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22.22% BORUTO & NARUTO: Lo Que Algún Día Seremos / Chapter 12: Parte Primera, Capítulo Cuarto: Todo Rey Tiene Secretos.

章 12: Parte Primera, Capítulo Cuarto: Todo Rey Tiene Secretos.

En Trozani, nada parecía artificial o forzado. Era un lugar de paz, espiritualidad y belleza. El gobierno se dedicaba a preservar esta tranquilidad y a protegerse de cualquier amenaza exterior.
Cualquier tormenta, desastre o conflicto no alcanzaría a este remanso. Aunque algunos eruditos sugirieran que la barrera tenía puntos vulnerables, estos permanecían ocultos para los forasteros.
En Trozani, residían aquellos afectados por la guerra y el rechazo. Inicialmente concebido para Ninjas renegados y fugitivos, el lugar fue transformado por el fundador, un hombre que huyó de Konoha, para acoger solo a aquellos que merecían paz.
Con el establecimiento de la barrera, se garantizaba la seguridad. Nadie entraría ni saldría libremente. Se fomentaba el entrenamiento, permitiendo que solo los más talentosos protegieran la barrera y aseguraran la vida de sus habitantes.
Los crímenes eran escasos y de poca importancia. Mayormente, se limitaban a daños a la propiedad o conflictos menores entre vecinos. Nunca escalaban a situaciones preocupantes.
Hace una semana, comenzaron las desapariciones en la república de Trozani. Los ninjas, considerados como los pocos vestigios del mundo exterior, desaparecían uno tras otro. Al principio, se pensó que eran fugas individuales, pero pronto quedó claro que algo más siniestro estaba ocurriendo.
Aunque algunos se rebelaron contra el gobierno, sus intentos fueron sofocados con facilidad, usualmente mediante concesiones o aumentos. Las falsas rebeliones se volvieron tan comunes que el rey nunca actuó con dureza contra los que pedían más. Nunca se sintió la necesidad de perseguir a los fugitivos en el exterior.
Sin embargo, al segundo día, la situación se salió de control cuando el número de ninjas desaparecidos aumentó drásticamente. La sorpresa fue grande y la evidencia, abrumadora.
¿Cómo podrían los ninjas, fieles durante generaciones, traicionarlos?
Parecía imposible, especialmente considerando que los desaparecidos eran especialistas en habilidades oscuras, incluso para el rey.
Un presentimiento desagradable se apoderó de él cuando uno de sus informantes se presentó con la cabeza gacha. La decisión de solicitar ayuda era sumamente delicada.
Nadie fuera de Trozani conocía la existencia de su república. Al menos, eso creía él. Las generaciones que vivieron en el mundo exterior eran cosa del pasado, la mayoría ya fallecida. ¿Quién se atrevería a socorrer a personas sospechosamente poderosas? Correrían el riesgo de ser traicionados.
Tuvo todo un día para reflexionar sobre este dilema. Desde antiguas amistades hasta enemistades pasadas en el exterior. Con sesenta y seis años de edad, había experimentado numerosas batallas y traiciones. No deseaba exponer la vida de su pueblo ni la de sus ninjas a un peligro innecesario.
Hacía apenas cinco días, envió una carta a una aldea en busca de ayuda. Anhelaba una respuesta, pero también comprendía la necesidad de mantenerse firme. Por más que deseaba recibir una muestra de apoyo, no podía permitirse mostrar debilidad ante aquellos que no había visto en años.
Recordaba vívidamente la primera vez que escuchó el apellido "Sarutobi". En su juventud, siendo de otra aldea, no le atribuyó gran importancia. Fue durante su búsqueda del fundador de Trozani, cuando tuvo la oportunidad de conocer más sobre ese apellido y su significado.
"Si algo llegara a ocurrir, mencionen al Tercer Hokage. A pesar de nuestras diferencias, siempre tuvimos un respeto mutuo por nuestras decisiones."
— Honor... —Pensó para sí mismo con cierta ironía. —
Suspiró, lamentando verse obligado a usar de manera tan escasa la información disponible sobre ellos en el exterior. Pero no tenía alternativa si quería proteger a su gente. Sus ninjas desaparecían misteriosamente, y solo los ancianos de una lejana aldea conocían la verdad.
