Era el año 2005, y Robert, un joven que había renunciado a sus sueños años atrás, se encontraba atrapado en la rutina de una vida sin sorpresas. Trabajaba en una oficina sin ventanas, con un jefe que parecía una extensión del reloj de pared, siempre recordándole que el tiempo pasaba, pero no había avance. Las luces fluorescentes brillaban sobre su cabeza como testigos de una vida que no llevaba a ningún lado.
Una noche, después de otro largo día frente a la pantalla, Robert se dejó caer en su cama y cerró los ojos, esperando el mismo sueño vacío de todas las noches. Pero esta vez, algo cambió. Una sensación de vértigo lo envolvió, como si el aire mismo se hubiera convertido en agua y lo arrastrara hacia lo profundo. Cuando abrió los ojos, ya no estaba en su habitación.
Frente a él, una interfaz flotaba en el aire, con colores brillantes y un tono metálico que resonaba en su cabeza. Un mensaje apareció frente a sus ojos, sin que pudiera evitar leerlo:
"Bienvenido al Sistema. Has sido seleccionado para iniciar tu empresa. Se te otorgan 10,000 euros. Regla principal: si pierdes dinero, el sistema te proporcionará más fondos. Si obtienes más ganancias que la cantidad inicial, solo recibirás el 1% de todo lo generado. ¡Suerte!"
Robert parpadeó, incrédulo. Todo parecía sacado de un videojuego barato, como aquellos que jugaba en su infancia, donde la misión era simple y directa. Pero aquí había algo extraño, una trampa disfrazada de promesa. ¿Cómo era posible que le pagaran más si perdía dinero?
"Debe haber un truco", pensó, pero lo que veía era real. Frente a él aparecieron los 10,000 euros, brillando como fichas de casino. Sin dudarlo mucho, aceptó la oferta. ¿Qué podía perder?
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La luz del amanecer se filtraba a través de las cortinas mal cerradas cuando Robert despertó, todavía aturdido por lo que acababa de vivir. Su cabeza latía con una mezcla de incredulidad y nerviosismo. Todo había sido tan vívido: la interfaz, el mensaje del sistema, y esos 10,000 euros brillando frente a él. Pero mientras miraba alrededor, nada había cambiado en su pequeña habitación. El despertador digital seguía parpadeando con la misma monotonía de siempre.
"¿Qué acaba de pasar?", murmuró para sí mismo mientras se levantaba con torpeza de la cama. Su vida había sido una sucesión de días sin sobresaltos, hasta esa noche. Todo en su existencia hasta ese momento había sido predecible. El mismo trabajo aburrido, el mismo jefe con su incesante martilleo de demandas sin sentido. Y aunque a menudo fantaseaba con dejar todo atrás, nunca había tenido el coraje para dar ese paso.
Sin embargo, la promesa de ese sistema... ¿podría ser real? La idea de tener 10,000 euros a su disposición, con reglas tan absurdas como ganar dinero por perderlo, no hacía más que encender una chispa de curiosidad y, quizá, una nueva ambición en su corazón.
Pasó el día en el trabajo como un fantasma, con la cabeza llena de pensamientos ajenos a la pila de documentos que se apilaban en su escritorio. Sus compañeros de oficina, sumergidos en sus propias rutinas, no se dieron cuenta de que Robert, aunque físicamente presente, ya no estaba allí. Solo se preguntaba: ¿qué haría con ese dinero? Si realmente tenía que iniciar una empresa para perderlo, tendría que elegir con cuidado.
Entre archivos y correos electrónicos, su mente comenzó a divagar sobre ideas para negocios. Se imaginó vendiendo ropa de la peor calidad posible, con tallas equivocadas y colores que nadie querría vestir. O quizá podría crear un videojuego, uno tan malo, tan injugable, que ningún gamer querría tocarlo. No podía dejar de reírse internamente al pensar en los absurdos que podría cometer. Todo lo que necesitaba era fracasar, y el sistema le recompensaría por ello.
Durante su pausa para el café, tomó una decisión. Ya no podía continuar con esa vida de gris rutina. Se acercó a la ventana de la oficina, donde veía la ciudad extendiéndose más allá, con sus edificios altos y coches moviéndose como hormigas. El mundo estaba lleno de posibilidades, y ahora él tenía un extraño poder en sus manos.
"Es ahora o nunca", pensó, y con ese pensamiento dio el paso.
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Al día siguiente, Robert entró en la oficina con la cabeza alta. Su jefe lo miró con el mismo desprecio de siempre, como si Robert no fuera más que un mueble en la sala. Pero hoy, las cosas eran diferentes. Se acercó al escritorio de su jefe y, con una calma que no sabía que poseía, dejó su carta de renuncia sobre la mesa.
"¿Qué es esto?", preguntó el jefe con las cejas fruncidas.
"Mi renuncia", respondió Robert, sin dudarlo.
