Andrew Wiggin cumplió veinte años el día que llegó al planeta Sorelledolce. O más bien, después de complicados cálculos de cuántos segundos había permanecido en vuelo, y a qué porcentaje de la velocidad de la luz, y en consecuencia qué cantidad de tiempo subjetivo había transcurrido para él, llegó a la conclusión de que había pasado su veinte aniversario justo antes del final del viaje.
Esto era mucho más relevante para él que el otro hecho pertinente: que habían transcurrido cuatrocientos y pico años desde el día en que nació, allá en la Tierra, cuando la raza humana todavía no se había dispersado más allá de su sistema solar natal.
Cuando Valentine salió de la cámara de desembarco —alfabéticamente siempre iba detrás de él—, Andrew la saludó con la noticia.
—Simplemente lo imaginé —le dijo—. Tengo veinte años.
—Estupendo —dijo ella—. Ahora puedes empezar a pagar impuestos como el resto de nosotros.
Desde el final de la guerra Xenocida, Andrew había vivido de un fondo fiduciario establecido por un mundo agradecido para recompensar al comandante de las flotas que habían salvado la humanidad. Bien, estrictamente hablando, esa acción se había producido al final de la Tercera Guerra de los Insectores, cuando la gente todavía consideraba a los insectores como monstruos y a los niños que mandaron la flota como héroes. Cuando el nombre fue cambiado al de Guerra del Xenocida, la humanidad y a no estaba agradecida, y la última cosa que ningún gobierno se hubiera atrevido a hacer sería autorizar un fondo de pensión para Ender Wiggin, el perpetrador del más horrible crimen de la historia humana.
De hecho, si se hubiera sabido que existía ese fondo, se hubiera convertido en un escándalo público. Pero la flota interestelar era lenta en convertirse a la idea de que destruir a los insectores había sido una mala idea. Y así escudaron cuidadosamente el fondo fiduciario de la vista del público, dispersándolo entre muchos fondos mutualistas y acciones en muchas compañías diferentes, sin una autoridad única que controlara ninguna porción significativa del dinero. Habían conseguido hacer desaparecer el dinero con toda efectividad, y tan sólo el propio
Andrew y su hermana Valentine sabían dónde estaba el dinero, o cuánto de él había.
Una cosa, sin embargo, era cierta: Según la ley, cuando Andrew alcanzara la
edad subjetiva de veinte años, el estatus de exención de impuestos de sus capitales sería revocado. Sus ingresos empezarían a ser informados a las autoridades competentes. Andrew tendría que rellenar una declaración de impuestos cada año o cada vez que concluy era un viaje interestelar de may or duración que un año en tiempo objetivo, y los impuestos serían anualizados y los intereses de la parte no pagada debidamente calculados.
Andrew no se preocupaba por ello.
—¿Cómo van los royalties de tu libro? —le preguntó a Valentine.
—Lo mismo que cualquier otro —respondió ella—, excepto que no se venden demasiados ejemplares, de modo que no hay mucho que pagar de impuestos.
Sólo unos cuantos minutos más tarde tuvo que tragarse sus palabras, porque cuando se sentaron ante los ordenadores de renta del astropuerto de Sorelledolce Valentine descubrió que su libro más reciente, una historia de las colonias fracasadas de Jung Calvin en el planeta Helvética, había alcanzado algo parecido a un estatus de culto.
—Creo que soy rica —le murmuró a Andrew.
—Yo no tengo ni idea de si soy rico o no —dijo Andrew—. No puedo conseguir que el ordenador deje de listar mis activos.
Los nombres de las compañías no dejaban de desfilar por la pantalla, la lista seguía y seguía.
—Pensé que simplemente te entregarían un cheque con lo que había en el banco cuando cumplieras los veinte años —dijo Valentine.
—Debería tener esa suerte —dijo Andrew—. No puedo quedarme sentado aquí y aguardar esto.
—Tienes que hacerlo —dijo Valentine—. No puedes pasar la aduana sin demostrar que has pagado tus impuestos y te queda lo suficiente para mantenerte sin convertirte en una carga para los recursos públicos.
—¿Y qué ocurrirá si no tengo suficiente dinero? ¿Me enviarán de vuelta?
—No, te asignarán a un equipo de trabajo y te obligarán a ganarte tu billete de vuelta a un precio extremadamente injusto.
—¿Cómo sabes eso?
—No lo sé. Simplemente he leído un montón de historia y conozco cómo funcionan los gobiernos. Si no es eso, será algo equivalente. O te enviarán de vuelta.
—No puedo ser la única persona que ha llegado y ha descubierto que le tomará una semana descubrir cuál es su situación financiera —dijo Andrew—. Voy a buscar a alguien.
