Las tibias olas del mar chocaban con las frías dunas de arena que conforman el Parc National Du Namib-Naukluft. La noche fue brutal y ventosa, a diferencia de lo que muchos pueden pensar, el desierto incluso en mitad del verano puede llegar a alcanzar temperaturas tan bajas que cualquier turista distraído, o ebrio, podría desorientarse y morir en cuestión de pocas horas. Morir de frío en el desierto, menuda ironía. Aunque probablemente la causa de muerte fuera más compleja. De seguro aquellos brujos de bata blanca encontrarían mil y un razones para explicar la muerte de alguien en el desierto. Annika, por otro lado, sabía mejor que aquellos médicos, no importaba que tenga unos ingenuos quince años, ella conocía el secreto del desierto. Dentro de aquel cuerpo de arena se encontraba una de las amenazas más grandes de la humanidad, y ella lo sabía. En realidad lo escuchaba.
Annika vivía en el pequeño pueblo costero de Hsu, cerca a la frontera con el estado de Erongo. Annika era muda y dentro su pequeño pueblo rural, lejos de cualquier rastro de globalización hubo una pequeña, pero seria intervención a sus tres años cuando sus padres finalmente se percataron de que algo malo le sucedía a su hija.
La llevaron con el brujo alfa, un hombre anciano que seguramente ya acariciaba el centenar de años de vida, respetado aunque un poco evitado por los habitantes del pueblo. Temían que su hija fuera una maldición de los dioses, que fuera un castigo, o peor aún, la discordia del pueblo de Hsu. Annika no era ninguna profeta del apocalipsis, mucho menos una maldición, el brujo lo sabía desde el momento que vio a la madre a las pocas semanas de gestación. El hombre, llamado Hara, recibió tranquilamente a Annika en su morada, incluso pidió sostenerla y apreciar aquellos ojos oscuros que bien conocía Hara.
- No hay razón alguna por la que temer hijos, su niña es preciosa - dijo el anciano - es una bendición de la tierra.
- Pero señor, la niña no habla, como puede ser una bendición si es que le fue quitada la voz - respondió la madre, escéptica y asustada.
- No no no no, Annika tiene los ojos de mi madre, negros como el cielo nocturno encima del desierto, tienen una niña sumamente especial.
- Maestro, no quiero faltarle el respeto, pero cómo podrá la niña tener una vida normal si es que no puede hablar, me refiero a que quién la aceptará como su futura mujer - excusó el padre - y peor aún, ¿qué pasa si se lo pasa a sus hijos? - su voz empezó a entrecortarse ante aquella idea - no quiero que mis nietos sean mudos...
- No será necesario, Annika no tendrá niños, ese no es el destino de la pequeña - dijo el brujo con una voz suave y profunda.
La madre rompió en llanto. No se imaginaba lo mucho que sufriría Annika al no poder comunicarse. Incluso pensar en que ella no se casará. ¿Quién se hará cargo de ella cuando tenga la edad suficiente para formar una familia? ¿Acaso tendrá que cuidar y atender a su hija hasta el día de su muerte? El futuro era algo un poco aterrador y estresante en que pensar. La mujer cayó de bruces al suelo y lanzó un grito al cielo por la cruda verdad que acaba de ser revelada ante sus ojos.
- Por favor maestro, no quiero interceder con las fuerzas mayores… pero devuélvele el habla a mi hija, será mejor así - suplicó el padre mientras su esposa aún yacía en el suelo enterrando sus dedos en la arena.
- No - respondió el brujo fijando su mirada al rostro del hombre.
- Pero… ¿por qué?
- No lo entenderán ahora… pero su voz fue intercambiada por algo mucho mejor, un dote que solo unos cuantos afortunados logran recibir. Nunca pensé que llegaría a vivir para conocer a alguien así. Mi esposa, que en paz descanse, solía decir que las niñas eran quienes recibían esta bendición. tal vez podría estar relac
- ¿De qué dote estás hablando? ¿Acaso mi hija es una bruja? - interrumpió abruptamente el padre gritando.
El anciano, molesto por haberle cortado el hilo de la historia respondió pacientemente.
- No, la niña no es una bruja, y si tienes curiosidad por el dote del que te platicaba… Simplemente puedo decir que ella puede sentir el sonido en su cuerpo, y tus gritos le están punzando la piel.
La madre detuvo el sollozo al escuchar aquellas palabras, aún se quedó de rodillas y miró fijamente al anciano.
- ¿Qué dices?
