presente en esas ocasiones a fin de admirar el despiadado fulgor de los astros, o para deleitarse con la espectacular evanescencia de un cúmulo estelar semejante a una gigantesca aglomeración de luciérnagas que alguien hubiera capturado en movimiento y petrificado para la posteridad. En cierta ocasión, el celeste vaporoso de una nebulosa de gas que distaba cinco años luz de la nave se extendió por la ventana como leche derramada a lo lejos, inundando la estancia con un tinte glacial antes de perderse de vista al cabo de dos horas, después de otro salto.

La primera impresión que daba el sol de Trantor era la de ser una mota blanca prácticamente perdida entre una miríada de puntitos iguales, reconocible tan sólo gracias a las indicaciones del navegador de a bordo. Las estrellas se masificaban en el centro de la Galaxia. Pero cada nuevo salto hacia que ésta brillara con más intensidad, eclipsando a las demás, diluyéndolas y difuminándolas.

Un oficial entró en la habitación y anunció:

—La sala de observación permanecerá cerrada durante el resto del trayecto. Nos disponemos a aterrizar.

Gaal había salido detrás de él, agarrado a la manga del uniforme que lucía el emblema de la nave espacial y el sol del Imperio.

—¿No podría quedarme? Me gustaría ver Trantor.

El oficial esbozó una sonrisa y Gaal se ruborizó, al tiempo que se le ocurría que debía de haber hablado con un inconfundible acento provinciano.

—Nos posaremos en Trantor por la mañana.

—Me refiero a que me gustaría verlo desde el espacio.

—Ah. Lo siento, muchacho. Tal cosa sería factible si esto fuera un yate espacial, pero hemos emprendido el descenso en espiral por la cara del sol. No olvides que la radiación podría abrasarte, cegarte y dejarte cubierto de cicatrices.

Gaal empezó a alejarse.

—Además —añadió el oficial a su espalda—, Trantor no sería nada más que un borrón gris, muchacho. ¿Por qué no contratas una visita espacial guiada cuando estemos en tierra? Son muy asequibles.

—Se lo agradezco —respondió Gaal, volviendo la vista atrás.

Sabía que la desilusión que lo embargaba era algo infantil, pero lo infantil es potestad de los adultos tanto como de los niños, y Gaal no podía evitar que se le hubiera formado un nudo en la garganta. Nunca había contemplado Trantor en todo su esplendor, al natural, y le costaba imaginar que la interminable espera aún tuviera que seguir prolongándose.

2

La nave aterrizó envuelta en una maraña de ruidos: el siseo lejano de la atmósfera rasgada que se deslizaba por el casco metálico de la nave; el ronroneo incesante de los refrigeradores enfrentados al calor producido por la fricción y el retumbo acompasado de la desaceleración forzada por los motores; el murmullo de las personas que se congregaban en las salas de desembarco y el rechinar de los ascensores que izaban maletas, sacas de correo y cajas al eje alargado de la nave, desde donde se trasladarían más tarde a la plataforma de descarga.

Gaal sintió la leve sacudida que indicaba que la nave había perdido su independencia motriz. La gravedad planetaria llevaba horas suplantando a la de a bordo. Miles de pasajeros se habían armado de paciencia y aguardaban sentados en las salas de desembarco, habitáculos que se mecían con suavidad sobre campos de fuerza no rígidos para ajustar su orientación al capricho de las fuerzas gravitacionales. En estos momentos descendían por rampas curvadas en dirección a las grandes escotillas abiertas.

Una vez en cubierta Gaal, que viajaba ligero de equipaje, esperó mientras éste era registrado y reordenado de nuevo con rapidez y eficiencia. Apenas prestó atención cuando le inspeccionaron y sellaron el visado.

¡Estaba en Trantor! El aire daba la impresión de ser un poco más denso que en su planeta natal, y también la gravedad parecía ser ligeramente superior a la de Synnax, pero sabía que terminaría por aclimatarse. Dudaba, en cambio, que algún día lograra acostumbrarse a la inmensidad.

El edificio de desembarco era gigantesco. El tejado prácticamente se perdía de vista en las alturas. A Gaal no le extrañaría que se concentraran las nubes al amparo de su enormidad. No se veía ninguna pared al fondo de la sala, tan sólo gente y ventanillas, y un suelo que se extendía hasta tornarse borroso a lo lejos.

El empleado de la ventanilla estaba hablando de nuevo. Parecía enfadado.

—Apártese, Dornick. —Tuvo que abrir el visado y volver a mirar para recordar el nombre.

—¿Dónde… dónde…? —balbució Gaal.

El inspector apuntó con un pulgar por encima del hombro.

—Encontrará taxis a la derecha y la tercera a la izquierda.

Gaal se puso en marcha, contemplando las brillantes cintas etéreas suspendidas en el vacío donde se podía leer: TAXIS A TODAS DIRECCIONES.

Una figura se separó de la multitud anónima y se detuvo frente al mostrador mientras Gaal se alejaba. El empleado de la ventanilla levantó la cabeza y asintió sucintamente. El recién llegado imitó su gesto y partió tras los pasos del joven inmigrante.

