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99.37% El diario de un Tirano / Chapter 160: Testigos del poder (4)

章 160: Testigos del poder (4)

Padil reunió todo su coraje, su pecho se apretaba con cada latido mientras su rostro se contorsionaba en una mueca que reflejaba tanto sufrimiento como renuencia. Con un gesto decidido, ordenó a su fiel caballo girar, un comando que el animal no dudó en ejecutar con agilidad. En cuestión de instantes, descendía por el empinado terreno, el viento silbando en sus oídos, hasta llegar ante la pareja de vigías. Estos, al verlo aproximarse, iluminaron sus rostros con sonrisas cálidas, recibiendo a su compañero como si regresara de una larga travesía.

—Síganme —ordenó, pasando de largo.

Los dos hombres dudaron tan solo un segundo antes de volverse a Padil para seguirlo, haciendo lo posible para alcanzar su marcha.

—¿Qué sucede, hermano?

El delgado hombre se giró, y tan pronto observó esos ojos supo que algo muy malo había ocurrido.

—Debemos volver al clan, y notificar al Líder de la presencia de un Katodi.

Ertoi y Thatku inhalaron una profunda bocanada de aire al escuchar la revelación, dejando que la incredulidad invadiera cada rincón de sus mentes y corazones. Por unos breves, pero eternos segundos, sus palabras quedaron atrapadas en el silencio, como si la atmósfera se hubiera vuelto densa y pesada. Mencionar a un Katodi era una seria cuestión, un asunto que resonaba con ecos de antiguas leyendas y temores. La idea de que su hermano de armas, con quien habían compartido tantas gestas heroicas y sacrificios hubiera sucumbido a la locura era inconcebible. Padil era ese hombre de vasto conocimiento y maestro en un sinfín de disciplinas, era un pilar de cordura cuando más se le necesitaba, y contemplar su posible caída en tal abismo era como recibir un golpe directo al corazón.

—¿Nuestros hermanos han sido infectados? —preguntó Thatku, queriendo descifrar lo que había sucedido en el enfrentamiento.

Padil asintió, sin la fuerza para pronunciar otra palabra. Los otros dos no preguntaron más, el golpe que habían sufrido sus psiques sería algo tardado de lo cual recuperarse.

Ertoi se había sumido en un torbellino de emociones abrumadoras que anidaban en lo más profundo de su ser. Su mente luchaba por aceptar la cruda realidad: la expedición a la que habían sido encomendados se tornó en una tragedia irremediable, marcando el fatídico final de todos sus hermanos y de su apreciado Hordie. Esa idea se clavó en su psique como un puñal ardiente, inmovilizándolo con su peso insoportable. Simplemente, no podía, ni quería permitir que esa atrocidad se hiciera tangible en su conciencia. ¿Cómo podría encontrar las palabras necesarias para afrontar a aquellas mujeres desconsoladas, para explicarles que sus hombres jamás regresarían, que el vacío de sus ausencias sería un eco eterno en sus vidas?

«Maldición», rugió, y con ese mismo fervor volteó, deseó regresar y vengarse, sin importar que en su acto pagaría con su vida, no le importaba, sin embargo, el silencioso, apenas perceptible sonido de algo surcado el aire le despertó.

No supo de inmediato que había sido eso, no hasta que escuchó los gemidos de su compañero Thatku, y las maldiciones de Padil. El causante del sonido fue una flecha larga, que con una precisión impresionante se había clavado en el cuello de su hermano. Estaba sangrando demasiado, y eso causó aún más dolor en sus corazones, sabiendo que no podrían hacer nada.

—Ertoi, ocúltanos —ordenó Padil, y con una mirada complicada se despidió de su hermano, y este de él—. Tu vida será honrada con nuestra vida, hermano. —Apretó los puños, cerrando los ojos por un breve instante para ganar la determinación que ya comenzaba a flaquear.