- Digo que ella puede sentir en su piel el sonido alrededor de ella, quien sabe, hasta podría saborearlo. Es algo que ni siquiera aquellos hombres occidentales podrían lograr. Annika es única en un millón.
- Maestro, hace poco mencionó que mis gritos le estaban punzando la piel… eso… ¿eso significa que mis gritos le causaban dolor? - dijo el padre casi en un susurro.
- Sí, sentir conlleva dolor.
La intervención que Annika tuvo a temprana edad fue la primera y única en toda su vida. El anciano falleció al siguiente año, debido a un serio caso de fiebre que nadie supo tratar. Hara falleció a la orilla del mar, con el desierto a sus espaldas y todo su pueblo alrededor suyo, murió en silencio, ya que no quería provocar más dolor innecesario a la pequeña Annika que estaba junto a su madre esa noche.
Ahora que Annika tenía quince años y sufría de un caso severo de insomnio, pasaba las primeras horas de la mañana a orillas del mar, con sus pies hundidos en la arena del desierto y la brisa del Atlántico golpeando su rostro. Muchas noches Annika no lograba dormir más de cinco horas, seis a lo mucho, el desierto gritaba y le causaba una gran cantidad de dolor en sus articulaciones. Sin embargo, no siempre fue así. Fue en una noche del invierno de 2019 en la que escuchó (o mejor dicho sintió) los ruidos provenientes del desierto por primera vez. El dolor que sintió fue extremadamente intenso que despertó revolcándose a gritos mudos. Ella sintió como si alguna fuerza le estuviera torciendo sus muñecas, hombros, codos, rodillas, incluso el cuello, ella temía que tal sentimiento le llegara a matar. Sus padres desesperados y sin saber exactamente que le sucedía a la niña la llevaron afuera y al momento en el que Annika pudo escuchar, y sentir, el sonido de las olas del mar la tortura cesó. Lo que Hara tal vez no sabía en su momento, o se olvidó mencionar, es que así como algunos sonidos eran capaces de causarle dolor a Annika, habían muchos otros que le daban una paz y tranquilidad que podían incluso curar cualquier dolor que ella pueda sentir. El terror de esa noche continuó por varias más, de vez en cuando tenía la suerte de tener una velada tranquila y dormir ocho o nueve horas corridas, sin embargo, las noches en las que era despertada por el dolor eran cada vez más frecuentes. A veces Annika pensaba y soñaba con abandonar su país, alejarse de aquel desierto y vivir cerca al mar, donde su cuerpo no sienta aflicción alguna, pero principalmente donde pueda dormir tranquilamente.
El mar no era para nada como el desierto, el desierto buscaba asesinarla mientras que el mar la curaba. Era una dualidad casi perfecta, casi irónica, lo que era verdad es que el mar era su lugar seguro. Esta madrugada como muchas otras en el pasado ella buscaba curar sus heridas de la noche.
El cielo tenía un tono azul naval, aún no podía apreciar el brillo del sol pero sabía que estaba cerca. Annika adoraba los amaneceres, pero no era fanática del calor que traían. Ese era otro factor que buscaba para su futuro, un lugar frío cercano al mar en el que pueda tener un gatito. Annika silenciaba los pensamientos sobre el desierto, era curioso, ya que nunca había escuchado su voz real, pero sí tenía una en su cabeza. Su consciencia hablaba constantemente, incluso cantaba y recitaba hermosos poemas que embellecen la imaginación de la joven. Pensar en el desierto le dolía casi tanto como escucharlo, pero siempre tuvo una obsesión enfermiza y aterradora por descubrir qué era lo que pasaba entre las dunas. De cierta forma sabía lo que sucedía, alguien moría, pero era algo un poco extraño, porque lo que sentía era el grito o último aliento de toda una nación que desfallece en el desierto. En contraste, cuando falleció Hara ella simplemente sintió una ligera punzada en el corazón. Tal vez el desierto moría un poco, pensó con su mirada fija al horizonte, pero el desierto no estaba con vida, de ello estaba segura.
"Tal vez algo vive dentro del desierto, algo que cada noche muere cada vez un poco… o cada noche asesina un poco", dijo su consciencia una vez más. pero la niña otra vez la silenció de nuevo. Pensar así le causaba mucho dolor, un dolor sentimental, tenía ganas de llorar.