El jefe lo miró fijamente, buscando señales de broma, pero Robert no pestañeó. Después de unos segundos de tensión, el jefe lanzó una carcajada seca. "Buena suerte allá afuera, Robert. Con tu actitud, te irá de maravilla", dijo con sarcasmo.
Pero Robert no se molestó. Sabía algo que su jefe nunca entendería: él no buscaba ganar, solo perder. Y en ese camino, el mundo parecía dispuesto a darle mucho más de lo que jamás habría esperado.
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Esa tarde, mientras volvía a casa, comenzó a pensar seriamente en su próximo movimiento. ¿Qué empresa debería crear para que fuera un desastre total? Sabía que cualquier paso mal dado podría costarle más de lo que imaginaba, pero al mismo tiempo, el sistema parecía jugar a su favor. Así que, mientras caminaba por las calles de la ciudad, dejó que las ideas fluyeran.
¿Qué elegiría: videojuegos absurdos o ropa imposible de vender? ¿O quizás algo aún más ridículo?
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El aire de la tarde tenía una calma extraña mientras Robert caminaba hacia su apartamento. Las luces anaranjadas de la ciudad empezaban a encenderse, y en su mente, todo parecía girar en torno a una sola pregunta: ¿qué tipo de empresa debía fundar para cumplir con las reglas del sistema? Había dimitido del trabajo que le había mantenido en una monotonía insoportable, pero ahora estaba frente a un desafío diferente. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que tenía control sobre algo, aunque fuera en las circunstancias más absurdas.
En el trayecto, vio escaparates llenos de ropa que le parecía vulgarmente cara y pensó: "Podría vender ropa fea. Diseños espantosos. Nadie compraría algo así". Pero luego, una duda lo invadió: ¿y si, por alguna razón, la gente terminaba comprando esa ropa? Vivía en una época en la que lo raro y lo absurdo podían convertirse en moda de un día para otro. Lo último que necesitaba era que su idea, destinada al fracaso, se convirtiera en una tendencia.
Un par de cuadras más adelante, pasó frente a una tienda de videojuegos. Las luces de neón vibraban como un recordatorio de su juventud, de esos días en los que se encerraba a jugar en su consola para escapar de la realidad. "Videojuegos…", pensó. Podría hacer el peor videojuego del mundo: sin historia, con gráficos espantosos y una jugabilidad que hiciera que la gente lo odiara. Pero de nuevo, una pequeña voz en su interior le recordó lo impredecible que podía ser el mercado. Quizá la gente lo encontraría tan malo que se volvería viral por las razones equivocadas.
Robert suspiró, preguntándose si habría algún modo de garantizar que su empresa fuera un fracaso absoluto. El sistema estaba diseñado para premiar sus pérdidas, pero la ironía de la situación era que, no importaba cuánto planeara, siempre existía la posibilidad de que terminara ganando.
Al llegar a su apartamento, se sentó frente a su escritorio y encendió la lámpara. El resplandor suave iluminó una pequeña libreta que había dejado olvidada allí meses atrás. La abrió lentamente, pasando las páginas llenas de garabatos de ideas que alguna vez tuvo, ideas que ahora le parecían irrelevantes en comparación con la locura en la que estaba inmerso.
Apoyó la cabeza en la mano, absorto en sus pensamientos. "Ropa… videojuegos… ¿qué más podría hacer?", murmuró para sí mismo. Quizá debía pensar más allá de lo convencional, en algo que de verdad fuera tan absurdo que ni siquiera el sistema podría convertirlo en un éxito.
La frustración comenzó a invadirlo. La simpleza del sistema le resultaba irónicamente compleja. Le ofrecían todo, pero al mismo tiempo, le habían quitado la opción de elegir su propio destino. ¿Cómo alguien podía planear perder en un mundo que parecía obsesionado con darle más de lo que pedía?
Finalmente, tomó la libreta y empezó a escribir ideas, aunque más como un acto de catarsis que con la intención de ponerlas en práctica de inmediato. Una tienda de ropa hecha con materiales imposibles. Un juego donde el protagonista no pudiera ganar. Servicios absurdos que nadie querría, como clases de patinaje en una ciudad sin hielo. Cada idea era más absurda que la anterior, pero ninguna le garantizaba el fracaso que anhelaba.
Se recostó en su silla, mirando al techo, mientras el brillo del monitor de su ordenador lo llamaba desde el escritorio. Aún no había decidido qué hacer, pero sabía que la clave estaba en elegir algo tan intrincadamente erróneo que ni siquiera el sistema pudiera convertirlo en éxito.
Con el tiempo, una sonrisa sardónica se dibujó en su rostro. No tenía todas las respuestas, pero había una certeza que lo reconfortaba: en este juego extraño de reglas rotas, él encontraría la forma de perder, aunque eso significara luchar contra cada oportunidad que el destino le presentara.