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72.03% Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 170: 17 Profetas

章 170: 17 Profetas

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De: Locke%erasmus@polnet.gov Clave: Suriyawong

Sobre: chica en el puente

Fuente digna de confianza suplica: No interfieras con la salida china de la India. Pero cuando necesiten regresar o suministros, bloquea todas las rutas posibles.

Los chinos pensaron al principio que los incidentes en la provincia de Xinjiang eran obra de los insurgentes que llevaban siglos formando y reformando grupos guerrilleros. Dado el protocolo al que era tan proclive el ejército chino, no fue hasta últimas horas de la tarde en Beijing cuando Han Tzu pudo por fin recopilar datos para demostrar que se trataba de una ofensiva importante originada fuera de China.

Por enésima vez desde que ocupara un puesto en el alto mando de Beijing, Han Tzu desesperó de conseguir hacer realmente las cosas. Siempre era más importante mostrar respeto por el alto estatus de tus superiores que decirles la verdad y hacer que las cosas sucedieran. Incluso ahora, cuando tenía en las manos las pruebas de un nivel de entrenamiento, disciplina, coordinación y pertrechos que hacía imposible que los incidentes de Xinjiang fueran obra de rebeldes locales, Han Tzu tenía que esperar horas para que su solicitud de una reunión fuera procesada a través de los oh-tan-importantísimos ayudantes, segundones, funcionarios y pelotas cuyo único deber era parecer lo más importantes y ocupados que fuera posible mientras se aseguraban de que se hiciera lo mínimo posible.

Había oscurecido ya en Beijing cuando Han Tzu cruzó la zona que separaba la plaza de Estrategia y Planificación de la sección administrativa: otro ejemplo de mala estructura, separar esas dos secciones por un largo paseo al aire libre. Tendría que haber habido una línea divisoria baja entre ambos, que constantemente se gritaban noticias de una a otra. En cambio, Estrategia y Planificación estaba haciendo siempre planes que Administración no podía llevar a cabo, y Administración estaba siempre minando el propósito de esos planes y luchando contra las mismas ideas que los harían efectivos.

¿Cómo llegamos a conquistar la India?, se preguntó Han Tzu.

Dio una patada a las palomas que correteaban a sus pies. Revolotearon a unos metros de distancia, y luego volvieron a por más, como si pensaran que sus pies hubieran desgajado algo comestible con cada paso.

El único motivo por el que el gobierno sigue en el poder es porque el pueblo de China es como las palomas. Les puedes dar patadas y más patadas, y siempre vuelven a por más. Y los peores de todos son los burócratas. China inventó la burocracia, y con mil años de ventaja con respecto al resto del mundo, siguen avanzando en las artes de la ofuscación, construcción de reinos y tempestades en vasos de agua hasta un nivel desconocido en todas partes. La burocracia bizantina

era, por comparación, un sistema directo.

¿Cómo lo consiguió Aquiles? Un extranjero, un criminal, un loco... y todo esto era bien sabido por el gobierno chino. Sin embargo, pudo abrirse paso entre las capas de obstructores e ir directamente al nivel donde se toman las decisiones. La mayoría de la gente ni siquiera sabía dónde estaba ese nivel, ya que, desde luego, no lo formaban los famosos líderes, que eran demasiado viejos para pensar en algo nuevo y temían demasiado perder sus puestos o ser pillados tras décadas de actos criminales para ser capaces de hacer algo más que decir «Haz lo que consideres sabio» a sus lacayos.

Las decisiones se tomaban dos niveles más abajo, por los ayudantes de los generales. Han Tzu había tardado seis meses en darse cuenta de que una reunión con el hombre principal era inútil, porque tenía que consultar con sus ayudantes y seguía siempre sus recomendaciones. Ahora nunca se molestaba en reunirse con nadie más. Pero conseguir una reunión semejante, por supuesto, requería que se hiciera una elaborada petición a cada general, reconociendo que aunque el sujeto de la reunión era tan vital que ésta debía celebrarse inmediatamente, era al mismo tiempo tan trivial que cada general sólo necesitaba enviar a su ayudante en su lugar.

