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11.11% Sobre Los Cielos / Chapter 2: Sobre los cielos Capitulo 2 - “un nuevo comienzo”.

章 2: Sobre los cielos Capitulo 2 - “un nuevo comienzo”.

después de pasar más de una hora llorando en el baño y haber tenido esa descarga tan abrumadora de emociones, algo que jamás había experimentado antes, caminando hacia la oficina y pensando que hara mas tarde, paso a paso se aproximaba a ese escritorio que ha sido su jaula durante años, viendo los los escritorios vacíos de sus compañeros de trabajo.

aclarando un poco sus pensamientos y siguiendo el tramo hacia el escritorio, como si estuviera caminando por un largo rato, finalmente llega y se sienta sobre aquella fría silla.

esta silla, mi fiel acompañante durante largos años, recordó que había olvidado traer la almohada y la cobija que usualmente usa cuando duerme en su escritorio durante unas pocas horas, hacía frío, un poco incomodo para su gusto, tenía planeado retomar su siesta y dormir una hora más.

después del corto descanso planeaba retomar el trabajo, haciendo planes del que hacer o cómo hacer lo que tenía por delante.

iba a ponerse de pie para ir a buscar la sábana que lo cubrió cuando estaba en el sofá, era bastante pequeño e incómodo para descansar en él, por eso prefería su silla.

al intentar ponerse de pie pero de repente sintió un pinchazo agudo en el pecho, tan intenso que le hizo jadear y detenerse en seco. Era un dolor que crecía, irradiando como un relámpago hacia su brazo izquierdo y trepando hasta su mandíbula. Cada intento de respirar era un fracaso, un esfuerzo desesperado por llenar unos pulmones que parecían haber negado a funcionar. Entre el pánico y la confusión, extendiendo una mano hacia la mesa, buscando apoyo, pero sus dedos temblorosos no encontraron firmeza.

Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro, calientes y saladas, mezclándose con el sudor frío que ya le empapaba la frente. "¿Qué me está pasando?" , pensó con terror mientras un temblor se apoderaba de su cuerpo. Intentó llamar a alguien, a quien fuera. Su voz salió débil, entrecortada, más un susurro que una súplica:

—¡Ayuda…!

El sonido de su propia voz lo asustó. Apenas podía escucharla, como si el mundo estuviera comenzando a silenciarse a su alrededor. Se tambaleó, sus rodillas cayeron, y el suelo parecía atraerlo con una fuerza implacable. Cayó de lado, golpeando el piso con un ruido seco, pero incluso ese impacto quedó amortiguado por el zumbido que ahora llenaba sus oídos.

Mientras yacía en el suelo, con el pecho ardiendo y el brazo completamente entumecido, la verdad lo tocó con una claridad brutal: Es un infarto… Este es mi fin. Su mente, aún aferrada a una chispa de esperanza, repasó imágenes fugaces: el rostro de sus padres, una risa en un día soleado, las palabras que no llegó a decir. Quiso llorar más fuerte, pero no podía. Su cuerpo no respondía. El dolor en el pecho comenzó a disiparse, pero no era alivio, sino algo peor.

Su visión se tornó borrosa, las luces de la oficina se fragmentaron en formas abstractas, y el silencio se convirtió en un vacío ensordecedor. Sus pensamientos se apagaban, uno a uno, como velas sofocadas por el viento. El suelo estaba frío contra su mejilla. Su último pensamiento fue una mezcla de arrepentimiento y resignación: 

–''Debí haber hecho las cosas de otro modo''… 

– "Debí darle las gracias a mis padres por todo lo que hicieron por mi…"

– "Debí ser un mejor hijo y compartir más tiempo con ellos…"

– "Debí decirles que los amo y que siempre los ame…"

sintiendo que todo se apagaba a su alrededor, con sus ultimas fuerzas gira la cabeza y mira el reloj de pared, eras las 4:44 am.

