Dos meses después
Al principio, a Eva no le agradó la idea de quedarse en casa. De hecho, en varias ocasiones me comentó que era un estorbo para nuestra familia y alguien que generaba un gasto innecesario, pero la verdad es que quien seguía generando más gastos, y por mucho, era yo.
Incluso, por las noches, era normal encontrarla en el pasillo de las habitaciones, intentando escapar en vano, ya que siempre la encontraba bajando a la sala de estar. Por lo general, le decía que no se preocupase y que diese gracias a Dios por tener la oportunidad de vivir sin preocupaciones y la necesidad de salir a la calle a pedir limosnas.
—Paúl, yo entiendo que hacen esto de todo corazón, pero no me siento cómoda viviendo aquí. Tengo la sensación de que estoy abusando de su bondad —dijo una noche, tras un fallido intento de escape.
—Comprendo que no te sientas cómoda, y entiendo que el cambio de ambiente ha sido brusco, pero sácate esa idea de la cabeza de que estás abusando de nosotros, porque no es así —repliqué.
—La señora Ariel y tú han hecho bastante por mí… ¿Por qué no me dejas ir? —preguntó.
—Porque te quiero y ahora eres parte de mi vida… Deseo que seas mi familia.
—Sí que eres un niño mimado, ¿no te conformas con que seamos amigos?
—No, la verdad es que te considero mi hermana, siempre he tenido esa sensación contigo, como la vez que me protegiste del robo aquel día, ¿recuerdas?
—¿Hermana?
—Sí, y serías la mejor hermana del mundo.
—No sé qué decir.
—¿Recuerdas la vez en que le preguntaste a papá por una hija? Él dijo que nunca tuvo la oportunidad de tener esa dicha.
—Sí, cuando reveló eso, se sintió un dejo de tristeza en su voz.
—¡Exacto! ¿No sería buena idea que lo ayudases a persuadir esa tristeza? Además, no sé si lo sepas, pero mamá también siempre quiso tener una niña. No por nada decidió de buenas a primeras que te quedases a vivir con nosotros, más allá de conocer toda tu historia, una que, por cierto, no me has contado como a ella.
—Sin lugar a dudas, serías un pésimo hermano menor, lo que estas haciendo es chantaje, manipulación y egoísmo.
Era verdad, aunque todo lo hacía con tal de lograr que Eva se quedase a vivir con nosotros y formase parte de nuestra familia, que fuese una Fernández más.
—Además, a pesar de que el señor Fernández es bueno y amable conmigo, es evidente que no le agrada que esté viviendo aquí, se nota por la forma en que me habla —dijo.
Esta era otra verdad, a papá no le gustó la idea de tener a Eva en casa, aunque esto fue al principio, pues cometimos el error de no ser honesto con él respecto a la condición social de Eva.
Supongo que lo que no le agradó a papá fue que no revelásemos ese detalle el primer día, aunque cambió de parecer en cuestión de semanas; mamá influyó mucho en ello y tuve que escucharlo una noche por accidente, si saben a lo que me refiero.
Con el paso de los días, con papá aceptando progresivamente la estadía de Eva en casa, a la vez que ella se empezaba a adaptar a su nueva vida, se empezó a discutir la idea de adoptar a Eva.
Por lo general, el tema siempre quedaba en desacuerdo, ya que mamá y yo queríamos que se llevase a cabo el proceso de adopción, mientras que papá y Eva, todo lo contrario.
Por otra parte, y algo que volvió a ser rutinario, fue que Eva retornase a sus presentaciones frente a la cafetería, con la diferencia de que nos íbamos juntos hasta la parada de autobús. Ella lucía feliz retomando esa rutina, aunque ya no lo hacía por limosnas ni por la comida que el señor Francisco le daba, sino porque amaba la música.
Por la tarde, cuando Eva y yo nos reencontrábamos en la cafetería, solíamos quedarnos un rato en el establecimiento y conversábamos con el señor Francisco respecto a todo lo que había pasado desde que nos ausentamos en la zona por obvias razones. Él se sintió triste y a la vez alegre, e incluso me felicitó por ser la clase de chico que era, alegando que mi bondad sería recompensada algún día.
Al llegar a casa, yo subía a mi habitación y me centraba en mis tareas, mientras que Eva se dedicaba a las labores de jardinería con mamá.
A mamá no le agradaba tener a Eva haciendo quehaceres y labores domésticas, pero que la apoyase en ello, fue una de las condiciones que le impuso papá si quería formar parte de nuestra familia.
Algunos días, Eva se mostraba distante y afligida, momentos en los que recordaba a la señora Cecilia y por instantes rompía a llorar. Por lo general, solía encerrarse en su habitación o salía al patio trasero para despejar su mente. En vista de ello, se me ocurrió una forma de ayudarla a combatir la tristeza de una manera, siendo esta la visita a la montaña cada domingo, como si fuésemos a un cementerio.
Le propuse a Eva que homenajeásemos de ese modo la memoria de su abuela, disfrutando un grato momento en nuestro lugar secreto, gozando la bella vista de la ciudad y el río Iberia, y recordando los buenos momentos que pasó con la señora Cecilia, que por desgracia eran pocos por la condición en la que vivían. Aun así, esto le permitió desahogar de mejor manera su dolor, a la vez que también pudimos reforzar nuestra amistad, a un punto en el que por fin empezamos a considerarnos hermanos.
Eva y yo éramos hermanos, ambos estábamos felices por ello, pero nunca cambió de parecer respecto a los procesos legales para llevar a cabo su adopción. A fin de cuentas, esto se postergó una noche durante la cena, cuando tomamos en cuenta que pronto sería mayor de edad, por lo que poco sentido tenía que la adoptasen si ya iba a ser mayor de edad. Así que simplemente la aceptamos como un miembro más de la familia y dejamos a su criterio si quería tener nuestro apellido.