Han Tzu nunca estaba seguro de que toda esta elaborada charada fuera solamente para mostrar el debido respeto a la tradición y las formas, o si los generales se dejaban engañar y tomaban la decisión, cada vez, asistieran en persona o enviaran a su ayudante.

Naturalmente, también era posible que el general nunca viera los mensajes, y los ayudantes tomaran la decisión por él. Era lo más probable, no obstante, y por eso sus memorándums llevaban un comentario: «Noble y digno general sería desairado si no asistiera», por ejemplo, o «Tediosa pérdida de tiempo del heroico líder, indigno ayudante se alegrará de tomar notas e informar si se dice algo importante».

Han Tzu no sentía lealtad alguna hacia ninguno de aquellos bufones. Cada vez que tomaban decisiones por su cuenta, éstas eran equivocadas. Las que no estaban completamente lastradas por la tradición estaban igual de controladas por sus propios egos.

Sin embargo Han Tzu era completamente leal a China. Siempre había actuado haciendo lo mejor para China, y siempre lo haría.

El problema era que a menudo definía «lo mejor para China» de una manera que fácilmente podría hacerlo fusilar.

Como aquel mensaje que envió a Bean y Petra, esperando que se dieran cuenta del peligro que corría el Hegemón si realmente creía que Han Tzu había sido la fuente de su información. Enviar ese aviso fue claramente traición, ya que la aventura de Aquiles había sido aprobada en los más altos niveles y, por tanto, representaba la política oficial china. Y sin embargo sería un desastre para el prestigio de China en todo el mundo si se supiera que habían enviado a un asesino para matar al Hegemón.

Nadie parecía comprender ese tipo de cosas, principalmente porque se negaban a ver a China como algo que no fuera el centro del universo, alrededor del cual orbitaban todas las otras naciones. ¿Qué importaba si China era consideraba una nación de tiranos y asesinos? Si a alguien no le gusta lo que hace China, entonces ese alguien puede irse a su casa y echarse a llorar.

Pero ninguna nación era invencible, ni siquiera China. Han Tzu lo comprendía, aunque los otros no lo hicieran.

No había sido una ayuda que la conquista de la India hubiera sido tan fácil. Han Tzu había insistido en diseñar todo tipo de planes de contingencia cuando las cosas salieron mal con el ataque sorpresa de los ejércitos indio, tailandés y vietnamita. Pero

la campaña de engaños de Aquiles había tenido tanto éxito, y la estrategia tailandesa de defensa había sido tan efectiva, que los indios se comprometieron por completo, sus suministros se agotaron, y su moral se vino abajo cuando los ejércitos chinos empezaron a cruzar las fronteras, cortando en pedazos los ejércitos indios, y engullendo cada sección en cuestión de días... a veces en cuestión de horas.

Toda la gloria fue para Aquiles, naturalmente, aunque fue la cuidadosa planificación de Han Tzu con su personal de casi ochenta graduados de la Escuela de Batalla la que puso a los ejércitos chinos exactamente donde tenían que estar exactamente en el momento en que tenían que estar allí. No, aunque el equipo de Han Tzu había escrito las órdenes, éstas habían sido cursadas por Administración, y por tanto fue Admistración quien ganó las medallas, mientras que Estrategia y Planificación obtenía una sola recomendación en grupo que tuvo el mismo efecto sobre la moral que si un teniente coronel hubiera entrado y dicho: «Buen intento, chicos, sabemos que actuabais de buena fe.»

Bien, Aquiles podía quedarse con la gloria, porque en opinión de Han Tzu invadir la India había sido insensato y contraproducente... por no decir maligno. China no tenía recursos para enfrentarse a los problemas de la India. Cuando los indios gobernaban su país, la gente que sufría sólo podía echarle la culpa a sus camaradas indios. Pero ahora, cuando las cosas iban mal (como siempre pasaba en la India), toda la culpa iría para China.

