Después de siete jornadas a caballo, sin descanso ni tregua, adentrándose en llanuras interminables y enfrentando ríos bravíos, finalmente se encontraron con el oscuro manto de la noche, envolviéndolos en su abrazo de sombras. Sus cuerpos, agotados y anhelantes de reposo, suspiraron aliviados al ver que por fin podían tomar un breve respiro.
El aire se llenó con los dulces murmullos de la naturaleza mientras se detenían en un prado solitario. Los viajeros atendieron las necesidades básicas de sus fieles corceles, brindándoles alimento y descanso merecido.
Bajo la débil luz lunar, que bañaba el prado con su resplandor plateado, todos los detalles resaltaban ante sus ojos cansados. Sin embargo, no se podía negar que en esa inquietante quietud nocturna que se cernía sobre ellos había un algo en el ambiente que susurraba precaución.
Con actividades simples que no requerían mucho esfuerzo, los viajeros se dispusieron a amainar los motores de sus cuerpos exhaustos. Y así, poco a poco, la calma fue inundando el entorno, permitiendo que la belleza reconfortante de las estrellas titilantes llegara hasta sus cansadas almas.
Los viajeros encendieron una modesta hoguera y se congregaron a su alrededor, compartiendo miradas cargadas de significado y alguna que otra reflexión sobre el camino recorrido.
—Entierra los huesos, Valanta, o los espíritus de la noche nos acecharan en el descanso —dijo el anciano con seriedad.
El joven hombre, que tenía el semblante de un guerrero le arrojó una sonrisa traviesa, por el recuerdo repentino de un pasado ya muy lejano.
—¿Por qué?, ¿es acaso que los espíritus oscuros son tan poco tolerantes con el acto de dejar los huesos al aire libre? —inquirió, sin guardar su sonrisa.
—Es por respeto, muchacho —comenzó a explicar con un tono calmo—, los espíritus de la noche son entidades caprichosas, cualquier ofensa, sea grande o pequeña sirve de excusa para atormentarnos en la oscuridad. Y tú, con tu indiferencia, estás desafiando su poder y autoridad.
—Nunca he logrado comprender porque los espíritus malignos actúan en nuestra contra por cosas tan banales, como lo es tirar los huesos al pasto.
El anciano frunció el ceño, disgustado por la irrespetuosa observación del joven.
—No hables de cosas que desconoces —dijo, advirtiendo con una seña de su mano al notar el intento de réplica—. Eras un niño que respetaba a los espíritus, tal vez no sabías cuando callarte, algo que todavía no has aprendido, pero entendías que los rituales son necesarios para el equilibrio.
Valanta no pudo evitar una mueca de disgusto.
—Me enseñó a temerles, Delios, no a respetarlos. —Posó su mirada sobre las bailarinas llamas de la fogata.
—No me eches la culpa, niño, nunca quisiste aprender a desvelar los secretos que existen más allá del velo, incluso con mi insistencia.
—La insistencia era golpearme.
—Te lo merecías, replicabas cada cosa que te ordenaba. Te faltaba respeto, y te sigue faltando, creía... —calló de inmediato.
—¿Creía qué, Delios? —Sus ojos resplandecieron con animosidad y enojo—. ¿Creía qué?
—Nada, Valanta. Dame los huesos, yo los enterraré.
Valanta se quedó fijo en su posición, mirando con frialdad al practicante de lo oculto. No era estúpido, podía intuir como habría sido el final de aquella frase, y aunque respetaba al anciano, no iba a permitir que el tema fuera mencionado en su presencia.
El Delios del clan suspiró. Se levantó, caminando a dónde el muchacho para recoger los huesos. Regresó a su lugar, sentándose y depositando los despojos de los animales en el pequeño hueco de tierra antes hecho.
—Lo que te ocurrió...
—No —interrumpió con firmeza—. No le permito hablar de ello.
El anciano asintió. La mirada afligida del joven no era algo que pudiera ocultar con facilidad, las heridas del pasado no habían cicatrizado, y el clan tenía culpa de ello, tanto como él mismo. Dejó que el silencio se hiciera presente, escuchando únicamente los suspiros del viento y el ruido del fuego.
—¿Por qué la urgencia, Delios? —preguntó, recuperando un poco de su habitual calma.
—No tienes la autoridad suficiente para saberlo —dijo, sin sonar ufano.
Valanta afirmó con la cabeza, la sonrisa pícara volvía a dibujarse en su rostro.
—Es justo —dijo, sin guardarle rencor por el comentario.
—No es algo para ofenderte, Valanta, pero la información que he obtenido es tan valiosa que podría cambiar la homogeneidad de los clanes, tal vez hasta destruirlos. Solo debe ser escuchado por los oídos del líder, él decidirá después.
