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66.66% La Niña Que Bebió Luz de Luna / Chapter 10: En el que varias cosas salen mal

章 10: En el que varias cosas salen mal

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En el que varias cosas salen mal

El viaje de vuelta a casa fue un desastre.

—¡Abuelita! —gritó Luna—. ¡Un pájaro!

Y un tocón de árbol se transformó en un ave muy grande, muy rosada y

muy perpleja, sentada con las patas abiertas en el suelo, las alas arqueadas,

como si su propia existencia la sorprendiera.

Lo cual, razonó Xan, debía de ser así. Lo transformó de nuevo en tocón

aprovechando un momento en el que la niña no miraba. E incluso desde

aquella distancia, percibió la sensación de alivio del árbol.

—¡Abuelita! —chilló Luna, corriendo para adelantarse—. ¡Un pastel!

Y el arroyo que tenían enfrente se detuvo de pronto. El agua se esfumó y

apareció un río de tarta.

—¡Qué rico! —exclamó Luna, cogiendo pastel a puñados y manchándose

la cara con glaseado multicolor.

Xan asió a la niña por la cintura, se aproximó al torrente de pastel

apoyándose en el bastón y arrastró a Luna por el serpenteante camino que

ascendía la montaña para deshacer el hechizo lanzando una simple mirada

por encima del hombro.

—¡Abuelita! ¡Mariposas!

»¡Abuelita! ¡Un poni!

»¡Abuelita! ¡Frutas del bosque!

Los hechizos salían sin parar de las manos y de los pies de Luna, de sus

oídos y de sus ojos. La magia latía con fuerza. Y Xan tenía que seguirle el

ritmo.

De noche, después de caer rendida, Xan soñó con Zósimos, el mago,

fallecido quinientos años atrás. En el sueño, su mentor le estaba explicando

algo, una cosa importante, pero el rugido del volcán le impedía oír lo que

decía. Xan solo podía concentrarse en su cara, en cómo se arrugaba y se

movía delante de sus ojos, en su piel, que caía como los pétalos de la azucena

al finalizar la jornada.

Cuando llegaron a su casa, enclavada entre los picos y los cráteres del volcán

dormido y rodeada por el lujurioso aroma del pantano, Glerk estaba

esperándolas.

—Xan —dijo, mientras Fyrian bailaba y daba volteretas en el aire,

chirriando una canción que había compuesto que versaba sobre su amor hacia

todo aquel que conocía—, me parece que nuestra niña se ha vuelto algo más

complicada.

Había visto hebras de magia dispersas aquí y allá y proyectándose por

encima de las copas de los árboles. Incluso a gran distancia, sabía que no era

obra de Xan, pues su magia era verde, suave y tenaz, del color y la textura del

liquen que crece al socaire de los robles. No, aquella era azul y plateada,

plateada y azul. La magia de Luna.

Xan lo hizo callar con un gesto.

—No sabes de la misa ni la mitad —dijo cuando Luna se marchó

corriendo hacia el pantano para coger irises y aspirar su perfume.

A cada paso que daba Luna, brotaban flores tornasoladas, y en cuanto se

adentró en el pantano, los juncos se retorcieron para crear una barca. Luna

subió a bordo para flotar por encima del rojo intenso de las algas que cubrían

el agua. Fyrian se instaló en la proa. No daba la impresión de que notara nada

raro.

Xan pasó un brazo por detrás de la espalda de Glerk y se recostó contra

él. Nunca en su vida se había sentido tan cansada.

—Nos va a dar trabajo —dijo.

Y entonces, apoyándose en su bastón, se encaminó hacia el taller para

iniciar los preparativos para enseñar a Luna.

Resultó una tarea imposible.

Xan tenía diez años cuando fue enmagizada. Hasta entonces, vivía sola y

con miedo. Los brujos que la estudiaron no eran precisamente amables. Uno

de ellos, en particular, parecía hambriento de dolor. Cuando Zósimos la

rescató y la acogió bajo su ala, se sintió tan agradecida que estaba dispuesta a

seguir cualquier regla que le impusiera.

Pero con Luna era distinto. Tenía solo cinco años. Y era

extraordinariamente terca.

—Estate quieta, preciosa —repitió un día Xan, una y otra vez, mientras

intentaba que la niña dirigiese su magia a una única vela—. Tenemos que

mirar el interior de la llama para entender la... ¡Jovencita! ¡En clase no se

vuela!

—¡Soy un cuervo, abuelita! —gritó Luna. Lo cual no era del todo cierto.

Simplemente le habían crecido alas negras y las agitaba por doquier—. ¡Cra,

cra, cra! —chilló.

Xan cogió a la niña al vuelo e inhabilitó la transformación. Un hechizo

sencillo, pero que dejó machacada a la anciana. Le temblaban las manos y se

le nubló la vista.

«¿Qué me está pasando?», se preguntó Xan. No tenía ni idea.

Luna ni se dio cuenta. Transformó entonces un libro en una paloma y dio

vida a lápices y plumas para que pintaran solos y elaboraran una complicada

danza sobre la mesa.