Los administradores chinos que fueron enviados a gobernar la India permanecieron sorprendentemente a salvo de la corrupción y trabajaron duro... pero lo cierto es que ninguna nación es gobernable excepto por una fuerza abrumadora o por medio de una cooperación completa. Y como no había manera de que los conquistadores chinos tuvieran una cooperación completa, y no había esperanza ninguna de que pudieran contar con una fuerza abrumadora, la única cuestión era cuándo la resistencia se convertiría en un problema. Y se convirtió en un problema poco después de que Aquiles se marchara a la Hegemonía, cuando los indios empezaron a apilar piedras. Han Tzu tuvo que reconocer que, cuando se trataba de desobediencia civil simbólicamente poderosa pero verdaderamente molesta, los indios eran auténticos hijos de Gandhi. Ni siquiera entonces los burócratas escucharon su consejo y acabaron enredándose en un ciclo cada vez peor de represalias.

Así que... no importa lo que piense el mundo exterior, ¿no? Podemos hacer lo que queramos porque nadie más tiene el poder ni la voluntad de desafiarnos, ¿ésa es la historia?

Lo que tengo en las manos es la respuesta a esa teoría.

—¿Cómo que no han hecho nada para reconocer nuestra ofensiva? —dijo Alai.

Bean y Petra estaban sentados junto a él, mirando el holomapa que mostraba todos los objetivos de Xinjiang que habían sido tomados según lo previsto, como si les hubieran entregado a los chinos un guión y ellos estuvieran haciendo exactamente su papel tal como la Liga de la Media Luna les había pedido que hicieran.

—Creo que las cosas están saliendo muy bien—contestó Petra.

—Ridículamente bien —dijo Alai.

—No seas impaciente —dijo Bean—. Las cosas se mueven despacio en China. Y no les gusta hacer pronunciamientos públicos sobre sus problemas. Tal vez sigan viendo esto como un grupo de insurgentes locales. Tal vez están esperando anunciar lo que pasa hasta que puedan hablar de su devastador contraataque.

—Es eso —dijo Alai—. Nuestros informes dicen que no están haciendo nada; las guarniciones más cercanas siguen en su sitio.

—Los comandantes de las guarniciones no tienen autoridad para enviar a sus hombres a la batalla —dijo Bean—. Además, probablemente ni siquiera saben que algo va mal. Tus fuerzas tienen controlada la red de comunicaciones terrestre, ¿no?

—Eso era un objetivo secundario. Es lo que están haciendo ahora, sólo por mantenerse ocupados. Petra se echó a reír.

—Ahora lo pillo.

—¿Qué es tan gracioso? —preguntó Alai.

—El anuncio público —dijo Petra—. Vosotros no podéis anunciar que todas las naciones musulmanas han nombrado por unanimidad a un Califa.

—Podemos anunciarlo en cualquier momento —dijo Alai, irritado.

—Pero estáis esperando. Hasta que los chinos hagan su anuncio de que una nación desconocida los ha atacado. Sólo cuando hayan admitido su ignorancia o se hayan comprometido a una teoría que sea completamente falsa diréis lo que está pasando en realidad. Que el mundo musulmán está plenamente unido bajo un Califa, y que has tomado la responsabilidad de liberar a las naciones cautivas de la China atea e imperialista.

—Tienes que admitir que la historia se ve mejor así—dijo Alai. —Por supuesto. No me estoy riendo porque te equivoques en eso, simplemente me río de la ironía de que tengáis tanto éxito y de que los chinos no estén preparados y acaben por retrasar tu anuncio. Pero... ten paciencia, querido amigo. Alguien en el alto mando chino sabe lo que está pasando, y todos los demás acabarán por escucharlo y movilizarán sus tropas y harán algún tipo de anuncio.

—Tienen que hacerlo —dijo Bean—. O los rusos malinterpretarán deliberadamente sus movimientos de tropas.

—De acuerdo —reconoció Alai—. Pero por desgracia todos los vids de mi anuncio fueron rodados durante el día. Nunca se nos pasó por la cabeza que tardaran tanto en responder.

—¿Sabes una cosa? A nadie le importará un comino si los vids están grabados con antelación. Pero aún mejor sería que aparecieras en directo, para mostrarte y anunciar lo que están haciendo tus ejércitos en Xinjiang.