Thatku asintió con un leve gesto, consciente de que la realidad empezaba a desvanecerse a su alrededor. El bullicio se convirtió en un eco lejano de susurros ininteligibles, como el murmullo del viento entre los árboles. Su voluntad, poderosa e indomable, le permitió aferrarse unos segundos más a la vida, deseando probarle a su agresor que una simple flecha no podría derribar a un Yaruba, necesitaría mucho más que eso para doblegar su espíritu. Sin embargo, el agarre que mantenían sus manos en las crines de su espléndida montura comenzó a flaquear. Su cuerpo, rebelde, fue arrastrado por una fuerza invisible, y la armonía del equilibrio se desvaneció. En ese instante, su mente, luminosa y despierta, lo transportó a un vasto paisaje de recuerdos. Vio las sonrisas radiantes de sus seres amados, sintió el calor de abrazos sinceros y el rugido jubiloso de las batallas ganadas. Pero, sobre todo, sus pensamientos se centraron en los rostros de sus niños; esos hermosos retoños que pronto se erguirían como dignos Yaruba.

Fue en un susurro sutil que se desligó de su compañero y su fiel montura; su piel encontró el contacto con la tierra dura, con la brutalidad de un golpe de martillo en un yunque. La inercia lo impulsó a rodar, llevándolo de espaldas hacia el cielo, donde un ave negra surcó la vastedad de su última vista. Allí, en ese instante, se despidió del dolor.

—Cumple la orden, Ertoi —dijo Padil con fuerza, no iba a tolerar ningún otro fallo.

Ertoi afirmó con la cabeza, su semblante era una máscara de rabia y hostilidad. Sabía que no tenía la energía necesaria para mantener su habilidad durante mucho tiempo, sin embargo, podría ser lo suficiente para alejarse del enemigo, estuviera donde estuviese.

[Paso nebuloso]

La neblina había cubierto medio cuerpo de los caballos cuando de repente, un silbido agudo cortó el aire, una flecha que atravesó sus diestros instintos, pasando a escasos centímetros de la cabeza de su noble montura. Con destreza, el jinete evitó la calamidad, pero la suerte es caprichosa, y una segunda saeta siguió presa del viento, solo para ser también esquivada. Sin embargo, el destino a menudo se cierne con desdén, y la tercera flecha encontró su diana, hundiéndose con cruel precisión es su abdomen. Un grito de dolor silencioso reverberó en el pecho del jinete, quien apretó los dientes, sintiendo su sangre escurrir en el interior de su armadura. Se esforzó por acelerar su habilidad, acción que tuvo recompensa, pues la neblina duró unos pocos segundos en ocultarlos por completo.

Padil había concentrado su atención en el bosque, lugar de origen de las flechas, sin embargo, no había logrado localizar al enemigo oculto, no al menos para contratacar. Se giró de inmediato al escuchar el gemido de su camarada, y no necesitó buscar la razón de aquel sonido, pues su mirada percibió de inmediato el proyectil. Frunció el ceño, apretando los dientes para evitar soltar un feroz grito.

—Resistiré —dijo Ertoi con la voz cargada de determinación y dolor. Su mano se deslizó sobre un pequeño compartimiento de cuero ceñido al cinturón de su cintura. Extrajo unos cuantos hongos de color oscuro y motas blancas, y sin duda alguna los consumió.

Padil notó el acto, pero solo pudo suspirar, negando con la cabeza, mientras mentalmente comenzaba una cuenta regresiva.

Ertoi levantó el rostro, apretando los dientes y endureciendo el cuello, su garganta desprendió un doloroso sonido, mientras las venas de su cuerpo empezaban a destacar. Sus ojos se enrojecieron, su semblante ya no pertenecía a un humano, se asemejaba más a un animal salvaje.

El caballo relinchó con furia al triplicar la marcha, sus ojos se habían cubierto con la misma coloración que la de su jinete, sintiendo el efecto de lo consumido a causa del vínculo que los unía.

Padil se estaba distanciado de su hermano, y no tenía manera de alcanzarlo, ni debía, solo podía agradecerle en su corazón por el acto que le entregaría más oportunidades de éxito. La cuenta regresiva había descendido hasta la mitad, la separación entre ambos se había vuelto aún más evidente, pero su caballo le había permitido vislumbrar la lejana espalda de su compañero.

Ertoi se desvió hacia el bosque, podía sentir la agresiva reacción de lo consumido, por lo que no podía permitir que su hermano sufriera a causa de él.

Padil cerró los ojos por unos breves instantes, su corazón sufría, y su mente luchaba con el desconcierto, el tiempo que en su mente había predicho para el trágico desenlace de su hermano de armas estaba lejos de terminar, sin embargo, Ertoi ya había decidido alejarse. Le había concedido un gran trecho para ocultarse, una buena oportunidad para escapar de las manos enemigas y cumplir la última encomienda de su querido Hordie.

