9
En el que varias cosas salen mal
El viaje de vuelta a casa fue un desastre.
—¡Abuelita! —gritó Luna—. ¡Un pájaro!
Y un tocón de árbol se transformó en un ave muy grande, muy rosada y
muy perpleja, sentada con las patas abiertas en el suelo, las alas arqueadas,
como si su propia existencia la sorprendiera.
Lo cual, razonó Xan, debía de ser así. Lo transformó de nuevo en tocón
aprovechando un momento en el que la niña no miraba. E incluso desde
aquella distancia, percibió la sensación de alivio del árbol.
—¡Abuelita! —chilló Luna, corriendo para adelantarse—. ¡Un pastel!
Y el arroyo que tenían enfrente se detuvo de pronto. El agua se esfumó y
apareció un río de tarta.
—¡Qué rico! —exclamó Luna, cogiendo pastel a puñados y manchándose
la cara con glaseado multicolor.
Xan asió a la niña por la cintura, se aproximó al torrente de pastel
apoyándose en el bastón y arrastró a Luna por el serpenteante camino que
ascendía la montaña para deshacer el hechizo lanzando una simple mirada
por encima del hombro.
—¡Abuelita! ¡Mariposas!
»¡Abuelita! ¡Un poni!
»¡Abuelita! ¡Frutas del bosque!
Los hechizos salían sin parar de las manos y de los pies de Luna, de sus
oídos y de sus ojos. La magia latía con fuerza. Y Xan tenía que seguirle el
ritmo.
De noche, después de caer rendida, Xan soñó con Zósimos, el mago,
fallecido quinientos años atrás. En el sueño, su mentor le estaba explicando
algo, una cosa importante, pero el rugido del volcán le impedía oír lo que
decía. Xan solo podía concentrarse en su cara, en cómo se arrugaba y se
movía delante de sus ojos, en su piel, que caía como los pétalos de la azucena
al finalizar la jornada.
Cuando llegaron a su casa, enclavada entre los picos y los cráteres del volcán
dormido y rodeada por el lujurioso aroma del pantano, Glerk estaba
esperándolas.
—Xan —dijo, mientras Fyrian bailaba y daba volteretas en el aire,
chirriando una canción que había compuesto que versaba sobre su amor hacia
todo aquel que conocía—, me parece que nuestra niña se ha vuelto algo más
complicada.
Había visto hebras de magia dispersas aquí y allá y proyectándose por
encima de las copas de los árboles. Incluso a gran distancia, sabía que no era
obra de Xan, pues su magia era verde, suave y tenaz, del color y la textura del
liquen que crece al socaire de los robles. No, aquella era azul y plateada,
plateada y azul. La magia de Luna.
Xan lo hizo callar con un gesto.
—No sabes de la misa ni la mitad —dijo cuando Luna se marchó
corriendo hacia el pantano para coger irises y aspirar su perfume.
A cada paso que daba Luna, brotaban flores tornasoladas, y en cuanto se
adentró en el pantano, los juncos se retorcieron para crear una barca. Luna
subió a bordo para flotar por encima del rojo intenso de las algas que cubrían
el agua. Fyrian se instaló en la proa. No daba la impresión de que notara nada
raro.
Xan pasó un brazo por detrás de la espalda de Glerk y se recostó contra
él. Nunca en su vida se había sentido tan cansada.
—Nos va a dar trabajo —dijo.
Y entonces, apoyándose en su bastón, se encaminó hacia el taller para
iniciar los preparativos para enseñar a Luna.
Resultó una tarea imposible.
Xan tenía diez años cuando fue enmagizada. Hasta entonces, vivía sola y
con miedo. Los brujos que la estudiaron no eran precisamente amables. Uno
de ellos, en particular, parecía hambriento de dolor. Cuando Zósimos la
rescató y la acogió bajo su ala, se sintió tan agradecida que estaba dispuesta a
seguir cualquier regla que le impusiera.
Pero con Luna era distinto. Tenía solo cinco años. Y era
extraordinariamente terca.
—Estate quieta, preciosa —repitió un día Xan, una y otra vez, mientras
intentaba que la niña dirigiese su magia a una única vela—. Tenemos que
mirar el interior de la llama para entender la... ¡Jovencita! ¡En clase no se
vuela!
—¡Soy un cuervo, abuelita! —gritó Luna. Lo cual no era del todo cierto.
Simplemente le habían crecido alas negras y las agitaba por doquier—. ¡Cra,
cra, cra! —chilló.
Xan cogió a la niña al vuelo e inhabilitó la transformación. Un hechizo
sencillo, pero que dejó machacada a la anciana. Le temblaban las manos y se
le nubló la vista.
«¿Qué me está pasando?», se preguntó Xan. No tenía ni idea.
Luna ni se dio cuenta. Transformó entonces un libro en una paloma y dio
vida a lápices y plumas para que pintaran solos y elaboraran una complicada
danza sobre la mesa.