—El peligro del directo es que podría escapárseme algo, y decirles que la invasión de Xinjiang no es la ofensiva principal.

—Alai, podrías anunciar ahora mismo que ésta no es la ofensiva principal, y la mitad de los chinos pensarían que se trata de desinformación diseñada para mantener inmovilizadas a sus tropas en la India y la frontera pakistaní. De hecho, te aconsejo que lo hagas. Porque entonces te labrarás una reputación de sincero. Eso hará que tus mentiras posteriores sean mucho más efectivas.

Alai se echó a reír. —Has aliviado mi mente.

—Estás sufriendo el problema que acosa a todos los comandantes en esta era de comunicaciones rápidas —dijo Petra—. En los viejos tiempos, Alejandro y César estaban presentes en el campo de batalla. Podían observar, dar órdenes, tratar con los acontecimientos. Eran necesarios. Pero tú estás aquí en Damasco porque éste es el lugar donde se unen todas las comunicaciones. Si eres necesario, serás necesario aquí. Así que en vez de tener un millar de cosas para mantener tu mente ocupada, tienes toda esta adrenalina fluyendo sin ir a ningún sitio.

—Te recomiendo caminar —dijo Bean.

—¿Juegas al balonmano? —preguntó Petra.

—Comprendo —dijo Alai—. Gracias. Seré paciente.

—Y piensa en mi consejo —recordó Bean—. Comparece en directo y di la verdad. Tu pueblo te amará más si te considera tan osado que simplemente puedes

decirle al enemigo lo que vas a hacer, y considerará que no pueden impedirte hacerlo.

—Marchaos ahora—dijo Alai—. Os estáis repitiendo. Riendo, Bean se levantó. Lo mismo hizo Petra.

—Sabéis que no tendré tiempo para vosotros después de esto —dijo Alai. Ellos se detuvieron, se dieron la vuelta.

—Una vez que se haya anunciado, cuando todo el mundo lo sepa, tendré que empezar a celebrar cortes. Reunirme con gente. Juzgar disputas. Mostrar que soy el verdadero Califa.

—Gracias por el tiempo que has pasado con nosotros hasta ahora—dijo Petra.

—Espero que nunca tengamos que enfrentarnos en el campo de batalla—dijo Bean—. Como hemos tenido que enfrentarnos a Han Tzu en esta guerra.

—Recordad —dijo Alai—. Las lealtades de Han Tzu están divididas. Las mías

no.

—Lo recordaré —dijo Bean.

—Salaam —dijo Alai—. Que la paz sea con vosotros.

—Y contigo —dijo Petra—, paz.

Cuando la reunión terminó, Han Tzu no sabía si habían creído o no su

advertencia. Bueno, incluso si no le creían ahora, dentro de unas cuantas horas no tendrían más remedio. Las fuerzas importantes de la invasión a Xinjiang sin duda comenzarían su asalto antes de mañana al amanecer. La inteligencia por satélite confirmaría lo que él les había dicho hoy. Pero al precio de doce horas más de inacción.

Sin embargo, el movimiento más frustrante se había producido casi al final de la reunión, cuando el ayudante de un general preguntó:

—Si esto es el principio de una gran ofensiva, ¿qué recomienda usted?

—Enviar al norte todas las tropas disponibles... Yo recomendaría el cincuenta por ciento de todas las guarniciones de la frontera rusa. Prepárenlos no sólo para tratar con esas guerrillas a caballo, sino también con un gran ejército mecanizado que probablemente invadirá mañana.

—¿Qué hay de la concentración de tropas en la India? —preguntó el ayudante—

. Son nuestros mejores soldados, los mejor entrenados, y los más móviles.

—Déjenlos donde están —dijo Han Tzu.

—Pero si reducimos las guarniciones a lo largo de la frontera rusa, los rusos atacarán.

Habló otro ayudante.

—Los rusos nunca combatirán fuera de sus propias fronteras. Invádelos y te destruirán, pero si te invaden, sus soldados no lucharán.

