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72.45% Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 171: 18 La guerra en el terreno

章 171: 18 La guerra en el terreno

Para: Chamrajnagar%1awaharlal@ficom.gov De: FuegoAntiguo%Ascuas@han.gov

Sobre: Inminente declaración oficial

Mi estimado amigo y colega:

Me apena que suponga que en esta época problemática, cuando China está sufriendo los ataques sin provocación de fanáticos religiosos, tengamos el deseo o los recursos siquiera de provocar a la Flota Internacional. No sentimos más que la mayor estima hacia su institución, que tan recientemente salvó a toda la humanidad de la plaga de los dragones de las estrellas.

Nuestra declaración oficial, que será hecha pública inmediatamente, no incluye nuestras especulaciones sobre quién es de hecho el responsable del trágico derribo de la lanzadera de la FI mientras sobrevolaba territorio brasileño. Aunque no admitimos haber tenido participación alguna ni conocimiento previo del hecho, hemos llevado a cabo nuestra propia investigación preliminar y creemos que descubrirán ustedes que el equipo en cuestión puede de hecho tener su origen en el ejército chino.

Esto nos causa un embarazo terrible, y le suplicamos que no haga pública esta información cambio, le adjuntamos la documentación que demuestra que el único de nuestros lanzamisiles desaparecido, y que por tanto puede haber sido empleado para cometer este crimen, fue entregado a la custodia de cierto Aquiles de Flandes, ostensiblemente para operaciones militares conectadas con nuestra acción de defensa preventiva contra el agresor indio cuando atacaba Birmania. Creíamos que este material nos había sido devuelto, pero la investigación nos ha demostrado que no.

Aquiles de Flandes estuvo bajo nuestra protección, tras habernos prestado servicios relacionados con la advertencia del peligro que la India suponía para el sudeste asiático. Sin embargo, ciertos crímenes que cometió antes de este servicio llamaron nuestra atención, y lo arrestamos (véase documentación). Cuando estaba siendo trasladado a un centro de reeducación, fuerzas desconocidas asaltaron el convoy y liberaron a Aquiles de Flandes, matando a todos los soldados de

su escolta.

Como Aquiles de Flandes acabó casi inmediatamente en el complejo de la Hegemonía en Ribeirao Preto, Brasil, y ha estado en situación de causar mucho daño desde la apresurada partida de Peter Wiggin, y como el misil fue disparado desde territorio brasileño y la lanzadera fue abatida sobre Brasil, sugerimos que el lugar para que busquen ustedes responsabilidades para este ataque a la FI es Brasil, específicamente el complejo de la Hegemonía.

La responsabilidad última de todas las acciones de Aquiles de Flandes después de haber sido arrebatado a nuestra custodia debe buscarse en aquellos que se lo llevaron, es decir, el Hegemón Peter Wiggin y sus fuerzas militares, dirigidas por Julian Delphiki y, más recientemente, el tailandés Suriyawong, que es considerado un terrorista por el gobierno chino.

Espero que esta información, proporcionada off the record, les resulte útil en su investigación. Si podemos realizar cualquier otro servicio que no contradiga nuestra desesperada lucha por la supervivencia contra el ataque de las bárbaras hordas de Asia, nos alegrará proporcionarla.

Su humilde e indigno colega,

Fuego Antiguo

De: Chamrajnagar%1awaharlal@ficom.gov Para: Graff%peregrinacion@colmin.gov Sobre: ¿Quién se llevará la culpa?

Querido Hyrum:

Ya ves por el mensaje adjunto del estimado jefe del gobierno chino que han decidido ofrecer a Aquiles como chivo expiatorio. Creo que se alegrarían si nos deshiciéramos de él. Nuestros investigadores informarán oficialmente que el lanzamisiles es de fabricación china y ha sido relacionado con Aquiles de Flandes sin mencionar que le fue proporcionado originalmente por el gobierno chino. Cuando nos pregunten, nos negaremos a especular. Es lo mejor que pueden esperar de nosotros.

