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85.2% El diario de un Tirano / Chapter 144: Dilación

章 144: Dilación

Aquel rictus, arrobadoramente insinuado bajo la cascada de sus cabellos que, como hilos de oro pálido en rebeldía frente al rigor de un lazo ya demasiado fatigado, se precipitaban sobre su frente y mejillas. Cada mechón errante, un declamo a la insubordinación, danzaba al compás de esas invisibles melodías que solamente su espíritu altivo podía orquestar. Porque había en ella una soberbia silenciosa, una altanería que no precisaba de alardes, ni de voz, ni de gesto alguno que no fuera ese semiocultar y descubrir de su semblante. Esa fina sonrisa que a veces escapaba, como gacela perseguida.

El arma en su mano dominante manchaba la piedra, sumergida en la tierra, de color carmesí, con el anhelo de bañarse por completo.

—Matar un par de jargas no impresionará a Trela D'icaya —dijo Jonsa con una sonrisa traviesa, que se acrecentó al recibir la aviesa mirada de Alir—. Se escapa.

La islo regresó su atención a la criatura cuadrúpeda que se alejaba con prisa. Inhaló hondo, y con toda su intención hostil que su compañero le hizo el favor de provocarle, soltó un grito-rugido, que hizo que la bestia se detuviera, temblando de terror.

—Aprende tu lugar. —Le atravesó el cráneo con su espada, que inmediatamente limpió con el pelaje de la bestia.

—Tramposa —dijo Jonsa, sin quitar la sonrisa burlona de su rostro.

Alir se limitó a mirarle, pero en su mente ya lo había asesinado de una y mil maneras brutales, sintiendo que si no fuera por el edicto de su raza relacionado a los combates con muerte, Jonsa hubiera caído víctima de un islo hace mucho por su lengua imprudente.

—Elige, o tomaré la oportunidad.

—Y yo te cortaré la lengua por hacerlo —replicó, guardando la espada en su vaina—, pero, por esta ocasión me reservo la elección. Los jargas no fueron del agrado de Trela D'icaya, por lo que no me atrevo a llevarle estos cadáveres.

—No fue culpa mía —dijo de inmediato, pero su expresión de arrepentimiento era evidente—, he preparado a la bestia como mi madre lo ha hecho siempre.

—Dudo que haya sido la preparación —dijo al acercarse, y Jonsa se mostró sorprendido, no esperaba que su compañera no le culpara por la ofensa cometida—, siento que es la carne. Es demasiado distinta a la que le sirven en el palacio. Su olor, su color, el jugo que desprende, todo es diferente al rojo pálido de la carne del jargas.

—Tienes razón —asintió, mostrando en sus ojos los recuerdos del ayer—, he comido carne de esos animales grandes, y debo admitir que son increíblemente sabrosos. No hay comparación. Pero, entonces, ¿qué debemos llevarle de ofrenda?

—No lo he pensado. —Apretó los labios—. Cómo apreciaría tener la compañía del Ministro Astra, o la señora Fira, su sabiduría con respecto a Trela D'icaya es apreciada por toda nuestra raza.

Jonsa asintió.

—Me duele desperdiciar un buen jargas —Observó a las tres lamentables bestias inertes—, pero me dolería más una paliza de la Sicrela, así que vámonos. Encontremos algo bueno que dar de ofrenda.

Alir afirmó con la cabeza, siguiéndole en su camino desconocido.

∆∆∆

Orion, hombre de mirada imperturbable y postura sólida como una roca, observaba el pasar de las aves en el cielo, pero su atención se encontraba en el propio bosque, en los rincones oscuros donde la luz no tenía cabida. Algo le decía que le vigilaban, que seguían sus pasos, y tal sensación le provocaba molestia.

Mujina, hembra de mirada feroz, se encontraba a un paso detrás de su soberano, inspeccionando los alrededores con el completo de sus sentidos. Su mano no había abandonado la empuñadura de la espada, preparada para dar muerte a cualquier cosa que osara interponerse. Algo atravesó el cerco impuesto por sus sentidos, pero el olor familiar de la entidad provocó que desistiera de cualquier intento hostil.