Han Tzu trató de no mostrar su desdén ante tan ridículo juicio.

—Los rusos harán lo que vayan a hacer, y si atacan, nosotros haremos lo que sea necesario como respuesta. Sin embargo, no se impide que tus propios soldados luchen contra un enemigo existente porque podrían ser necesarios para un enemigo hipotético.

Todo bien. Hasta que el primer ayudante dijo:

—Muy bien. Recomendaré la retirada inmediata de tropas de la India lo más rápidamente posible para enfrentarnos a esta amenaza.

—Eso no es lo que he dicho —dijo Han Tzu.

—Pero es lo que he dicho yo —replicó el ayudante.

—Creo que es una ofensiva musulmana —dijo Han Tzu—. El enemigo que hay al otro lado de la frontera con Pakistán es el mismo enemigo que nos ataca en Xinjiang. Sin duda están esperando que hagamos exactamente lo que usted sugiere,

para que su ofensiva principal tenga mejor posibilidad de éxito.

El ayudante se echó a reír, y los otros se rieron con él.

—Se ha pasado demasiados años fuera de China durante su infancia, Han Tzu. La India es un lugar lejano. ¿Qué importa lo que pase allí? Podremos tomarla otra vez cuando se nos antoje. Pero esos invasores de Xinjiang están dentro de China. Los rusos están apostados en la frontera. No importa lo que piense el enemigo, ésa es la amenaza real.

—¿Por qué? —dijo Han Tzu, renunciando a toda cautela al desafiar directamente al ayudante—. ¿Porque tropas extranjeras en suelo chino significarían que el actual gobierno ha perdido el mandato del cielo?

De toda la mesa llegó el silbido del aire contenido de pronto entre dientes apretados. Referirse a la antigua idea del mandato del cielo estaba peligrosamente fuera de pie con la política gubernamental.

Bien, mientras irritara a la gente, ¿por qué detenerse con eso?

—Todo el mundo sabe que Xinjiang y el Tíbet no son parte de la China de Han

—dijo Han Tzu—. No son más importantes para nosotros que la India... conquistas que nunca se han convertido en plenamente chinas. Una vez poseímos también Vietnam, hace mucho tiempo, y lo perdimos, y la pérdida no significó nada para no- sotros. Pero el ejército chino, eso es precioso. Y si retiran ustedes las tropas de la India, corren el grave riesgo de perder a millones de nuestros hombres ante esos fanáticos musulmanes. Entonces no tendremos que preocuparnos por el mandato del cielo. Tendremos tropas extranjeras en la China de Han antes de darnos cuenta... y ningún modo de defendernos contra ellas.

El silencio alrededor de la mesa era letal. Ellos lo odiaron ahora, porque les había hablado de derrota... y les había dicho, sin ningún respeto, que sus ideas eran equivocadas.

—Espero que ninguno de ustedes olvide esta reunión —dijo Han Tzu.

—Puede estar seguro de que no lo haremos —dijo el ayudante.

—Si estoy equivocado, entonces soportaré las consecuencias de mi error, y me alegraré de que sus ideas no fueran estúpidas después de todo. Lo que es bueno para China es bueno para mí, aunque se me castigue por mis errores. Pero si tengo razón, entonces veré qué clase de hombres son ustedes. Porque si son auténticos chinos, que aman a su país más que a sus carreras, recordarán que yo tenía razón y me volverán a llamar y me escucharán como deberían haberme escuchado hoy. Pero si son los desleales y egoístas cerdos de jardín que creo que son, se asegurarán de que me maten, para que nadie fuera de esta habitación sepa jamás que oyeron una advertencia veraz y no la escucharon cuando todavía había tiempo de salvar a China del enemigo más peligroso al que nos hemos enfrentado desde Genghis Khan.

Qué glorioso discurso. Y qué refrescante haberlo dicho de su boca a la gente que más necesitaba oírlo, en vez de repasarlo una y otra vez en su mente, cada vez más frustrado por no haber pronunciado una palabra en voz alta.