Mientras tanto, ahora tenemos la base legal firmemente establecida para una intervención terrestre, y por las pruebas proporcionadas por la nación que más podría quejarse por una intervención semejante. No haremos nada que afecte al resultado o el desarrollo de la guerra en Asia. Buscaremos primero la

cooperación del gobierno brasileño pero dejaremos clara que esa cooperación no se solicita, ni legal ni militarmente. Les pediremos que aíslen el complejo de la Hegemonía para que nadie pueda entrar ni salir hasta la llegada de nuestras fuerzas.

Te pido que informes al Hegemón y que elaboréis vuestros planes subsiguientemente. No entro a valorar si el señor Wiggin debe estar presente o no en la toma del complejo.

Virlomi nunca iba a la ciudad. Esos días se habían acabado. Cuando era libre para deambular, peregrina en una tierra donde la gente vivía, toda la vida en una aldea o se desarraigaba y pasaba toda la vida en el camino, le encantaba llegar a las aldeas, cada una de ellas una aventura, llena con su propio tapiz de chismorreo, tragedia, humor, romance e ironía.

En la universidad a la que había asistido brevemente, entre su vuelta a casa procedente del espacio y su internamiento en los cuarteles militares indios de Hyderabad, había comprendido rápidamente que los intelectuales parecían creer que la vida (la vida de la mente, la interminable autoevaluación, la continua autobiografía volcada sobre todos) era de algún modo más elevada que las vidas repetitivas y carentes de significado de la gente corriente.

Virlomi sabía que lo cierto era lo contrario. Los intelectuales de la universidad eran todos iguales. Tenían exactamente los mismos profundos pensamientos sobre exactamente las mismas emociones huecas y los mismos dilemas triviales. Ellos mismos lo sabían, inconscientemente. Cuando sucedía un acontecimiento real, algo que los sacudía hasta los cimientos, se retiraban del juego de la vida universitaria, pues la realidad tenía que ser representada en un escenario diferente.

En las aldeas, la vida trataba de la vida, no de elevación y pretensión. La gente inteligente era valorada porque podía resolver problemas, no porque pudieran hablar agradablemente sobre ellos. En todas partes a las que iba en la India, se oía a sí misma decir: Podría vivir aquí. Podría quedarme con esta gente y casarme con uno de esos amables campesinos y trabajar junto a él toda la vida.

Y entonces otra parte de ella contestaba: No, no podrías. Porque te guste o no, después de todo tú eres uno de esos universitarios. Puedes visitar el mundo real, pero no perteneces a él. Necesitas vivir en el alocado sueño de Platón, donde las ideas son reales y la realidad es una sombra. Ése es el lugar para el que naciste, y cuando vas de aldea en aldea es sólo para aprender de ellos, para enseñarles, para manipularlos, para utilizarlos para conseguir tus fines.

Pero mis propios fines, pensaba, son darles los regalos que necesitan: un gobierno sabio, o al menos autogobierno.

Y entonces se reía de sí misma, porque las dos cosas solían ser contrapuestas. Aunque un indio gobernara a los indios, no era autogobierno, pues el legislador gobernaba al pueblo, y el pueblo gobernaba al legislador. Era gobierno mutuo. Eso era lo mejor a lo que podía aspirar.

Pero ahora sus días de peregrinación habían terminado. Había vuelto al puente donde los soldados se estacionaban para protegerlo y los pobladores de la aldea cercana la habían convertido en una especie de diosa.

Volvió sin fanfarrias, caminando hasta la aldea que casi le había robado el corazón y entablando conversación con las mujeres en el pozo y en el mercado. Fue

al arroyo y echó una mano con la colada; alguien se ofreció a compartir sus ropas con ella para que pudiera lavar sus sucios harapos de viaje, entonces ella se rió y dijo que un lavado más los convertiría en polvo, pero le gustaría ganarse ropa nueva ayudando a una familia que tuviera un poco que ofrecerle.

—Señora —dijo una tímida mujer—, ¿no te alimentamos en el puente, por nada? Entonces supo que la habían reconocido.