Annika se levantó y se dirigió al mar, quería sentir el agua en sus piernas. Cuando bajó su mirada se pudo dar cuenta que su cuerpo había formado una ligera penumbra en el agua. Se dio la vuelta y de entre las dunas pudo ver los primeros rayos de sol del veintiocho de enero, Annika sabía que dentro de poco tendrá que volver a su pueblo, su padre planeaba viajar a la capital para vender las artesanías que han estado manufacturando en los últimos días. Dichas artesanías iban desde manillas, aretes, collares y otros artículos de joyería, cada uno perfectamente adornado con alguna concha marina o granos de arena.
Annika se sentía hipnotizada por el amanecer, personalmente ella era más fanática del anochecer, ya que el sol estaba del lado del mar, en cambio ahora sentía un poco como si el sol fuera el vil aliado del desierto. A pesar de su fuerte rivalidad con el desierto, los tibios rayos de las primeras horas de la mañana le abrazaron el cuerpo a Annika, se sentía como un abrazo maternal que le despertaba de una terrible pesadilla.
Un sonido estridente y desgarrador emergió de las profundidades del océano, Annika se sumergió en un instantáneo estado de tortura y dolor, abrió su boca para emitir unos gritos y gemidos de dolor, sin embargo, de su boca no se emitió ningún sonido. Su sufrimiento era mudo, nadie la podía escuchar.
El dolor que experimentó era mucho más intenso que aquel que le despertó minutos atrás. Un sentimiento de traición pasó fugazmente por la cabeza de Annika, se supone que el mar era su lugar seguro, pero ahora (casi literalmente) le apuñaló por la espalda.
Annika se tambaleó fuera del agua y fue a caer sobre la arena, aún fría. El dolor hizo que se revolcara de dolor, toda su piel fue bañada por la arena, los granos le entraron en la boca y varios otros le bloqueaban su visión. De un segundo a otro, ella pudo sentir como uno de sus tobillos era fracturado y cada uno de sus huesos era retorcido como si se trataran de un trapo al que le quieres drenar el agua.
El ruido, grito, zumbido o estruendo del agua parecía multiplicándose dentro de su cabeza, sus oídos le dolían casi tanto como su cuerpo. Su cabeza le palpitaba. Annika sentía como la asesinaban. No podía respirar, todo su aire fue expulsado por sus gritos de dolor silenciosos y sentía como si el aire fuera más viscoso y no pudiera introducirlo a sus pulmones.
Annika podía jurar que su cuerpo empezó a sangrar de todas las lesiones que estaba experimentando, en un intento desesperado de percatarse de cualquier hemorragia pasó sus manos por su cuerpo. Dicha tarea se le hizo sumamente dificultosa, seguía experimentando una tortura inimaganable. Cuando pasó sus manos por su estómago, una fuerza o incluso el aire mismo le agarró las muñecas y la levantó. Annika terminó colgando a poco más de dos metros de la arena. Se sentía prisionera de lo que sea que la está sometiendo.
Casi inmediatamente al ser levantada, sus dedos fueron fracturados. Una vez más, Annika quiso gritar, pero se encontró incapaz de hacerlo. Exclamaba y rogaba por alguien que le salvara.
La niña sintió como si algo le estuviera jalando la piel de todo su cuerpo, como si estuvieran intentando arrancársela. Annika pudo experimentar una clase de gravedad impetuosa que le aplastaba y empujaba hacia abajo, sin embargo, la fuerza que le sostenía al mismo tiempo en el aire era igual o incluso más potente. Temerosa, intentó levantar la mirada y se dió cuenta que encima de ella no había nada excepto una luna llena teñida de color rosa completamente visible a las primeras horas de la mañana. La luna no estaba directamente encima de ella, sino que estaba a kilómetros de distancia, sin embargo, Annika pudo verla mucho más grande de lo usual. Pensó que tal vez la luna se había acercado un poco a ella para poder apreciar el sufrimiento por el que pasaba. Como si de una enfermiza espectadora se tratara. Aquel pensamiento hizo que finalmente Annika empezara a llorar.
La niña fue bruscamente lanzada de vuelta al suelo, su caída fue tan dura y torpe que se ensució con mucha más arena. Tenía granos de aquel desierto entre las uñas, y debajo de su ropa. Annika sentía un escozor infernal que progresó en quemaduras alrededor todo su cuerpo. Annika gritaba y lloraba en silencio, no entendía como el mar podría ser tan cruel con ella, sentía que no se merecía nada de lo que le sucedía.