—Señor Barlok —dijo Denis al aparecer, dejándose caer sobre su rodilla mientras mantenía la cabeza gacha.

Orion se dio media vuelta, posando sus ojos sobre la delgada integrante de Los Búhos.

—Habla.

—Para comunicar a mi señor —dijo luego de aclarar su tono nervioso—. Hemos encontrado indicios de la gran criatura. Anda, Demir y Throka vigilan el lugar, en espera de sus órdenes.

—Llévame al sitio —ordenó.

Denis asintió, levantándose al recibir autorización.

Tenía demasiado que no corría, tanto que había olvidado como se sentía la sensación del aire rozar su cuerpo, sus pies golpear con fuerza el terreno, y esquivar todo aquello que se cruzase en su camino. El trayecto fue largo, demasiado para su resistencia, permitiéndose un breve y necesario descanso, olvidando el rumor de la prisa en su pecho. El sudor perlaba su frente, y en el silencio repentino, con el correr de las gotas por su piel, reconoció el descuido de su decisión: había dejado atrás a sus fieles corceles, compañeros infatigables que con sus cascos firmes habrían domado la distancia, suavizando la carga del camino.

El sendero se transformó, paulatinamente, en un retorcido entramado de raíces y piedras, complicando la marcha de Mujina y de los presentes. Una inquietud empezó a tejer redes en torno a su corazón valiente; era un eco de aquel tenso temor, muy parecido al sentido tiempo atrás, cuando, al lado de su amado soberano, penetraron en las entrañas de las tierras malditas. Pero no fue comparable a la oprimente presión que antaño le había arrebatado más que el aliento, ni de cerca.

Descendieron con paso mesurado por la abrupta pendiente, donde la ausencia de árboles abría el escenario a sus ojos atentos. La desolada claridad del terreno les ofrecía una visión no obstaculizada, revelando la obra de la naturaleza en su esplendor crudo y sin adornos.

Ante ellos, se desplegaba la majestuosidad serena de un lago vasto, un espejo de aguas profundas que capturaba el cielo y sus cambiantes colores. Era el digno final del riachuelo que habían seguido, una corriente juguetona proveniente del oeste, que ahora terminaba su propia odisea con un último susurro en la inmensidad de las calmas aguas.

—Estamos en el hábitat de los escamosos, Trela D'icaya —comentó de forma involuntaria, ganándose la atención de su soberano.

—No tengo información sobre esas criaturas —dijo con ligero interés—, así que habla.

La capitana de su guardia personal asintió, manteniéndose en alerta para que nada la tomara por sorpresa.

—Sí, Trela D'icaya —asintió Mujina con deferencia, aunque su expresión traía la disculpa por la limitación de saberes de algo que nunca había creído de relevante, y que, ahora entendía de su error—. El último enfrentamiento tuvo lugar antes de mi primer aliento. —Orion le permitió proseguir, preparándose para incorporar en el recopilatorio de su interfaz una nueva especie—. Desde la infancia, las voces sabias de los ancianos tejieron cuentos entre nosotros, advirtiéndonos de no rondar demasiado cerca donde los ríos desembocan. Allí, se dice, se extiende el dominio de los escamosos: criaturas bípedas, grandes y robustas, y muy salvajes... —No obstante, Mujina levantó la mirada, y su voz se tiñó de una firmeza súbita—. Pero el miedo no corroe nuestros corazones. Es solo que no hallamos honor ni orgullo en segar las existencias de tales seres, pues son combatientes traicioneros y sin ningún valor.

—No nos hemos encontrado con ninguna —dijo Denis con rapidez al tomarse la libertad de intuir la mirada de su señor, percatándose de su error por el perverso y profundo semblante de Mujina.

Orion, por el contrario, se limitó a asentir, ignorante al insulto de su subordinada.

Ante ellos se encontraba la enorme entrada de la caverna, oscura y húmeda.

Anda, Demir y Throka emergieron de la nada, sus gestos impregnados de una devoción solemne. Con una sincronía que denotaba tanto su hermandad en armas como su cansancio, se inclinaron sobre una rodilla en un acto de respeto profundo ante la majestuosidad de su soberano. Sus ropajes llevaban el estigma de una contienda sangrienta. La sangre que manchaba sus tejidos era una crónica silente, revelando un relato de victoria contra adversarios de los que ya no se tenía conocimiento.