—Pero deseo ganarme la amabilidad que me ofrecisteis allí.

—Nos has bendecido muchas veces, señora —dijo otra mujer.

—Y ahora nos bendices volviendo entre nosotros.

—Y lavando la ropa.

Así que era todavía una diosa.

—No soy lo que creéis que soy —dijo Virlomi—. Soy más terrible que vuestros peores temores.

—Para nuestros enemigos, rezamos, señora —dijo una mujer.

—Terrible para ellos, en efecto —dijo Virlomi—. Pero utilizaré a vuestros hijos y esposos para combatirlos, y algunos morirán.

—La mitad de nuestros hijos y esposos ya desaparecieron en la guerra contra los chinos.

—Muertos en la batalla.

—Se perdieron y no pudieron encontrar el camino a casa.

—Fueron llevados al cautiverio por los demonios chinos. Virlomi alzó una mano para apaciguarlas.

—No perderán la vida, si me obedecen.

—No deberías ir a la guerra, señora —dijo una anciana—. No hay nada bueno en ella. Mírate, joven, hermosa. Acuéstate con uno de los hombres jóvenes, o uno de los viejos si quieres, y ten bebés.

—Algún día —dijo Virlomi—, elegiré a un marido y tendré hijos con él. Pero hoy mi marido es la India, y ha sido devorado por un tigre. Debo hacer que ese tigre enferme, para que vomite a mi marido.

Algunas de las mujeres se rieron ante aquella imagen. Pero otras se quedaron muy serias. —¿Cómo lo harás?

—Prepararé a los hombres para que no mueran por causa de errores. Reuniré todas las armas que necesitamos, para que ningún hombre caiga porque está desarmado. Me tomaré mi tiempo, para que la ira del tigre no caiga sobre nosotros, hasta que estemos preparados para golpearlos tan fuerte que nunca se recuperen.

—No tendrás un arma nuclear, ¿verdad, señora? —preguntó la anciana, claramente escéptica.

—Es una ofensa contra Dios usar esas cosas —dijo Virlomi—. El Dios musulmán fue expulsado de su casa y volvió su rostro contra ellos porque usaron esas armas unos contra otros.

—Estaba bromeando —dijo la anciana, avergonzada.

—Yo no —dijo Virlomi—. Si no queréis que use a vuestros hombres como he descrito, decídmelo, y me marcharé y encontraré otro lugar que me quiera. Tal vez vuestro odio hacia los chinos no sea tan fiero como el mío. Quizás estáis contentas con la manera en que son las cosas en esta tierra.

Pero no estaban contentas, y parecía que su odio era suficientemente intenso.

No hubo mucho tiempo para entrenarlos, a pesar de su promesa, pero claro, no iba a utilizar a estos hombres como bomberos. Iban a ser saboteadores, ladrones, expertos en demolición. Conspiraron con obreros de la construcción para robar explosivos; aprendieron a usarlos; construyeron cuevas en las junglas, en las faldas

de las colinas.

Y fueron a las ciudades cercanas y reclutaron a más hombres, y luego continuaron y continuaron, construyendo una red de saboteadores cerca de cada puente que pudiera ser volado para impedir que los chinos usaran las carreteras que serían imprescindibles para llevar soldados y pertrechos de un lado a otro, dentro y fuera de la India.

No podía haber ningún ensayo. Ninguna prueba. No se hizo nada que despertara ningún tipo de sospechas. Virlomi prohibió a sus hombres que hicieran ningún gesto desafiante, o que hicieran algo que pudiera interferir con la tranquila manera en que los chinos ejecutaban sus transportes a través de sus colinas y montañas.

Algunos de ellos se rebullían ante esta orden, pero Virlomi les dijo:

—Di mi palabra a vuestras madres y esposas de que no malgastaría vuestras vidas. Habrá muertes de sobra en el futuro, pero sólo cuando vuestras muertes consigan algo, para que los que vivan puedan ser testigos y digan: «Nosotros hicimos esto, no nos lo dieron hecho.»