Aquellas personas podrían desencadenar una guerra con solo un gesto. En Trozani, el entrenamiento era riguroso y los más talentosos servían al rey con un juramento de lealtad. Sin embargo, varias generaciones habían pasado desde que alguien en el lugar había experimentado verdaderamente el horror de la guerra.
Aunque su ansiedad estaba latente, la ocultaba tras las arrugas que hablaban de una sabiduría ganada a lo largo de los años.
El Rey Saturo de Trozani, uno de los fundadores y su único monarca restante. Un hombre cuyo poder y respeto en la ciudad eran inmensos, pero que en sus primeros días no fue más que un niño consentido que ascendió al trono cuando su barba aún rozaba el suelo.
Cuestionaba constantemente el propósito de su posición. Mantener el orden como rey en un lugar pacífico podía ser noble, pero ¿era lo correcto? Sin embargo, sus intereses y voluntad pasaban desapercibidos para la mayoría, excepto para aquellos de su misma generación, dispersos por toda la ciudad.
Desde los picos de las montañas hasta las cuevas subterráneas que alimentaban las corrientes de agua, según la creencia popular, cada rincón estaba habitado por ancianos y jóvenes que continuaban el legado de aquellos que ya no estaban.
Aunque sus perspectivas diferían, todos parecían preferir vivir en una realidad cuidadosamente construida, donde las riquezas estaban garantizadas desde tiempos inmemoriales.
¿Quién prestaría atención a sus palabras después de ser despojado de su posición en el palacio?
Ni siquiera un transeúnte se dignaría a mirarlo si sus antiguos compañeros mancharan su reputación. De esta manera, Saturo estaría completamente incomunicado, incapaz de transmitir siquiera un mensaje.
Y seguramente, no sobreviviría mucho tiempo en el exterior. Nunca se había atrevido a desafiar a los demás para averiguarlo, pero sabía que se asegurarían de que todos supieran de este lugar o inventarían alguna mentira para asegurarse de que Saturo pagara el precio. Sabían exactamente cómo golpearlo para dejarlo indefenso. Ha sido así desde el día en que asumió la corona a los cuarenta años.
Las personas de este lugar, tan ignorantes como hermosas, eran lo único que le quedaba en este momento. En este momento y siempre.
El vapor que antes emanaba de su taza de café ahora se había disipado por completo. Su reflejo en la superficie se volvía más claro. El café, de la más alta calidad en toda la ciudad, se estaba enfriando ante sus ojos.
El café parecía perder su color rico en sabiduría y estatus. Saturo ya no sentía el deseo de beberlo, lo que le provocó un suspiro de resignación. Una vez más, se encontraba solo en el vasto comedor. Y para añadir más desánimo a su estado de ánimo, se había cansado del café de alta calidad.
No era nada nuevo. Cuando asumió la corona por mandato de sus antiguos compañeros, se pensó que rodearlo con tanto lujo y estatus lo silenciaría respecto a las insensateces cometidas por los demás.
Pero lo que ellos no sabían era que aquel café, importado con gran riqueza gracias a relaciones secretamente establecidas durante los años de fundación de estas tierras, había pasado por las manos de Saturo en forma de granos de café cuando apenas tenía trece años.
Recordar esa época era doloroso. Una época en la que había sido feliz sirviendo a una persona, su futuro rey, que no era mucho mayor que él.
Un hermano mayor que lo había sacado de las garras de una familia asquerosamente rica, que estaba lista para deshacerse de él en cuanto la familia rival con la que Saturo había estado forjando lazos cediera parte de sus bienes de importación a la familia de Saturo, como parte de un trato por el matrimonio entre la media hermana de Saturo y el único hijo de la acaudalada familia rival.
El difunto rey, aunque no compartían la misma sangre, siempre sería su hermano. Un ejemplo de sabiduría e inteligencia humanas.
Saturo, un hombre de estatura alta para su edad avanzada, alcanzaba fácilmente los 1,72 metros. Su presencia imponente solía intimidar a los principiantes con una mirada penetrante.
Con piel blanca y ojos oscuros, fruncía las cejas formando un ceño perfectamente definido que expresaba serenidad y determinación. Sus cejas blancas y gruesas añadían un aire de sabiduría y autoridad a su semblante.