«Yaruba no perdonará». Aquel pensamiento incrementó la llama de determinación, siendo consciente de que él era la única fuente de esperanza para concederles a sus hermanos caídos la merecida venganza.

Ertoi sentía su pecho arder, su mente desviarse hacia la locura. Jadeaba con ira, mientras sus ojos escudriñaban el interior del bosque al que había ingresado en compañía de la densa neblina.

—¡Estoy aquí! —gritó, la saliva cubrió su corta y dispersa barba.

Su mano, fija en el kut, temblaba de forma incontrolada, sus dedos perdían firmeza. Quería asesinar al maldito que los había cazado como simples animales, deseaba deshacerse de él antes que fuera demasiado tarde, sin embargo, muy en su interior sabía que su acto no era más que un intento vacío, el bosque era vasto y extenso, y por mucho que hubiera calculado su localización, había una alta probabilidad de haberse ido.

La neblina dejó de escapar de las pezuñas de su montura.

—¡Despreciable cobarde! —gritó con todas sus fuerzas.

Escupió al suelo un gargajo de sangre coagulado. De sus lagrimales gotas rojas comenzaron a vislumbrarse, y aunque el dolor era demasiado, su intento por enfurecer al arquero con sus insultos no disminuyeron. Se lamentó en un grito, el caballo se encabritó, bufando con intención perversa.

Ertoi había caído en la locura, un estado mental más allá de lo humano. Sus movimientos erráticos poseían un poder sobrenatural, como si un espíritu perverso hubiera tomado control de su cuerpo. Dos árboles cayeron ante su embestida, sus cortes con el arma no diferenciaban de amigos o enemigos, para él todo era su adversario, y con ese pensamiento, imbuido de brutalidad y odio, perdió la vida, cayendo al suelo por el fallo de su corazón. Su caballo resistió unos minutos más, pero le fue imposible evadir el destino que le había estado esperando desde que su jinete había tomado la decisión de consumir aquellos hongos.

Padil y su caballo avanzaban con la celeridad de una flecha, concentrados exclusivamente en el objetivo que se avecinaba. Al cruzar el umbral de la neblina, los cálidos rayos del sol se desbordaron sobre ellos, iluminando su camino con un resplandor dorado. Los ojos del hombre se posaron sobre la arboleda con suma curiosidad, sus instintos dudaban sobre la destreza y astucia del enemigo, pero erfe Dedios estaba lleno de diestros arqueros, algunos que incluso fueron consideraron sin parangón, y, aunque era creyente de que ni en Tanyer, ni en los reinos humanos poseían individuos con tales habilidades, tampoco podía subestimarlo, ya se había ganado el reconocimiento de ser un buen arquero, y pensar que había salido del peligro podría resultar en su perdida.

Agudizó su oído, ignorando el galope de su caballo, quería percibir hasta el más sutil cambio a su alrededor, el peligro acechaba, afirmó su corazón. Viró hacia la izquierda con suma rapidez, pero el proyectil que había pensado se materializaría en breves instantes nunca apareció, dudó, y fue en aquel momento de incertidumbre que sintió algo clavarse en su espalda, a la altura de su hombro derecho. La flecha apenas había logrado atravesar su armadura. Debía salir del rango de ataque, pero, justo cuando tuvo la intención de activar una de sus habilidades, una flecha larga impactó en la piel de su montura, por encima de su pierna inferior derecha.

[Paso relámpago]

Al instante, el jinete y su fiel montura se transformaron en un halo de luz que, apareció un segundo después a tres metros de distancia de su posición original, para desaparecer en ese mismo momento, repitiendo el acto un total de cinco veces.

Padil inspiró profundo, el cansancio fue notable en su expresión. Sintió el sufrimiento de su caballo, y con su corazón le rogaba que se mantuviera firme, prometiéndole que pronto estarían a salvo.

«Resiste».

Una flecha cayó a su diestra, a unos centímetros del cuerpo del equino.

—Vamos —gritó, impulsando a su caballo a dar todo.