Hitomi había trabajado sin descanso, perseguido por los fantasmas de sus propias expectativas y la presión implacable de un éxito que nunca se había materializado. El estrés, como un parásito invisible, lo había devorado poco a poco, infiltrándose en cada fibra de su ser, mientras la vida sedentaria había enraizado en sus músculos, robándole la agilidad y la energía. La depresión, una sombra silenciosa, se había instalado en su mente sin permiso, susurrando mentiras al oído y oscureciendo cada intento de esperanza.

Los minutos transcurrieron, y la oficina permaneció igual, imperturbable. Las pantallas en reposo seguían proyectando su luz tenue y azulada, y el reloj en la pared continuó marcando el tiempo, indiferente al drama que acababa de desarrollarse en su dominio. Un clic distante, el apagarse de un sistema automático, fue lo único que respondió a la partida de Hitomi Glenn.

Cuando finalmente alguien entrara al amanecer, se encontraría con una escena que, para el resto del mundo, sería motivo de sorpresa, lástima y unas cuantas llamadas de emergencia. Pero para Hitomi, en ese último momento, lo único que quedaba era el silencio. Un silencio que había buscado y temido por igual, y que ahora lo envolvía con la serenidad impersonal del fin.

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muy pero muy lejos en otro mundo desconocido, tumbado sobre la hierba verde en el claro de un inmenso bosque se hallaba un joven entre los 17-20 años.

El joven yacía inmóvil sobre la hierba, la mirada perdida en el vasto cielo grisáceo que se extendía sobre él, un lienzo salpicado de nubes pesadas que ocultaban al sol en un juego de luces y sombras. Cada parpadeo suyo parecía durar una eternidad, y los ojos, de un azul celeste desvaído, apenas reflejaban la chispa de vida que alguna vez los animó. Las hojas de los árboles susurraban entre sí, como si compartieran un secreto ancestral, mientras una brisa gentil movía con delicadeza los mechones enmarañados de su cabello castaño rojizo.

El aire estaba impregnado de una fragancia dulce y ligera, proveniente de las flores moradas que lo rodeaban. Parecían pequeñas manchas de color que destacaban sobre el entorno verde, cada pétalo delicado y aterciopelado brillando tenuemente bajo la luz dispersa. Aquel cuadro natural contrastaba con su cuerpo frágil, esquelético, una figura que había perdido la batalla contra la necesidad más básica y cruel: la de alimentarse.

Alzó una mano temblorosa, casi en un gesto inconsciente, y los dedos huesudos rozaron la flor más cercana. Su textura suave se le antojó un último toque de consuelo, un guiño amable de la naturaleza que lo rodeaba y lo aceptaba, incluso en su estado más miserable. Su respiración, lenta y poco profunda, se fue desvaneciendo como el eco de una melodía que llega a su fin.

—Al menos... —susurró, su voz apenas un murmullo que se perdió entre el susurro de las hojas y el canto de los pájaros lejanos—... al menos aquí... es hermoso.

La paz que sentía era real, y aunque la soledad lo envolvía como un manto pesado, no le temía. Había aprendido, en esos últimos días de penuria, que no toda soledad era cruel; algunas veces, era simplemente el silencio del mundo, un recordatorio de que incluso en la agonía, existía belleza. Sintió el aire fresco llenando sus pulmones por última vez, y una lágrima, única y solitaria, resbaló por su mejilla manchada, trazando un camino limpio que brilló bajo los rayos que se filtraban entre las nubes.

Las flores parecieron inclinarse hacia él, como si quisieran consolarlo, y el viento susurró una última melodía que acunó su cuerpo hasta que, con un suspiro tan leve que la hierba apenas lo notó, exhaló su último aliento. El bosque guardó silencio por un momento, y luego, como si respetara la solemnidad de la escena, un leve crujido en las ramas y el susurro de las hojas se unieron en un canto final, un réquiem para el joven desconocido, que encontró en aquel claro de belleza simple, su última morada.