—Me tiene intrigado, Delios. Pero respeto su silencio.
—Gracias, Valanta.
Al fin despuntaba el alba, y los viajantes, cumpliendo su cometido, debían proseguir con su camino. Los corceles, con arrobo salvaje, se lanzaban al galope entre la espesura de los bosques, sorteando las colinas zigzagueantes y las escarpadas sendas, donde serpentean los riachuelos y se erigen las altas cumbres. Aquellos nobles cuadrúpedos, engendrados para la contienda y el fragor, adiestrados en el arte de resistir el vértigo, el estrépito y el caos, avanzaban con paso inquebrantable y resuelto.
A su paso, las aves alzaban el vuelo desde las copas de los árboles con un trino melódico, mientras las bestias salvajes se ocultaban en sus moradas, espantadas por las potentes pisadas de los caballos. El sol de atardecer destelleaba en el firmamento, alumbrando las onduladas colinas y los laberintos de los valles con destellos dorados, generando un espectáculo visual que parecía de otro mundo.
A pesar de las contingencias del suelo, los jinetes mantenían una velocidad constante, dejando atrás los obstáculos con gracia y destreza, como si fueran parte integral del propio paisaje. Y así, en poco tiempo, arribaron al término de su destino, exhaustos pero con un deleite victorioso anidado en sus corazones, como si hubieran derrotado a un feroz enemigo.
Se detuvieron ante los inmensos pilares blancos con cicatrices por toda su superficie, rigurosos centinelas de piedra que custodiaban con fervor sagrado la entrada a aquel lugar místico. A su alrededor, monolitos que portaban semblanzas de rostros ancestrales parecían observarlos desde las alturas, rodeados de un inusual jardín donde flores de los más extravagantes colores competían por la supremacía. Pequeños riachuelos recorrían el terreno de manera melódica, serpenteados caprichosamente entre árboles cuyas copas desafiaban al mismo firmamento, con tallados en sus troncos tan exquisitos que con solo observarlos un momento, podían transportarte al sitio inmortalizado.
Los ojos de los rostros pétreos parecían moverse, escudriñando con sus cavidades vacías los cuerpos de los recién llegados, en búsqueda de cualquier impureza que pudiera mancillar aquellas tierras sagradas. Valanta y el Delios del clan mantenían su calma, conocedores de la peculiar situación a la que eran sometidos en aquel instante.
El sendero de piedra, labrado con esmero, les guió hasta un conjunto de tiendas diseminadas, destacándose una en particular por su tamaño desproporcionado y amplitud desafiante. La vereda se extendía hasta alcanzar una puerta inmemorial, de enormes dimensiones, impasible frente a una estructura enredada con la naturaleza misma que la rodeaba.
—Mi camino culmina aquí, Delios —dijo Valanta, al tiempo que detenía al caballo.
El anciano le miró, con la pena en su rostro.
—Gracias, muchacho. Ten por seguro que se hablará en tu nombre.
—Mis hechos hablarán, Delios, pero agradezco la intención.
El anciano asintió, despidiéndose con un ademán de su rostro, sin embargo, antes de volverse nuevamente a su destino, le arrojó un pedazo de hueso tallado, con un símbolo en su centro.
—Descansa está noche, Valanta, tú y tu caballo lo merecen.
Valanta asintió, aceptando el importante distintivo que solo los Delios podían poseer, y sabía podía necesitar. Se giró, retirándose al riachuelo cercano para beber, y refrescar a su leal equino.
El anciano prosiguió con su camino, con el destino fijo en su mirada. Los guerreros apostados en derredor a la gran tienda le saludaron con deferencia, él asintió de vuelta, sin ufanidad.
Bajó del caballo, ayudado por el guerrero que se precipitó a brindar su antebrazo como sostén.
—Gracias, muchacho —dijo, notando de reojo las marcas en su brazal de cuero, veinte para ser exactas, le sorprendió, pero pronto comprendió que los aquí presentes pertenecían a lo mejor de lo mejor de los clanes principales, idea que ayudó a estabilizar sus pensamientos.
El guerrero afirmó con la cabeza, complacido por el agradecimiento del anciano. Aceptó las riendas, sin dejo de molestia.
—Lo llevaré con los cuidadores, Delios, si es su intención.
El anciano asintió con una sonrisa, y sin tomarle demasiada importancia a lo sucedido se dirigió al lugar de su destino. El mismo que para acceder, uno debía pasar a los dos únicos guardias colocados fuera de la entrada.
—¿Deliberación o festejo? —preguntó al detenerse, mientras alzaba el rostro todo lo que podía para vislumbrar las caras de los dos enormes guerreros, del clan Yaruba, tenía como certeza.