Llegó a tiempo de oír cuál era su destino.

Gaal se tropezó con una barandilla.

En ella, un cartelito rezaba: «Supervisor». Sin levantar la cabeza, la persona a la que hacía referencia el letrero preguntó:

—¿Adónde?

Aunque Gaal no nadaba precisamente en la abundancia, sería sólo por esta noche, y después tendría un sueldo fijo.

—A un hotel de los buenos, por favor —respondió, intentando aparentar confianza.

El supervisor no se dejó impresionar.

—Todos lo son. Nombre uno.

Desesperado, Gaal replicó:

—Al que esté más cerca, si es tan amable.

El supervisor oprimió un botón. En el suelo se formó una fina línea de luz que zigzagueó entre otras igualmente parpadeantes de distintos tonos y colores. El billete que cayó en las manos de Gaal emitía un suave fulgor.

—Uno con doce —anunció el supervisor.

Mientras escarbaba en los bolsillos en busca de monedas, Gaal preguntó:

—¿Adónde me dirijo?

—Siga la luz. El billete no dejará de brillar mientras camine en la dirección adecuada.

Gaal levantó la cabeza y echó a andar. Cientos de personas hormigueaban por la vasta superficie, cada una de ellas siguiendo su propio rastro luminoso, agolpándose y dispersándose en las intersecciones camino de sus respectivos destinos.

Al final de su rastro particular había un hombre, resplandeciente e impecable en su uniforme de plastotextil azul y amarillo chillón a prueba de manchas, que levantó las dos maletas de Gaal.

—Línea directa al Luxor —dijo.

La sombra de Gaal lo oyó, igual que oyó el «está bien» con que respondió Gaal y lo vio entrar en el vehículo de morro achatado.

El taxi despegó verticalmente con Gaal asomado a la ventana curvada, maravillado por la sensación que le producía volar dentro de una estructura cerrada y aferrado instintivamente al respaldo del asiento del conductor. La enormidad se contrajo y las personas se convirtieron en hormigas distribuidas sin orden ni concierto. El escenario se redujo más aún y empezó a deslizarse hacia atrás.

Había un muro frente a ellos. Nacía a gran altura y se elevaba hasta perderse de vista. Estaba trufado de agujeros que eran bocas de túneles. El taxi de Gaal avanzó hacia uno de ellos y se introdujo en él sin aminorar la marcha. Distraídamente, Gaal se preguntó cómo era posible que el conductor supiera cuál debía elegir entre tantos.

La negrura lo envolvía todo ahora, interrumpida tan sólo por el centelleo ocasional de los letreros luminosos que rompían la oscura monotonía. Un silbido atronador inundaba el aire.

Gaal se inclinó hacia delante para combatir la fuerza de la desaceleración cuando el taxi salió del túnel como un tapón de corcho del cuello de una botella y descendió una vez más al nivel del suelo.

—El hotel Luxor —anunció sin necesidad el conductor, que ayudó a Gaal con el equipaje, aceptó la propina de un décimo de crédito sin inmutarse, recogió a otro pasajero que estaba esperando y remontó el vuelo.

En todo este tiempo, desde el momento del desembarco, Gaal no había vislumbrado ni un resquicio de cielo.

3

TRANTOR: […] Fue a comienzos del decimotercer milenio cuando esta tendencia alcanzó su clímax. Como sede del gobierno imperial durante cientos de generaciones sin interrupción y emplazado en las regiones centrales de la Galaxia, entre los mundos de mayor densidad demográfica y con las industrias más avanzadas del sistema, era inevitable que se convirtiera en el foco de humanidad más nutrido y variado que la especie hubiera visto jamás.

El imparable proceso de urbanización por fin había tocado a su fin. Los 195.000.000 de kilómetros cuadrados de la superficie de Trantor eran una sola ciudad. En su punto máximo, el número de habitantes superaba con creces los cuarenta mil millones. Esta inconmensurable población se dedicaba prácticamente en exclusiva a satisfacer las necesidades administrativas del Imperio, y aun así, la complejidad de la tarea hacía que resultara insuficiente. (Cabe recordar que la imposibilidad de una administración eficaz del Imperio Galáctico durante el poco inspirado mandato de los últimos emperadores fue uno de los factores determinantes de la Caída.) A diario, flotas de naves espaciales que se contaban por decenas de miles acercaban a las mesas de Trantor los productos de veinte planetas agrícolas […]

Su dependencia de los mundos exteriores, tanto para alimentarse como para afrontar los demás requisitos imprescindibles para la subsistencia, hacía de Trantor un objetivo susceptible de ser conquistado mediante el asedio. Durante el transcurso del último milenio del Imperio, las incesantes revueltas populares intentaron llamar la atención de un emperador tras otro sobre este hecho, y la política imperial se redujo a poco más que la protección de la delicada yugular de Trantor […]

ENCICLOPEDIA GALÁCTICA

Gaal no sabía si brillaba el sol ni, ya puestos, si era de día o de noche. Le daba vergüenza preguntar. Era como si un techo metálico cubriera el planeta entero. La comida de la que acababa de dar cuenta llevaba la etiqueta de «almuerzo», pero muchos mundos se regían por una escala temporal estándar que de ningún modo acataba la sucesión de los ciclos diurno y nocturno, en ocasiones inconveniente. Las velocidades de giro planetarias diferían, y no sabía cuál era la de Trantor.

