El antiguo portón de Liurn se entreabrió, emitiendo un eco que perforó el silencio cargado de expectación. Ante nosotros, la ciudad se desplegaba: un enjambre de calles retorcidas y edificaciones que se erguían imponentes como titanes de roca. Desde las penumbras, los lugareños nos escrutaban, sus miradas entrelazaban curiosidad y recelo. Acorazados en sus rincones, algunos incluso armados, los habitantes nos ofrecieron una bienvenida fría y distante.
— Permanezcan alerta y no se dispersen —instruyó Torres, adoptando una postura defensiva ante la amenaza latente; su voz se perdía entre el susurro creciente de los pobladores que se congregaban.
— ¡Ni un paso más si quieren seguir enteros! —exclamó un aldeano, su voz temblorosa por el nerviosismo que producía confrontar a hombres armados.
— ¡¡¡Repite lo que acabas de decir!!! —reta López apuntando con ferocidad.
— ¡¿Norri, serías tan amable de bajar las armas?!—. La voz autoritaria de Oswald resonó, abriéndose camino entre nosotros hasta colocarse al frente. — Es de mal gusto recibir a tan prometedores invitados de esta manera.
— Mi señor Oswald, disculpe nuestra descortesía, los confundimos con vándalos —respondió Norri, extendiendo una acogida más cálida.
Oswald nos introdujo como emisarios del rey, una comitiva variopinta de guardias e inquisidores... su relato, aunque embellecido, omitió astutamente nuestras habilidades médicas y científicas.
Proseguimos con cautela, cada paso retumbando sobre el adoquinado. La urbe parecía cobrar vida propia, cada esquina muestra el eco de una era dorada, ahora ensombrecida por la desgracia.
La ciudad parecía despertar, cada rincón resonaba con el eco de un pasado glorioso, ahora oscurecido por la calamidad de las acciones humanas: Los edificios, adornados con gárgolas y frisos, parecían juzgarnos desde sus alturas, y las farolas, apenas encendidas, proyectaban una luz tenue que apenas lograba perforar la bruma matutina.
Los habitantes de Liurn, vestidos con ropajes de mejor calidad que los habitantes de Cartjuns, nos observaban desde sus umbrales. Sus rostros, marcados por la desconfianza y el temor, eran un reflejo de la tragedia que había consumido su fe y esperanza. La ciudad, una vez un hervidero de fervor religioso y avances médicos, ahora se retorcía bajo el peso de un pasado oscuro.
En el trayecto hacia nuestro destino, la panadería de Diego, cautivó mis ojos con sus hermosos colores vivos, el aroma del pan recién horneado se mezclaba con el bullicio de las conversaciones... Y ahí estaba ella... una joven con su cabellera corta y oscura, traía su delantal manchado de harina y otras especies; servía a los clientes con una sonrisa forzada. Su mirada, sin embargo, esquivaba en todo momento nuestro caminar, como si no desease que estuviésemos en esta ciudad.
Finalmente, llegamos a la majestuosa mansión del exalcalde Arístides Victoria, quien, ante el imparable avance de la corrupción, había huido a la capital, dejando a los ciudadanos a su suerte. Esta imponente residencia era el legado familiar de Amgust Tommoty Vanhouten, íntimo amigo del rey. Vanhouten había cedido la propiedad para el uso gubernamental de los alcaldes.
La mansión, construida a mediados del 1112. Sus amplios salones estaban adornados con muebles opulentos y detalles decorativos que reflejaban el lujo y la sofisticación de la época. Los techos altos, las ventanas con vitrales y las chimeneas de mármol eran testimonio del esplendor con el que la familia Vanhouten vivía.
La mansión contaba con innovaciones tecnológicas como iluminación a gas y un sistema de calefacción central, lo que la convertía en una de las residencias más avanzadas. Los jardines que rodeaban la propiedad eran igualmente impresionantes, con senderos serpenteantes, fuentes ornamentales, una variedad de plantas exóticas y una extensa llanura que en tiempos mejores era la envidia en ganadería.
La admiración por la imponente mansión fue efímera, tan breve como la tranquilidad que se desvanecería al cruzar su umbral.
— ¡Excelente! Es momento de despojarse de las máscaras —la mirada de Torres se tornó amenazante y, con agilidad, apuntó su arma hacia Oswald—. ¿Quién demonios es usted?
— ¡Sosiéguese, capitán Torres!
— El capitán le hizo una pregunta —refuerza López a Torres.
—No soy más que el hombre que socorrió a esta gente tras la partida de Victoria a la capital.
— Hay algo en usted que me perturba... no sé si es desconfianza o si aún no nos ha revelado toda la verdad.
— A su tiempo, todo se sabrá...