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La oscuridad que rodeaba al alma de Hitomi Glenn no era como la que conocía en vida, no tenía profundidad ni sombra, ni siquiera un vacío que pudiera sentir en los límites de su ser. Flotaba, suspendido en una nada etérea donde el tiempo no existía y los sentidos no tenían cabida. La conciencia de Hitomi, que apenas había comprendido que su cuerpo había dejado de respirar, se aferraba a una última chispa de voluntad, un deseo instintivo de no desvanecerse, de no ceder al olvido que aguardaba pacientemente en el borde de lo desconocido.

El entorno era un mar oscuro y viscoso, un espacio en el que las almas se movían como luces errantes, diminutas estrellas que destellaban brevemente antes de ser engullidas por una corriente invisible y arrastradas hacia el pozo de la vida. Este pozo, un remolino de energía multicolor, giraba con una intensidad que proyectaba sombras brillantes en la vastedad oscura. Desde allí, las almas eran purificadas, despojadas de sus recuerdos, de sus penas y de sus sueños olvidados, antes de ser liberadas para renacer en un cuerpo nuevo, un ser puro e ignorante del ciclo anterior.

Hitomi observó todo esto, o lo que quedaba de él lo hizo, atrapado en un paréntesis inexplicable de existencia. No estaba seguro de por qué no se movía, por qué su destino parecía haberse desviado de la senda de todas las demás almas. Las almas fluían a su lado, una procesión constante, mientras que él quedaba al margen, flotando como un naufrago en el borde del flujo cósmico. Si hubiera podido razonar, habría sentido una mezcla de extrañeza y terror, pero en su forma actual, la conciencia era poco más que una llama que vacilaba en el borde de la extinción.

Pasó un tiempo sin tiempo, donde la contemplación de las almas y sus recuerdos inmaculados se convirtió en su única actividad. Sin saber cómo, el alma de Hitomi, por pura curiosidad incorpórea, empezó a entrelazarse con fragmentos de otras vidas. Se formaron imágenes fugaces en su no-mente: un guerrero que caía bajo una lluvia de flechas en un campo ensangrentado; una madre que sostenía a su hijo entre escombros mientras la guerra arrasaba su hogar; mundos más allá de su imaginación, donde criaturas con alas de fuego y seres de piel esmeralda danzaban entre las llamas de una magia que fluía como un río enloquecido.

Cada destello era una historia, un mundo, un ciclo que comenzaba y terminaba. Hitomi absorbía esos fragmentos sin poder procesarlos, pero algo en él, algo primitivo, resonaba con esa historia colectiva, como si estuviera atrapado en un carrusel de visiones imposibles.

De repente, un cambio imperceptible sacudió el espacio. El cosmos, el guardián imparcial de los destinos, advirtió la anomalía: un alma que se había quedado atrás, un fragmento que había escapado al ciclo y osaba vagar por los rincones secretos de la creación. Una fuerza incognoscible envolvió a Hitomi, su conciencia tembló al sentir cómo lo expulsaban de ese plano de existencia. No hubo dolor, solo un desarraigo, una separación abrupta que lo lanzó a través de corrientes cósmicas que lo devolvieron a su origen.

Pero el trayecto, destinado a ser un regreso a su ciclo natural, se desvió. Algo antiguo y poderoso, una fuerza de origen desconocido, absorbió al alma de Hitomi. La oscuridad se quebró con un destello cegador, y antes de que pudiera comprenderlo, fue arrastrado por un remolino caótico de energía que lo llevó a un mundo diferente, uno que parecía arder con un fulgor dorado bajo un cielo de tonos imposibles.

