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19.6% Ser inmortal (Libro 1) / Chapter 10: Capítulo 10

章 10: Capítulo 10

La señora Cecilia parecía estar sumida en un profundo y reparador sueño, tan tranquila e inmóvil como si estuviese tomando el descanso que, desde mi perspectiva, merecía. Incluso esbozaba una leve sonrisa que, por instantes, me permitió tranquilizarme al imaginar sus últimos segundos de vida, siendo ella feliz por el hecho de saber que Eva estaba en buenas manos, aunque eso nunca pudimos saberlo.

—Eva… perdóname —musité.

Me sentí culpable del profundo dolor que mi mejor amiga estaba experimentando a causa de un capricho mío.

Ella no me respondió al instante, ni siquiera me miró, solo se quedó llorando sobre el cuerpo de su abuela, lamentando no haber estado ahí durante sus últimos minutos de vida.

—No puedo culparte, esto estaba fuera de nuestra imaginación… Ya no hay nada que podamos hacer —musitó al cabo de unos minutos con notable tristeza. Era la primera vez que la veía llorar.

Eva me abrazó y sobre mi pecho siguió llorando. Mientras que yo, lo único que hice fue acompañarla en su duelo y brindarle el apoyo que un buen amigo puede ofrecer.

—¿Qué haré ahora? —preguntó.

—No sé cómo responderte… Perdóname.

No pude evitar llorar en ese punto, me sentía culpable por la inesperada tragedia.

—¿Estás llorando? —inquirió de nuevo.

—Sí, todo esto es mi culpa.

—No digas eso, pasó lo que tenía que pasar. Lo único que lamento es no haber estado con ella en sus últimos minutos de vida —hizo una pausa—. Solo me queda cumplir su última voluntad.

—Puedes contar conmigo, pero, ¿cuál era la última voluntad de la señora Cecilia? —pregunté con voz entrecortada.

—Mi abuela quería que, al morir, dondequiera que estuviésemos, quemase nuestro hogar con su cuerpo dentro.

Yo me quedé en silencio y asombrado, no podía participar en algo como eso.

—Eso me parece cruel —musité.

—Es la última voluntad de mi abuela.

Eva me miró a los ojos. Su mirada penetrante y llena de tristeza me transmitió que sus palabras salían con seriedad.

—Bueno, tienes mi apoyo, pero, ¿cómo lo haremos? —pregunté.

—Estamos a tiempo de ir a una tienda y comprar un encendedor. Por aquí cerca hay bastante maleza, papeles y plástico.

—Compremos también queroseno, será más rápido crear un incendio con eso.

—Sí, eso está bien, pero vayamos rápido antes de que se te haga tarde, no quiero que tus padres se preocupen.

No quise objetar para no llevarle la contraria, así que salimos de su casa y nos dirigimos a la tienda más cercana, ubicada a poco menos de un kilómetro, en una estación de gasolina.

—¿Crees que sea buena idea comprar gasolina? —pregunté—, sería más eficaz que el queroseno.

—No tenemos dónde echarla —respondió—, además es muy costosa, no quiero que gastes mucho dinero en esto.

—Podemos comprar un contenedor de cinco litros, no sería mucho dinero —sugerí.

Eva masajeó sus sienes y dio unas suaves palmadas a sus mejillas enrojecidas; era evidente que no le agradaba la idea. De igual manera, entramos a la tienda y nos dirigimos directo a la caja, donde un sujeto frunció el ceño tan pronto nos vio.

—¿Qué quieren? —preguntó de mala gana.

—Un encendedor y un contenedor con capacidad de cinco litros —respondí.

—¿Para agua o combustible?

—¡Combustible! —exclamé.

El sujeto se levantó de su asiento y se dirigió a lo que parecía ser un depósito, de donde sacó un bidón rojo.

—Veinte mil novecientos con el encendedor —dijo de mala gana.

Pagué la cuenta y tomamos nuestra compra para dirigirnos al surtidor de gasolina, donde un señor se mostró receloso a la hora de surtirnos.

—¿Ustedes qué harán con eso? —preguntó.

—Es para nuestro padre —respondí—, su auto se quedó sin combustible a unos kilómetros de aquí.

—¿Y el encendedor? —insistió, a la vez que miraba la mano de Eva.

—Supongo que para unos cigarrillos —respondí con desinterés—, ¿nos puede vender el combustible sí o no? Porque no querrá que venga nuestro padre con la rabia que está pasando ahorita.

Al fin, el señor accedió a surtir nuestro bidón, pero con solo tres litros de combustible.

—Son quince mil —dijo.

—¡Carajo! —exclamé. Realmente estaba cara.

Pagué de mala gana y salimos corriendo a la casa de Eva, quien no dejaba de mirarme con un extraño semblante. Cuando llegamos, nos encontramos con un pequeño grupo de personas llorando inconsolablemente por la muerte de la señora Cecilia; todos dieron el pésame a mi amiga.

—¿Para qué es la gasolina, Eva? —preguntó una señora que llevaba un niño en brazos; sus atuendos estaban bastante viejos.

—Lucía, usted sabe qué es lo que nos dijo mi abuela una vez con respecto a su muerte —respondió. Me asombró que estuviese al tanto de la última voluntad de la señora Cecilia.

—¿De veras piensas hacerlo? —inquirió asombrada—. ¿Y dónde vivirás entonces?

—Por ahora, eso no importa… Luego pensaré en eso.

Éramos apenas ocho personas en total, y de quemar la casa se encargó un sujeto que me quitó la gasolina con recelo y la esparció por varias paredes.

—¿No hay nada de valor adentro? —preguntó.

—¡Sí! —exclamó Eva—. ¡Mi guitarra!

Fue rápido en busca de su guitarra y al volver, miró al sujeto y asintió en señal para que encendiese un papel y lo arrojase cerca de una pared humedecida. La casa ardió casi de inmediato y todos, incluyéndome, lloramos la partida de la señora Cecilia.

El tiempo pasó a segundo plano en ese entonces, no me importaba nada más que estar con Eva. Así que, temeroso del peor castigo, decidí quedarme con ella a pesar de su insistencia en que regresase a casa.

Esa noche fuimos a la montaña y nos quedamos ahí para seguir lamentando la muerte de la señora Cecilia. A lo lejos, las luces de los edificios embellecían la ciudad.

—¿En qué piensas? —me preguntó mientras miraba distraído el horizonte.

—En lo que será de ti ahora —musité.

—No te preocupes, ya veré dónde me quedo para dormir —dijo, su voz era comprensiva.

Seguía sintiéndome culpable por haberla alejado de su abuela ese día y también me desesperó pensar en la señora Cecilia y sus últimos minutos en deprimente soledad.

—Deberías volver a casa —sugirió.

—No te dejaré sola, no ahora que necesitas compañía.

Eva volvió a mirarme cómo lo hizo cuando volvíamos de la estación de servicio; era una mirada que transmitía cariño y admiración, o al menos eso me pareció.

—Gracias por ser mi amigo, Paúl, te quiero mucho —dijo, al mismo tiempo que me daba un cálido abrazo.

—De nada, aquí estaré siempre para ti.

Siendo honesto, me hubiese gustado ser un mejor consuelo, o al menos ese amigo que la ayudase a persuadir la tristeza y el dolor que la seguía consumiendo hasta que se quedó dormida.

Eva también era vulnerable ante situaciones complejas, y debido a que no consideré ese detalle, no pude apoyarla de mejor manera. Bueno, eso es lo que siempre he creído, a pesar de que al día siguiente ella pensó lo contrario.


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