Al principio, ilusionado, había seguido los carteles que prometían un «solario», el cual resultó no ser más que una cámara en la que exponerse a radiaciones artificiales. Se quedó allí un momento antes de volver al vestíbulo principal del Luxor.

—¿Dónde se pueden adquirir los billetes para una visita planetaria guiada? —le preguntó al recepcionista.

—Aquí mismo.

—¿Y cuándo empezaría?

—Se la acaba de perder. Mañana habrá otra. Compre su billete ahora y le reservaremos una plaza.

—Vaya. —Mañana sería demasiado tarde. Mañana tendría que estar en la universidad—. ¿Y no habría una torre de observación o algo? Me refiero al aire libre.

—¡Claro que sí! Le puedo proporcionar una entrada para eso, si lo prefiere. Pero antes déjeme comprobar que no esté lloviendo. —Cerró un contacto con el codo y estudió los caracteres flotantes que empezaron a deslizarse por una pantalla escarchada. Gaal fue leyendo a la vez que él—. El tiempo es apacible. Ahora que lo pienso, me parece que ya ha empezado la estación seca. Lo que es a mí —añadió con campechanería—, el exterior no me llama. Hace tres años que no salgo al aire libre. Cuando se ha visto una vez, ya sabe, se ha visto todo. Tenga, su ticket. Hay un ascensor especial en la parte de atrás. Verá un cartel donde pone: «A la torre». No tiene pérdida.

El ascensor era un modelo nuevo que funcionaba mediante un sistema de repulsión gravitacional. Gaal montó en él seguido de varias personas más. El operador cerró un contacto. Por un momento, Gaal se sintió suspendido en el espacio cuando el valor de la gravedad se convirtió en cero, antes de recuperar una pequeña cantidad de su peso con la aceleración ascendente del ascensor. A continuación, con la desaceleración, sus pies abandonaron el suelo. Se le escapó un gritito.

—Meta los pies debajo de la barandilla —le indicó el operador—. ¿Es que no ha leído el letrero?

Eso era lo que habían hecho los demás, que sonrieron ante sus desesperados y vanos intentos por gatear pared abajo. Tenían los zapatos enganchados en las barandillas cromadas que surcaban el suelo en paralelo, separadas por medio metro de distancia. Aunque Gaal las había visto al entrar, no les había prestado la menor atención.

Sintió cómo una mano tiraba de él hacia abajo.

Dio las gracias, jadeando, mientras el ascensor frenaba hasta detenerse.

Salió a una terraza abierta, bañada en un resplandor blanco que hacia daño a los ojos. El hombre de cuya mano amiga acababa de beneficiarse, situado inmediatamente detrás de él, dijo con voz cordial:

—Hay asientos de sobra.

Gaal cerró la boca, que llevaba abierta un buen rato, y respondió:

—Eso parece. —Encaminó sus pasos hacia ellos, pero se detuvo—. Si no le importa, me quedaré un momento en la barandilla. Me… me gustaría echar un vistazo.

Cuando el hombre mostró su conformidad con un ademán amistoso, Gaal se asomó a la barandilla que le llegaba a los hombros para admirar el panorama.

No se veía el suelo. Las complejas estructuras construidas por el hombre lo ocultaban. El único horizonte que se apreciaba era el del metal contra el firmamento, extendiéndose hasta adquirir un gris casi uniforme. Gaal sabía que sería igual en toda la superficie sólida del planeta. Apenas se detectaba movimiento —un puñado de naves de recreo se recortaban contra el cielo—, pero sabía que la epidermis metálica del mundo ocultaba el bullicio de miles de millones de almas.

No había ni rastro de verdor; ni plantas, ni tierra fértil, la única vida era humana. Recordó que en alguna parte debía de estar el palacio del emperador, emplazado en medio de doscientos cincuenta kilómetros cuadrados de suelo natural, con árboles verdes y flores arco iris. Una isla diminuta perdida en un océano de acero que no se podía ver desde su atalaya. Quizá estuviera a diez kilómetros de distancia. No lo sabía.

Dentro de poco obtendría su visita guiada.

Exhaló un ruidoso suspiro, pensando que por fin estaba en Trantor, en el planeta que era el centro de la Galaxia y el corazón de la especie humana. Ninguno de sus defectos era aparente. No estaba aterrizando ninguna nave cargada de alimentos. Nada insinuaba la yugular que tan delicadamente conectaba a los cuarenta mil millones de habitantes de Trantor con el resto de la Galaxia. Lo único que se exhibía ante él era el mayor logro de la humanidad, la conquista absoluta de un mundo, prácticamente humillante de puro definitiva.

Impresionado, apartó la mirada. Su amigo del ascensor estaba indicando un asiento junto a él, y Gaal lo tomó.