El alma de Hitomi se estremeció, una chispa de lo que había sido en vida parecía prenderse nuevamente. El silencio opresivo del limbo fue reemplazado por el rumor vibrante de este nuevo mundo, un mundo donde la magia, los secretos y el destino se entrelazaban con la vida y la muerte en un baile eterno. Y Hitomi, la chispa perdida entre las mareas del cosmos, estaba a punto de descubrir un nuevo propósito, pero con la certeza de que su historia no había terminado aún, abriendo sus ojos en medio de un vasto bosque en un lugar desconocido

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La luz del sol se filtraba a través de las copas de los árboles, formando haces dorados que caían como flechas de luz sobre el claro. Un silencio sepulcral reinaba en el aire, roto solo por el susurro de las hojas y el murmullo de las aves a lo lejos. 

Sobre la hierba húmeda y moteada por sombras, yacía el cuerpo de un joven, sus rasgos juveniles marcados por la palidez de la muerte reciente. Su cabello castaño rojizo se enredaba con las hojas caídas, y los dedos, todavía fríos, estaban rígidos sobre la tierra.

De repente, un resplandor etéreo rompió la tranquilidad del lugar. Un destello sin forma, una esencia errante que parecía arrastrar consigo fragmentos de historias inconclusas y memorias que se desvanecían, descendió del cielo y se precipitó como un rayo silencioso sobre el cuerpo sin vida. 

El alma de Hitomi Glenn, la chispa que había flotado a la deriva en los confines del cosmos, impactó contra la materia muerta con una fuerza que resonó en los rincones más profundos de aquel bosque.

El silencio se detuvo, y el tiempo pareció congelarse en una fracción de segundo que se prolongó eternamente. Y entonces, con un movimiento abrupto, los párpados del joven se abrieron. 

Los ojos, que antes eran opacos y vacíos, brillaron con una vida renovada, una chispa que contenía algo más que simple vitalidad: una conciencia que luchaba por comprender, por adaptarse a la repentina sensación de existencia.

Hitomi sintió el aire inundar sus pulmones, frío y denso, como si fuera la primera vez que respiraba. El dolor en su pecho era punzante, y su cuerpo, que hasta hacía unos segundos había estado quieto, temblaba con una mezcla de shock y desconcierto. 

Las yemas de sus dedos se contrajeron, y la sensación de la hierba mojada y las pequeñas piedras debajo de él era tan real que le arrancó un jadeo. Miró al cielo, donde las nubes se deslizaban perezosamente, y sintió la urgencia de recordar quién era y cómo había llegado allí.

Pero la memoria era esquiva, un río turbio que se resistía a dejarse explorar. La mente de Hitomi, atrapada en un cuerpo joven y desconocido, era un torbellino de sensaciones e instintos. La confusión golpeaba con la fuerza de una ola, pero algo más profundo, un fragmento de voluntad, lo obligaba a moverse. Se incorporó lentamente, apoyándose en sus manos, y el bosque entero pareció contener la respiración.

El lugar, lleno de árboles gigantescos cuyas raíces se entrelazaban formando arcos y pasadizos naturales, emanaba una sensación de misterio y vida. Se percibía un aire pesado, cargado de algo más que simple humedad, algo que hacía que la piel se erizara y la mente se llenara de una vaga sensación de asombro y peligro.

—¿Dónde…? —murmuró, sorprendiéndose al escuchar su propia voz, más joven y diferente de lo que recordaba. Las palabras se perdieron en la inmensidad del bosque, y las sombras alrededor parecieron moverse, como si el propio mundo estuviera atento a su despertar.


章 3: Sobre los cielos Capitulo 3 - “Aferrándose a la vida”

Con los ojos abriéndose abruptamente, Hitomi respiró con desesperación, su pecho se alzaba y descendía como si estuviera luchando por contener un dolor insoportable. Se llevó las manos a su torso, como si pudiera frenar un sufrimiento invisible que lo recorría por dentro. 

El sudor, frío y pegajoso, le resbalaba por las mejillas, mojando su rostro como una lluvia inesperada. Se encontraba de espaldas sobre la hierba, su cuerpo aún temblando, sus músculos entumecidos por la incomodidad de una posición forzada. 