—¿La encontraron? —preguntó, ignorando sus estados.

Anda asintió.

—Eso creemos, señor Barlok.

Orion les permitió levantarse, y ellos lo hicieron de inmediato, la presencia de su soberano aligeraba la carga en sus corazones, pero la alerta constante de sus instintos provocaba este estado de nerviosismo.

—¿Vine por una suposición? —inquirió, y aunque su rostro se mantuvo solemne, su energía se cobró las respiraciones de los presentes, hasta la de Mujina.

—No, señor Barlok. Permítame explicarle, por favor. —Anda tragó saliva, la penetrante mirada de su soberano le aterrorizaba más allá de las palabras—... Cuando nos separamos de su lado partimos al oeste del camino que lleva al campamento minero, nos encontramos con un pedazo de madera, al parecer de las carretas de su caravana. Por lo que seguimos el rastro, fue difícil, señor Barlok, pero encontramos que todos los caminos nos conducían a esta caverna. Y como usted mencionó que debíamos informarle tan pronto tuviéramos indicio de la criatura, fue lo que hicimos. Me disculpo en nombre de Los Búhos, y acepto la responsabilidad de cualquier error cometido, señor Barlok.

—Bien hecho.

Los presentes se sorprendieron, quedando extasiados y mudos por el elogio recibido. Mujina sonrió de forma involuntaria, pero su sangre y lado competitivo salió a relucir, sintiendo las ganas de demostrar su valía para recibir un elogio similar.

—Así que aquí se esconde. —Anda asintió—. Enciendan una fogata, pues vamos a esperar a mis otros dos guardianes —dijo, tocando en su interfaz la opción de "llamar".


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章 145: Decisiones personales

La luz dorada del amanecer se filtraba a través de las ventanas, cubriendo la estancia con un manto de calidez. Fira, cuya silueta se dibujaba imponente contra la luminiscencia del día, giró su rostro hacia la figura que, en un acto de sumisión, se había hincado ante ella. La mujer, con su cabello oscuro derramándose sobre los hombros en una cascada de penumbras, tenía los ojos fijos en el suelo, un gesto de reverencia.

—Los subordinados del soberano Orion no deben arrodillarse ante mí —dijo con premura.

—Gracias, señora Fira —dijo la mujer vestida con indumentaria militar al levantarse. La dama de cabello platinado sonrió, con esa gracia que muy pocos podían poseer, causado por el título con el que se referían a ella, y que claramente no ostentaba—, su misericordia es apreciada. Pero me gustaría disculparme por la equivocación cometida.

Fira guardó silencio, muy similar a su soberano cuando esperaba que fueran al grano y dejarán de balbucear, solo que ella lo replicó con una mirada más empática.

—No fue la manera de informar mi solicitud, por lo que me disculpo.

—Acepto la disculpa, e ignoraré que esto sucedió, pero será por esta única ocasión. Soy la "Voz" del Barlok Orion, y se me debe respeto, comandante Laut.

—Por supuesto, señora Fira —afirmó con la cabeza un par de veces.

—Ahora, sobre la solicitud. ¿Cuál es la razón por la que deseas explorar luego de la pendiente?

—Es por deseo de servir, mi señora —respondió casi de inmediato—, y también para satisfacer la curiosidad... cómo sabrá, soy una persona de Tanyer —dijo al percibir la confusión en el rostro de la dama—, y conozco sobre los peligros del bosque, más que los nuevos soldados. —Fira asintió, era de conocimiento común el extremo peligro que representaba adentrarse a cualquier arboleda en Tanyer—. Y el lugar luego de la pendiente es un sitio que no hemos explorado, y temo que pueda ser ocupado por los enemigos para hacerle daño a la gente de esta vahir.

La dama, de cabellera platinada cuál reflejo de la luna en un lago tranquilo, dejó que un suspiro apenas perceptible danzase entre sus labios antes de sopesar la petición con la sobriedad de un estratega antes de la contienda. Sus pensamientos tejían una maraña de contemplaciones; comprendía la sinceridad trenzada en cada palabra de la comandante y la legitimidad de su causa. Sin embargo, su corazón latía con la delicadeza de un tambor de guerra en la quietud de la noche, recordándole el peso de la tarea que tenía ante sí.