Ahora nunca iba a la ciudad, pero vivía donde había vivido antes, en una cueva cerca del puente que ella misma volaría, cuando llegara el momento.

Pero no podía permitirse estar aislada del mundo exterior. Así que, tres veces al día, uno de los suyos se conectaba a las redes y comprobaba sus buzones de recogida, imprimía los mensajes, y se los traía. Ella se aseguraba de que supieran borrar la información de la memoria del ordenador, para que nadie más pudiera ver lo que había mostrado el ordenador, y después de leer los mensajes que le traían, los quemaba.

Recibió el mensaje de Peter Wiggin en buen momento. Así que estaba preparada cuando los suyos empezaron a acudir a ella, corriendo, sin aliento, excitados.

—La guerra con los turcos les va mal a los chinos —dijeron—. Sale en las redes: los turcos han tomado tantos aeródromos que pueden poner en el cielo de Xinjiang más aviones que los chino ¡Han lanzado bombas sobre la propia Beijing, señora!

—Entonces deberíais llorar por los niños que están muriendo allí —dijo Virlomi— Pero todavía no es el momento de nuestra lucha Y al día siguiente, cuando los camiones empezaron a cruzar los puentes y a alinearse parachoques contra parachoques a lo largo de las estrechas carreteras de montaña, ellos le suplicaron:

—¡Déjanos que volemos un solo puente, para demostrarles que la India no está dormida mientras los turcos combaten a nuestro enemigo por nosotros!

Ella solamente les contestó:

—¿Por qué deberíamos volar los puentes que nuestro enemigo utiliza para abandonar nuestra tierra?

—¡Pero podríamos matar a muchos si calculamos bien el momento de la explosión!

—Aunque pudiéramos matar a cinco mil volando todos los puentes en el mismo momento, ellos tienen cinco millones. Esperaremos. Ninguno de vosotros hará nada que les advierta de que tienen enemigos en estas montañas. El momento llegará pronto, pero tenéis que esperar a mi palabra.

Una y otra vez lo dijo, todo el día, a todo el que vino, y ellos obedecieron. Los envió a telefonear a sus camaradas en ciudades lejanas, junto a otros puentes, y ellos también obedecieron.

Durante tres días. Los noticiarios controlados por los chinos hablaban de cómo ejércitos devastadores iban a ser enviados contra las hordas turcas, dispuestos a

castigarlos por su traición. El tráfico que cruzaba puentes y carreteras de montañas era interminable. Entonces llegó el mensaje que Virlomi estaba esperando.

Ahora.

No tenía firma, pero era un buzón aislado que le había dado a Peter Wiggin. Supo que significaba que la ofensiva principal había sido lanzada al oeste, y que los chinos pronto empezarían a enviar tropas y equipo desde China a la India.

No quemó el mensaje. Se lo tendió al niño que se lo había traído y dijo:

—Consérvalo siempre. Es el principio de nuestra guerra.

—¿Es de un dios? —preguntó el niño.

—Tal vez la sombra del sobrino de un dios —contestó ella con una sonrisa—.

Tal vez sólo un hombre en el sueño de un dios dormido.

Cogiendo al niño de la mano, caminó hacia la aldea. La gente se congregó a su alrededor. Ella les sonrió, acarició las cabezas de los niños, abrazó a las mujeres y las besó.

Entonces dirigió este desfile de ciudadanos hasta la oficina del administrador chino local y entró en el edificio. Sólo unas pocas mujeres la acompañaron. Pasó de largo ante la mesa del oficial de guardia y entró en el despacho del jefe chino, que estaba al teléfono.

Él la miró y gritó, primero en chino, luego en común:

—¿Qué estás haciendo? ¡Sal de aquí!

Pero Virlomi no prestó atención a sus palabras. Se acercó a él, sonriendo, y extendió los brazos como para abrazarlo.

Él alzó las manos en protesta, para evitarla con un gesto.

Ella le cogió los brazos, tiró para que perdiera el equilibrio, y mientras él se tambaleaba para recuperar el pie, lo rodeó con los brazos, agarró su cabeza y la torció bruscamente.