Un estremecimiento recorrió su espina dorsal, y en un intento por recuperar el control, sus manos se aferraron con fuerza al suelo, buscando la estabilidad que su mente aún no podía ofrecerle.

El aire estaba denso, impregnado de la fragancia terrosa de la hierba fresca y la humedad que emanaba de la tierra, y a pesar del frío que le calaba los huesos,

algo en el ambiente parecía pulsar, vibrante, como si el mundo mismo estuviera esperando que él despertara de ese estado de shock. El cielo sobre él era de un azul vívido, casi irreal, y las nubes se deslizaban suavemente, deshaciendo cualquier certeza de estar en el mismo lugar que conocía.

Trató de calmar su respiración, su pecho subiendo y bajando de forma irregular, como si intentara llenar de aire unos pulmones que aún no comprendían que podían volver a funcionar. Necesitaba encontrar algo en sus pensamientos, un hilo, una ancla que lo conectara a lo que conocía, algo que lo sacara del caos en el que estaba sumido.

"¿Qué hago aquí?" se preguntó, su mente vacía de respuestas, atrapada en un torbellino de confusión. ¿Cómo había llegado hasta este lugar? ¿Por qué no podía recordar nada claro? Un repentino parpadeo de imágenes lo golpeó como una oleada: vastos cielos estrellados, un vacío cósmico, y figuras nebulosas danzando a través de un espacio infinito. Todo era tan distante, tan... ajeno.

"¡Arg, mi cabeza!" gritó, apretándose con ambas manos los templos como si pudiera despejar el dolor que lo embargaba. El dolor punzante no desaparecía, se intensificaba, atravesando sus sienes como un filo afilado. Y entonces, sin poder sostenerse más, su cuerpo se desplomó de nuevo sobre la hierba, la caída suave pero agónica. Miró hacia arriba, hacia el cielo que se extendía ante él, inmenso y lejano. Las nubes flotaban tranquilas, sin prisas, como si fueran ajenas al caos de su mente.

Unos segundos pasaron, pero a Hitomi le parecieron horas. Se quedó inmóvil, observando el cielo, buscando en sus ojos una razón para entender lo que le estaba sucediendo. La desorientación no lo dejaba, y cuando finalmente sus ojos se centraron en sus propios brazos, un escalofrío le recorrió la piel. Abrió los ojos con incredulidad, los parpadeó varias veces, pero la realidad no cambiaba: sus brazos.

"¿Qué es eso?" musitó, su voz entrecortada, y de inmediato un nudo de horror se formó en su garganta. ¿Por qué tan flaco? Sus brazos estaban tan delgados que la piel parecía pegarse a los huesos. No podía apartar la mirada, incapaz de comprender lo que veía. 

Parecía una visión sacada de una pesadilla: sus huesos sobresalían, y la piel era translúcida, casi cadavérica. Estaba tan flaco que sus brazos parecían frágiles, como si fueran una caricatura de lo que alguna vez fue un cuerpo humano. Un estremecimiento recorrió su columna vertebral.

"¡Oh, Dios!" exclamó, su voz temblorosa, casi un susurro de terror. El shock se apoderó de él con la fuerza de una tormenta. ¿Qué le estaba pasando? Sus manos, que antes le habían sido familiares, ahora eran extrañas, ajenas. Su piel tan delgada y casi translúcida lo aterraba, como si estuviera frente a una momia que acababa de despertar de su letargo.

De repente, un miedo profundo se apoderó de él, uno que le heló la sangre y lo sumió en la desesperación. ¿De quién era este cuerpo? Pensó. Miró sus manos, sus huesos expuestos, y el miedo se hizo más grande, más opresivo. No podía ignorar lo evidente: estaba en un cuerpo que no era el suyo, uno que apenas parecía estar vivo.