— El tiempo es precisamente lo que escasea —interrumpió Torres, presionando el cañón de su arma contra la frente de Oswald—. Será mejor que hable ahora.
— El libro. Afirmó que podía leerlo, ¿no es así? —inquirió González, acercando el libro a Oswald.
— Para comprender lo que les diré sobre el libro, primero debemos visitar el hospital; sin ese contexto, el libro carece de sentido.
— ¿A qué verdad se refiere? —pregunté, inquieto por el enigma.
— La verdad tras el primer pecado. Aquel al que llaman "el erudito del primer pecado" —reveló Oswald mientras lentamente retiraba el arma de su frente—. Solo puedo decir que no se trata de una única enfermedad... es más bien un conjunto de enfermedades, como si de una familia se tratase.
Aquella disputa se había quedado a mitad debido a que se necesitaba la cooperación de Oswald. Torres sabía que no podía presionar más y, estando en terrenos de Oswald, era mejor no seguir con las insistencias, todo lo que se podía hacer era jugar las cartas que Oswald proporcionaba por el momento.
Oswald prestaba su ingenio a Torres y los guardias en la intrincada tarea de ajustar la radio, sus dedos ágiles sobre los diales con meticulosa precisión, en un intento por captar una señal que disipara el ominoso silencio; Margery, con su vasto conocimiento, colaboraba estrechamente con científicos y alquimistas en el perfeccionamiento de los trajes protectores, sus diestras manos afinando cada hebilla y mecanismo; los médicos, por su parte, se sumergían en la labor de recabar información y formular remedios; Los transportistas y guardias, ayudaban a preparar la mansión para su nuevo uso como base improvisada.
Mientras tanto, Vidal, González, Duarte y yo nos aventurábamos por la ciudad en una búsqueda frenética de pistas.
La fortuna no favorecía a aquellos incapaces de hallar la aguja en el pajar, y nosotros compartíamos su infortunio en la recolección de datos. Los ciudadanos de Liurn se mostraban reticentes ante nuestras indagaciones; optaban por el silencio o simplemente se desviaban de nuestro camino sin más.
Nuestro periplo nos condujo a un callejón abandonado, en las afueras de la urbe, hogar de enfermos y convalecientes. Entre ellos, una joven, un faro de esperanza sosteniendo las manos despreciadas por la sociedad. Armada únicamente con medicamentos básicos y equipo improvisado, se dedicaba a aliviar el dolor y el sufrimiento de aquellos desdichados.
La joven, la misma que habíamos visto en la panadería, nos observaba con una mirada que destilaba una mezcla de resolución y temor. Su labor entre los afligidos era un desafío directo a la oscuridad que la ciudad prefería ignorar. El aire se cargaba con cada silencio, cada secreto custodiado como una maldición... una pesada carga que los habitantes se negaban a soltar.
— ¿Por qué socorre a estos infortunados? —inquirí, mi curiosidad eclipsando cualquier precaución.
— Porque es necesario —respondió con voz tenue, aunque impregnada, de una fortaleza que desafiaba al mismísimo fin de la vida—. La enfermedad esconde más de lo que aparenta.
— ¿A qué se refiere? —preguntó González, con el ceño fruncido.
— No es meramente una epidemia... es una condena —sus ojos se encontraron con los míos, revelando un abismo de sabiduría prohibida—. Una condena por los pecados de Liurn.
— ¿Pecados? —repetí, sintiendo el peso de sus palabras anidar en mi ser.
— Sí, los pecados de soberbia y codicia. La enfermedad es solo el preludio de lo que nos espera.
Antes de que pudiéramos interrogarla más, un alarido desgarrador surgió no muy lejos de nuestra posición. Nos precipitamos hacia la fuente del clamor, dejando atrás a la joven y su santuario de compasión.
El lamento nos guio a una morada en ruinas, donde yacía un hombre en la agonía más pura. Su piel estaba marcada con símbolos arcanos, como si una entidad invisible hubiera grabado un mensaje en su carne.
— ¡Es la marca de la Bestia! —exclamó un anciano desde el umbral, su rostro tan pálido como la luna.
— ¿La Bestia? —interrogó Duarte.
— Un ente legendario, una criatura nocturna portadora de pestilencia y muerte —el anciano narró con voz trémula—. Se rumorea que aquellos marcados por ella están malditos.
— ¿Cómo se detiene a tal Bestia? —pregunté.
— Solo existe un camino... —el anciano vaciló, temeroso de pronunciar la siguiente palabra—. Sacrificio.
La gravedad de tal revelación nos abrumó, interrumpida únicamente por los lamentos del hombre marcado. La advertencia del anciano pesaba sobre nosotros como una losa.