Él cayó muerto al suelo.

Virlomi abrió un cajón de su mesa, sacó su pistola, y abatió a los dos soldados chinos que entraban corriendo en el despacho. También ellos cayeron muertos al suelo.

Virlomi miró tranquilamente a las mujeres.

—Es la hora. Por favor, coged los teléfonos y avisad a todos los demás en todas las ciudades. Falta una hora para que oscurezca. Al anochecer, tienen que cumplir su tarea. Con mecha corta. Y si alguien trata de detenerlos, aunque sea indio, deben matarlos lo más rápida y discretamente posible y continuar con su labor.

Ellas le repitieron el mensaje, y se pusieron a trabajar en los teléfonos.

Virlomi salió con la pistola oculta en los pliegues de su falda. Cuando los otros dos soldados chinos de la aldea llegaron corriendo, al haber oído los disparos, empezó a hablarles en su dialecto nativo. Ellos no advirtieron que no era el lenguaje local, sino una lengua completamente extraña del sur. Se detuvieron y exigieron que les dijera en común lo que había sucedido. Ella respondió con una bala en el vientre de cada hombre antes de que vieran siquiera que tenía una pistola. Luego se aseguró con una bala en la cabeza cuando estaban caídos en el suelo.

—¿Podéis ayudarme a limpiar la calle? —le preguntó a la gente que la miraba boquiabierta.

De inmediato salieron a la calle y llevaron los cadáveres al interior de la oficina. Cuando terminaron con las llamadas de teléfono, ella los congregó en la puerta.

—Cuando las autoridades chinas vengan y exijan que les digáis qué ha pasado,

debéis decirles la verdad. Un hombre vino caminando por la carretera, un indio que no era de esta aldea. Parecía una mujer, y pensáis que debía de ser un dios, porque entró directamente en esta oficina y le rompió el cuello al magistrado. Luego cogió la pistola del magistrado y le disparó a los dos guardias de la oficina, y luego a los dos que vinieron corriendo desde la aldea. Ninguno de vosotros tuvo tiempo para hacer otra cosa sino gritar. Entonces este extranjero os hizo llevar los cadáveres de los soldados muertos a la oficina y os ordenó marcharos mientras hacía unas llamadas telefónicas.

—Nos pedirán que describamos a ese hombre.

—Entonces describidme a mí. Oscuro. Del sur de la India.

—Dirán que si parecía una mujer, cómo sabemos que no lo era.

—Porque mató a un hombre con las manos desnudas. ¿Qué mujer podría hacer

eso?

Ellos se echaron a reír.

—Pero no debéis reíros —dijo Virlomi—. Ellos estarán muy furiosos. Y aunque

no les deis ninguna causa, puede que os castiguen duramente por lo que ha pasado aquí. Puede que piensen que estáis mintiendo y os torturen para intentar sonsacaros la verdad. Y dejadme que os diga ahora mismo que sois perfectamente libres de de- cirles que pensáis que puede haber sido la misma persona que vivía en esa pequeña cueva junto al puente. Podéis llevarlos a ese sitio.

Se volvió hacia el niño que había traído el mensaje de Peter Wiggin.

—Entierra el papel en el suelo hasta que termine la guerra. Todavía estará allí cuando lo quieras.

Les habló a todos ellos una vez más.

—Ninguno de vosotros hizo otra cosa sino llevar los cadáveres al sitio que os dije. Se lo habríais dicho a las autoridades, pero las únicas autoridades que conocéis están muertas.

Extendió los brazos.

—Oh, mi amado pueblo, os dije que traería sobre vosotros días terribles.

No tuvo que fingir tristeza, y sus lágrimas eran reales mientras caminaba entre ellos, tocando manos, mejillas, hombros una vez más. Entonces se encaminó carretera arriba y salió de la aldea. Los hombres que había asignado volarían el puente cercano dentro de una hora. Ella no estaría allí. Estaría recorriendo los senderos del bosque, encaminándose al puesto de mando desde donde dirigiría esta campaña de sabotaje.