No era solo la seguridad de la vahir lo que pendía de la balanza de sus decisiones, sino también la percepción de su capacidad para desempeñarse como "Voz" de su soberano. La nueva responsabilidad resonaba con la gravedad de un juramento sagrado, cada elección un reflejo de su astucia y aptitud para gobernar en ausencia de su preciado señor. No podía permitirse la más mínima imprudencia si deseaba demostrarle su valía.

—¿Cuántos de tu escuadrón partirán contigo?

—Diez de mis mejores hombres, mi señora.

—¿Cuándo tienes planeado explorar después de la pendiente?

—A la cuarta salida del círculo dorado, mi señora... en cuatro días —dijo, sintiendo que la dama podría no haberle entendido—. Hay un caballo que deseo terminar de adiestrar antes de partir. —No buscaba precipitar el encuentro; que su señora considerase su petición era crucial y no deseaba apresurar su juicio.

Fira asintió, sin ofenderse por la explicación añadida. Yerena se limitó a observar, expectante a qué sucediera lo que deseaba.

—Tienen mi permiso, pero les acompañaré.

La sonrisa que había florecido en el rostro de Laut, a merced del consentimiento de su solicitud, se marchitó súbitamente al comprender las implicancias de su anunciada compañía.

—No, mi señora, no es aconsejable —replicó con vehemencia.

—No planteo una sugerencia, comandante Laut. —La firmeza de su tono dejó claro que no admitiría réplica.

—Es muy peligroso...

—Para eso estoy yo —dijo Yerena al colocarse a su lado. Su mirada había perdido lo infantil de su personalidad, tomando la ferocidad de su estirpe guerrera.

Fira le observó con el rabillo del ojo, poco contenta con su intervención, aunque apropiada, pues sirvió de persuasión para la comandante de La Lanza de Dios, que entendió su error de menospreciar a una de las guardianas de su soberano.

—No era mi intención ofender.

—Nos vemos en el cuarto amanecer —dijo Fira, y con la misma prosiguió en su camino, acompañada de Yerena, que mantenía una estúpida sonrisa en su rostro.

La comandante asintió, hizo una sutil reverencia, partiendo al sentirlo apropiado.

∆∆∆

La noche había llegado como una mala clausura para un día desagradable. La oscuridad invadía cada palmo del miserable pueblecito, le disgustaba hasta el propio aire que respiraba... cómo extrañaba su hogar.

Desde la altura del balcón, iluminado tenuemente por el utensilio de hierro y cristal que proveía luz, oteaba la eterna oscuridad que había atrapado bajo su manto a todo el lugar.

Habían pasado tan solo dos días desde su llegada, largos como una pesadilla, y aburridos como observar la oscuridad esperando que algo sucediese. Resignado, se volteó hacia el refugio más reconfortante en aquella estancia: una cama que, pese a su sencillez, destacaba entre la fea decoración circundante. Su intención era clara: rendirse ante el sopor del sueño, quizás el único escape de la fatiga de aquel ambiente. Pero justo cuando dirigía sus pasos hacia el lecho, un ruido inesperado en la puerta desvió su curso. Un golpeteo insistente rompía el silencio. Intrigado y con una mezcla de cautela y curiosidad, ajustó su rumbo.

Abrió con suavidad.

—¿Qué ocurre? —preguntó, sorprendiéndose al distinguir en el umbral la imponente figura del guardián, quien, a todas luces, había debido ya abandonar su puesto para entregarse a los brazos del descanso. A un lado de la sólida puerta, se encontraba la silueta de Helia; acurrucada, rendía su frente al descanso sobre las curvas de sus propias rodillas—. ¿Qué haces aquí? Deberías estar durmiendo.

—No le abandonaré, señor Ministro —dijo, y Astra notó la advertencia en su voz, probablemente dirigida a la silueta que sus ojos apenas percibían.