"¿Acaso volví a la vida en mi antiguo cuerpo?" pensó, pero al instante esa posibilidad lo aterrorizó aún más. La idea de regresar a la vida solo para seguir existiendo en un cuerpo en descomposición, arrastrado por los restos de lo que alguna vez fue, le pareció una maldición insoportable. 

La sensación de repulsión lo llenó, como si su alma se estuviera alejando aún más de él. El miedo y la desesperación crecieron, y con un sudor frío recorriendo su espalda, se preguntó si realmente había vuelto a vivir o si estaba atrapado en un nuevo tipo de condena.

"¿Qué clase de mundo es este?" murmuró, su voz quebrada, como si esa pregunta fuera la única salida a su angustia. Pero no había respuestas, solo la vastedad del cielo sobre él y la extraña quietud de un paisaje que no entendía. En ese momento, el peso de su situación lo aplastó con toda su intensidad: No sabía dónde estaba, ni quién era, ni si su sufrimiento tenía algún fin.

Divisó su entorno con una mirada atónita, sintiendo el peso de la desesperación asentarse en su pecho. El lugar era vasto, inhóspito, y la inmensidad de la naturaleza lo rodeaba sin compasión. No había señales de civilización a la vista, ni caminos ni estructuras que sugirieran la cercanía de algún ser humano. Estaba completamente solo. El sol, que ya comenzaba a ponerse, teñía el cielo de tonos naranjas y morados, proyectando largas sombras sobre la vasta extensión de hierba que se extendía ante él. El aire era fresco, pero no lograba calmar la sensación de desorientación que lo envolvía.

"Esto debe ser una broma," murmuró en tono de reproche, con un dejo de incredulidad en su voz. Miró a su alrededor, como si esperara que algo cambiara, que alguna señal de familiaridad apareciera, pero todo seguía igual. 

El paisaje era ajeno a él. Se preguntó, mientras sus pensamientos se desbordaban, si en Shanghái había algún parque tan grande, pero rápidamente desechó la idea. Nada de lo que veía le era familiar en ningún sentido.

Después de un escaneo minucioso, su mente se concentró en el cuerpo que habitaba. La sensación de extrema debilidad era inconfundible. Su estómago rugía, pidiendo auxilio, pero la garganta estaba tan seca que ni siquiera podía tragar con comodidad. 

El hambre era terrible, insoportable, como un agujero negro en su interior que devoraba todo a su paso. Pero lo peor de todo era el estado de su propio cuerpo.

Con los ojos aún cargados de desconcierto, comenzó a examinar su figura. Era un cuerpo masculino, de aproximadamente 170 centímetros o más, con una piel de un blanco enfermizo, casi translúcido, como si la vida misma estuviera siendo drenada de él. Sus dedos, que antes le habían sido familiares, se deslizaban lentamente sobre la superficie de su rostro, tocando cada rasgo con un tipo de reverencia desconcertada.

Su cabello, castaño rojizo, caía en ondas suaves hasta sus hombros, con una suavidad que contrastaba con el aspecto débil de su cuerpo. Una mirada afilada, penetrante, parecía emerger de sus ojos, cuya claridad intensificaba la tensión en su rostro. Las cejas finas, las pestañas largas, todo se complementaba con una armonía sutil, casi angelical. 

A medida que sus dedos recorrían su mandíbula, la suavidad de su contorno le pareció casi demasiado delicada, más propia de una estatua que de un ser humano. Su nariz, fina y perfectamente proporcionada, se alzaba sobre sus labios rajados, agrietados por la deshidratación.

"Este cuerpo… es hermoso, si estuviera saludable," pensó, pero la revelación no le trajo consuelo. Lo más extraño de todo era que su mente estaba claramente consciente de que no pertenecía a ese cuerpo. No podía ser suyo. La pregunta lo atormentaba sin cesar: ¿De quién es este cuerpo?

La inquietud se transformó en angustia. ¿Qué está pasando? pensó, tocándose las sienes con las manos temblorosas, como si pudiera aliviar la presión psicológica que lo agobiaba. 

