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84.74% Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 200: 24 Sacrificio

章 200: 24 Sacrificio

De: Mosca%Molo@FilMil.gov.fl

A: Graff%peregrinacion@ colmin.gov Sobre: Mi billete

Justo cuando las cosas empezaban a ponerse interesantes aquí, en la Tierra, no puedo desprenderme de la sensación de que tenías razón. Odio que pasen esas cosas.

Vinieron a verme hoy, entusiasmados como bebés, ¡Petra tomó Moscú con un ejército de mala muerte que viajaba en un tren de pasajeros!

¡Han Tzu eliminó a todo el ejército ruso sin sufrir más que una docena de bajas! ¡Bean pudo desviar las fuerzas turcas hacia Armenia e impedir que combatieran en China! Y, naturalmente, Bean también se lleva el mérito por la victoria de Suriyawong en China... todo el mundo quiere adjudicarles la gloria a los chicos y la chica del grupo de Ender.

¿Sabes qué querían de mí?

Que conquiste Taiwan. No es una broma. Se supone que tengo que trazar los planes. Porque, verás, mi pobre isla nación me tiene a mí, el chico del grupo, ¡y eso la convierte en una gran potencia! ¡Cómo se atreven esas tropas musulmanas a permanecer en Taiwan!

Les señalé que ahora que Han Tzu ha ganado a los rusos y los musulmanes probablemente no se atreverá a atacar, probablemente pretenderá quedarse con Taiwan. Y aunque no sea así, ¿de verdad creen que Peter Wiggin se quedará cruzado de brazos mientras Filipinas comete un acto de agresión injustificado contra Taiwan?

No quisieron escucharme. Me dijeron: «Haz lo que se te dice, chico genio.»

¿Qué me queda, Hyrum? (Me siento fatal por tutearte.) ¿Hacer lo que hizo Vlad, y trazar sus planes, y dejarlos caer en su propio pozo?

¿Hacer lo que hizo Alai y rechazarlos abiertamente y llamar a la revolución? (Eso es lo que ha hecho, ¿no?) ¿O hacer como Han y planeen un golpe de Estado interno y convertirme en emperador de las Filipinas y señor del mundo de habla tagala?

No quiero dejar mi casa. Pero no hay paz para mí en la Tierra. No estoy seguro de querer la carga de dirigir una colonia. Pero al menos no tendré que trazar planes de muerte y opresión. Pero no me pongas en la misma colonia con Alai. Cree que es tan buen hombre por ser el sucesor del Profeta.

* * *

Incluso los tanques habían sido barridos corriente abajo, algunos de ellos durante kilómetros. Donde los rusos se habían desplegado para su ofensiva contraías fuerzas de Han Tzu, en terreno elevado, no había nada, ni rastro de que hubieran estado allí.

Tampoco quedaba rastro deque allí hubiera habido aldeas y campos.

Era una versión fangosa de la Luna. A excepción de un par de árboles de raíces profundas, no había nada. Haría falta mucho tiempo y mucho trabajo para restaurar esa tierra.

Pero había cosas que hacer. Primero, tenían que rescatar a los supervivientes, si había habido alguno, corriente abajo. Segundo, tenían que despejar los cadáveres y recoger los tanques y otros vehículos… y, lo más importante, las armas útiles.

Y Han Tzu tenía que dirigir gran parte de su ejército hacia el norte para retomar Beijing y eliminar los restos que pudieran quedar de la invasión rusa. Mientras tanto, los turcos podrían decidir regresar.

La guerra no había terminado todavía.

Pero la larga y sangrienta campaña que había temido, la campaña que hubiese desgarrado China y aniquilado a toda una generación, había sido evitada. Tanto en el norte como en el sur.

¿Y luego qué? Emperador de China, sí. ¿Qué esperaría el pueblo? Ahora que había conseguido esa gran victoria, ¿debía volver y someter de nuevo a los tibetanos?

¿Obligar a los turcohablantes de Xinjiang a someterse de nuevo al yugo chino?