Jamás llevaba la corona consigo. A diferencia de otras coronas, ostentosas y majestuosas, la suya era más pequeña, modesta y sencilla. Sin embargo, su significado era invaluable para los habitantes de Trozani.
Saturo valoraba profundamente a su hermano y consideraba que él era el verdadero dueño de aquella corona.
Fue una ironía del destino que otros creyeran que podría ser fácilmente sobornado, y logró asumir el cargo de rey con el propósito de proteger la memoria de su hermano y los ciudadanos a los que había jurado defender.
Colocó las manos detrás de la espalda, gesto que solía repetir para infundirse confianza. Aunque era un hombre ansioso por naturaleza, compensaba esa inquietud con sensatez y con la sabiduría que había heredado de su hermano mayor.
Siempre se preocupaba demasiado, pero prefería tomar el camino largo y lleno de obstáculos para avanzar con seguridad. A menudo ignoraba las trampas urdidas por sus antiguos compañeros, quienes subestimaban su astucia para proteger a su pueblo.
Eran más poderosos que él, y si no lograban mantener el control sobre el pueblo, seguramente lo eliminarían después de acabar con quienes lo defendían.
Eso era algo que deseaba evitar a toda costa.
Dejó que su mente divagara mientras contemplaba la belleza a través del amplio ventanal. El gran comedor, con sus tonos rojos apagados, siempre le pareció sombrío y monótono. Incluso las cortinas seguían la misma paleta de colores, como si el palacio fuera el refugio de alguien cuya esencia era el fuego.
Saturo llevaba una túnica de una tela exquisita y fina, una seda casi exclusiva proveniente de la aldea de la cerámica. En ese lugar, solo unos pocos artesanos se especializaban en crear telas tan hermosas como sus propias cerámicas.
Aquel lugar ya no formaba parte de su mundo, había pasado tanto tiempo desde la última vez que había oído hablar de ellos. ¿Habrían sido emboscados? ¿Habrían huido de algún peligro? Eran demasiados los destinos ineludibles que acechaban a las aldeas que no seguían su estilo de vida.
— No hay nada que podamos hacer. — Musitó con la mirada serena fija en las montañas distantes, como imágenes congeladas del pasado. — El destino de las aldeas que se creen ocultas es inevitable. Se preocupan más por luchar entre ellos que por cualquier otra cosa.
Aves de tamaño casi diminuto anidaban en el árbol más cercano a su ventana. Contemplar esa vista era lo único que le alegraba las comidas cada día.
Durante los primeros años, se sintió tentado a abrir las cortinas durante las comidas, pero no lo hizo hasta tres años después, cuando decidió que ya era suficiente actuar como un ignorante ante los demás.
El anidamiento de las aves era un evento al que nunca faltaba. Eran pocas las aves que lograban llegar hasta allí, y muchas de ellas, gracias a la protección de la barrera, gozaban de una longevidad que embellecía sus alas. Por eso, en la bandera de su reino, se veían las alas de un ave dorada.
Mientras disfrutaba del espectáculo que la naturaleza le brindaba, sintió un ligero cosquilleo en sus oídos. Era una sensación familiar, y no dudó en cerrar las desagradables cortinas.
Le dolía no poder despedirse adecuadamente de los hijos de la naturaleza, y le enfurecía tener que cubrir la belleza exterior para preservar la fealdad del gran comedor. Incluso como rey, no podía cambiar las decoraciones. No sentía que su estancia mejorara, sabiendo que todo lo que lo rodeaba era una farsa.
Con el cosquilleo en aumento, se volvió hacia la puerta y cruzó los brazos. Sus mangas largas ocultaban sus brazos, mientras las cintas doradas de su túnica hacían eco con las aves rojas de alas doradas.
A diferencia de la bandera, blanca con alas doradas en honor al amor del anterior rey por las margaritas, su atuendo reflejaba una tristeza oculta bajo la elegancia.
— Indignante... Qué descaro. — Murmuró con voz llena de resentimiento. —
No necesitó girarse para reconocer al intruso. Cuando escuchó la voz autoritaria y afectadamente culta, Saturo bajó la cabeza y cerró los ojos, buscando la calma necesaria para enfrentarse adecuadamente a alguien que no respetaba su posición.