Pues no sería suficiente volar los puentes. Tenían que estar dispuestos a matar a los ingenieros que vinieran a repararlos, y matar a los soldados que vendrían a protegerlos, y luego, cuando vinieran tantos soldados y tantos ingenieros que no pudieran impedirles reconstruir los puentes, tendrían que causar desprendimientos de rocas y corrimientos de tierras para bloquear los estrechos desfiladeros.

Si pudieran sellar esta frontera durante tres días, los ejércitos musulmanes tendrían tiempo, si tenían líderes competentes, para avanzar y derrotar al enorme ejército chino que todavía se enfrentaba a ellos, de modo que los refuerzos, cuando finalmente llegaran, lo harían tarde, demasiado tarde. Ellos también serían derrotados en su momento.

Ambul sólo le había pedido un favor a Alai después de concertar la reunión con Bean y Petra.

—Déjame combatir como si yo fuera musulmán contra el enemigo de mi pueblo.

Alai le había asignado, a causa de su raza, que luchara entre los indonesios, para que no pareciera tan diferente.

Y por eso Ambul desembarcó en una estrecha franja costera al sur de Shanghai. Se acercaron cuanto fue posible en barcos de pesca, y luego subieron a barcas planas que hicieron avanzar a golpe de remo entre los cañaverales, en busca de terreno firme.

Al final, no obstante, como ya sabían, tuvieron que dejar atrás las embarcaciones y avanzar a través de kilómetros de fango. Llevaban las botas en la mochila, porque el barro los habría retenido si hubieran intentado llevarlas puestas.

Para cuando salió el sol estaban exhaustos, sucios, comidos por los insectos, y muertos de hambre.

Así que se limpiaron el barro de pies y tobillos, se pusieron los calcetines, se calzaron las botas, y recorrieron al trote una trocha que pronto se convirtió en un sendero, y luego un camino a lo largo de una baja zanja entre arrozales. Pasaron corriendo ante campesinos chinos y no les dijeron nada.

Que piensen que somos reclutas o voluntarios del sur recién conquistado, en una misión de entrenamiento. No queremos matar a civiles. Alejaos de la costa cuanto podáis. Eso era lo que les habían dicho sus oficiales, una y otra vez.

La mayoría de los campesinos podrían haberles ignorado. Desde luego, no vieron a ninguno echar a correr y dar la voz de alarma. Pero todavía no era mediodía cuando divisaron la columna de polvo de un vehículo que se movía velozmente en una carretera no muy lejana.

—Abajo —dijo su comandante, en común. Sin vacilar se tiraron al agua y se arrastraron hasta el borde de la zanja, donde permanecieron ocultos. Sólo su oficial alzó la cabeza lo suficiente para ver qué estaba pasando, y su comentario entre su- surros fue transmitido en silencio por la fila, para que los cincuenta hombres lo supieran.

—Camión militar —dijo. Y luego:

—Reservistas. Ninguna disciplina.

Esto es un dilema, pensó Ambul. Los reservistas son probablemente soldados locales. Hombres mayores, sin preparación, que trataban su servicio militar como un club social, hasta ahora, cuando alguien recurría a ellos porque eran los únicos soldados de la zona. Matarlos sería como matar campesinos.

Pero, naturalmente, iban armados, así que no matarlos podría ser un suicidio.

Pudieron oír al comandante chino gritarles a sus soldados de ocasión. Está furioso... y es muy estúpido, pensó Ambul. ¿Qué creía que estaba pasando aquí? Si se trataba de un ejercicio de entrenamiento por parte de una sección del ejército chino, ¿por qué traía un contingente de reservistas? Pero si pensaba que era una amenaza auténtica, ¿por qué estaba gritando? ¿Por qué no intentaba hacer un reconocimiento silencioso para poder calibrar el peligro y hacer un informe?