—Me llamo Jerril —se presentó el hombre, con una sonrisa—. ¿Es tu primera vez en Trantor?

—Sí, señor Jerril.

—Me lo imaginaba. Jerril es mi nombre de pila. Trantor siempre deslumbra a quienes poseen un temperamento poético. Los trantorianos, sin embargo, nunca suben aquí. No les gusta. Les pone nerviosos.

—¡Nerviosos! Me llamo Gaal, por cierto. ¿Por qué tendría que ponerles nerviosos? Es espectacular.

—Una opinión subjetiva, Gaal. Cuando uno nace en un cubículo, se cría en un pasillo, trabaja en una celda y disfruta de sus vacaciones en un solano atestado, salir al aire libre sin nada más que el cielo sobre su cabeza bastaría para provocarle una crisis nerviosa. Hacen que los niños vengan aquí arriba una vez al año, después de haber cumplido los cinco. No sé si sirve de algo. Lo cierto es que sólo entienden una pequeña parte de lo que ven, y las primeras veces se ponen histéricos y gritan hasta quedarse afónicos. Las excursiones deberían tener carácter semanal y ser obligatorias desde el destete.

»También es verdad —prosiguió tras una breve pausa— que no cambiaría en nada las cosas. ¿Qué más daría que no salieran jamás? Desde ahí abajo dirigen el Imperio y son felices. ¿A qué altura dirías que nos encontramos?

—¿Ochocientos metros? —aventuró Gaal, preguntándose si no estaría pecando de ingenuo.

Debía de ser ése el caso, pues Jerril soltó una risita y replicó:

—No. Tan sólo ciento cincuenta.

—¿Qué? Pero si el ascensor tardó como…

—Ya lo sé. Pero la mayor parte del trayecto se consumió subiendo al nivel del suelo. Los túneles de Trantor se extienden a unos dos kilómetros bajo tierra. Es como un iceberg, oculto en sus nueve décimas partes. Se extiende incluso varios kilómetros hacia lo que antaño fuera el lecho oceánico, en las costas. A decir verdad, la diferencia de temperatura entre el nivel del suelo y un par de kilómetros más abajo nos proporciona toda la energía que necesitamos. ¿Lo sabías?

—No. Creía que utilizabais generadores atómicos.

—Así era antes. Pero de este modo se reducen los costes.

—Me lo imagino.

—¿Qué opinas de todo esto? —La sonrisa cordial de Jerril se tiñó de picardía, confiriéndole un aspecto ligeramente taimado.

Gaal se esforzó por encontrar la palabra adecuada.

—Espectacular —musitó.

—¿Has venido de vacaciones? ¿Viaje? ¿Turismo?

—No exactamente… Siempre había querido visitar Trantor, pero estoy aquí principalmente por motivos de trabajo.

—¿Sí?

Gaal se sintió en la obligación de explicarse.

—Colaboro con el proyecto del doctor Seldon en la Universidad de Trantor.

—¿Seldon el Cuervo?

—No, no. Me refiero a Hari Seldon… Seldon, el psicohistoriador. No sé nada de ningún cuervo llamado Seldon.

—A Hari me refería. Lo llaman el Cuervo. Es argot, ya sabes. Como no deja de predecir desastres…

—¿Eso hace? —La sorpresa de Gaal era auténtica.

—Tú deberías saberlo, ¿no? —Jerril había dejado de sonreír—. Al fin y al cabo, vas a trabajar para él.

—Bueno, sí, en calidad de matemático. ¿Cómo que predice desastres? ¿De qué tipo?

—¿Tú qué crees?

—Me temo que no tengo la menor idea. He leído los ensayos publicados por el doctor Seldon y su equipo, y todos versan sobre teorías matemáticas.

—Sí, los publicados.

—Creo que va siendo hora de que me retire a mi habitación —dijo Gaal, irritado—. Encantado de conocerte.

Jerril agitó un brazo con indiferencia a modo de despedida.

Gaal se encontró con que había alguien esperándolo en su cuarto. Su sobresalto fue tal que tardó unos instantes en formular la inevitable pregunta que afloró a sus labios:

—¿Qué hace usted aquí?

El desconocido se puso de pie. Era anciano, estaba casi completamente calvo y cojeaba al andar, pero sus ojos azules brillaban rebosantes de vida.

—Soy Hari Seldon —se presentó un momento antes de que las aturulladas neuronas de Gaal relacionaran aquel rostro con el recuerdo de las innumerables ocasiones en que lo había visto retratado.