¿Derramar sangre china en las playas de Taiwan para satisfacer antiguas reclamaciones de que los chinos tenían algún derecho heredado para gobernar a la mayoría malaya de esa isla? ¿Invadir cualquier nación que maltratara a su minoría china? ¿Dónde se detendría? ¿En las junglas de Papua? ¿En la India? ¿O en la antigua frontera occidental del imperio de Gengis, las tierras de la Horda Dorada en las estepas de Ucrania?

Lo que más le asustaba de esos planteamientos era que podía hacerlo. Sabía que con China tenía un pueblo con la inteligencia, el vigor, los recursos y la voluntad unificada... todo lo que un gobernante necesitaba para salir al mundo y convertir en suyo cuanto viera. Y como era posible, había una parte de él que quería intentarlo, ver adonde conducía ese camino.

Sé adonde conduce, pensó Han Tzu. Conduce a Virlomi dirigiendo su patético ejército de voluntarios mal armados a una muerte segura. Conduce a Julio César

muerto en el suelo del Senado, murmurando que ha sido traicionado. Conduce a Adolf y Eva muertos en un búnker subterráneo mientras su imperio se desmorona con explosiones por encima de sus cadáveres. O conduce a Augusto, buscando un sucesor, sólo para darse cuenta de que tiene que entregarlo todo a su retorcido y perverso... ¿hijastro? ¿Qué era Tiberio, en realidad? Un triste ejemplo de cómo se dirigen inevitablemente los imperios. Porque los que llegan a la cima en un imperio son los intrigantes, los asesinos o los señores de la guerra.

¿Es eso lo que quiero para mi pueblo? Me hice emperador porque de esa forma podía deponer al Tigre de las Nieves e impedir que me matara. Pero China no necesita ningún imperio. China necesita un buen gobierno. El pueblo chino necesita quedarse en casa y ganar dinero, o viajar por el mundo y ganar todavía más dinero. Necesita dedicarse a la ciencia y hacer literatura y ser parte de la especie humana.

Necesita que no mueran más hijos suyos en batalla. Necesita no tener que retirar los cadáveres del enemigo. Necesita paz.

* * *

La noticia de la muerte de Bean se difundió lentamente fuera de Armenia. A Petra le llegó, increíblemente, a su teléfono móvil en Moscú, donde estaba todavía dirigiendo a sus tropas en la toma completa de la ciudad. La noticia de la devastadora victoria de Han le había llegado a ella pero no al público general. Necesitaba tener el completo control de la ciudad antes de que el pueblo se enterara del desastre. Necesitaba asegurarse de que podría contener la reacción.

Fue su padre al teléfono. Su voz era ronca y ella supo de inmediato por qué la llamaba.

—Los soldados que fueron rescatados de Teherán. Volvieron vía Israel. Vieron...

Julian no volvió con ellos.

Petra sabía perfectamente bien lo que había pasado. Y, para remache, que Bean se habría asegurado de que la gente creyera haberlo visto pasar. Pero dejó que la escena se representara y dijo las frases que se esperaban de ella.

—¿Lo dejaron allí?

—No había... nada que traer.

Un sollozo. Era bueno saber que su padre había llegado a amar a Bean. O tal vez sólo lloraba de pena por su hija, ya viuda y apenas mujer.

—Quedó atrapado en la explosión de un edificio. Todo voló por los aires. No pudo sobrevivir.

—Gracias por decírmelo, padre.

—Sé que es... ¿qué será de los bebés? Vuelve a casa, Pet, nosotros…

—Cuando acabe con la guerra, padre, volveré a casa y llorare a mi marido y cuidaré a mis bebés. Ahora mismo están en buenas manos. Te quiero. Y a mamá. Estaré bien. Adiós.

Cortó la conexión.

Varios oficiales que la rodeaban la miraron extrañados. Por lo que había dicho de llorar a su marido.

—Esto es información de alto secreto —les dijo a los oficiales—. Sólo animaría a los enemigos del Pueblo Libre. Pero mi marido ha… entró en un edificio en Teherán y voló por los aires. Nada que hubiera dentro puede haber sobrevivido.

Ellos no la conocían, esos finlandeses, estonios, lituanos, letones. No lo suficiente para decir un sentido pero inadecuado «lo siento».