—Luna, para —dijo Xan, lanzándole a la niña un sencillo hechizo

bloqueador.

Tendría que haber sido fácil. Y tendría que haber durado un par de horas.

Pero fue como si le arrancara las entrañas, lo que obligó a Xan a sofocar un

grito de dolor, y ni siquiera así funcionó. Luna rompió el bloqueo sin

pensárselo dos veces. La anciana se derrumbó en una silla.

—Sal fuera a jugar un rato, cariño —dijo la bruja, sin poder dejar de

temblar—. Pero no toques nada, y no le hagas daño a nada, y nada de magia.

—¿Qué es «magia», abuelita? —preguntó Luna antes de salir corriendo

por la puerta.

Había árboles a los que trepar y barcas que construir. Y Xan aseguraría

haber visto a la niña hablándole a una grulla.

La magia se hacía más incontrolable con cada día que pasaba. Luna

golpeaba por casualidad una mesa con los codos y sin querer la transformaba

en agua. Convertía la ropa de cama en cisnes mientras dormía (y los cisnes

provocaban un caos increíble). Hacía que las piedras estallaran como

burbujas. Le subía tanto la temperatura de la piel que a Xan le salían incluso

ampollas al tocarla, o se le enfriaba tanto que dejaba una huella de escarcha

en el pecho de Glerk cuando lo abrazaba. Una vez, hizo desaparecer las alas

de Fyrian en pleno vuelo y provocó que se estrellara. Luna seguía a su aire,

sin darse ni cuenta de lo que hacía.

Para tratar de contener todo aquel poder, Xan intentó encerrar a Luna en

una burbuja protectora, diciéndole que era un juego muy divertido. Lanzó

burbujas alrededor de Fyrian, y alrededor de las cabras, y alrededor de las

gallinas, y luego una burbuja muy grande alrededor de la casa, para que no le

prendiera fuego a su hogar por accidente. Y las burbujas aguantaron —eran

terriblemente mágicas, al fin y al cabo—, hasta que dejaron de hacerlo.

—¡Haz más, abuelita! —gritaba Luna, corriendo en círculo por encima de

las piedras. De sus pisadas surgían plantas verdes y espléndidas flores—.

¡Más burbujas!

Xan no había estado tan agotada en toda su vida.

—Llévate a Fyrian al cráter sur —le dijo Xan a Glerk después de una

semana de trabajo demoledor y poco sueño. Tenía ojeras oscuras. La piel

blanca como el papel.

Glerk negó con su impresionante cabeza.

—No puedo dejarte aquí así, Xan —rehusó, mientras Luna hacía que un

grillo creciera hasta alcanzar el tamaño de una cabra. Le dio un terrón de

azúcar que había aparecido en su mano y se subió a su espalda para dar un

paseo. Siguió negando con la cabeza—. ¿Cómo quieres que te deje aquí?

—Necesito que estéis los dos en lugar seguro —dijo Xan.

El monstruo del pantano se encogió de hombros.

—A mí la magia no me afecta —argumentó—. Llevo aquí más tiempo

que ella.

Xan arrugó la frente.

—Tal vez. Pero no sé. Luna tiene... demasiada. Y no es consciente de lo

que hace.

Notaba los huesos finos y frágiles, la respiración le tamborileaba en el

pecho. Hizo todo lo posible para que Glerk no se lo notara.

Xan se pasaba la vida siguiendo a Luna por todas partes, deshaciendo hechizo

tras hechizo. Eliminó las alas de las cabras. Volvió a su forma original los

huevos que había transformado en madalenas. Hizo que los árboles dejaran

de flotar. Luna estaba asombrada y encantada a la vez. Pasaba los días riendo,

suspirando de admiración y señalando. Bailaba por todos lados, y cuando

danzaba, brotaban fuentes del suelo.

Xan, por su lado, estaba cada vez más débil.

Llegó un momento en el que Glerk ya no aguantó más. Dejó a Fyrian en

el borde del cráter y corrió con torpeza hacia su amado pantano.

Después de un chapuzón rápido en sus aguas turbias, abordó a Luna, que

estaba sola en el patio.

—¡Glerk! —exclamó ella—. ¡Cuánto me alegro de verte! Eres lindo

como un conejito.

Y al instante, el dragón se transformó en un conejo. Un animalillo suave,

blanco, con ojos de color rosa y cola esponjosa. Tenía pestañas blancas y

largas, orejas aflautadas y una naricilla que temblaba en el centro de la cara.

Luna rompió a llorar.

Xan salió corriendo de la casa e intentó averiguar qué le decía la niña.

Cuando empezó a buscar a Glerk, este ya se había ido. Se había largado

dando brincos, sin tener ni idea de quién ni qué era. Había sido enconejizado.

Tardó horas en dar con él.

Xan sentó a la niña. Luna se quedó mirándola.

—Abuelita, te veo distinta.