4

PSICOHISTORIA: […] Gaal Dornick, valiéndose de conceptos no matemáticos, define la psicohistoria como aquella rama de las matemáticas que estudia la reacción de los conglomerados humanos a determinados estímulos sociales y económicos […]

[…] Todas estas definiciones dan por sentado que el conglomerado humano en cuestión es lo suficientemente numeroso como para poseer un valor estadístico representativo. El tamaño mínimo de estos conglomerados puede determinarse según el Primer Teorema de Seldon, el cual […] Otro requisito imprescindible sería la ignorancia del análisis psicohistórico por parte del conglomerado humano, a fin de que sus reacciones sean verdaderamente aleatorias […]

La base de toda psicohistoria válida se encuentra en el desarrollo de las Funciones de Seldon, las cuales exhiben propiedades congruentes con las de fuerzas sociales y económicas como […]

ENCICLOPEDIA GALÁCTICA

—Buenas tardes —dijo Gaal—. Me… me…

—¿Se creía que no íbamos a vernos hasta mañana? Así habría sido, en circunstancias normales. Lo que ocurre es que, si queremos utilizar sus servicios, debemos apresuramos. Conseguir reclutas se está volviendo cada vez más complicado.

—No lo entiendo.

—¿No es cierto que estuvo hablando con un hombre en la torre de observación?

—Sí. Su nombre de pila es Jerril. No sé nada más de él.

—Su nombre no es nada. Se trata de un agente de la Comisión de Seguridad Pública. Lleva siguiéndolo desde que salió del espaciopuerto.

—¿Pero por qué? Me temo que no entiendo nada.

—El hombre de la torre, ¿no dijo nada acerca de mí?

Gaal titubeó antes de responder:

—Se refirió a usted como «Seldon el Cuervo».

—¿Le dijo por qué?

—Dijo que predecía desastres.

—Así es. ¿Qué significado tiene para usted Trantor?

Era como si a todo el mundo le interesara su opinión sobre Trantor, mientras que Gaal sólo atinaba a recurrir una y otra vez al mismo calificativo:

—Espectacular.

—Habla usted sin pararse a pensar. ¿Qué hay de la psicohistoria?

—No se me había ocurrido aplicarla a este problema.

—Cuando usted y yo nos separemos, muchacho, habrá aprendido a aplicar la psicohistoria a todos los problemas por acto reflejo. Fíjese. —Seldon sacó una calculadora de la bolsita de su cinturón. Se decía que guardaba una debajo de la almohada para entretenerse cuando lo eludía el sueño. El acabado, gris y lustroso, se veía ligeramente desgastado por el uso. Los ágiles dedos de Seldon, moteados ya por la edad, se deslizaron por la rígida carcasa de plástico. Unos símbolos rojos refulgieron sobre el fondo gris—. Eso representa la condición del Imperio en estos momentos.

Se quedó esperando.

Al cabo, Gaal repuso:

—Es imposible que se trate de una representación exhaustiva.

—Es incompleta, cierto —reconoció Seldon—. Me alegra que no se fíe a ciegas de mi palabra. Sin embargo, es una forma práctica de representar la teoría. ¿Le parece mejor así?

A lo que Gaal, en un intento por eludir cualquier posible encerrona, repuso:

—Sí, siempre y cuando luego pueda verificar la derivación de la función.

—Bien. Sumemos a esto la probabilidad conocida de un asesinato imperial, una revuelta virreinal, la actual recurrencia de periodos de recesión económica, el declive en la tasa de exploraciones planetarias, la…

Siguió enumerando. Conforme mencionaba una nueva variable iban añadiéndose símbolos que surgían al contacto de sus dedos para fundirse en la función básica, que no dejaba de expandirse y cambiar.

Gaal sólo lo interrumpió una vez, para decir:

—No entiendo la validez de esa transformación de conjuntos.

Seldon volvió a repetirla, más despacio.

—Pero eso obedece a una socio-operación prohibida —protestó Gaal.

—Bien. Es usted rápido, aunque no lo suficiente. En esta conexión no está prohibida. Permítame demostrarlo mediante expansiones.

El proceso distaba de haber llegado a su fin, y cuando lo hizo, Gaal tuvo que admitir humildemente:

—Sí, ahora lo veo claro.

Seldon había terminado.

—Esto es Trantor dentro de cinco siglos. ¿Cómo lo interpreta? ¿Eh? —Ladeó la cabeza, expectante.

—¡Una devastación absoluta! —exclamó incrédulo Gaal—. Pero… pero eso es imposible. Trantor nunca ha estado…

—Bueno, tranquilícese. —Seldon hacía gala de una intensidad propia de alguien cuya edad sólo había logrado hacer mella en su cuerpo—. Acaba de ver cómo se llega a este resultado. Expréselo con palabras. Olvídese de simbolismos por ahora.

—A medida que Trantor continúa especializándose —empezó Gaal—, aumenta su vulnerabilidad, es menos capaz de valerse por sus propios medios. Más aún, cuanta más relevancia adquiere como centro administrativo del Imperio, mayor es su valor como trofeo. Ante la creciente incertidumbre que rodea la cuestión de la sucesión imperial, las disputas entre las familias más importantes se disparan y la responsabilidad social desaparece.

Ya es suficiente. ¿Y qué hay de la probabilidad numérica de una devastación absoluta dentro de cinco siglos?

—No sabría decirlo.

—Pero sabrá realizar una diferenciación de campo.

Gaal se sentía sometido a mucha presión. Seldon no le ofreció la calculadora, que sostenía a un palmo de sus ojos. La frente se le perló de sudor mientras lidiaba mentalmente con los números.