—Tenemos trabajo que hacer —dijo ella, aliviándolos de su responsabilidad de cuidarla. No podían saber que lo que estaba mostrando no era férreo autocontrol, sino fría ira. Perder a tu marido en la guerra era una cosa. Pero perderlo porque se negaba a llevarte consigo...

Eso era injusto, A la larga, ella hubiese decidido lo mismo. Sólo quedaba un bebé por encontrar. Y aunque ese bebé estuviera muerto o no hubiera existido nunca (¿cómo sabían cuántos había, excepto por lo que les había dicho Volescu?), los cinco bebés normales no tenían por qué vivir de un modo tan drásticamente deformado. Habría sido como obligar a un gemelo sano a pasarse toda la vida hospitalizado porque su hermano estuviera en coma.

Yo habría elegido lo mismo si hubiera tenido tiempo.

No había tiempo. La vida de Bean era ya demasiado frágil. Lo estaba perdiendo.

Y ella había sabido desde el principio que de un modo u otro lo perdería. Cuando él le suplicó que no se casara con ella, cuando insistió en que no quería ningún hijo, fue para evitar que se sintiera como se sentía en aquellos momentos.

Saber que era por su culpa, elección suya, no aliviaba nada el dolor. Si acaso, lo empeoraba.

Por eso estaba enfadada. Consigo misma. Con la naturaleza humana. Con el hecho de que era humana y por tanto tenía que tener esa naturaleza quisiera o no. El deseo de tener hijos con el mejor hombre que conocía, el deseo de aferrarse a él para siempre.

Y el deseo de continuar esa batalla y vencer, superando a sus enemigos, aislándolos, arrebatándoles el poder y apartándolos.

Era terrible comprender eso sobre sí misma: que amaba la competición de la guerra tanto como añoraba a su marido y sus hijos, porque hacer una cosa apartaría de su mente la pérdida de los otros.

* * *

Cuando los disparos comenzaron, Virlomi sintió un escalofrío de emoción. Pero también una enfermiza sensación de temor. Como si supiera algún terrible secreto sobre esa campaña que no se había permitido escuchar hasta que los cañonazos llevaron el mensaje a su conciencia.

Casi de inmediato, su conductor trató de ponerla a salvo. Pero ella insistió en dirigirse hacia el grueso del combate. Podía ver dónde estaba congregado el enemigo, en las montañas, a cada lado. Inmediatamente reconoció las tácticas que estaban empleando.

Empezó a dar órdenes. Mandó que notificaran a las otras dos columnas que se reinaran a los valles y enviaran equipos de reconocimiento. Envió a sus tropas de élite, las que habían combatido con ella durante años, pendiente arriba para que se enfrentaran al enemigo mientras ella retiraba al resto de sus soldados.

Pero la masa de soldados desentrenados estaba demasiado asustada para comprender sus órdenes o ejecutarlas bajo el fuego. Muchos hombres rompieron la formación y echaron a correr: directamente hacia el valle, donde quedaron expuestos a los disparos. Y Virlomi sabía que no muy lejos por detrás de ellos estarían las fuerzas de seguimiento que tan descuidadamente habían pasado de largo.

Todo porque ella, preocupada con los rusos, no esperaba que Han Tzu fuera capaz de enviar una fuerza de tamaño apreciable tan al sur.

Seguía asegurando a sus oficiales que se trataba de un contingente pequeño, que no podían dejar que los detuvieran. Pero los cadáveres seguían cayendo. Los disparos sólo parecían aumentar. Y ella se dio cuenta de que no se enfrentaba a una vieja unidad de la guardia de protección civil agrupada a toda prisa para acosarlos mientras marchaban. Eran soldados disciplinados que acorralaban sistemáticamente a sus tropas (sus cientos de miles de soldados) en un matadero a lo largo de la carretera y la ribera del río.

Y sin embargo los dioses seguían protegiéndola. Caminaba entre los soldados acobardados, erguida, y ni una sola bala la alcanzó. Los soldados caían a su alrededor, pero ella permanecía intacta.

Sabía cómo interpretaban eso los soldados: los dioses la protegían.