—No sabemos —respondió uno de ellos, con un tono manso, pausado y gutural—. Líder ordenó esperar a salir, no dejando entrar a nadie.
El Delios meditó la respuesta, buscando en su vasto conocimiento lo que podría estar sucediendo, pero la única respuesta que obtuvo de su mente le frustró más que desconocerlo.
—¿Cuánto tiempo llevan dentro?
—Tres soles —dijo el mismo luego de tardar dos largos minutos, que había ocupado para contar con sus dedos.
Acertó, aun cuando deseaba no hacerlo. Suspiró, sabiendo que no podía interrumpirlos en la ceremonia que estaba llevándose a cabo. Se resignó a esperar, incluso cuando su voz interior le intentaba convencer de lo contrario por la urgencia del mensaje, pero su sabiduría y paciencia podían más, un par de días no harían la diferencia, esperaba.
En el adarve recién construido de madera, se encontraban dos hombres, vestidos con indumentaria militar ligera, acompañados de un arco, carcaj, y una pequeña cesta con bocadillos y dos cantimploras sobre la superficie aspera.
Ambos hombres se mostraban vigilantes ante los ruidos provenientes del bosque, el mismo que en los últimos días se habían avistado un mayor flujo de bestias humanoides, sin hostilidad, aparentemente, no obstante, aquello provocó más preocupación en cada uno de los guardias. Eran guerreros, tal vez por la minúscula estancia en Tanyer se les consideraba forasteros, y como tales, ignorantes a la vida natural de las tierras que ahora llamaban hogar, pero conocían las bestias, y era de concepto común que cuando una bestia piensa, significa que algo muy malo va a ocurrir.
La feroz ráfaga de viento les hizo suspirar, agradecidos por el frescor del aire, que aliviaba la sensación de sus cuerpos cubiertos de sudor.
—Veo a otro de los verdes —dijo el moreno, sin señalar, no era necesario. Su compañero, el rubio, asintió.
—He escuchados de los sangre... —calló, y entendió su error al notar la temerosa expresión del hombre a su lado—. Los lugareños, que en esta temporada es común verlos, al parecer, atacan a los animales pequeños que nacen luego del inyar.
El moreno afirmó con calma, no le importaban las razones de porque los observaba más, tenía una misión, asesinarlos si cruzaban hacía el territorio que su señor gobernaba, lo demás era de poca importancia.
—Son horribles —añadió, mirando al perdido que había percibido sus presencias.
—Nos reta —sonrió el rubio, levantando su arco, y haciéndose con una flecha.
—A la cabeza —dijo el moreno, con una sonrisa incitadora.
Sus ojos, agudos como los de un ave depredadora, se posaron con intensidad en el individuo de tono verdoso. Sus dedos, rígidos como rocas, sujetaban firmemente el extremo no letal de la flecha, mientras su respiración se volvía tan silenciosa y serena como un páramo abandonado. Pero su encuentro fue bruscamente interrumpido por su compañero, cuyo toque delicado en su hombro lo sacó de su concentración.
—Observa el camino.
El rubio obedeció, aunque sin bajar el proyectil. A lo lejos, una silueta cuadrúpeda comenzó a vislumbrarse, levantaba el polvo por la alta velocidad, y, que por el camino que tomaba, denotaba su intención por cruzar territorio prohibido.
—No distingo con claridad. Maldito sol.
El rubio forzó al máximo su visión.
—Es un jinete a caballo, pero es extraño, creo que carga con un niño.
El moreno asintió, logrando verlo, más por el dibujo en su mente recién creado gracias a la observación de su compañero, que por su habilidad.
—Es un guerrero, puedo distinguir armadura en su cuerpo.
—¿Enemigo?
—No puedo responder.
—Tiro de advertencia —ordenó el moreno.
Su compañero asintió.
La flecha fue disparada, e ignorada.
—Nuevamente.
El rubio obedeció, pero nuevamente fue ignorada. El moreno no quería matar a un hombre con su vástago, pero las órdenes eran claras, y no iba a desobedecerlas por dos desconocidos.
—Tiros limpios —dijo con un tono serio, pero calmo.
El rubio asintió, se concentró en el disparo, apuntando al caballo, pues dudaba que pudieran escapar de su segunda flecha luego de caer de su montura. Respiró hondo, pero luego atisbo algo que no debía ser correcto, por lo que forzó nuevamente su objetivo en el infante que cargaba el guerrero, y entonces se mostró nervioso.
—Es de los nuestros. —Bajó de inmediato el arco.
El moreno le miró, extrañado por la afirmación.
—No es un niño —añadió, su corazón golpeaba con fuerza su pecho, intuyendo lo peor si esa flecha hubiera sido disparada—, es uno de esos enanos que traen las rocas al Barlok.