Una fuerte y fría marea de agua alcanzó el cuerpo de Annika, bañándose con su espuma y apaciguando las quemaduras que ella sentía. Por unos segundos no sucedió nada, la tortura de Annika había culminado. Se frotó los ojos llorosos y el rostro sucio con el interior de su codo, pudo escuchar una vez más el sonido del mar que tanto le encantaba. El sonido de las olas y su choque con la arena le trajo tranquilidad, incluso le calmaron rápidamente el dolor.
Annika intentó levantar su mirada hacía el océano, tenía miedo de que una vez más decida atacarla, no estaba segura de si confiar en el agua o no. Pero por el momento la estaba sanando.
Como si se tratara de una ilusión visual, de un parpadeo a otro varias figuras gigantes aparecieron ante la vista de ella. Annika se dio su tiempo de analizar a las criaturas, eran ballenas flotando en el cielo en posición vertical. Cada una tenía la cola en dirección al agua y la cabeza hacia el cielo, donde aún se regía gobernante la luna rosada.
A Annika se le puso la piel de gallina, nunca imaginó ver a tantos animales juntos y mucho menos de aquella forma… levitando en el aire. Al unísono todas las ballenas parecían empezar a emitir su canto, era una única y hermosa nota musical. Si Annika hubiera sabido algo de música tal vez la hubiera podido identificar, pero para ella era simplemente el canto de un majestuoso animal.
Estaba asustada y nerviosa, su respiración era agitada, pero aquel canto le sanó mucho más rápido las heridas causadas segundos atrás. El canto de aquellos mamíferos fue la perfecta medicina para una pobre Annika.
El cantó cesó de repente. Annika seguía recostada en la arena, se arrastró unos metros lejos del agua sin quitarle de vista a aquellas ballenas. Estaba pasmada, estaba segura de que había perdido la razón.
Fue cuando a una de las ballenas se le arrancó la extensa columna vertebral que Annika volvió a gritar. Cada uno de esos animales era torturado de maneras indescriptibles. Varios parecían estar siendo quemados por un ácido presente en el aire, a otros les arrancaban las aletas y los huesos, mientras que a los demás les desgarraron los vientres derramando litros de sangre al mar.
El Atlántico se tiñó de un color rojizo a los pocos segundos en los que las ballenas empezaron a ser destripadas. Era un rojo bastante oscuro, casi púrpura, era la peor pesadilla de Annika.
Del mar emergieron unas criaturas humanoides, estaban arrastrándose fuera el agua, tenían garras largas y filosas en vez de uñas, unos colmillos que sobresalían de la boca, eran calvos y tenían un tono celeste pálido en la piel. Toda la costa del desierto se vio conquistada por estas criaturas. Las que estaban enfrente Annika avanzaron rápidamente hacia ella, y la niña pudo notar que tenían una cola de pez negra, huesuda y viscosa que les impedía caminar. Por esa misma razón reptaban fuera del agua. Dentro de la cabeza de Annika la palabra "sirena" resonaba y se repetía a sí misma sin parar. Nunca se había imaginado que aquellas cosas podrían ser las hermosas criaturas mitológicas de las que hablaron en su escuela. Sirenas.
Annika estaba aterrada, se sentía acorralada, no tenía el valor de irse corriendo hacia las dunas. O el desierto o las sirenas la asesinarían, estaba segura.
La niña gritó, pero esta vez, sí se escuchó. Un fuerte y estruendoso grito salió de su boca por primera vez en catorce años. Fue un grito de terror tan fuerte que llegó a despertar a todo su pueblo. Aquel grito fue su último signo de vida.
La madre de Annika fue quien la encontró, la mujer no sabía para nada lo que estaba sucediendo en aquel lugar. Cuando salió de su hogar lo primero que vio fueron centenares de ballenas y otros animales varados en la arena. Entre aquellas criaturas se encontraba Annika sin vida, su piel se puso pálida y tenía la mirada fija al cielo, la niña se encontraba sumamente fría, casi congelada.
Los vecinos de la comunidad se contactaron inmediatamente con la capital y pidieron una ambulancia, la cual tardaría bastante en llegar. La noticia se difundió rápidamente, no sería hasta pocos minutos después que Augustine en Alemania vería la noticia en su televisor. Augustine recibió el desesperado y aterrador informe de Hendrik sobre las lecturas oceánicas. La mujer pudo ver en su televisor como un helicóptero Sudafricano volaba por encima del desierto de Namibia en el que varios animales habían encontrado su muerte.
Augustine vio ballenas, algunos delfines, pero no pudo encontrar el cuerpo de la joven Annika, su cadáver ya se lo habían llevado a su pueblo. Augustine tampoco pudo encontrar sirena alguna.
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