Pero ella entendía algo completamente diferente: el enemigo tiene órdenes de no hacerme daño. Y esos soldados están tan bien entrenados y son tan disciplinados que obedecen esa orden.

La fuerza que se enfrentaba a ellos no era grande: su potencia de fuego no era abrumadora. Pero la mayoría de sus soldados ni siquiera disparaban. ¿Cómo podían hacerlo? No veían un blanco al que disparar. Y el enemigo habría concentrado su fuego en cualquier fuerza que intentara dejar la carretera y subir a las colinas para atacar sus líneas.

Por lo que podía ver, si algún enemigo había muerto, era por accidente.

Soy Varo, pensó. He guiado a mis tropas a una trampa, como Varo guió a las legiones romanas, y todos vamos a morir. A morir sin dañar siquiera al enemigo.

¿En qué estaba yo pensando? Este terreno es ideal para emboscadas, ¿Por qué no lo vi? ¿Por qué estaba segura de que el enemigo no podía atacarnos aquí? Lo que estás segura de que el enemigo no puede hacer pero que podría destruirte si lo hiciera es algo que a pesar de todo debes tener en cuenta. Eso era elemental.

Ningún miembro del grupo de Ender hubiese cometido un error semejante.

Alai lo sabía. La había advertido desde el principio. Sus tropas no estaban preparadas para esa campaña. Sería una masacre. Y allí estaban, muriendo todos a su alrededor, la carretera entera cubierta de cadáveres. El trabajo de sus hombres había quedado reducido a la labor de apilar los cadáveres en parapetos improvisados contra el fuego enemigo. No tenía sentido seguir dando órdenes, porque no las entenderían ni las obedecerían.

Y sin embargo los hombres seguían luchando. Su teléfono móvil sonó.

Supo de inmediato que era el enemigo, llamándola para que se rindiera. ¿Pero cómo podían conocer su número?

¿Era posible que Alai estuviera con ellos?

—Virlomi.

No era Alai. Pero ella conocía la voz.

—Soy Suri.

Suriyawong. ¿Eran tropas del PLT o tailandesas? ¿Cómo podían las tropas de Suri cruzar Birmania para llegar hasta allí?

No eran tropas chinas. ¿Por qué de pronto todo estaba tan claro? ¿Por qué no había estado claro antes, cuando Alai se lo advertía? En sus conversaciones privadas, Alamandar dijo que todo saldría bien porque los rusos tendrían al enemigo chino muy ocupado al norte. Mientras Han Tzu se defendiera de un ataque, el otro podría asolar China. O si intentaba luchar contra ambos ataques, entonces cada uno destruiría parte de su ejército.

Lo que ninguno de ellos había advertido era que Han Tzu era igual de capaz que ellos de encontrar aliados.

Suriyawong, cuyo amor ella había rechazado. Parecía algo muy lejano. De cuando eran niños. ¿Era aquello su venganza porque se había casado con Alai en vez de con él?

—¿Puedes oírme, Vir?

—Sí.

—Preteriría capturar esos hombres. No quiero pasarme el resto del día matándolos a todos.

—Entonces para.

—No se rendirán mientras tú sigas luchando. Te adoran, Están muriendo por ti. Diles que se rindan y deja que los supervivientes vuelvan a casa con sus familias cuando termine la guerra.

—¿Decirles a los indios que se rindan a los siameses?

—Vir—dijo Suri—. Están muriendo por nada. Sálvales la vida.

Ella cortó la comunicación. Miró a los hombres que tenía alrededor, los que estaban vivos, agazapados tras los cadáveres de sus camaradas, buscando algún tipo de blanco en los árboles, en las pendientes… y sin poder ver nada.

—Han dejado de disparar —dijo uno de sus oficiales supervivientes.

—Suficientes hombres han muerto por mi orgullo —dijo Virlomi—. Que los muertos me perdonen. Viviré mil vidas para compensar este día vanidoso y estúpido. —Alzó la voz—. Deponed vuestras armas. Virlomi dice: deponed vuestras armas y levantaos con las manos arriba. ¡No entreguéis más vidas! ¡Deponed vuestras armas!