—¿Alrededor del 85%?

—No está mal —dijo Seldon, impulsando el labio inferior hacia fuera—, pero tampoco es correcto. La cifra exacta es 92,5%.

—¿Y por eso le llaman Seldon el Cuervo? En los ensayos no se menciona nada de todo esto.

—Por supuesto que no. Esto es impublicable. ¿Cree que el Imperio puede desvelar sus flaquezas así como así? Lo que acaba de ver es un sencillo caso práctico de psicohistoria. Pero algunos de nuestros resultados se han filtrado a la aristocracia.

—Eso es horrible.

—No necesariamente. Se han tenido en cuenta todos los factores.

—Entonces, ¿así se explica que estén siguiéndome?

—En efecto. Todo lo relacionado con mi proyecto está siendo investigado.

—¿Corre usted peligro, señor?

—Ya lo creo. La probabilidad de que me ejecuten es del 1,7%, pero eso, naturalmente, no detendrá el proyecto. También lo hemos tenido en cuenta. En fin, da igual. ¿Nos veremos mañana en la universidad?

—Allí estaré —respondió Gaal.

5

COMISIÓN DE SEGURIDAD PÚBLICA: […] La camarilla aristocrática llegó al poder tras el asesinato de Cleón I, último de los Entun. Por regla general, los nobles supieron dar ejemplo de orden durante los siglos de inestabilidad e incertidumbre que sacudieron el Imperio. Bajo el dominio de las grandes familias de los Chen y los Divart, sin embargo, esta cualidad degeneró en la mayoría de los casos hasta convertirse en una obsesión ciega por preservar el statu quo […] Su influencia a la hora de tomar decisiones de estado no sería eliminada por completo hasta que ascendió al trono el último emperador firme, Cleón II. El primer comisionado general […]

[…] En cierto modo, los orígenes del declive de la Comisión podrían rastrearse hasta el juicio contra Hari Seldon, celebrado dos años antes del comienzo de la Era Fundacional. Dicho juicio se describe en la biografía de Hari Seldon elaborada por Gaal Dornick […]

ENCICLOPEDIA GALÁCTICA

Gaal faltó a su palabra. Un zumbido apagado lo despertó a la mañana siguiente. Al responder a la llamada, la voz del recepcionista, tan baja, educada y desaprobatoria como cabía esperar, lo informó de que quedaba arrestado por orden de la Comisión de Seguridad Pública.

Gaal se levantó de un salto, corrió hasta la puerta y descubrió que ésta ya no se abría. Lo único que podía hacer era vestirse y esperar.

Vinieron a por él y se lo llevaron a otro sitio, aunque seguía estando detenido. Lo interrogaron con suma cordialidad. Todo era muy civilizado. Gaal explicó que era oriundo de Synnax; que había estudiado en tal y tal facultad, y que se había doctorado en matemáticas en tal y tal fecha. Había solicitado un puesto en el equipo del doctor Seldon y lo había obtenido. Una y otra vez repitió los mismos detalles; y una y otra vez, sus interrogadores volvieron sobre la cuestión de su ingreso en el Proyecto Seldon. Cómo se había enterado de su existencia, cuál sería su cometido, qué instrucciones secretas había recibido, de qué iba todo aquello.

Gaal respondió que no lo sabía. No le habían dado instrucciones secretas. Era un estudioso, un matemático. No le interesaba la política.

Al cabo, el amable inquisidor preguntó:

—¿Cuánto falta para la destrucción de Trantor?

Gaal titubeó.

—No sabría decirlo.

—¿Sabría decirlo otra persona?

—¿Cómo podría hablar por boca de otro? —Gaal empezaba a sentirse sofocado.

El inquisidor insistió:

—¿Le ha hablado alguien de dicha destrucción? ¿Alguien le ha sugerido una fecha? —Al ver que el joven vacilaba, continuó—: Hemos estado siguiéndolo, doctor. Estábamos en el aeropuerto cuando llegó; en la torre de observación mientras esperaba usted a su cita; y, como es lógico, pudimos escuchar la conversación que mantuvo con el doctor Seldon.

—En tal caso, sabrá ya lo que opina él sobre este asunto.

—Es posible. Pero nos gustaría oírselo decir a usted.

—Opina que Trantor será arrasado dentro de cinco siglos.

—¿Lo ha demostrado por medios… esto… matemáticos?

—Sí, en efecto —respondió Gaal, desafiante.

—Y supongo que usted mantiene que las… esto… matemáticas se sostienen.

—Si el doctor Seldon las da por válidas, deben de serlo.

—En tal caso, volveremos.

—Espere. Tengo derecho a un abogado. Exijo que se respeten mis derechos como ciudadano imperial.

—Así se hará.

Y así se hizo.

Fue un hombre alto el que entró algo más tarde, un hombre cuyo rostro parecía componerse en exclusiva de líneas verticales, tan enjuto que cabía preguntarse si habría sitio para una sonrisa entre sus mejillas.