—Estaré aquí, pagando mis impuestos como un buen adulto —dijo Valentine
—. Como una honesta mujer.
—Me haces avergonzarme de mí mismo —exclamó Andrew alegremente mientras se alejaba.
Benedetto echó una mirada al arrogante joven que se sentaba al otro lado de su escritorio y suspiró. Supo de inmediato que iba a ser un problema. Un joven privilegiado, llegando a un nuevo planeta, crey endo que podía obtener favores especiales de los hombres del fisco.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó…, en italiano, aunque hablaba con fluidez el estelar común y la ley decía que había que dirigirse a todos los viajeros en ese idioma a menos que se acordara mutuamente otro.
Sin intimidarse por el italiano, el joven extrajo su identificación.
—¿Andrew Wiggin? —preguntó Benedetto, incrédulo.
—¿Hay algún problema?
—¿Espera usted que crea que esta identificación es real? —Ahora hablaba en estelar común; las cosas habían quedado establecidas.
—¿Debería?
—¿Andrew Wiggin? ¿Piensa usted que este es un lugar tan atrasado que no sabemos reconocer el nombre de Ender el Xenocida?
—¿Es un delito tener el mismo nombre que un criminal? —preguntó Andrew.
—Presentar una identificación falsa sí lo es.
—Si estuviera usando una identificación falsa, ¿sería tan listo o tan estúpido como para usar un nombre como Andrew Wiggin? —preguntó Andrew.
—Tan estúpido —admitió a regañadientes Benedetto.
—Entonces partamos de la suposición de que soy listo, pero también de que me siento atormentado por haber crecido con el nombre de Ender el Xenocida.
¿Va a considerarme psicológicamente no apto debido a los desequilibrios que estos traumas me han causado?
—No pertenezco a aduanas —dijo Benedetto—. Pertenezco a impuestos.
—Lo sé. Pero parecía usted preternaturalmente absorto por la cuestión de la identidad, de modo que pensé que o bien era un espía de aduanas o un filósofo, ¿y quién soy y o para negar la curiosidad de cualquiera de los dos?
Benedetto odiaba a los chicos listos y bocazas.
—¿Qué es lo que desea?
—Me he encontrado con que mi situación fiscal es complicada. Esta es la primera vez que tengo que pagar impuestos, tengo un fondo fiduciario, y ni siquiera sé cuáles son mis activos. Me gustaría obtener un aplazamiento en el pago de mis impuestos hasta que pueda aclararlo todo.
—Denegado —dijo Benedetto.
—¿Simplemente así?
—Simplemente así —confirmó Benedetto. Andrew permaneció sentado allí unos instantes.
—¿Puedo ay udarle en alguna otra cosa? —preguntó Benedetto.
—¿Hay alguna forma de apelar?
—Sí —dijo Benedetto—. Pero primero tiene que pagar sus impuestos para poder apelar.
—Tengo intención de pagar mis impuestos —dijo Andrew—. Simplemente va a tomarme un tiempo poder hacerlo, y creo que haré un mejor trabajo con mi propio ordenador y en mi propio apartamento antes que en los ordenadores públicos aquí en el astropuerto.
—¿Temeroso de que alguien mire por encima de su hombro? —preguntó Benedetto—. ¿De que sepa cuánto le dejó su abuela?
—Sería agradable un poco más de intimidad, sí —dijo Andrew.
—Permiso para salir de aquí sin pagar denegado.
—De acuerdo pues, entonces libere mis fondos líquidos para que pueda pagar para permanecer aquí y calcular mis impuestos.
—Tuvo todo su vuelo para hacerlo.
—Mi dinero ha estado siempre en un fondo fiduciario. Nunca supuse lo complicados que eran mis activos.
—Supongo que se da cuenta usted de que si sigue contándome estas cosas me partirá el corazón y voy a salir llorando de esta habitación —dijo tranquilamente Benedetto.
El joven suspiró.
—No estoy seguro de lo que quiere usted que haga.
—Pagar sus impuestos como cualquier otro ciudadano.
—No tengo forma de obtener mi dinero hasta que pague mis impuestos — dijo Andrew—. Y no tengo forma de mantenerme mientras calculo mis impuestos a menos que me entregue usted algunos fondos.
—Creo que hubiera debido pensar usted en eso antes, ¿no? —dijo Benedetto.
Andrew miró la oficina a su alrededor.
—En ese cartel dice que usted me ay udará a llenar mi formulario de impuestos.
—Sí.
—Ay údeme.
—Muéstreme el formulario.
Andrew le dirigió una extraña mirada.
—¿Cómo puedo mostrárselo?