Y era cierto. Tenía las manos arrugadas y llenas de manchas. La piel de

los brazos le colgaba. Sabía que los pliegues de la cara iban en aumento y que

estaba envejeciendo a pasos agigantados. Y en aquel momento, sentada al sol

con Luna y el conejo que en su día fue Glerk temblando entre ellas, Xan lo

notó: su magia se volcaba hacia la niña, igual que la luz de la luna cuando era

tan solo un bebé. Y a medida que la magia iba fluyendo desde Xan hacia

Luna, la anciana envejecía y envejecía.

—Luna —dijo, acariciando las orejas del conejito—, ¿sabes quién es

este?

—Es Glerk —respondió la niña, cogiendo el conejo para depositarlo en

su regazo y acariciarlo con cariño.

Xan asintió.

—¿Cómo sabes que es Glerk?

Luna se encogió de hombros.

—He mirado a Glerk. Y luego era un conejito.

—Ah —dijo Xan—. ¿Por qué crees que se ha convertido en un conejito?

Luna sonrió.

—Porque los conejitos son maravillosos. Y él quiere hacerme feliz.

¡Glerk es muy inteligente!

Xan reflexionó unos instantes.

—Pero ¿cómo ha pasado, Luna? ¿Cómo se ha convertido en conejito?

Xan contuvo la respiración. Era un día cálido y el ambiente era húmedo y

dulce. El único sonido era el agradable gorgoteo del pantano. Los pájaros del

bosque se callaron, como si quisieran escuchar la respuesta.

Luna frunció el entrecejo.

—No lo sé. Se ha transformado y punto.

Xan unió sus manos nudosas y se las llevó a la boca.

—Entiendo —dijo.

Se concentró en las reservas de magia que tenía almacenadas en lo más

profundo del cuerpo y, entristecida, se dio cuenta de que eran escasas. Podía

rellenarlas, claro está, tanto con luz de estrellas como con luz de luna, así

como con cualquier otra magia que pudiera encontrar por allí, pero intuía que

no sería más que una solución temporal.

Miró a Luna y estampó un beso en la frente de la niña.

—Duerme, cariño. Tu abuelita necesita aprender cosas. Duerme, duerme,

duerme, duerme, duerme.

Y la niña se durmió. Xan estaba a punto de derrumbarse por el esfuerzo.

Pero no era el momento. Volcó su atención en Glerk para analizar la

estructura del hechizo que lo había enconejizado y para deshacerlo poco a

poco.

—¿Por qué me apetece una zanahoria? —preguntó Glerk.

La bruja le explicó la situación. Al dragón no le hizo ninguna gracia.

—No empieces —le espetó Xan.

—No tengo nada que decir —replicó Glerk—. Los dos la queremos.

Forma parte de nuestra familia. Pero ¿qué hacemos ahora?

Xan se incorporó y las articulaciones le crujieron como un motor

oxidado.

—Odio tener que hacer esto, pero es por el bien de todos. Es un peligro

para sí misma. Es un peligro para todos. Luna no tiene ni idea de lo que hace,

y yo no sé cómo enseñarle. Al menos por el momento. Al menos mientras sea

tan joven e impulsiva y tan... lunática.

Ya completamente de pie, Xan rotó los hombros para desentumecerse y

se preparó. Creó un capullo de seda y fue envolviendo a la niña con sus hilos

luminosos.

—¡No puede respirar! —gritó Glerk alarmado de repente.

—No tiene ninguna necesidad —le explicó Xan—. Está en estasis. El

capullo contendrá la magia en su interior. —Cerró los ojos—. Zósimos solía

hacérmelo cuando era pequeña. Supongo que por esta misma razón.

Glerk se puso serio. Se sentó en el suelo y dobló la cola para utilizarla a

modo de cojín.

—Lo recuerdo. De repente. —Meneó la cabeza—. ¿Por qué lo habría

olvidado?

Xan frunció la boca en una mueca.

—La tristeza es peligrosa. O lo era, al menos. Ahora no recuerdo por qué.

Me parece que ambos nos hemos acostumbrado a no recordar ciertas cosas. A

dejarlas en una especie de... nebulosa.

Glerk suponía que había algo más, pero dejó correr el tema.

—Fyrian vendrá dentro de un rato, imagino —dijo Xan—. No soporta

estar solo mucho tiempo. No creo que tenga importancia, pero no le dejes que

toque a Luna, por si acaso.

Glerk extendió un brazo y posó la gigantesca mano en el hombro de Xan.

—Y ¿adónde piensas ir? —preguntó.

—Al viejo castillo —respondió Xan.

—Pero... —Glerk la miró fijamente—. Allí no hay nada. Solo piedras

viejas.

—Ya —dijo Xan—. Pero sé que tengo que estar allí. En ese lugar. Donde

vi por última vez a Zósimos, a la madre de Fyrian y a todos. Necesito

recordar. Aunque me ponga triste.

Xan se apoyó en el bastón y emprendió la marcha.

—Necesito recordar muchas cosas —murmuró para sus adentros—. Lo

antes posible.


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