Bueno, no todos los oficiales habían estado en la Escuela de Batalla. No era una segunda naturaleza en ellos pensar como un auténtico soldado. Este tipo se había pasado sin duda la mayor parte de su servicio militar en un despacho.

La orden susurrada llegó. No disparéis a nadie, pero apuntad con cuidado cuando se os ordene levantaros.

La voz del oficial chino se acercaba.

—Tal vez no nos vean —susurró el soldado que estaba junto a Ambul.

—Es hora de hacer que reparen en nosotros —dijo Ambul, también en un susurro.

El soldado había sido camarero en un buen restaurante de Jakarta antes de

presentarse voluntario en el ejército tras la conquista china de Indochina. Como la mayoría de estos hombres, nunca había participado en un combate.

Y por cierto yo tampoco, pensó Ambul. A menos que cuentes el combate en la sala de batalla.

Sin duda que eso contaba. No había sangre, pero la tensión, el insoportable suspense del combate habían estado presentes. La adrenalina, el valor, la terrible decepción cuando sabías que te habían alcanzado y que tu traje se congelaba, apartándote de la batalla. La sensación de fracaso cuando dejabas tirado al amigo al que se suponía que tenías que proteger. La sensación de triunfo cuando sentías que no podías fallar.

He estado aquí antes. Sólo que, en vez de en una zanja, me ocultaba detrás de un cubo de tres metros, esperando la orden de pasar al ataque y disparar a los enemigos que pudiera haber.

El hombre que tenía al lado le dio un codazo. Como todos los demás, obedeció la señal y observó a su comandante esperando la orden de incorporarse.

El comandante dio la señal, y todos se levantaron del agua. Los reservistas chinos y su oficial formaban fila a lo largo de una zanja que corría en perpendicular a la que había servido de refugio al pelotón indochino. Ninguno de ellos tenía su arma preparada.

El comandante de Ambul se acercó al oficial y le disparó a la cabeza.

De inmediato los reservistas soltaron sus armas y se rindieron Todo pelotón indonesio contaba al menos con un soldado que hablaba chino, y a veces varios. La etnia china en Indonesia se había mostrado ansiosa por demostrar su patriotismo, y su mejor intérprete era muy eficiente comunicando las órdenes de su comandante. Naturalmente, era imposible que tomaran prisioneros. Pero no querían matar a estos hombres.

Así que les dijeron que se quitaran toda la ropa y que la llevaran al camión en el que habían llegado. Mientras se estaban desnudando transmitieron la orden en indonesio a lo largo de la fila: «No os riáis de ellos ni los avergoncéis. Tratadlos con gran honor y respeto.»

Ambul comprendió la sabiduría de esta orden. El propósito de desnudarlos era hacer que parecieran ridículos, por supuesto. Pero los primeros en ridiculizarlos serían los chinos, no los indonesios. Cuando la gente les preguntara, tendrían que decir que los indonesios sólo los trataron con respeto. La campaña de relaciones públicas estaba ya en marcha.

Media hora más tarde, Ambul estaba con dieciséis hombres que entraron en la ciudad en el camión chino capturado, con un viejo reservista desnudo y aterrado mostrándoles el camino. Justo antes de llegar al pequeño cuartel, redujeron el ritmo y lo expulsaron del camión.

Fue rápido e incruento. Fueron directamente al pequeño complejo y desarmaron a todos a punta de pistola. Los soldados chinos fueron desnudados y encerrados en una habitación sin teléfono, y permanecieron allí en completo silencio mientras los dieciséis indonesios se apoderaban de dos camiones más, ropa interior y calcetines limpios, y un par de radios militares chinas.

Entonces apilaron toda la munición y explosivos, armas y radios en el centro del patio, los rodearon con los restantes vehículos militares, y colocaron una pequeña cantidad de plástico en mitad de la pila con un temporizador de cinco minutos.

El intérprete chino corrió a la puerta de la habitación donde estaban los prisioneros, les gritó que tenían cinco minutos para evacuar el lugar antes de que todo saltara por los aires, y que deberían advertir a los habitantes del pueblo que se

marcharan de aquí.