Naturalmente, lo arrestarían esa noche, y posiblemente lo fusilarían antes del amanecer. Aunque la pauta más probable sería arrestarlo y acusarlo de pasarle información al enemigo, hacerle responsable de la derrota que había intentado impedir. Había algo en la ironía que tenía un atractivo especial para los chinos que ostentaban un poco de poder. Había un placer especial en castigar a un hombre virtuoso por los crímenes del hombre poderoso.

Pero Han Tzu no se escondería. Tal vez fuera posible, en este momento, salir de China y pasar al exilio. Pero no lo haría. ¿Por qué no?

No podía dejar a su país en su hora de necesidad. Aunque pudieran matarlo por

quedarse, habría muchos otros soldados chinos de su edad que morirían en los próximos días y semanas. ¿Por qué no debería él ser uno de ellos? Y siempre existía la posibilidad, por pequeña y remota que fuera, de que hubiera suficientes hombres decentes entre aquellos que asistieron a la reunión que mantuvieran a Han Tzu vivo hasta que quedara claro que tenía razón. Tal vez entonces (contrariamente a todas las expectativas) lo volverían a llamar y le preguntarían cómo salvarse del desastre que habían traído a China.

Mientras tanto, Han Tzu tenía hambre, y había un pequeño restaurante que le gustaba, donde el encargado y su esposa lo trataban como a un miembro de la familia. No les preocupaba su alto rango ni su estatus como uno de los miembros del grupo de Ender. Lo apreciaban por su compañía. Les encantaba la manera en que devoraba su comida como si fuera la mejor cocina del mundo... cosa que, para él, era cierta. Si éstas eran sus últimas horas de libertad, o incluso de vida, ¿por qué no pasarlas con gente a la que apreciaba, disfrutando de una comida que le gustaba?

Mientras caía la noche en Damasco, Bean y Petra caminaban libremente por las calles, contemplando escaparates. Damasco todavía tenía los mercados tradicionales donde se vendía la mayoría de la comida fresca y la artesanía local. Pero supermercados, boutiques y grandes almacenes habían llegado a Damasco como a casi cualquier otro lugar de la Tierra. Sólo los artículos en rebaja reflejaban el gusto local. No había escasez de artículos de diseño europeo o norteamericano, pero lo que a Bean y Petra les gustaba era la rareza de unos artículos que nunca encontrarían en un mercado de Occidente, pero que al parecer aquí tenían mucha demanda.

Intercambiaron suposiciones sobre la utilidad de cada artículo.

Se detuvieron en un restaurante al aire libre con buena música suave que les permitía seguir conversando. Pidieron una extraña combinación de comida local y cocina internacional que hizo que incluso el camarero sacudiera la cabeza, pero estaban de humor para darse el gusto.

—Probablemente lo vomitaré todo mañana —dijo Petra.

—Probablemente. Pero será de mejor calidad que...

—¡Por favor! Estoy intentando comer.

—Pero tú has mencionado el tema —dijo Bean.

—Sé que es injusto, pero cuando lo digo yo, no me da asco. Es como las cosquillas. No puedes hacerte cosquillas a ti mismo.

—Yo sí.

—No tengo dudas. Probablemente es uno de los atributos de la Clave de Anton. Siguieron hablando de nada en concreto, hasta que oyeron algunas explosiones,

al principio lejanas, luego más cerca.

—No puede ser un ataque a Damasco —dijo Petra en voz baja.

—No, creo que son fuegos artificiales —contestó Bean—. Creo que es una celebración.

Uno de los cocineros entró en el restaurante y gritó unas palabras en árabe, que por supuesto era completamente ininteligible para Bean y Petra. De inmediato los comensales locales se levantaron de un salto. Algunos salieron corriendo del restaurante... sin parar, y nadie los detuvo. Otros entraron corriendo en la cocina.

Los pocos clientes del restaurante que no eran árabes se quedaron sin saber qué ocurría.

Hasta que un camarero compasivo salió y anunció en habla común:

—La comida se retrasará, y lamento decírselo. Pero soy feliz de decir por qué: el Califa hablará dentro de un minuto.