Se trataba de Belian, la hija mayor de Brabos Horson. Envuelta en las delicadas telas de un vestido de plata que caía en suaves cascadas hasta su calzado apenas visible, lucía con una gracia que emulaba a las rosas en apacible rocío matinal. Sus cabellos estaban recogidos en un arreglo modesto, que no pretendía mayor atención que la necesaria para denotar su elegancia innata. En su mano descansaba como acompañante un artefacto de cristal que, en su interior tenía como prisionera a una pequeña vela que bailaba al son de sus caderas.

—Señor Ministro, ¿me permitiría tener una conversación con usted?

—Solo con usted si es posible —añadió con un matiz de intimidad urgente en sus palabras, velada apenas por la cortesía de su tono.

Astra, envuelto en un halo de reflexión, no ofreció una respuesta pronta. Pesaba el pedido de la joven, como quien evalúa el valor de una joya preciosa y sus posibles consecuencias.

Con la ferocidad de una bestia encadenada, Trunan emitió un bufido que vibró agresivamente en el aire. La joven, aunque sorprendida por el estallido súbito de agresividad, reinstauró su aplomo con una celeridad que desmentía su juventud. A pesar de ello, el aire pareció tornarse más denso, resistiéndose a entrar con fluidez en sus pulmones. Ella luchó por restablecer un patrón de respiración sereno y constante, su pecho se levantaba y caía en un esfuerzo por capturar el oxígeno que la tensión había vuelto esquivo.

Astra le tocó el hombro, provocando que la palpable intención hostil fuera eliminada.

—Señor Ministro —retrocedió un paso.

—Pasa.

Belian declinó la oferta de forma inmediata, mientras su corazón se transformaba en el galope de un fiero corcel. Su semblante se colmó de un rubor delicado.

—No es correcto que entre a sus aposentos, señor Ministro. —Astra levantó una ceja, sin entender el cambio en su comportamiento—. Pero le aseguro que el sitio que he escogido es lo suficientemente privado.

El Ministro posó sobre el islo una mirada rápida e imperceptible, quién al recibirla se limitó a asentir con los ojos.

—Te sigo.

El tenue resplandor proveniente de la llama cautiva en el artefacto de cristal que Belian sostenía entre sus dedos, derramaba una luz vacilante sobre el pasillo. El cuadro que nuevamente captó el interés del ministro era un relicario visual, una ventana hacia los tiempos antiguos que hablaban de la supremacía humana sobre los planes originarios de Tanyer. No odiaba tal expresión de arte, en realidad le había complacido verla, pues solo reafirmó sus sentimientos hacía su todopoderoso señor, que había logrado doblegar por sí mismo a la familia más poderosa del continente.

Atravesaron el umbral del grandioso arco, tallado en madera negra que, como la noche misma, parecía beberse la luz que osaba rozarlo. El arco, adornado con grabados de historias antiguas y símbolos olvidadas, se erguía como guardián de la sala a la que daba paso: un aposento de dimensiones generosas, donde las losas de roca gris, pulidas por el paso incontable de los años y los pies de visitantes innumerables, componían un pavimento que brillaba bajo la luz tenue y misteriosa.

Dos columnas robustas, talladas en un mármol que competía con la noche en oscuridad, se elevaban desde el suelo como gigantes de piedra, sosteniendo el techo que se perdía en las sombras. Estas no eran meros soportes arquitectónicos sino monumentos a la artesanía, adornadas con figuras entrelazadas y capiteles esculpidos que narraban epopeyas de un tiempo en que los dioses caminaban sobre la tierra.

—Bonita sala —dijo Astra con una falsa sorpresa, que la dama apreció, pero hizo por ignorar—. Habla. —Se sentó en la larga banca de piedra pegada a la pared—. No quiero amanecer aquí.

Belian asintió serenamente, y con un gesto meticuloso depositó el artefacto luminiscente sobre la banca. La luz proyectaba danzas de sombras a su alrededor, creando una atmósfera de enigma que se respiraba en el aire. Su mano, ahora liberada de su carga, se deslizó sutilmente hacia el interior de su vestido, un movimiento furtivo que hizo que los instintos más profundos y terrenales de Astra se agitaran como las hojas ante la premonición de una tormenta. Percibiendo la dirección de sus propios pensamientos como un navegante advierte las corrientes traicioneras, se sacudió mentalmente. Se percató de su desliz, de la facilidad con la que su mente se había entregado a interpretaciones más bajas de un acto inocente. Con la brevedad de un rayo capturando su presa restableció su compostura antes de que la mano de Belian emergiera de la tela de su vestido, y con una expresión sobria y solemne declaró ignorancia a lo sucedido.