La puerta del gran comedor se abrió con rudeza, sacudiendo el aire con su golpe final. Saturo percibió la fuerza detrás del portazo sin siquiera voltearse. Sabiamente, optó por ignorarlo, sin intención de confrontar a la mujer que tan descaradamente irrumpía en el palacio, a pesar de ser consciente de las confianzas que ella se tomaba en el lugar.
Esa mujer era Tara, una anciana astuta y maquinadora que más de una vez había complicado la vida de Saturo. Como se ha mencionado antes, los ancianos que compartieron el levantamiento de estas tierras tenían dos formas diferentes de controlar la situación.
La primera era la que todos conocían: los asuntos públicos, como los derechos civiles, la expansión territorial, el mantenimiento y la administración de las instituciones importantes de la aldea, eran aspectos que estaban bajo escrutinio público.
Sin embargo, Saturo era consciente de las maquinaciones que ocurrían detrás de las cortinas, manejadas por personas como Tara. Ella supervisaba discretamente el control externo de la aldea, regulando quién entraba y quién salía, así como recopilando información del exterior por diversas razones.
No obstante, con sus ojos pequeños y una piel sorprendentemente tersa para su avanzada edad, Tara irradiaba el poder que había acumulado a lo largo de los años, superando la ignorancia fingida de Saturo. Pasaba más tiempo arreglando su cabello que dando órdenes a sus hombres para que salieran al exterior y se aprovecharan de las aldeas más pequeñas.
Dado que para quienes estaban fuera de Trozani este lugar no existía, no había poder político ni terceros que los involucraran en esos incidentes.
Con frecuencia, Tara enviaba a sus hombres a recopilar información para traérsela a sus puertas.
De esa manera, obtenía beneficios al vender la información bajo diferentes nombres o artimañas, e incluso estaba dispuesta a ordenar asesinatos con tal de obtener algún documento que hiciera brillar más a Trozani.
La ciudad estaba dividida en cuatro palacios más pequeños: Trébol y Pica al este, y Corazón y Diamante al oeste. El palacio principal del rey se encontraba al final de las tierras, con las montañas ficticias como telón de fondo.
El Palacio del Rey era conocido como "El Palacio Luna". Saturo disfrutaba pasar horas contemplando el cielo desde su balcón, especialmente cuando la luna lo bañaba en tonos azules y blancos, ocultando el rojo característico de su residencia.
Solo en esos momentos se sentía completo, como si fuera un ser nocturno, despierto mientras el mundo dormía. Aunque su cuerpo estuviera activo durante el día, su corazón siempre anhelaba la noche.
— ¿Qué sucede ahora, Tara-dono? — Preguntó Saturo, resignándose a perder su preciado tiempo con aquella mujer. —
Tara, más preocupada por su apariencia que por los documentos que la respaldaran, cerró los ojos como si su estatus estuviera a la par del Rey frente a ella.
— ¿Comiendo a estas horas, Saturo-sama? — El tono de Tara cambió súbitamente a uno formal y casi robótico. — ¿Tiene idea de qué hora es?
— Uh... creo que son cerca de las seis. — Respondió Saturo mientras se acariciaba la barba, restándole importancia al asunto. —
El detalle casi provocó que Tara perdiera su actuación, algo que Saturo notó por el leve tic en su entrecejo. Aunque le resultaba divertido y hasta placentero comportarse así, sabía que ante los ojos de los aldeanos era considerado un sabio.
Los demás ancianos lo habían elegido como rey, y no tenían más opción que obedecerle para mantener sus riquezas mal adquiridas.
— Ya veo. — La anciana fingió toser con distinción. — Si se ha tomado esta libertad, entonces no habrá nada de malo en que me atreva a interrumpirlo justo ahora con un reporte recién llegado, ¿no?
— Oh, para nada.
Saturo mantuvo su rostro impasible, pero permitió un destello de ánimo para alentarla a continuar. Sabía que a Tara no le gustaba cuando los demás no se mostraban discretos mientras ella fingía su distinción.
— Es sobre la barrera. Se ha informado que personas han cruzado ilegalmente nuestros muros. ¡Es algo bochornoso! — Antes de que Saturo pudiera preguntar, la mujer explotó. —
Tara se permitió el atrevimiento de caminar de un lado a otro sobre las alfombras que él mismo había escogido. Sabía que después, ella se daría cuenta y usaría eso como excusa para cambiarlas a su color original, el rojo o negro que tanto detestaba.