Lo separaban menos de doscientos metros del campo abierto, metros cruciales para el arquero y el jinete, donde se demostraría quien saldría victorioso. Padil resistió la tentación de activar nuevamente una habilidad de velocidad, su caballo no estaba en óptimas condiciones, y él no tenía la energía para hacerlo sin caer desfallecido unos minutos más tarde.

Pudo sentirlo, y su oído la escuchó descender hacia su cuerpo, por lo que se recostó, colocando la cabeza al flanco izquierdo de su equino, la flecha rozó su antebrazo, dejándole una fea línea roja.

Los segundos se tornaron minutos, y en ese instante su caballo cruzó a la totalidad de campo abierto. Sonrió, y aunque su reciente herida palpitaba y ardía, no le importó, cuando estuviera fuera de cualquier peligro ocuparía sus hierbas para curarse.

∆∆

Inspiró profundo, su mirada atada a los dos jinetes que le rodeaban. Hace tan solo un minuto Iluits fue ejecutado con un corte rápido y preciso al comienzo de su lomo. Su rostro y brazos estaban cubiertos de sangre enemiga, y eso lo había vuelto en el principal objetivo de los dos jinetes. Se movió con gracia al escuchar el emprendimiento de marcha de los dos equinos.

[Amigo del viento]

Su cuerpo se volvió tan ligero como el viento, moviéndose con suma rapidez para evadir las espadas de los jinetes. Escuchó uno más de esos tétricos y potentes rugidos, tembló por un instante, pero pronto recuperó la compostura.

—Es un honor caer a su lado, Hordie —dijo Tjun con una sonrisa apenas visible. Su cuerpo exudaba un aura de muerte, que se potenciaba cuando sus ojos se posaban con una brevedad de un respiro en los cuerpos de sus hermanos caídos.

La criatura se mantenía a dos patas, con un semblante que se asemejaba a una sonrisa burlona. Algo que molestó Tjun, pero no fue impulsivo, su hombro sangrante ya había sido suficiente para intentarlo nuevamente.

—Que la sangre de nuestros enemigos purifique la tierra —dijo.

Era un deseo de ambos chocar sus frentes, pero no podían permitirse apartar sus miradas de sus oponentes.

Kurta se movió cuando los caballos lo hicieron, y Tjun hizo lo propio cuando la criatura se abalanzó hacia él.

El sobreviviente del clan Yaruba bloqueó con el pináculo de la destreza, aunque sin posibilidad de contrataque. Su cuerpo, un templo que había cuidado con perseverancia ahora devolvía con creces el tiempo invertido, pues lo estaba forzando al máximo, sintiendo como sus fibras musculares se estiraban con cada evasión. Los ataques eran constantes, sin darle un momento de respiro, observó la espada acercarse a su brazo, él se movió, pero sintió que después de tantos años su piel conseguiría su primer marca, no obstante, logró retirarse en último momento.

Tjun bailó el mismo vals que la criatura, ambos preferían atacar que esquivar, y eran brutales sus movimientos. Cada corte de kut iba con la intención de hacerse con la cabeza de la criatura, y cada garrazo tenía el oscuro deseo de hacerse con la vida del hombre. El embate lo estaba perdiendo, la fuerza de la criatura era descomunal, sin embargo, no iba a conseguir asesinarlo sin sufrir las consecuencias.

El pelaje plateado de la criatura, a la altura de su antebrazo izquierdo se estaba tiñendo de rojo, y la furia que desprendía de sus ojos y garganta comprobaba el dolor causado, y eso hizo sonreír al hombre, así como experimentar una fuerte sensación de proseguir en su lucha, deseando causar más daño.

—Nunca creí que un Katodi fuera tan débil —se mofó.

Fue arrojado al suelo, sintiendo un profundo dolor en su pecho. Sus ojos se posaron en el vasto cielo azul, un lienzo sereno que contrastaba con la brutalidad de su entorno, se perdió en su majestuosidad la eternidad de un suspiro. Recordó sus batallas pasadas, cada enfrentamiento ocupaba un sitio especial en su corazón; especialmente aquellas que había creído perdidas, momentos oscuros que alimentaron el ardiente fuego de su voluntad, una llama que, en su precario estado, había estado a punto de extinguirse. Con una determinación renovada, se incorporó con rapidez, esquivando el ataque consiguiente con la agilidad de un cazador experimentado. Era todo, ya no había más, y ese pensamiento lo liberó.