No transcurrió mucho tiempo antes de que los polizones aparecieran para llevarse el cuerpo; el desventurado se contorsionaba y gritaba en un idioma desconocido. —Solus vultur Deus peccata nostra dimittet solus Deus noster... vultur Deus— resonaba por las calles.
Los polizones arrojaron al pobre hombre en una hoguera humana que no cesaba de arder noche y día. El aroma a carne quemada inundó el aire de Liurn, un recordatorio perpetuo de la siniestra verdad que asolaba la ciudad. La hoguera, una pira de desesperación, proyectaba una luz macabra sobre los semblantes sombríos de los espectadores, cada uno preguntándose si serían los siguientes.
— ¿Qué idioma pronunciaba? —indagó González, su voz casi ahogada por el crepitar de las llamas.
— Desconozco su origen, pero parece ancestral, tal vez incluso olvidado —contesté, observando cómo el cuerpo del hombre se consumía entre las llamas.
— Debemos hallar al anciano, él sabe más de lo que ha revelado —insistió Vidal, su mirada, escudriñando la multitud que empezaba a dispersarse, como si algo en su interior se avivara al presenciar la cremación... Como si el dolor reviviera de entre las cenizas.
Nos abrimos paso entre la muchedumbre en busca del anciano que había mencionado a la Bestia. Lo encontramos arrodillado en la iglesia, su rostro bañado por la luz de las velas, mientras un sonido ensordecedor ocultaba sus rezos.
— Señor, necesitamos comprender más acerca de la Bestia y estos símbolos —solicité, mostrándole los bocetos que dibujé en mi libreta.
— Son signos de una era remota —comentó el anciano—. La Bestia es, ciertamente, un castigo, pero también un milagro, por los pecados de la nación... por la arrogancia de Liurn.
— ¿Pecados? ¿Qué clase de actos podrían justificar tal calamidad? —presionó González, su paciencia menguando ante el silencio de los ciudadanos.
— El secreto de la vida y la muerte... El conocimiento prohibido que Liurn codició y obtuvo... —el anciano fue interrumpido.
— Señor Méndez, debo recordarle que esta iglesia está clausurada, cualquier acto de devoción... tiene un precio —intervino el capitán de los polizones.
Con un gesto de su mano derecha, dio la orden de arrestar al señor Méndez.
— Mis disculpas a los invitados del estimado señor Oswald, pero deben ser precavidos al elegir dónde entrar, esta iglesia está sellada y su acceso está prohibido a todos, incluso si son invitados del señor Oswald —la voz amenazante dejaba clara la postura de la ciudad, o al menos la de aquellos con poder para silenciar a los demás.
La tensión era palpable mientras el capitán Manuel Martínez, nos escoltaba fuera del templo. La advertencia resonaba en nuestros oídos, un eco de las restricciones que ahora nos cercaban. Liurn, con sus secretos y penumbras, se cerraba ante nosotros, dejándonos con más interrogantes que respuestas.
— No podemos permitir que esto nos detenga —declaró Vidal, su determinación brillando en su mirada—. Hay demasiado en juego.
— Concuerdo —afirmé, impulsado por la curiosidad y la necesidad de desentrañar la verdad—. Pero debemos proceder con cautela.
— La panadería de Diego —recordó González—. Ella trabaja allí, debe poseer respuestas.
Nos dirigimos hacia la panadería, el aroma del pan recién horneado, guiándonos como un farol en la creciente oscuridad de Liurn. Al llegar, encontramos a la joven atendiendo a los clientes, su sonrisa intacta, pero sus ojos contaban una historia distinta.
— Señorita, debemos conversar —solicité, aproximándome al mostrador.
— No tengo más que decirles.
— Disculpen a mi hermana —intervino el dueño de la panadería—. Me llamo Diego, soy el propietario y hermano menor de la señorita.
— Un placer, joven Diego —saludó Vidal.
Logramos persuadir a Diego para que conversara con nosotros. Su hermana asintió sutilmente bajo la atenta mirada de su hermano. Diego nos condujo a la parte trasera de la tienda, lejos del bullicio de la calle.
— Disculpen a mi hermana, Josephine. Ha estado a la defensiva desde la muerte de nuestro padre.
— Lamento su pérdida —exclamó Vidal, ofreciendo sus condolencias.
— ¿Qué sabe sobre la enfermedad? —interrogó González, evitando el tema del duelo que afligía al joven.
— Supongo que nadie ha querido hablarles del incidente, ¿verdad?
— Así es, pero silenciar el pasado solo empeorará el presente y condenará el futuro —argumenté, ante el temor palpable de los ciudadanos.
— La verdad es... —Diego fue interrumpido por el estruendo repentino de la puerta.