—¿El Califa? —preguntó un inglés—. ¿No está en Bagdad?

—Creí que estaba en Estambul —dijo una mujer francesa.

—Hace muchos siglos que no hay Califa alguno —dijo un japonés de aspecto erudito.

—Al parecer ahora hay uno —dijo Petra razonablemente—. Me pregunto si nos dejarán entrar en la cocina a verlo.

—Oh, no sé si quiero —dijo el inglés—. Si ahora tienen un nuevo Califa, van a sentirse bastante chauvinistas durante un rato. ¿Y si deciden empezar a ahorcar extranjeros para celebrarlo?

El erudito japonés se escandalizó ante esta sugerencia. Mientras el inglés y él se dedicaban a atacarse amablemente, Bean, Petra, la francesa y varios otros occidentales entraron en la cocina, donde los pinches apenas repararon en su presencia. Alguien había traído un vid plano de una de las oficinas y lo había colocado sobre un estante, apoyado contra la pared.

Alai aparecía ya en la pantalla.

No es que les sirviera de nada verlo. No pudieron entender ni una palabra.

Tendrían que esperar a la traducción, más tarde, en una de las redes de noticias.

Pero el mapa de la zona occidental de China fue bastante aclaratorio. Sin duda les estaba diciendo que el pueblo musulmán se había unido para liberar a sus hermanos largamente cautivos en Xinjiang. Los camareros y cocineros recalcaron casi cada frase con aplausos... Alai parecía saber que esto iba a suceder, porque hacia una pausa tras cada declaración.

Incapaces de comprender sus palabras, Bean y Petra se concentraron en otras cosas. Bean trató de decidir si el discurso era en directo. El reloj de la pared no era ninguna indicación: naturalmente lo insertarían digitalmente en un vid pregrabado durante la emisión, de manera que no importaba cuándo fuera emitido, porque el reloj mostraría la hora real. Finalmente obtuvo su respuesta cuando Alai se levantó y se acercó a la ventana. La cámara lo siguió y allí, extendidas bajo él, estaban las luces de Damasco, chispeando en la oscuridad. Lo estaba haciendo en directo. Y lo que decía mientras señalaba la ciudad era al parecer muy efectivo, porque de inmediato los alegres cocineros y camareros se echaron a llorar abiertamente, sin vergüenza, los ojos todavía pegados a la pantalla.

Petra, mientras tanto, estaba intentando averiguar qué le parecía Alai a los musulmanes que lo observaban. Conocía su cara tan bien, que tuvo que intentar separar al niño que había conocido del hombre que ahora era. La compasión que había advertido ahora era más visible que nunca. Sus ojos estaban llenos de amor. Pero también había fuego en él, y dignidad. No sonreía, cosa que era adecuada para el líder de naciones que ahora estaban en guerra, y cuyos hijos estaban muriendo en combate, y matando también. Tampoco vociferaba, lanzándolos a ningún tipo de peligroso entusiasmo.

¿Le seguirá esta gente a la batalla? Sí, por supuesto, al principio, mientras tuviera una historia de victorias fáciles que contarles. Pero más tarde, cuando los tiempos sean difíciles y la fortuna no les favorezca, ¿le seguirán?

Tal vez sí. Porque lo que Petra veía en él no era tanto un gran general (aunque, sí, podía imaginar que Alejandro podría haber tenido este aspecto, o César), sino un rey-profeta. Saul o David, ambos jóvenes cuando fueron llamados por la profecía para liderar a su pueblo a la guerra en nombre de Dios. Juana de Arco.

Naturalmente, Juana de Arco acabó muriendo en la hoguera, y Saul cayó sobre su propia espada... o no, ése fue Bruto, o Casio, Saul ordenó a uno de sus propios soldados que lo matara, ¿no? Un mal final para ambos. Y David murió en desgracia, con la prohibición de Dios de construir el templo sagrado porque había asesinado a

Uriah para que Betsabé enviudara y estuviera disponible.

No era una buena lista de precedentes. Pero tuvieron su gloria, ¿no?, antes de caer.


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