Esto debe ser una pesadilla, pensó. No había manera de que todo esto fuera real. Pero la dureza del suelo bajo su espalda, la sensación de vacío en su estómago, y la inquietante sensación de que algo estaba muy mal con él, no dejaban lugar a dudas.

Miró sus muñecas y tobillos, y allí encontró las marcas de grilletes, aún frescas. Eran señales claras de que había sido prisionero, tal vez esclavo, de alguien o algo. El horror comenzó a apoderarse de él con más fuerza. No solo había sido despojado de su cuerpo, sino también de su libertad.

"¿Qué me hicieron?" susurró, temiendo la respuesta. El miedo lo envolvía como una niebla espesa. La desnutrición lo había dejado al borde de la muerte. Cada respiración le costaba esfuerzo, y la debilidad le cortaba los movimientos, como si su propio cuerpo estuviera en su contra. Sentía que podría morir en cualquier momento si no encontraba algo que comer, algo que aliviara el hambre que lo devoraba.

Desesperado, comenzó a arrastrarse por el suelo, buscando algo, cualquier cosa que pudiera calmar su hambre. Sus dedos tocaban la hierba fresca, las raíces, las flores que crecía en la tierra a su alrededor. 

No importaba lo que fuera; su única necesidad era saciarse. Incluso pequeños insectos que cruzaban su camino fueron devorados sin pensarlo dos veces. El dolor en su estómago se aplacó ligeramente, pero el vacío interno seguía presente, insaciable.

La noche comenzó a caer, lenta pero segura, envolviendo todo en una quietud ominosa. El animado bullicio de las aves y los animales desapareció, y el bosque quedó en un extraño silencio. De repente, el aire se cargó de electricidad. Los relámpagos iluminaron el horizonte, como un presagio de lo que estaba por venir. La tormenta estaba cerca.

Y, en efecto, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer, seguidas rápidamente por un torrente imparable de agua. Los vientos soplaban con fuerza, arrastrando la lluvia en todas direcciones, y los relámpagos iluminaban el cielo con destellos cegadores. 

Hitomi, sin fuerzas para levantarse, abrió la boca para beber, aprovechando la lluvia que caía y calmaba, gota a gota, su sed. Tragaba con dificultad, sintiendo el agua recorrer su garganta seca y herida. Cada trago era un alivio, aunque mínimo, pero suficiente para mantenerse consciente.

La lluvia no se detuvo, y él, tirado en el suelo, aprovechó ese momento para lavar su cuerpo, sintiendo la frescura del agua que caía sobre su piel, limpiando parte de la suciedad que se había acumulado durante todo este tiempo de sufrimiento. El torrencial aguacero continuó durante horas, y cada minuto parecía arrastrarlo más cerca de la desesperación.

Cuando finalmente la lluvia cesó, Hitomi se quedó allí, casi inmóvil, casi cubierto por el agua estancada. Su cuerpo, agotado y debilitado por la desnutrición, apenas podía moverse. El aire fresco y húmedo se sentía agridulce sobre su piel, pero el alivio era solo temporal. Cielos, pensé que iba a morir, se dijo, dejando escapar un suspiro entrecortado. Estaba cansado. Tan cansado. Pero la vida, por alguna razón, aún no lo había dejado ir.

Aprovechando los enormes charcos de agua que la tormenta había dejado en el suelo, Hitomi se acercó y, con manos temblorosas, comenzó a beber con avidez. Cada trago era un bálsamo para su garganta reseca y dolorida. 

Bebió todo lo que su cuerpo pudo soportar, sin considerar cuánto más podría consumir. El agua fría y refrescante parecía darle algo de alivio temporal, y en medio de ese pequeño respiro, pensó en voz baja, como si estuviera hablando con el alma que había poseído ese cuerpo antes que él.