—Sáquelo del ordenador de aquí. —Benedetto hizo girar su ordenador en su escritorio, ofreciendo el lado del teclado a Andrew.
Andrew contempló los blancos en el formulario exhibido en la pantalla encima del ordenador, y tecleó su nombre y su código de identificación fiscal, luego su código de identificación personal. Benedetto miró significativamente hacia otro lado mientras tecleaba el código, aunque su software estaba
registrando cada pulsación que entraba el joven. Una vez se hubiera ido, Benedetto tendría pleno acceso a todos sus registros y todos sus fondos. Lo mejor para ay udarle con sus impuestos, por supuesto.
La pantalla empezó a desfilar.
—¿Qué ha hecho usted? —preguntó Benedetto. Las palabras aparecían por el fondo de la pantalla, mientras la parte superior de la página se deslizaba fuera de la vista, ascendiendo de forma cada vez más apretada. Puesto que no había paginación, Benedetto sabía que aquella larga lista de información aparecia tal como era siendo llamada por una simple pregunta en el formulario. Hizo girar el ordenador para poder ver. La lista consistía en los nombres y códigos bursátiles de compañías y fondos mutualistas, junto con números de acciones.
—Ya ve usted mi problema —dijo el joven.
La lista seguía y seguía. Benedetto adelantó una mano y pulsó varias teclas en rápida combinación. La lista se detuvo.
—Tiene usted un gran número de activos —dijo suavemente.
—Pero y o no lo sabía —dijo Andrew—. Quiero decir, sabía que los fideicomisarios lo habían diversificado hace algún tiempo, pero no tenía ni idea de hasta qué punto. Simplemente extraía una asignación cada vez que estaba en un planeta, y puesto que se trataba de una pensión del gobierno libre de impuestos nunca tuve que preocuparme por ello.
Así que quizá aquellos ojos inocentes muy abiertos no fueran una mera actuación. A Benedetto empezó a disgustarle un poco menos. De hecho, empezó a sentir los primeros temblores de una auténtica amistad. Este muchacho iba a convertir a Benedetto en un hombre rico sin siquiera saberlo. Benedetto podría retirarse incluso del servicio de impuestos. Sólo estas acciones de la última compañía de la interrumpida lista, Enzichel Vinicenze, un conglomerado con extensas propiedades en Sorelledolce, valían lo suficiente para Benedetto como para comprarse una propiedad en el campo y mantener sirvientes para el resto de su vida. Y la lista se había detenido en la Es.
—Interesante —dijo.
—¿Qué le parece? —dijo el joven—. Acabo de cumplir los veinte en el último año de mi viaje. Hasta entonces, mis ganancias estaban todavía libres de impuestos, y tenía derecho a ellas sin tener que pagar nada. Libere algunos de mis fondos, y luego deme unas semanas para conseguir algún experto que me ay ude a analizar el resto de ello, y entonces entregaré mis formularios de impuestos.
—Excelente idea —dijo Benedetto—. ¿Dónde están estos fondos líquidos?
—En el Catalonian Exchange Bank —dijo Andrew.
—¿Número de cuenta?
—Todo lo que necesita usted es liberar los fondos a mi nombre —dijo Andrew—. No necesita el número de cuenta.
Benedetto no presionó sobre aquello. No necesitaba hurgar en el mezquino dinero en efectivo del muchacho. No con la veta madre aguardándole para poder saquearla a voluntad antes incluso de que el muchacho pudiera llegar a las oficinas de un especialista en impuestos. Tecleó la información necesaria e imprimió el formulario. También le entregó a Andrew Wiggin un pase por treinta días, concediéndole total libertad en Sorelledolce en tanto que se presentara diariamente en el servicio de impuestos y entregara el formulario completo y pagara los impuestos estimados dentro del período de treinta días, y prometiera no abandonar el planeta hasta que su declaración de impuestos fuera evaluada y confirmada.
El procedimiento operativo estándar. El joven le dio las gracias —esa era la parte que a Benedetto siempre le gustaba, cuando esos ricos idiotas le daban las gracias por mentirles y extraer invisibles sobornos de sus cuentas— y luego abandonó la oficina.
Tan pronto como se hubo marchado, Benedetto limpió la pantalla y llamó a su programa husmeador para que le diera el código de identificación del joven. Aguardó. El programa husmeador no apareció. Llamó a su lista de programas en activo, comprobó la lista oculta, y descubrió que el programa husmeador no estaba en la lista. Absurdo. Siempre había funcionado. Sólo que ahora no lo hacía. Y de hecho había desaparecido de la memoria.