[Marcha del bisonte]

Su fuerza se quintuplicó, sus músculos se ensancharon, y con un grito que simuló el gruñido de un animal salvaje se abalanzó a la criatura. Ya sin importarle nada.

Kurta se alejó con pasos medidos, su mirada escrutadora en busca de cualquier resquicio de vulnerabilidad en su enemigo. Su respiración se tornaba irregular, el sudor perlaba su frente, y su agarre, que alguna vez fue firme y decidido, ahora temblaba tenuemente. Sin embargo, nada podría arrebatarle la gloria anticipada de asesinar a aquella mujer y a su compañero. Fue entonces que una voz, dulce y etérea como un eco de un ser divino, surgió en un canto envolvente. La melodía lo transportó instantáneamente a días de amor, de abrazos cálidos y risas, al regazo de su familia. Se mordió el labio con desesperación, tratando de disipar la ilusión; conocía bien el engaño que emanaba de los magos humanos, pero esta vez la fantasía había sido muy sencilla de romper.

«¿Qué es lo que quería conseguir aquel hechicero?», pensó.

Observó a los jinetes, y por su expresión triunfadora un mal presagio se asentó en su corazón. Sin ser capaz de contenerse se giró para mirar a Tjun, sin embargo, lo que sus ojos percibieron le congeló el alma. El líder del grupo de los Buga se encontraba clavado al suelo por una lanza fulgurante que le había atravesado el pecho. Tenía un semblante de éxtasis, por lo que podía intuir que ni siquiera había sido consciente de su propia muerte.

—¿Qué clase de monstruos son? —Fue incapaz de contener el grito que su interior había guardado por mucho tiempo.

Por un breve instante, el silencio se apoderó del campo de batalla. Su último camarada yacía sobre el polvo de la tierra, un héroe del que nadie tendría consciencia de su última y muy probable más grande hazaña: combatir mano a mano contra un Katodi. Ahora se hallaba solo, el único superviviente de un asalto que nunca pudo comenzar, dejándole con ese sabor amargo de la impotencia y frustración. La derrota lo abrumaba como una tormenta oscura; había enfrentado una pérdida total ante una caballería que no contaba con poco menos de una veintena de hombres, ellos, quienes se vanagloriaban de poseer un poder a caballo sin igual. ¿Qué tan deshonroso era eso?

Su mirada fue seducida a un sitio en particular, o más bien, en alguien en específico cuando escuchó aquel canto divino. Sobre un corcel montaba una hermosa mujer de cabello platinado y tez blanca como la leche, tenía una expresión solemne, como si el mundo le perteneciera, y por un instante creyó que así era. Cuando ese tono melódico masajeó por completo su mente, fue influenciado de vuelta a esa bella ilusión, pero está duró mucho menos, y su semblante se llenó de incredulidad cuando notó a la amazona besando el suelo con su cuerpo en el momento que regresó a la realidad.

Un estruendoso rugido inundó la zona, y sin pensarlo dos veces se giró para tener en su campo de visión a los jinetes y a la criatura, la cual se aproximaba a él a máxima velocidad. Su pelaje ya no era completamente plateado, en diversas partes de su cuerpo el rojo de la sangre le acompañaba y eso lo llenó de admiración por su hermano caído. Se colocó en una postura defensiva de inmediato, con la intención de replicar la hazaña de Tjun.

Los dos jinetes se alejaron en socorro de la mujer de cabello platinado, dejándolo en un combate de uno contra uno.

Retiró su rostro cuando la garra se aproximó, el olor a sangre era embriagador, el peligro que representaba era atemorizante, pero debió hacer uso de toda su voluntad para mantenerse firme, dispuesto a combatir. Levantó el kut cuando la garra se aproximó a su garganta, desviándola a un lado, para de inmediato repetir el proceso. Era rápida, pero él no carecía de velocidad, era una de sus fortalezas, más no de la fuerza inhumana que la criatura poseía, y usaba para hacerlo retroceder.

Cada bloqueo y desvío incrementaba las probabilidades de éxito para las intenciones perversas de la criatura. Su armadura temblaba con la expectación de ser mancillada, y su kut con la voluntad del protector. Sus ataques irregulares le impedían leer el flujo de la batalla, era sumamente poderosa, lo había demostrado, pero algo dentro de él le decía que carecía de la experiencia apropiada, algo que en su mente no terminaba de aceptar, pues un Katodi era una criatura nacida únicamente para matar, feroz e indómita, sin embargo, la criatura enfrente suyo poseía una mirada llena de emociones, las cuales no debería de tener.