—Luna, para —dijo Xan, lanzándole a la niña un sencillo hechizo
bloqueador.
Tendría que haber sido fácil. Y tendría que haber durado un par de horas.
Pero fue como si le arrancara las entrañas, lo que obligó a Xan a sofocar un
grito de dolor, y ni siquiera así funcionó. Luna rompió el bloqueo sin
pensárselo dos veces. La anciana se derrumbó en una silla.
—Sal fuera a jugar un rato, cariño —dijo la bruja, sin poder dejar de
temblar—. Pero no toques nada, y no le hagas daño a nada, y nada de magia.
—¿Qué es «magia», abuelita? —preguntó Luna antes de salir corriendo
por la puerta.
Había árboles a los que trepar y barcas que construir. Y Xan aseguraría
haber visto a la niña hablándole a una grulla.
La magia se hacía más incontrolable con cada día que pasaba. Luna
golpeaba por casualidad una mesa con los codos y sin querer la transformaba
en agua. Convertía la ropa de cama en cisnes mientras dormía (y los cisnes
provocaban un caos increíble). Hacía que las piedras estallaran como
burbujas. Le subía tanto la temperatura de la piel que a Xan le salían incluso
ampollas al tocarla, o se le enfriaba tanto que dejaba una huella de escarcha
en el pecho de Glerk cuando lo abrazaba. Una vez, hizo desaparecer las alas
de Fyrian en pleno vuelo y provocó que se estrellara. Luna seguía a su aire,
sin darse ni cuenta de lo que hacía.
Para tratar de contener todo aquel poder, Xan intentó encerrar a Luna en
una burbuja protectora, diciéndole que era un juego muy divertido. Lanzó
burbujas alrededor de Fyrian, y alrededor de las cabras, y alrededor de las
gallinas, y luego una burbuja muy grande alrededor de la casa, para que no le
prendiera fuego a su hogar por accidente. Y las burbujas aguantaron —eran
terriblemente mágicas, al fin y al cabo—, hasta que dejaron de hacerlo.
—¡Haz más, abuelita! —gritaba Luna, corriendo en círculo por encima de
las piedras. De sus pisadas surgían plantas verdes y espléndidas flores—.
¡Más burbujas!
Xan no había estado tan agotada en toda su vida.
—Llévate a Fyrian al cráter sur —le dijo Xan a Glerk después de una
semana de trabajo demoledor y poco sueño. Tenía ojeras oscuras. La piel
blanca como el papel.
Glerk negó con su impresionante cabeza.
—No puedo dejarte aquí así, Xan —rehusó, mientras Luna hacía que un
grillo creciera hasta alcanzar el tamaño de una cabra. Le dio un terrón de
azúcar que había aparecido en su mano y se subió a su espalda para dar un
paseo. Siguió negando con la cabeza—. ¿Cómo quieres que te deje aquí?
—Necesito que estéis los dos en lugar seguro —dijo Xan.
El monstruo del pantano se encogió de hombros.
—A mí la magia no me afecta —argumentó—. Llevo aquí más tiempo
que ella.
Xan arrugó la frente.
—Tal vez. Pero no sé. Luna tiene... demasiada. Y no es consciente de lo
que hace.
Notaba los huesos finos y frágiles, la respiración le tamborileaba en el
pecho. Hizo todo lo posible para que Glerk no se lo notara.
Xan se pasaba la vida siguiendo a Luna por todas partes, deshaciendo hechizo
tras hechizo. Eliminó las alas de las cabras. Volvió a su forma original los
huevos que había transformado en madalenas. Hizo que los árboles dejaran
de flotar. Luna estaba asombrada y encantada a la vez. Pasaba los días riendo,
suspirando de admiración y señalando. Bailaba por todos lados, y cuando
danzaba, brotaban fuentes del suelo.
Xan, por su lado, estaba cada vez más débil.
Llegó un momento en el que Glerk ya no aguantó más. Dejó a Fyrian en
el borde del cráter y corrió con torpeza hacia su amado pantano.
Después de un chapuzón rápido en sus aguas turbias, abordó a Luna, que
estaba sola en el patio.
—¡Glerk! —exclamó ella—. ¡Cuánto me alegro de verte! Eres lindo
como un conejito.
Y al instante, el dragón se transformó en un conejo. Un animalillo suave,
blanco, con ojos de color rosa y cola esponjosa. Tenía pestañas blancas y
largas, orejas aflautadas y una naricilla que temblaba en el centro de la cara.
Luna rompió a llorar.
Xan salió corriendo de la casa e intentó averiguar qué le decía la niña.
Cuando empezó a buscar a Glerk, este ya se había ido. Se había largado
dando brincos, sin tener ni idea de quién ni qué era. Había sido enconejizado.
Tardó horas en dar con él.
Xan sentó a la niña. Luna se quedó mirándola.
—Abuelita, te veo distinta.