—¡Carajo! —gritó—. Van como si los persiguieran los oscuros. —Y de forma involuntaria dirigió su atención a espaldas del jinete, suspirando en su corazón de alivio que su decreto no haya materializado a tan perverso enemigo—. Maldición, debieron detenerse, casi los matamos.
El rubio asintió.
Bronio, el soldado a caballo le lanzó una mirada a ambos hombres, reprochándoles sus ataques anteriores, pero no hizo por detenerse, sus compañeros le necesitaban, y no podía retrasarse ni un solo segundo, aunque su vida dependiera de ello. Mientras que el antar en su regazo mostraba indicio de querer vomitar por el traqueteo constante del viaje.
—Hablaré con alguien —dijo el moreno al verles alejarse, con dirección al territorio del Barlok—, maldición si lo haré, esto no puede quedar así. Nuestra piel peligraba ser arrebatada de nuestros cuerpos por unos bastardos apurados. No me quedaré callado.
El rubio asintió, en concordanza con su compañero.
∆∆∆
Bronio atisbo los altos muros de la fortaleza, y aunque todavía se encontraba lejos, su corazón ya no se sentía tan amenazado, logrando respirar con menor presión.
Su odisea se ganó la atención de cada hombre, mujer y niño del camino por dónde galopaba, se notaba la curiosidad en los ojos de cada uno, pero él ignoraba las miradas, solo existía un pensamiento en su mente, el mismo que le proveía de fuerza y determinación.
—Ruego se me permita la entrada —gritó al llegar ante las altas puertas de madera reforzada, y se sintió pequeño ante la inmensidad de los muros, que no había logrado apreciar hasta este momento de incertidumbre.
El guardia en la cima de la muralla posó su atención en el recién llegado, y sin dudarlo mandó la orden de que se permitiera el paso. Había visto al de la raza antar.
Bronio agradeció con un ademán que pasó desapercibido, para inmediatamente cruzar la entrada, sin emprender el galope. Existían reglas, todos lo sabían, y admitía que tuvo el pensamiento audaz de ignorarlas por una única vez, creyendo que su soberano lo entendería, pero fue esa la razón de su desistir, su soberano, el hombre que no era un hombre. Comprendiendo que por todas las cosas se debía respetar el protocolo, aunque aquello costara la vida de sus compañeros, pues, creía que ellos en su posición actuarían igual.
Las siluetas cercanas le resultaron desconocidas, y no era para nada extraño, pues, aunque su tiempo en Tanyer era mucho mayor a los recién llegados, su habilidad con la espada no había logrado llamar la atención de los principales escuadrones, aquellos con nombre distintivo, los que se habían hecho de fama recientemente, gracias a sus hazañas en batalla. A lo lejos, uno de esos escuadrones entrenaba.
—Jinete, desmonta. —Escuchó la orden, la voz era dura, poderosa e imponente, tanto que su caballo comenzó a moverse con nerviosismo—. Estás en presencia de Trela D'icaya.
Bronio se volvió de inmediato, con una expresión de disculpa, no sabía quien era el nombrado, y no necesitaba saberlo, pues si se le había permitido el ingreso a la fortaleza, y tenía un séquito en su compañía, debía ser alguien al que no podía insultar. Pero, entonces observó al hombre alto, guapo e incuestionablemente imponente, lo reconoció de inmediato, lo había visto siempre de lejos, pero la sensación de magnificencia era la misma, o probablemente superior.
Se arrojó a suelo, dejó al pequeño a su lado, y cayó sobre ambas rodillas, bajando la cabeza con sumo respeto.
—Señor Barlok. —Se percibió el nerviosismo en su tono, el temblor de su cuerpo era visible, pero ninguna de las mujeres presentes hizo por burlarse, en realidad fue lo contrario, creían que era la manera correcta de estar en presencia de su soberano, pues ellas mismas a veces sucumbían ante su imponencia.
Orion mantuvo su interés en el antar, quien observaba los alrededores con una mirada perdida mientras masajeaba su estómago, como si quisiera evitar que algo saliese de el.
—Puedo oler tu desesperación —dijo, concediendo su mirada al insignificante soldado—, habla.
Bronio tragó saliva, lamió sus labios y esperó que su cordura no se rompiera al formular la repuesta que debía dar.
—Señor Barlok, mi señor, debe ayudarnos, algo nos ha atacado, mis compañeros, mis compañeros se encuentran en peligro.
Orion mostró un leve interés en su expresión, que pronto se desvaneció.
—Habla despacio y claro, soldado —ordenó.
Bronio se forzó a calmarse con una fiera bofetada que sorprendió a la hermosa Fira. Carraspeó de forma silenciosa, y con la breve tranquilidad recuperada relató lo sucedido.