—¡Moriremos por ti, Madre India! —exclamó uno de los hombres.

—¡Satyagraha! —gritó Virlomi—. ¡Soportad lo que debe ser soportado! ¡Lo que hoy debéis soportar es la rendición! ¡La Madre India os ordena vivir para poder volver a casa y consolar a vuestras esposas y tener hijos que sanen las grandes heridas que han desgarrado hoy el corazón de la India!

Algunas de sus palabras y todo el significado de su mensaje fueron transmitidos por la carretera llena de cadáveres.

Ella dio ejemplo alzando las manos y saliendo de detrás de la muralla de cuerpos, al descubierto. Naturalmente, nadie le disparó, porque nadie lo había hecho durante toda la batalla. Pero pronto otros la imitaron. Formaron fila al lado de la pared de cadáveres que ella había elegido, dejando detrás sus armas.

De los árboles situados a ambos lados de la carretera fueron saliendo cautelosos soldados tailandesas, las armas todavía en ristre. Estaban cubiertos de sudor y el frenesí de la matanza apenas empezaba a abandonarlos.

Virlomi se dio media vuelta y miró hacia atrás. Saliendo de los árboles del otro lado de la carretera se encontraba Suriyawong. Ella retrocedió para reunirse con él en el prado, al otro lado ele la muralla de cadáveres. Se detuvieron a tres pasos de distancia.

Ella indicó carretera arriba y abajo.

—Bien. Esto es obra tuya.

—No, Virlomi —dijo él con tristeza—. Es tuya.

—Sí. Lo sé.

—¿Vendrás conmigo a decirles a los otros dos ejércitos que dejen de luchar? Sólo se rendirán cuando tú lo digas.

—Sí —respondió ella—. ¿Ahora?

—Comunícaselo por teléfono, a ver si obedecen. Si intento llevarte ahora mismo, estos soldados volverán a empuñar las armas para detenerme. Por algún motivo, todavía te adoran.

—En la India adoramos a la Destructora además de a Vishnu y Brahma.

—No sabía que sirvieras a Shiva —dijo Suriyawong.

Ella no pudo responderle. Usó el teléfono móvil e hizo las llamadas.

—Están intentando que los hombres dejen de luchar.

Entonces el silencio entre ellos se prolongó. Virlomi pudo oír las órdenes a gritos de los soldados tailandeses que hacían formar a sus hombres en grupos pequeños y los hacían marchar valle abajo.

—¿No vas a preguntarme por tu marido? —dijo Suri.

—¿Qué pasa con él?

—¿Tan segura estás de que tus conspiradores musulmanes lo mataron?

—No iba a matarlo nadie —dijo ella—. Sólo iban a confinarlo hasta después de la victoria.

Suri se rió amargamente.

—¿Llevas todo este tiempo combatiendo a los musulmanes, Vir, y todavía no los comprendes? Esto no es un juego de ajedrez. El rey no es sagrado.

—Nunca pretendí su muerte.

—Le quitaste el poder —dijo Suri—. Él intentó impedir que hicieras esto y conspiraste contra tu propio esposo. Él fue mejor amigo de la India que tú. —Su voz se quebró de pasión.

No me puedes decir nada que sea más cruel de lo que yo me digo ahora a mí misma.

—La niña Virlomi, tan valiente, tan sabia —dijo Suri—. ¿Existe todavía? ¿O la ha destruido también la diosa?

—La diosa ha desaparecido —dijo Virlomi . Sólo queda la loca, la asesina.

Una radio de campo chisporroteó en la cintura de Suri. Dijeron algo en tailandés.

—Por favor, ven conmigo, Virlomi. Un ejército se ha rendido, pero el otro abatió al oficial al que telefoneaste cuando intentó dar la orden.

Un helicóptero se acercó entonces. Aterrizó. Subieron a él. En el aire, Suriyawong le preguntó:

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Soy tu prisionera. ¿Qué vas a hacer tú?

—Eres prisionera de Peter Wiggin. Tailandia acaba de unirse al PLT.