— Nuestros Ninjas están desapareciendo, no podemos arriesgarnos a enviar más y perderlos. ¿Qué sucederá si los que los secuestraron encontraron una manera de burlar nuestra vigilancia y la barrera misma? ¡Nuestros compañeros caídos no me lo perdonarían!
— Abstente de usar a nuestros compañeros como excusa para justificar tu ansiedad. — Intervino Saturo. — Nadie puede entrar aquí, ¿verdad? Todo está bajo control. De hecho, tú misma me lo has asegurado en múltiples ocasiones.
— Ah, ¿Sí?
La expresión de Tara cambió bruscamente. La serenidad anterior dio paso a una mueca de incredulidad. La mujer, conocida por su descaro impulsivo, miraba a Saturo como si este tuviera más de diez cabezas.
El rey se mantuvo imperturbable, encarnando el papel de un gobernante ignorante, tal como los ancianos lo habían moldeado (y él mismo se había aprovechado). Decidido a desviar la atención de Tara, comenzó a ejecutar su plan diario para deshacerse de ella.
— ¡Claro que sí! ¿No lo recuerdas? Fue en la cena de inauguración de la estatua de Katori-sama. Me aseguraste que tenías todas las puertas bajo control y que estabas al tanto del bienestar de los residentes secretos. No puedes permitir que esto te preocupe demasiado.
Tara escuchó atentamente cada palabra mientras Saturo acariciaba su barba con desinterés aparente. Actuaba como si no le importara en absoluto lo que sucediera más allá de las puertas de su imponente residencia.
Esa era la imagen que Tara y los demás tenían de él, y él estaba decidido a mantener esa fachada.
Saturo sabía que lo que había dicho no era del todo cierto. Tara le había confiado esas palabras en la cena, sí, pero él sabía que no todo estaba bajo control como ella creía. Tara ocultaba a Ninjas y personas adineradas tras los muros, liberándolos cuando ya no eran útiles o cuando se quedaban sin dinero.
También habían descubierto las entradas subterráneas ocultas dentro de los palacios; todo estaba siendo mal utilizado por ellos. Era evidente que ese dinero no iba ni al gobierno ni a las personas, sino que terminaba llenando sus propios bolsillos.
Se aprovechaban de la ley no escrita que prohibía visitar los palacios ajenos, lo que les permitía llevar a cabo sus actividades ilícitas sin temor a ser descubiertos. Paradójicamente, solo el palacio del rey se convertía en el escenario de reuniones sorpresa y festividades sin importancia, una regla que había envejecido mal y que ahora se volvía en su contra.
Por eso, resultaba bastante extraño para Saturo que Tara le informara sobre algo anormal en la barrera. ¡Nunca lo hacía! Cada irregularidad que ocurría solía ser resultado del egoísmo de Tara y los demás ancianos, y rara vez le informaban al respecto.
Por lo tanto, si esta vez lo hacía, significaba que la situación estaba fuera de su control y del de los otros ancianos.
Saturo fingió perplejidad (o quizás encubrió su genuina sorpresa bajo una máscara de perplejidad laboral) y, con una mano acariciando su barbilla, arqueó una ceja.
— O tal vez me equivoque. — Indagó él, reflexivo. — ¿Podría ser que esta vez sea algo de verdadera gravedad y que hayas venido a informarme después de confirmarlo mediante una inspección... verdad?
Esperó con paciencia la respuesta de Tara, observando cómo sus palabras parecían haber alertado a la mujer sobre el peligro que corría si el Rey descubría sus actividades ilícitas. La expresión de alarma en el rostro de Tara dio paso a una serenidad forzada, como si hubiera recordado repentinamente algún compromiso urgente con un cliente.
Saturo notó el evidente sudor en la frente de Tara y la tensión en su mirada antes de que finalmente hablara.
— Tiene razón... me aseguraré de verificarlo todo. — Dijo Tara, apresurándose hacia la puerta mientras intentaba aparentar tranquilidad. Saturo pudo escuchar el sonido seco de su garganta al tragar con nerviosismo. — Este tipo de asuntos suelen llevar su tiempo... mientras tanto, le recomendaría que olvide cualquier plan que haya organizado para hoy. Permanezca aquí, tranquilo, mientras trabajo.