Entonces abrió la puerta y corrió a uno de los camiones que esperaban.

Cuatro minutos más tarde oyeron empezar los fuegos artificiales. Era como una guerra: balas restallando, explosiones, y una columna de humo.

Ambul imaginó a los soldados desnudos corriendo de puerta en puerta, advirtiendo a la gente. Esperaba que nadie hubiera muerto por haberse parado a reírse de los hombres desnudos en vez de obedecerlos.

Asignaron a Ambul un asiento junto al conductor de uno de los camiones capturados. Sabía que no tendrían estos vehículos mucho tiempo (serían demasiado fáciles de localizar) pero los alejarían de este lugar y les daría a algunos soldados la oportunidad de echar una siesta rápida en la parte trasera.

Naturalmente, también era posible que regresaran y encontraran muerto al resto del pelotón, con un gran contingente de veteranos chinos esperando para hacerlos pedazos.

Bueno, si eso era lo que tenía que suceder, que sucediera. Nada que él pudiera hacer en este camión afectaría al resultado de ninguna manera. Todo lo que podía hacer era mantener los ojos abiertos y ayudar al conductor a permanecer despierto.

No hubo ninguna emboscada. Cuando regresaron con los otros hombres, los encontraron dormidos a la mayoría, pero todos los centinelas estaban despiertos y alerta.

Todo el mundo subió a los camiones. Los hombres que habían dormido un poco se encargaron de conducir; los que no habían dormido pasaron a la parte trasera para dormir en lo posible mientras el camión traqueteaba por las carreteras secundarias.

Ambul fue uno de los que descubrió que si estás lo bastante cansado, puedes dormir en el duro asiento de un camión sin muelles por una carretera llena de baches. Pero no puedes dormir durante mucho rato.

Despertó una vez y descubrió que avanzaban rápidamente por una carretera bien pavimentada. Permaneció despierto el tiempo suficiente para pensar, ¿es idiota nuestro comandante, para usar una carretera así? Pero no le importó lo suficiente para seguir despierto.

Los camiones se detuvieron sólo después de tres horas de conducción. Todos seguían agotados, pero tenían mucho que hacer antes de poder comer y dormir de verdad. El comandante había ordenado un alto junto a un puente. Hizo que los hombres descargaran los camiones. Entonces los arrojaron al río.

Ambul pensó: eso ha sido un estúpido error. Tendrían que haberlos dejado bien aparcados, y no juntos, para que la vigilancia aérea no los reconociera.

Pero no, la velocidad era más importante que el ocultamiento Además, las fuerzas aéreas chinas estaban ocupadas. Ambul dudaba que hubiera muchos aviones disponibles para dedicarse a la vigilancia.

Mientras los suboficiales repartían pertrechos capturados entre los hombres, les dijeron lo que su comandante había descubierto escuchando la radio durante el viaje. El enemigo seguía diciendo que eran paracaidistas y asumía que se dirigían a algún importante objetivo militar o algún punto de encuentro.

—No saben quiénes somos ni lo que estamos haciendo, y nos buscan en los lugares equivocados —dijo el comandante—. Eso no durará mucho, pero es el motivo de que no nos bombardearon mientras íbamos en los camiones. Además, piensan que somos al menos un millar de hombres.

Habían hecho buen progreso tierra adentro, tres horas en la carretera. El terreno era casi montañoso aquí, y a pesar del hecho de que cada pulgada de tierra cultivable de China había sido aprovechada desde hacía milenios, había paisajes bastante

agrestes. Antes de anochecer bien podrían haber avanzado lo bastante por esta ca- rretera, para poder disfrutar de un sueño decente antes de ponerse en marcha de nuevo.

Naturalmente, harían la mayor parte de sus avances de noche, y dormirían durante el día.

Si sobrevivían a la noche. Si sobrevivían otro día. Llevando ahora más de lo que tenían cuando desembarcaron la noche anterior, salieron de la carretera y se internaron en los bosques junto al río. Se dirigieron al oeste. Corriente arriba. Tierra adentro.


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