Ella sabía lo que eso significaría para Suriyawong. Tailandia... incluso el nombre significaba «tierra de los libres». La nueva «nación» de Peter había adoptado el nombre de la patria de Suriyawong. Su patria ya no era soberana. Había renunciado a su independencia. Peter Wiggin sería amo de todo.

—Lo siento —dijo.

—¿Lo sientes? ¿Sientes que mi pueblo sea libre dentro de sus fronteras y no haya más guerras?

—¿Qué hay de mi pueblo?

—No vas a volver con ellos —dijo Suri.

—¿Cómo iba hacerlo? Aunque me dejarais, ¿cómo podría hablarles?

—Esperaba que les hablaras. En vídeo. Para ayudar a deshacer en parte el daño que has causado hoy.

—¿Qué podría decir o hacer?

—Todavía te adoran. Si desapareces ahora, si nunca volvieran a oír hablar de ti, la India sería ingobernable durante cien años.

—La India siempre ha sido ingobernable —dijo Virlomi sinceramente.

—Menos gobernable que nunca—dijo Suri—. Pero si tú les hablas, si tú les dices...

—¡No les diré que se rindan a otra potencia extranjera, no después de haber sido conquistados por los chinos y luego por los musulmanes!

—Si les pides que voten, que decidan libremente vivir en paz, dentro del Pueblo Libre...

—¿Y darle a Peter Wiggin la victoria?

—¿Por qué estás furiosa con Peter? ¿Qué te ha hecho sino ayudarte a ganar la libertad de tu pueblo de la única manera que le fue posible?

Era cierto. ¿Por qué estaba tan furiosa? Porque la había derrotado.

—Peter Wiggin —dijo Suriyawong— tiene el derecho de conquista. Sus tropas destruyeron a tu ejército en combate. Ha dado prueba de una clemencia que no tenía por qué tener.

—Tú has dado prueba de esa clemencia.

—He seguido las instrucciones de Peter —dijo Suriyawong—. Él no quiere ningún ocupante extranjero en la India. Quiere que los musulmanes salgan de ella. Sólo quiere que los indios gobiernen a los indios. Unirse al PLT significa exactamente eso. Una India libre. Pero una India que no necesite, y por tanto no tenga, un ejército.

—Una nación sin ejército no es nada —dijo Virlomi—. Cualquier enemigo puede destruirla.

—Ése es el trabajo del Hegemón en el mundo. Destruye a los agresores, para que las naciones pacíficas puedan continuar en paz. La India era la agresora. Bajo tu liderazgo, la India fue la invasora. Ahora, en vez de castigar a tu pueblo, le ofrece libertad y protección si depone las armas. ¿No es eso Satyagraha, Vir? ¿Renunciar a lo que antes valorabas, porque ahora sirves a un bien superior?

—¿Vienes a enseñarme el Satyagraha a mí?

—Escucha la arrogancia en tu voz, Vir. —Avergonzada, ella apartó la mirada—.

Te enseño el Satyagraha porque lo viví durante años.

Me escondí por completo para poder ser aquel en quien Aquiles confiara en el momento en que pudiera traicionarlo y salvar al mundo de él. No sentí ningún orgullo al final. Había vivido en la inmundicia y la vergüenza... eternamente. Pero Bean me aceptó y confió en mí. Y Peter Wiggin actuó como si hubiera sabido todo el tiempo quién era yo realmente. Ellos aceptaron mi sacrificio.

»Ahora te pido, Vir, tu sacrificio. Tu Satyagraha. Una vez lo pusiste todo en el altar de la India. Luego tu orgullo casi deshizo lo que habías conseguido. Te lo pido ahora, ¿ayudarás a tu pueblo a vivir en paz, de la única forma en que se puede tener paz en este mundo? ¿Uniéndose al Pueblo Libre de la Tierra?

Ella sintió las lágrimas correrle por la cara.

Como aquel día en que grabo el vídeo de las atrocidades.

Sólo que esta vez era ella quien había causado la muerte de todos aquellos jóvenes indios. Habían ido a morir allí porque la amaban y la servían. Les debía algo a sus familias.

—Haré lo que ayude a mi pueblo a vivir en paz.


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