Utilizando su versión del prohibido programa Depredador, buscó la signatura electrónica del programa husmeador y halló un par de sus archivos temporales. Pero ninguno contenía ninguna información útil, y el programa husmeador en sí había desaparecido por completo. Como tampoco, cuando intentó volver al formulario que Andrew Wiggin había creado, consiguió traerlo de vuelta. Debería de estar allí, con la lista de activos del joven intacta, de modo que Benedetto pudiera pasar manualmente algunas de las acciones y fondos, había cantidad de formas de saquearlos, incluso cuando no se podía obtener la contraseña desde su husmeador. Pero el formulario estaba en blanco. Todos los nombres de las compañías habían desaparecido.
¿Qué había ocurrido? ¿Cómo podían aquellas dos cosas ir mal al mismo tiempo?
No importaba. La lista era tan larga que debía de haber pasado por el búfer.
Depredador podría encontrarla.
Sólo que ahora el Depredador no respondía. Tampoco estaba en memoria.
¡Lo había usado hacía sólo un momento! Esto era imposible. Esto era…
¿Cómo podía el muchacho haber introducido un virus en su sistema simplemente entrando información fiscal? ¿Podía estar metido de alguna forma en el nombre de alguna compañía? Benedetto era un usuario de software ilegal, no un diseñador; pero pese a todo nunca había oído hablar de nada que pudiera entrar a través de datos no infectados, a través de la seguridad del sistema fiscal.
Este Andrew Wiggin tenía que ser alguna especie de espía. Sorelledolce era uno de los últimos reductos que se oponía a la completa federación con el Congreso de las Rutas Estelares…, tenía que ser un espía del Congreso enviado para intentar subvertir la independencia de Sorelledolce.
Sólo que eso era absurdo. Un espía acudiría preparado para someter su declaración de impuestos, pagar, y seguir adelante. Un espía no haría nada que llamara la atención sobre sí mismo.
Tenía que haber alguna explicación. Benedetto iba a conseguirla. Fuera quien fuese ese Andrew Wiggin, Benedetto no iba a dejarse timar respecto a la parte que le correspondía de la riqueza del muchacho. Había aguardado mucho tiempo algo como esto, y sólo porque ese muchacho Wiggin tuviera algún curioso software de seguridad eso no quería decir que Benedetto no encontrara una forma de meter sus manos en lo que era suy o por derecho.
Andrew estaba todavía un poco acalorado cuando él y Valentine salieron del astropuerto. Sorelledolce era una de las colonias más nuevas, sólo un centenar de años de antigüedad, pero su estatus como planeta asociado significaba que un montón de negocios oscuros e irregulares habían emigrado allí, tray endo consigo pleno empleo, muchas oportunidades, y un florecimiento que hacía que el caminar de todo el mundo pareciera más vigoroso…, y los ojos de todo el mundo parecieran mirar constantemente por encima del hombro. Las naves llegaban llenas de gente y se marchaban llenas de carga, de tal modo que la población de la colonia se estaba acercando a los cuatro millones y la de la capital, Donnabella, rebasaba el millón.
La arquitectura era una extraña mezcla de cabañas de troncos y plástico prefabricado. Sin embargo no podías distinguir la edad de un edificio por eso: ambos materiales habían coexistido desde un principio. La flora nativa era la jungla de helechos, y la fauna —dominada por lagartos sin patas— era de proporciones dinosaurias, pero los asentamientos humanos eran seguros, y los cultivos producían tanto que la mitad de las tierras podían dedicarse a cosechas de choque para la exportación, algunas legales para textiles y otras ilegales para ingestión. Sin mencionar el comercio de las enormes y multicolores pieles de serpiente usadas como tapices y revestimientos para techos en todos los mundos gobernados por el Congreso de las Rutas Estelares. Más de un grupo de caza entraba en la jungla y regresaba un mes más tarde con cincuenta pieles, las suficientes para que los supervivientes se retiraran en medio del lujo. Más de un grupo de caza entraba en la jungla, sin embargo, para no volver a ser visto nunca. El único consuelo, según los bromistas locales, era que la bioquímica era lo bastante distinta como para que cualquier serpiente que devorara a un humano sufriera diarrea durante una semana. No era una venganza, pero ay udaba.
Se levantaban constantemente nuevos edificios, pero no podían atender toda
la demanda, y Andrew y Valentine tuvieron que pasar todo un día buscando antes
de encontrar una habitación que pudieran compartir. Pero su nuevo compañero de habitación, un cazador abisinio de enorme fortuna, prometió que tendría su expedición lista y partiría de caza dentro de unos pocos días, y todo lo que pedía era que vigilaran sus cosas hasta que regresara…, o no lo hiciera.
—¿Cómo sabremos cuándo no ha regresado? —preguntó Valentine, siempre la mujer práctica.
—Las mujeres llorando en el barrio libio —respondió el hombre.