Sufrió un golpe en la sien que lo desestabilizó, sangre comenzó a recorrer su mejilla izquierda, y su visión se tornó borrosa, otro golpe fue asestado en su pómulo, uno que lo arrojó al suelo. Su kut había caído a unos pasos de su cuerpo, distancia que lo volvía irrecuperable por la proximidad de la criatura. Rodó por el suelo y evadió sus fauces, rápidamente se arrojó a dónde el arma más cercana, una espada de acero que resultó extrañamente cómoda para sus manos.

Fue en ese instante, cuando el cuerpo de su adversario recibió los rayos vespertinos que entendió que no tenía salvación, que su camino había llegado a su fin. Su mano se acercó a una pequeña bolsa de su vaina, extrayendo un par de hongos oscuros con motas blancas, había estado renuente, cualquiera en su situación lo hubiera estado, pero ya no había nada más para él, solo podía solicitar a Dedios que protegiera a su amada kisey y queridas hijas. Sin embargo, al contrario de como había pensado que ocurrirían las cosas, fue golpeado antes de consumir aquellos hongos, siendo arrojado de vuelta a la tierra.

Se levantó, pero los consumibles se encontraban a una distancia que podría costarle la vida solo intentarlo, por lo que suspiró.

«Con honor y gloria», pensó, y aquel sentimiento le provocó un tumulto de profundas emociones.

Apretó la empuñadura de la espada, su antebrazo ardía, y sus dedos apenas si respondían. Ya no tenía la energía para activar cualquiera de sus habilidades, estaba como muchos de sus enemigos habían estado: esperando su inminente destino, no obstante, él no temía, un guerrero siempre debía estar preparado para el día de su muerte, y él había estado listo desde hace mucho tiempo, pero aunque preparado, nunca lo había deseado.

Rugió y se abalanzó a su oponente, esquivando con un magnífico juego de pies, y en su movimiento ofensivo dejó un largo corte, apenas profundo en el brazo de la criatura. Retrocedió apenas lo suficiente para aproximarse si podía, o alejarse si debía. El tigre humanoide rugió con fuerza, sus ataques fueron aún más erráticos y brutales, pero en los ojos de Kurta más fáciles de evadir.

Esquivó, y atacó, provocando mayores cortes en su gran cuerpo, estaba inspirado, la furia lo había revitalizado. La espada se acercó un par de veces al cuello de su oponente, pero ella había sido muy rápida en su evasión, aunque no le permitió que tomara distancia, ni respiro, la tenía donde quería, ya solo faltaba el instante preciso para darle ese golpe fatal que tanto ansiaba.

El pelaje de la criatura que antiguamente había gozado de un hermoso color plateado, había sido remplazado por un rojo intenso, una coloración que le otorgaba una apariencia aún más terrorífica, no obstante, el tigre humanoide no podía vanagloriarse de ello, pues la perdida de sangre le estaba robando las fuerzas.

Kurta sonrió, aquel momento que había anhelado se presentó a él como un regalo del propio Dedios. Había forzado a su adversario a moverse, y lo había hecho tal como lo había querido, dejando una enorme abertura en su defensa. Alzó la espada, listo para decapitarla, ya podía ver su cabeza de monstruo volando, y eso lo hacía muy feliz, al menos su raza enfrentaría un Katodi menos.

El sonido del galope de un caballo lo despertó de su momento de placer, y aunque la espada se estaba acercando con suma rapidez, no fue lo suficientemente veloz para matar a la criatura. Su cuerpo había sido embestido con fuerza, enviándolo a una decena de pasos de su posición original. Su visión estaba nublada al comprender lo sucedido, pero lo único de lo que realmente era consciente era del extremo dolor en su interior. Extendió su mano para intentar sujetar la espada, fue por puro instinto, sin embargo, ya no poseía las fuerzas, y el pie que se posó sobre la hoja le quitó toda esperanza de lograrlo.

—La muerte habría sido un buen destino para ti. —Le escupió, y él, con las últimas palabras de una dama desconocida, cayó inconsciente.


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