Gaal levantó la cabeza. Se sentía sucio y extenuado. A pesar de que no llevaba ni treinta horas en Trantor, habían ocurrido muchas cosas.

—Me llamo Lors Avakim —se presentó el recién llegado—. El doctor Seldon me ha pedido que lo represente.

—¿Es cierto eso? Bueno, pues mire. Exijo hablar con el emperador de inmediato. Me están reteniendo sin motivo. Soy inocente de todo. ¡De todo! —Extendió las manos de golpe, con las palmas hacia abajo—. Tiene que solicitar audiencia con el emperador, ahora mismo.

Avakim estaba enfrascado en vaciar el contenido de una carpeta poco abultada en el suelo. Si Gaal hubiera tenido ánimo para ello, podría haber reconocido los formularios legales de celomet, unas finas láminas adaptadas para su inserción en los reducidos confines de una cápsula personal. También podría haber reconocido una grabadora portátil.

Sin prestar la menor atención a los exabruptos de Gaal, Avakim por fin le dirigió la mirada y dijo:

—La Comisión, como es lógico, nos estará apuntando con un haz espía para escuchar nuestra conversación. Es un recurso que va contra la ley, pero eso no les impedirá usarlo.

Gaal rechinó los dientes.

—Sin embargo —Avakim se sentó con parsimonia—, la grabadora que he dejado encima de la mesa… un instrumento cuyo aspecto es perfectamente corriente y que también desempeña su función original… posee la cualidad añadida de ser capaz de interferir con el haz espía. Se trata de algo que no descubrirán enseguida.

—De modo que puedo hablar.

—Por supuesto.

—Pues quiero ver al emperador.

En los labios de Avakim se dibujó una sonrisa glacial que, después de todo, resultó sí tener espacio en su enjuto semblante. Sus mejillas se arrugaron para hacerle sitio.

—Es usted de provincias.

—Pero no por ello menos ciudadano imperial. Con los mismos derechos que usted o cualquiera de los integrantes de la Comisión de Seguridad Pública.

—Sin duda, sin duda. Ocurre tan sólo que, como natural de las provincias que es, carece usted de la comprensión necesaria del funcionamiento de las cosas en Trantor. El emperador no recibe a nadie.

—¿A quién si no debería apelar para quejarme de la Comisión? ¿Existe otro procedimiento?

—No. No existe ningún recurso, en el sentido práctico de la palabra. Desde un punto de vista jurídico, podría usted apelar al emperador, pero éste no le concederá audiencia. El emperador de nuestros días no tiene nada que ver con los de la dinastía Entun, entiéndalo. Me temo que Trantor está en manos de las familias aristocráticas, cuyos miembros constituyen en gran medida la Comisión de Seguridad Pública. Se trata de un desarrollo de los acontecimientos que la psicohistoria supo predecir con gran acierto.

—¿Es cierto eso? —replicó Gaal—. En tal caso, ya que el doctor Seldon puede predecir la historia de Trantor a quinientos años vista…

—Puede predecirla hasta mil quinientos años en el futuro.

—Que sean mil quinientos. ¿Por qué no pudo predecir ayer lo que iba a ocurrir esta mañana y ponerme sobre aviso? No, disculpe. —Gaal se sentó y apoyó la cabeza en la palma de una mano cubierta de sudor—. Comprendo perfectamente que la psicohistoria es una ciencia estadística y no puede predecir con exactitud el futuro de un solo individuo. Estoy muy nervioso, hágase cargo.

—Se equivoca usted. El doctor Seldon sospechaba que lo arrestarían esta mañana.

—¡Cómo!

—Lo lamento, pero así es. La agresividad de las actividades de la Comisión va en aumento. Las nuevas adhesiones a nuestro grupo son víctimas de un acoso cada vez menos encubierto. Según los gráficos, repercutiría en nuestro provecho que la tensión alcanzara su clímax ahora. Puesto que la Comisión estaba demorándose, el doctor Seldon lo visitó ayer para obligarles a reaccionar. No hubo otro motivo.

—Es indignante… —jadeó Gaal, consternado.

—Por favor. Era necesario. No lo han capturado por ninguna razón personal. Debe entender que los planes del doctor Seldon, basados en las matemáticas desarrolladas a lo largo de dieciocho años, contemplan todas las eventualidades con probabilidades significativas. Ésta es una de ellas. Mi presencia aquí obedece únicamente a nuestro afán por garantizarle que no tiene nada que temer. Todo terminará bien; para el proyecto, casi con toda seguridad; y para usted, con una probabilidad razonable.

—¿Cuáles son las cifras? —quiso saber Gaal.

—Para el proyecto, más del 99,9%.

—¿Y para mí?

—Se me ha confiado que esa probabilidad es del 77,2%.

—En tal caso, la probabilidad de que me encarcelen o me ejecuten es más de una entre cinco.

—Eso último está por debajo del uno por ciento.

—Claro. Los cálculos relativos a una sola persona no significan nada. Dígale al doctor Seldon que venga a verme.

—Por desgracia, no puedo. El doctor Seldon también se encuentra detenido.

