-Tranquilo el próximo año será- Suarez.
-No importa, igual ya no participare más en este estúpido juego- Killer.
-No digas eso, a ti más que nadie le apasiona este juego, además es nuestra oportunidad de ser alguien en la vida, no olvides que aun debemos comprar los caballos más veloces del mundo, solo fue una derrota, porque no vienes con nosotros, te relajas y distraes la mente- Suarez.
-Vayan ustedes, no me interesa- Killer.
-No sé qué decirte, es tu decisión- Suarez.
-Voy al gimnasio, que te vaya bien y te diviertas- Killer.
El joven dejó atrás el vestuario, su rostro impasible como un muro de hielo. Sin una palabra, se dirigió hacia el gimnasio, un refugio donde podría desahogar la furia que bullía en su interior. Allí, entre el peso del metal y el eco de cada levantamiento, trataba de ahogar la frustración que no podía manifestar. Las pesas crujían al ser levantadas con violencia, como si fueran un reflejo de su rabia contenida. Cada repetición parecía más un castigo que un entrenamiento, una forma de martillar su propia frustración. Finalmente, no pudo más. Con un rugido de impotencia, soltó las pesas y estas cayeron al suelo con estruendo, como una sentencia. El gimnasio, solitario y frío, se convirtió en el testigo mudo de su fracaso.
Con un resoplido, se levantó rápidamente y, sin detenerse a pensar, se dirigió hacia la arena de combate. La noche ya comenzaba a caer sobre Black Dragon, sumiendo la ciudad en una quietud ominosa. El lugar, normalmente vibrante de energía, estaba desierto, vacío, como si también la arena misma hubiera sentido el peso de la derrota. Solo él permanecía allí, como un espectro en medio de un campo abandonado. Sin vacilar, sacó un balón de su bolsa y lo depositó frente a la portería vacía. La soledad lo envolvía mientras tomaba su posición. No había más que él y la portería; el eco de sus pasos resonaba como un recordatorio de su propio aislamiento.
Con furia ciega, comenzó a disparar. El balón volaba contra la red vacía, golpeando el poste, deslizándose fuera del campo, errando cada vez. Con cada fallo, el recuerdo de las victorias pasadas se colaba en su mente, como un susurro traicionero. Los entrenamientos interminables, las victorias que lo habían llevado hasta allí, todo aquello ahora parecía un sueño lejano, una promesa rota. Los disparos fallidos se sucedían uno tras otro, como una cadena imparable, cada uno un recordatorio cruel de su fracaso.
En un instante, tropezó y cayó al suelo. No fue una caída física, sino un colapso interno. Un rugido de desesperación brotó de sus labios, y, por un momento, el joven se dejó arrastrar por el dolor. Lloró sin pudor, como un niño pequeño al que le han arrebatado su juguete favorito. Su cuerpo se retorcía en el suelo mientras la rabia y la tristeza se mezclaban en un grito primal. La soledad del lugar no hacía más que intensificar su angustia. Era la misma desesperación que sentía desde que la derrota se había hecho presente en su vida, y no sabía cómo enfrentarse a ella. Pasaron varios minutos allí, en el frío de la noche que se deslizaba sobre él, hasta que, finalmente, la realidad lo obligó a levantarse.
Con un último suspiro, se levantó del suelo, se secó las lágrimas con la manga de su camiseta y se encaminó hacia su hogar. El camino era largo, como una ruta interminable que nunca parecía terminar. Llegó a su destino: una casa destruida, un cascarón vacío que alguna vez fue un refugio. El techo, en ruinas, se desmoronaba poco a poco, dejando caer trozos de madera calcinada. La estructura, marcada por el paso del tiempo y el abandono, reflejaba su propio estado: agotado, destrozado por dentro. Con pasos lentos, entró en lo que quedaba de su hogar, acomodándose en una cama hecha de paja, ya vieja y apestosa, que apenas podía ofrecer consuelo.
Antes de cerrar los ojos, el joven alzó la mirada hacia el cielo estrellado. En la quietud de la noche, una sensación de soledad lo envolvía, pero también algo más: la mínima chispa de esperanza que persistía. En silencio, oró, pidiendo al cielo algo que no sabía cómo describir. No pedía victorias, ni gloria, ni revancha. Solo pedía fuerzas para seguir adelante, algo que le diera sentido a su vida rota. Las estrellas, lejanas y frías, lo observaban en su soledad, pero en ese silencio, algo en su pecho se calmó. Quizás aún había un camino por recorrer, aunque no supiera cuál sería.
"Lo siento, mamá. Lo siento, papá", murmuró en un susurro, como si sus palabras pudieran llegar a ellos a través del universo. "Lo intentaré de nuevo, aunque no sé si podré…". Y con esa plegaria, el joven cerró los ojos, buscando en la oscuridad el consuelo que solo los sueños podían ofrecerle.