— No deberías estar atendiendo a tus clientes, Diego... Pronto debemos cerrar. Les recomiendo a los jóvenes que regresen a sus hogares, ya que esta ciudad se vuelve hostil por las noches. Los ciudadanos evitamos salir cuando la luna está alta —advirtió Josephine.
— Tienes razón, hermana. Lamento las molestias, pero es hora de cerrar —concluyó Diego.
— Disculpen las molestias —se disculpó Vidal, clavando su mirada en la joven.
El silencio era como una espesa neblina que se cernía sobre nosotros impidiendo revelar las verdades de esta ciudad. La insistencia de Josephine en cerrar la tienda no era más que un reflejo de la cautela que impregnaba cada rincón de Liurn. A pesar de la cortesía de Diego, su hermana parecía una fortaleza impenetrable, sus ojos oscuros ocultaban más de lo que su silencio podía contener.
— Entiendo la necesidad de precaución, pero Liurn se ahoga en sus propios misterios —dije, dirigiéndome a Josephine con una mirada firme—. Y mientras más intenten ocultar, más profundo se hunde el cuchillo de la verdad.
Josephine me miró, su semblante era una mezcla de frustración y resignación. Por un momento, la vi titubear, como si estuviera a punto de desmoronarse bajo el peso de un conocimiento insoportable.
— No es solo precaución —susurró finalmente—. Es miedo. El miedo que nos mantiene vivos.
Regresamos con el resto del grupo, sin una pista segura más allá de lo experimentado. Martínez tenía a la ciudad sumida en un temor, incluso aquellas personas que parecían fuertes, tenían algo que perder. Relatamos todo lo sucedido en la residencia. Oswald sabía que Martínez sería el mayor obstáculo a superar, pero no estaba solo.
La misión fue asignada, el grupo se dispondría a infiltrarse en el hospital San Nicolás de Bari, donde la enfermedad había comenzado y desde aquel incidente nadie había entrado.
— Los ciudadanos creen que si no hablan del incidente, sus pecados serán borrados y el peso de la culpa desaparecerá —explicó Oswald, intentando justificar el silencio de los habitantes de Liurn—. Ellos simplemente tienen miedo, el peso de la culpa los carcome y no saben cómo enfrentarlo. Cerraron la iglesia por temor a que Dios se enoje con ellos, quizás porque es la respuesta de Dios por buscar la inmortalidad.
— ¿La inmortalidad? —preguntó Margery, intrigada.
— Sí... la causa de la enfermedad, la culpable de muchas desgracias...
— Es suficiente, Oswald —interrumpió Torres, visiblemente molesto—. Debemos prepararnos para adentrarnos en el hospital, las fantasías y cuentos déjalos para otra noche.
Torres conocía lo que Oswald estaba a punto de revelar, pero prefería seguir negando parte de la verdad, que incluso él conocía y no quería compartir, esperando que si la verdad no salía a la luz, con el tiempo se desvanecería.
El joven se veía mejor que durante el viaje; curioseaba entre los alquimistas y científicos, fascinado por el equipo anti-podredumbre, las medicinas y ungüentos. Tenía un brillo renovado en sus ojos y no sabría decir si había recuperado su inocencia o decidido ahogar su dolor con una máscara de falsa alegría.
— Pareces haber recobrado el color, ¿es así? —inquirió Vidal con una mirada penetrante.
— En efecto. Es gracias a su bondad que me encuentro en mejor estado... Mi más sincero agradecimiento por su compasión, señor Vidal.
— Demuestras una fortaleza admirable, muchacho...
— Me llamo Víctor.
— ¿Víctor, dices?
— ¿Y tu apellido?
— He renunciado a mi apellido, señor. Aquella vida ya no me define... Anhelo un nuevo comienzo, y solo cuando haya contribuido a la salvación de todos, me sentiré digno de llevar nuevamente mi apellido con honor.
— Entonces, Víctor, ¿estás listo para dejar atrás el pasado y enfrentar lo que viene? —preguntó Vidal con un tono que denotaba tanto seriedad como esperanza.
— Sí, señor Vidal. No hay vuelta atrás para mí. El futuro es incierto, pero mi determinación es firme. —respondió Víctor, con una mezcla de resolución y una pizca de melancolía en su voz.
— Bien dicho, joven Víctor. El camino que elegimos no siempre es fácil, pero es la valentía en el corazón lo que nos define. —Vidal, posó su mano sobre el hombro de Víctor en un gesto de apoyo.
— Gracias, señor. Con su guía, creo que podemos lograr lo imposible. —Víctor miró hacia el horizonte, donde la luz de la luna comenzaba a filtrarse a través de las nubes, prometiendo la llegada de un mejor futuro.