La puerta se abrió de par en par antes de Gaal pudiera hacer algo más que ponerse de pie y empezar a articular un grito. Entró un guardia que se acercó a la mesa, cogió la grabadora, la examinó desde todos los ángulos y se la guardó en el bolsillo.

Necesito ese instrumento —dijo tranquilamente Avakim.

Le proporcionaremos otro que no emita campos de estática, consejero.

—En tal caso, doy por concluida esta entrevista.

Dicho lo cual se fue y dejó solo a Gaal.

6

No hacía tanto que había empezado a celebrarse el juicio (al menos eso suponía Gaal que era, aunque a efectos legalistas guardara escaso parecido con las elaboradas técnicas procesales sobre las que había leído). Tan sólo era la tercera jornada. Y sin embargo, la memoria de Gaal empezaba ya a tener problemas para remontarse a sus comienzos.

Con su persona específicamente habían sido bastante compasivos. La artillería pesada estaba apuntada contra el doctor Hari Seldon, quien, por su parte, se mantenía imperturbable en su asiento. A los ojos de Gaal, era el único vestigio de estabilidad que quedaba en el mundo.

El escaso público había sido seleccionado en exclusiva entre los barones del Imperio. La prensa y la población civil estaban excluidas, y era poco probable que el número de personas al corriente de que estaba juzgándose a Seldon fuera significativo. Reinaba un ambiente de hostilidad indisimulada contra los encargados de la defensa.

Había cinco miembros de la Comisión de Seguridad Pública sentados detrás de la mesa elevada, vestidos con uniformes escarlatas y dorados, y tocados con los brillantes y ceñidos gorros de plástico que simbolizaban su autoridad judicial. Ocupaba el centro el comisionado general Linge Chen. Gaal, que jamás había visto a un noble tan importante, lo observaba fascinado. Chen apenas había abierto la boca en todo el juicio, como si quisiera dar a entender que su dignidad estaba por encima de palabrerías.

El abogado de la Comisión consultó los apuntes y se reanudó el interrogatorio, con Seldon aún en el estrado.

P. Veamos, doctor Seldon. En estos momentos, ¿cuántas personas están implicadas en el proyecto que usted dirige?

R. Cincuenta matemáticos.

P. ¿Contando al doctor Gaal Dornick?

R. Con el doctor Dornick serían cincuenta y uno.

P. Ah, de modo que cincuenta y un implicados. Haga usted memoria, doctor Seldon. ¿No serán cincuenta y dos, o cincuenta y tres? ¿O incluso más?

R. El doctor Dornick todavía no se ha unido oficialmente a mi organización. Cuando lo haga, el número de integrantes será cincuenta y uno. En estos momentos es cincuenta, como ya he dicho antes.

P. ¿No serán cien mil, más bien?

R. ¿Matemáticos? No.

P. No hablo de matemáticos. Teniendo en cuenta todas las funciones, ¿serían cien mil?

R. Teniendo en cuenta todas las funciones, esa cifra podría ser correcta.

P. ¿«Podría ser»? Yo afirmo que lo es. Afirmo que el número de personas implicadas en su proyecto asciende a noventa y ocho mil quinientas setenta y dos.

R. Creo que incluye mujeres y niños.

P. (levantando la voz) ¡Declaro que hay noventa y ocho mil quinientas setenta y dos personas! No hace falta ponerse quisquillosos.

R. Acepto las cifras.

P. (consultando sus notas) Olvidémonos de eso por ahora y abordemos otra cuestión en la que ya habíamos abundado. Doctor Seldon, ¿le importaría repetir sus teorías concernientes al futuro de Trantor?

R. No tengo inconveniente en reiterar cuantas veces haga falta que Trantor será un montón de escombros dentro de cinco siglos.

P. ¿No le parece que sus declaraciones rozan la deslealtad?

R. No, señor. La verdad científica está por encima de lealtades y deslealtades.

P. ¿Está seguro de que esa verdad científica se ve reflejada en sus declaraciones?

R. Lo estoy.

P. ¿En qué se basa para afirmarlo?

R. En las matemáticas de la psicohistoria.

P. ¿Podría demostrar la validez de dichas matemáticas?

R. Sólo ante otro matemático.

P. (con una sonrisa) Así pues, lo que asegura es que la naturaleza de su verdad es tan esotérica que escapa a la comprensión de las personas normales. Me parece a mí que la verdad debería ser un poco más clara, menos misteriosa, más accesible para la mente.

R. Para algunas mentes es perfectamente accesible. La física de la transferencia de energía, lo que se conoce como termodinámica, ha sido clara y transparente a lo largo de toda la historia de la humanidad desde tiempos remotos, lo que no impide que algunos de los presentes seguramente no supieran ni por dónde empezar a diseñar un motor. Y estoy refiriéndome a personas de inteligencia probada. Me extrañaría que los excelsos comisionados…

Llegado este punto, uno de los citados comisionados se inclinó hacia el abogado. Nadie oyó sus palabras, pero el siseo de su voz estaba teñido de aspereza. El abogado se ruborizó e interrumpió a Seldon.


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