-La cagué mamá, no pude ganar hoy, papá estaría decepcionado, tal vez no sirvo para esto, en verdad lo lamento, los extraño mucho, saluda a mi hermanita de mi parte, buenas noches- Killer.
El canto de un gallo rompió el silencio de la mañana, un sonido que, aunque familiar, siempre le parecía distante, como si proveniera de otro mundo. Killer despertó lentamente, el peso de la noche aún gravado en sus ojos. Su cuerpo, pesado por el cansancio acumulado, se alzó de la cama improvisada que había encontrado en el rincón más apartado de su casa en ruinas. La oscuridad de la habitación lo envolvía, pero la luz tenue del amanecer se colaba por las grietas de las paredes, arrojando sombras alargadas sobre el suelo polvoriento.
Con un suspiro, caminó hasta una mesa desvencijada donde descansaba un pan viejo, cubierto de moho. Lo tomó entre sus manos sin mucho interés, mordiendo una parte dura y rancia, mientras el amargo sabor se deslizaba por su garganta. No quedaba mucho más en el hogar, solo restos de lo que alguna vez fue algo más. No había espacio para la esperanza en ese lugar, ni para la nostalgia. Era lo único que quedaba: la rutina de sobrevivir.
Dejó el pan y, tras vestirse con ropa desgastada, salió de la casa, cruzando el umbral con un paso lento pero decidido. Su destino era el río cercano, ese lugar que lo había visto tantas veces, donde podía perderse entre el agua fría y dejar que sus pensamientos se ahogaran momentáneamente en su corriente. El río siempre era un alivio. Al llegar, se sumergió en sus aguas, dejando que el frescor lo envolviera, limpiando no solo el sudor y el polvo, sino también las huellas invisibles de sus batallas internas.
Al salir del agua, el sol comenzaba a alzarse, iluminando su cuerpo cubierto de cicatrices. Cada marca en su piel era un recordatorio de las luchas pasadas, de las caídas y las heridas que le recordaban que la vida no perdonaba. Cicatrices en sus brazos, en su abdomen, en sus piernas. Algunas viejas, otras recientes, todas parte de la misma historia. Cada una de ellas contaba su propio relato, pero ninguna parecía ser suficiente para borrar la sensación de vacío que lo acompañaba.
Mientras se secaba, sintió una presencia. Una mujer lo observaba desde un rincón de la ribera, aguardando con una quietud casi inquietante. Su figura destacaba, no solo por la calma que transmitía, sino también por su porte y su ropa. No era una pueblerina, eso era claro. Sus ropas eran de una calidad que escapaba al alcance de cualquiera en esos lares, y su actitud no dejaba lugar a dudas: no estaba allí por casualidad.
Detrás de ella, dos hombres la escoltaban, su presencia era discreta, pero suficiente para hacer evidente que no se trataba de una mujer común. Los hombres, vestidos de manera sobria pero con la seguridad de aquellos acostumbrados a moverse en lugares de poder, observaban a Killer con una mezcla de indiferencia y cautela, como si ya lo hubieran catalogado sin necesidad de interactuar.
Killer, aún empapado y con el agua escurriéndose por su piel, levantó la vista hacia la mujer. Sus ojos, vacíos de toda emoción, la estudiaron con la misma frialdad con la que solía observar a todo ser humano que se cruzara en su camino. Sabía que no venía a ofrecerle un saludo amistoso ni una simple conversación. Aquella mujer traía consigo algo más, algo que Killer aún no alcanzaba a comprender. Pero en el fondo, algo en su interior se encendió, un resplandor tenue, casi imperceptible, que lo alertaba. Sabía que este encuentro no sería casual.
-¿Quién eres y que quieres?- Killer.
-Vaya qué atributos tienes, me llamo Hana, y me enviaron a buscarte, necesitamos que participes en un pequeño torneo- Hana.
-¿Y qué clase de torneo pervertida?- Killer.
-No me hables así, se más respetuoso, buscamos crear al mejor equipo para participar en Warzone- Hana.
-Gracias pero no me interesa, ya no juego a eso- Killer.
-Qué pena que tu orgullo sea tan frágil- Hana.
-Cállate maldita mujer- Killer.
-Solo eres un frustrado más, no entiendo que ve la señorita Karla en ti, enserio eres tan patético que te derrumbaste por un juego, te están dando la mejor oportunidad de tu vida, y prefieres rechazarla solo porque perdiste una vez y no quieres que te digan patético- Hana.
-¿Quieres ver a este frustrado en su mejor momento?- Killer.
-Eso quiero verlo- Hana.
-Bien, participaré, voy a demostrar que no existe nadie mejor que yo, destruiré a todos en ese maldito torneo- Killer.
-Bien vámonos, tú, eres el último- Hana.