— Esperaré pacientemente sus noticias, Tara-dono. — Respondió Saturo con calma. —
Tara asintió una vez y salió cerrando la puerta tras de sí, desapareciendo por los pasillos con una velocidad inusual que llamó la atención de Saturo. Sabía que Tara solía tomarse su tiempo en asuntos ajenos, por lo que este cambio repentino en su actitud solo podía significar una cosa: estaba tratando de ocultar algo importante.
Durante años habían mantenido este juego, pero Saturo sabía que tarde o temprano llegaría el momento de revelar la verdad.
El hombre se detuvo frente a la taza de café, que reposaba solitaria sobre la mesa. Aunque la tetera aún desprendía calor, él no sentía el anhelo de saborearlo nuevamente. Se había cansado de esa pequeña indulgencia, malgastada en un mar de preocupaciones.
Con pasos decididos se acercó a la mesa, sus ojos fijos en la tetera y en el plato vacío. Podría haber llamado a alguien para que recogiera los restos, pero decidió que lo mejor sería pedir unas galletas para acompañar su desvelo.
Con los brazos cruzados, notó que no había suficientes tazas para sus invitados. La necesidad de pedir más era evidente, pero temía que los sirvientes del palacio se dieran cuenta.
No obstante, consideró que tal vez sería más seguro enviar a uno de los pocos Ninjas protegidos en el palacio. Después de todo, ellos habían sido sus ojos y oídos durante todos estos años, informándole sobre las intrigas de sus antiguos compañeros.
Un suspiro pesado escapó de sus labios. Por fin podría respirar tranquilamente, sin máscaras ni temores a ser juzgado por lenguas poco honorables.
— Ya pueden salir. Nadie nos molestará de ahora en adelante. — Pronunció en voz alta en el vasto comedor. —
Su mirada se perdía en la distancia, anhelando la atención de aquellos cuyos ojos estaban fijos en él. Las presencias que había percibido al entrar Tara se materializaron detrás de él como sombras.
Un suspiro de alivio escapó de su pecho cuando no sintió ningún ataque por sorpresa. ¿Realmente? ¿Acaso alguien finalmente no traicionaría su confianza? Respetaba ese aspecto humano y honorable de aquellos a quienes había conocido.
Si estas personas del exterior podían ser tan discretas, significaba que aquellos a quienes los ancianos de su aldea evitaban eran más sabios que los ancianos mismos. Incluso más sabios que él.
— En este momento pediré té y galletas. — Anunció, volviéndose hacia las sombras con gratitud por su fidelidad. — ¿Se les ofrece algo más? Pueden pedir lo que deseen.
Uno de los cuatro Ninjas frente a él, cuyo rostro estaba oculto tras una máscara y una bandana Shinobi, dio un paso adelante para comunicarse con el rey de manera adecuada. Su único ojo, serio y discreto, reforzaba el tono claro y formal de su voz.
— No es necesario, no se preocupe por eso. — Respondió el hombre de cabello blanco. — Le ruego me disculpe por nuestro atrevimiento. Somos Ninjas de Konoha; hemos sido ordenados a presentarnos ante usted, quien supuestamente es el rey.
— Así es. — Confirmó Saturo, llevando las manos detrás de su espalda para observar mejor al hombre de cabello blanco. —
El Ninja de Konoha realizó una reverencia, seguido por los jóvenes que lo acompañaban, excepto uno.
Saturo lo observó de reojo, sintiendo una extraña familiaridad al respecto. Cuando la adolescente de cabello rosa lo tomó del brazo, obligándolo a hacer lo mismo, Saturo no pudo evitar fruncir el ceño ligeramente mientras notaba la expresión de descontento en el rostro del joven.
Aquel muchacho parecía renuente a mirarlo a los ojos.
— Mi nombre es Hatake Kakashi. — Se presentó el hombre. — Y los ninjas que me acompañan son Haruno Sakura, Sai y Uzumaki Naruto.
Sin que Kakashi y los demás se percataran, las cejas de Saturo se alzaron por primera vez en mucho tiempo.

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