"Tal vez si hubieras resistido solo un poco más, esta lluvia te habría salvado." Sus palabras se disolvieron en el aire, mezcladas con el sonido de la tormenta que aún retumbaba en el horizonte. La amargura de su pensamiento se asentó en su pecho, una carga pesada que ni siquiera la lluvia podría quitar. 

Pero el pasado ya no importaba. Ahora, su lucha era por sobrevivir, por encontrar alguna forma de salir de ese infierno, y lo único que le quedaba era seguir adelante.

Con el dolor físico retumbando en su estómago y en su mente, se arrastró por el fango como si fuera una criatura diminuta, un gusano que luchaba por sobrevivir en un mundo que le era completamente ajeno. Sus movimientos eran torpes, cansados, como si cada centímetro que avanzaba le costara el doble de esfuerzo. 

Su cuerpo estaba roto, debilitado por la inanición y la fatiga. Pero él no podía darse el lujo de detenerse. Avanzaba con la esperanza, ya débil, de encontrar algo que pudiera darle fuerzas.

Mientras avanzaba hacia el bosque, sus ojos comenzaron a notar los pequeños insectos flotando en el agua estancada. Eran criaturas muertas, arrastradas por la corriente de la tormenta, pero para él, cada uno de esos insectos representaba una fuente de energía, un pedazo de esperanza en medio de la oscuridad. 

Sin pensarlo, comenzó a comerlos. Al principio, su cuerpo intentó rechazar el asco, negándose a aceptar algo tan repugnante, pero Hitomi no tenía opción.

"Nunca imaginé que llegaría a comer insectos para sobrevivir," pensó mientras masticaba una de las criaturas. La sensación era asquerosa, su estómago protestaba, pero él no podía darse el lujo de rendirse. Cualquier cosa, se dijo, todo lo que pueda darme algo de fuerza. Los insectos eran pequeños, frágiles, pero al menos eran algo. 

Cuando sus dedos tocaban las raíces de las plantas que encontraba, las arrancaba sin dudar, metiéndolas en su boca como si fueran manjares. Las flores, aunque insípidas, también pasaban por su garganta, mientras su cuerpo intentaba procesarlas con desgano.

La lucha interna de su cuerpo era evidente. Cada bocado era una batalla: su estómago se rebelaba contra la ingesta, las vísceras trataban de rechazar lo que les ofrecía, como si se resistieran a la idea de aceptar esa alimentación tan primitiva. 

Pero Hitomi no podía permitirse el lujo de ser exigente. Cada vez que su cuerpo rechazaba un bocado, lo obligaba a tragarlo, una y otra vez, hasta que poco a poco el hambre, ese monstruo devorador, comenzaba a calmarse.

Horas pasaron mientras él se aferraba a la vida con uñas y dientes. Su cuerpo, desgarrado por el hambre, las heridas y la debilidad, comenzaba a aceptar los alimentos, aunque no sin cierto dolor. 

Cada pequeño gesto, cada bocado, era una victoria. Pero no había tiempo para celebraciones. La lucha por su vida continuaba, cada segundo más agotador que el anterior.

A medida que la oscuridad de la noche avanzaba, Hitomi no podía dejar de pensar en lo que había sido y en lo que había perdido. Su mente vagaba entre recuerdos vagos y sensaciones confusas. ¿Quién era él realmente? ¿Por qué estaba en ese cuerpo? Pero más allá de esas preguntas, el hambre lo mantenía anclado a la realidad. Necesitaba encontrar algo más. Necesitaba encontrar una forma de sobrevivir.

El viento comenzó a soplar más fuerte, haciendo que el fango bajo su cuerpo se pegara a su piel. Su ropa, empapada y sucia, se adhirió a su cuerpo, pero Hitomi no se detuvo. Siguió avanzando, consumiendo lo que fuera necesario para recuperar algo de la energía que había perdido. La lucha por su vida había comenzado, y no importaba lo que tuviera que hacer para continuar.


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