Y era cierto. Tenía las manos arrugadas y llenas de manchas. La piel de
los brazos le colgaba. Sabía que los pliegues de la cara iban en aumento y que
estaba envejeciendo a pasos agigantados. Y en aquel momento, sentada al sol
con Luna y el conejo que en su día fue Glerk temblando entre ellas, Xan lo
notó: su magia se volcaba hacia la niña, igual que la luz de la luna cuando era
tan solo un bebé. Y a medida que la magia iba fluyendo desde Xan hacia
Luna, la anciana envejecía y envejecía.
—Luna —dijo, acariciando las orejas del conejito—, ¿sabes quién es
este?
—Es Glerk —respondió la niña, cogiendo el conejo para depositarlo en
su regazo y acariciarlo con cariño.
Xan asintió.
—¿Cómo sabes que es Glerk?
Luna se encogió de hombros.
—He mirado a Glerk. Y luego era un conejito.
—Ah —dijo Xan—. ¿Por qué crees que se ha convertido en un conejito?
Luna sonrió.
—Porque los conejitos son maravillosos. Y él quiere hacerme feliz.
¡Glerk es muy inteligente!
Xan reflexionó unos instantes.
—Pero ¿cómo ha pasado, Luna? ¿Cómo se ha convertido en conejito?
Xan contuvo la respiración. Era un día cálido y el ambiente era húmedo y
dulce. El único sonido era el agradable gorgoteo del pantano. Los pájaros del
bosque se callaron, como si quisieran escuchar la respuesta.
Luna frunció el entrecejo.
—No lo sé. Se ha transformado y punto.
Xan unió sus manos nudosas y se las llevó a la boca.
—Entiendo —dijo.
Se concentró en las reservas de magia que tenía almacenadas en lo más
profundo del cuerpo y, entristecida, se dio cuenta de que eran escasas. Podía
rellenarlas, claro está, tanto con luz de estrellas como con luz de luna, así
como con cualquier otra magia que pudiera encontrar por allí, pero intuía que
no sería más que una solución temporal.
Miró a Luna y estampó un beso en la frente de la niña.
—Duerme, cariño. Tu abuelita necesita aprender cosas. Duerme, duerme,
duerme, duerme, duerme.
Y la niña se durmió. Xan estaba a punto de derrumbarse por el esfuerzo.
Pero no era el momento. Volcó su atención en Glerk para analizar la
estructura del hechizo que lo había enconejizado y para deshacerlo poco a
poco.
—¿Por qué me apetece una zanahoria? —preguntó Glerk.
La bruja le explicó la situación. Al dragón no le hizo ninguna gracia.
—No empieces —le espetó Xan.
—No tengo nada que decir —replicó Glerk—. Los dos la queremos.
Forma parte de nuestra familia. Pero ¿qué hacemos ahora?
Xan se incorporó y las articulaciones le crujieron como un motor
oxidado.
—Odio tener que hacer esto, pero es por el bien de todos. Es un peligro
para sí misma. Es un peligro para todos. Luna no tiene ni idea de lo que hace,
y yo no sé cómo enseñarle. Al menos por el momento. Al menos mientras sea
tan joven e impulsiva y tan... lunática.
Ya completamente de pie, Xan rotó los hombros para desentumecerse y
se preparó. Creó un capullo de seda y fue envolviendo a la niña con sus hilos
luminosos.
—¡No puede respirar! —gritó Glerk alarmado de repente.
—No tiene ninguna necesidad —le explicó Xan—. Está en estasis. El
capullo contendrá la magia en su interior. —Cerró los ojos—. Zósimos solía
hacérmelo cuando era pequeña. Supongo que por esta misma razón.
Glerk se puso serio. Se sentó en el suelo y dobló la cola para utilizarla a
modo de cojín.
—Lo recuerdo. De repente. —Meneó la cabeza—. ¿Por qué lo habría
olvidado?
Xan frunció la boca en una mueca.
—La tristeza es peligrosa. O lo era, al menos. Ahora no recuerdo por qué.
Me parece que ambos nos hemos acostumbrado a no recordar ciertas cosas. A
dejarlas en una especie de... nebulosa.
Glerk suponía que había algo más, pero dejó correr el tema.
—Fyrian vendrá dentro de un rato, imagino —dijo Xan—. No soporta
estar solo mucho tiempo. No creo que tenga importancia, pero no le dejes que
toque a Luna, por si acaso.
Glerk extendió un brazo y posó la gigantesca mano en el hombro de Xan.
—Y ¿adónde piensas ir? —preguntó.
—Al viejo castillo —respondió Xan.
—Pero... —Glerk la miró fijamente—. Allí no hay nada. Solo piedras
viejas.
—Ya —dijo Xan—. Pero sé que tengo que estar allí. En ese lugar. Donde
vi por última vez a Zósimos, a la madre de Fyrian y a todos. Necesito
recordar. Aunque me ponga triste.
Xan se apoyó en el bastón y emprendió la marcha.
—Necesito recordar muchas cosas —murmuró para sus adentros—. Lo
antes posible.