—El sagrado Tomber pide ser sincero con el corazón, si lo que se busca es la bienaventuranza en la unión. —Le entregó una carta abierta con el contenido dentro.

Astra la recibió, en completo aturdimiento.

—No entiendo, ¿qué quieres que haga con esto?

—Léela para mí, por favor.

La intriga del momento le ganó. Sus ojos se posaron sobre la arrugada carta sin sello, sus dedos se hicieron con la hoja doblada, que extrajo al instante. Carraspeó para aclarar su garganta al tener el contenido de la hoja frente a sus ojos, y con su voz varonil comenzó a leer.

"Para la mujer más hermosa de Tanyer,

Con la insistencia de la marea que acude a la costa, mis pensamientos retornan a usted, llevados por el vaivén de recuerdos que la distinción del tiempo no ha logrado desvanecer. Ansío con una fervencia pura los días que aún han de escribirse, los días hasta que pueda hallarme de nuevo en su gratificante presencia.

No hay océano de tinta ni bosque de papel suficiente para dar testamento completo a la odisea de mis meditaciones; ensayos de amor y anhelo que adornan páginas que palidecen ante la magnificencia del sentimiento que impulsan. Mi alma, envuelta en la constancia de este afecto, se fija en la única verdad: el deseo de ser suyo por el sin fin de los días por venir.

Con cada verbo y sustantivo, intento seducir a los mismos dioses, les invito a conspirar en este designio de amor hasta convertirlo en un edicto divino.

Al recibir esta carta, ya estaré forjando el camino de regreso hacia usted. Avanzo no como un simple peregrino, sino como un hombre cuyo corazón ha sido marcado por la huella imborrable de su belleza.

El hombre que ansía, por encima de todo, ser su compañero perpetuo en la unión perfecta."

Dejó de leer, pero la confusión en su rostro no disminuyó ni un poco.

—Necesito una explicación, o me sentiré ofendido.

—Los hombres del reino emplean gente para escribir cartas...

—No me refería a eso —interrumpió con brusquedad—. Quiero entender el porqué de darme esta carta.

—Porque deseo ser sincera, señor Ministro. Usted es el hombre al que he elegido, y, aunque admito de mi indecisión de hacerle conocedor sobre la carta al recibirla, no deseaba entorpecer nuestro comienzo por una malinterpretación. Porque si lo que dice está carta es verdad, el hombre al que pertenece causará problemas...

—Me has confundido todavía más —dijo, tratando de descifrar si no estaba en una tonta broma infantil, que no parecía serlo—. ¿Qué quieres decir con que me has elegido?

—Para ser una pareja, señor Ministro.

Astra desplegó sus ojos en una mirada de asombro absoluto, mientras una sensación de asfixia se apoderaba de su ser. El aliento, juguetón y esquivo, se escapaba de las profundidades de sus pulmones en una danza silenciosa, rehusándose a rozar siquiera el umbral de su nariz para no ser capturado de nuevo.

—Te has equivocado conmigo, niña —dijo al recuperarse.

—Lo siento mucho —repuso de inmediato—, señor Ministro. Entiendo que no es el proceso adecuado, pero está carta lo cambió todo. Y no quiero perderlo cuando él llegue.

—¿Quién llegará?

—Irvan Trehon, segundo hijo del jefe de la compañía Trehon —dijo, como si nada más nombrarlo, Astra entendiera por completo de quién se trataba.

—No sé quién sea —suspiró, cansado por el juego al que no deseaba inmiscuirse—. Y no me importa. La próxima vez no interrumpas mi tiempo a solas.

Se alejó al darse media vuelta, sin verse afectado por lo que acababa de ocurrir, pues no le tomaba una importancia real.

Belian se quedó de pie, mirando con brillo la espalda de Astra.


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