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章 169: 16 Trampas

Para: Locke%erasmus@polnet.gov De: Sand%Water@ArabNet.net Sobre: Invitación a una fiesta

No querrás perdértela. ¡Kemal del piso de arriba cree que es lo máximo, pero cuando Shaw y Pack empiezan por abajo, es cuando empiezan los fuegos artificiales! Digo que esperes a la fiesta del piso de abajo antes de descorchar ninguna botella.

—John Paul —dijo Theresa Wiggin en voz baja—, no comprendo qué está haciendo Peter aquí.

John Paul cerró la maleta.

—Es lo que él quiere.

—Se supone que estamos haciendo esto en secreto, pero él...

—Nos pidió que no habláramos de eso aquí. —John Paul se llevó un dedo a los labios, y luego recogió su maleta y echó a andar hacia la puerta de la habitación.

Theresa no pudo hacer otra cosa sino suspirar y seguirlo. Después de todo lo que habían pasado con Peter, una esperaba que se pudiera confiar en él. Pero Peter tenía que seguir jugando a esos juegos donde nadie más que él sabía todo lo que estaba pasando. Sólo habían pasado unas pocas horas desde que decidió que iban a marcharse en la próxima lanzadera, y supuestamente tenían que mantenerlo en absoluto secreto.

¿Y entonces que va y hace Peter? Le pide prácticamente a cada miembro de la dotación permanente de la estación que le haga un favor, le realice un encargo, «y tiene que estar terminado par las 18.00».

No eran idiotas. Todos sabían que las 18.00 era la hora en que todo el mundo que salía en el próximo vuelo tenía que estar a bordo para la partida de las 19.00.

Así que este gran secreto se había filtrado, por implicación, a toda la tripulación.

¡Y sin embargo él seguía insistiendo en que no hablaran del tema, y John Paul le seguía la corriente! ¿Qué clase de locura era ésta? Estaba claro que Peter no estaba siendo descuidado, y era demasiado sistemático para que se tratara de un accidente.

¿Esperaba pillar a alguien en el acto de transmitir una advertencia a Aquiles? Bueno,

¿y si, en vez de una advertencia, hacían volar la lanzadera? Tal vez la operación era ésa: sabotear la lanzadera en la que fuera a regresar a casa. ¿Había pensado Peter en eso?

Por supuesto que sí. Estaba en su naturaleza pensar en todo.

O al menos estaba en su naturaleza pensar que había pensado en todo.

En el pasillo, John Paul caminó demasiado rápidamente para que ella pudiera conversar con él, y cuando lo intentó de todas formas, se llevó un dedo a los labios.

—No pasa nada —murmuró.

En el ascensor, en el radio de la estación donde atracaban las lanzaderas, los estaba esperando Dimak. Tenía que estar allí, porque sus palmas no activarían el ascensor.

—Lamento perderles tan pronto —dijo Dimak.

—Nunca nos llegó a decir qué habitación era la de la Escuadra Dragón —dijo John Paul.

—Ender nunca durmió allí de todas formas —respondió Dimak—. Tenía una habitación privada. Los comandantes la tenían siempre. Antes de eso estuvo en varias escuadras, pero...

—Ya es demasiado tarde, de todas formas —dijo John Paul. La puerta del ascensor se abrió. Dimak entró, les mantuvo la puerta abierta, colocó la palma sobre los controles, e introdujo el código para la cubierta de vuelo adecuada. Luego salió del ascensor.

—Lamento no poder despedirme de ustedes, pero el coronel... el ministro sugirió que no supiera nada más.

John Paul se encogió de hombros.

Las puertas del ascensor se cerraron y empezaron a subir.

—Johnny P. —dijo Theresa—, si nos preocupa tanto que nos estén grabando,

¿a qué viene hablar tan abiertamente con él?

—Lleva un disruptor sónico —contestó John Paul—. Sus conversaciones no pueden ser escuchadas. Las nuestras sí, y este ascensor sin duda tiene micros.

—¿Te lo ha dicho Uphanad?

—Sería una locura emplazar sistemas de seguridad en un tubo como esta estación sin colocar micros en el embudo por el que tiene que pasar todo el mundo.

—Bueno, discúlpame si no pienso como una espía paranoica.

—Creo que ésa es una de tus mejores habilidades.

Ella advirtió que no podía decir nada de lo que estaba pensando.

Y no sólo porque pudieran oírla los sistemas de segundad de Uphanad.

—Te odio cuando me tratas así.

—Vale, ¿y si te trato de otra manera más amigable? —sugirió John Paul, sonriendo.

—Si no me estuvieras llevando la bolsa, te...

—¿Me harías cosquillas?

—No sabes de esto más que yo —dijo Theresa—. Pero actúas como si lo supieras todo.

La gravedad se había reducido rápidamente, y ahora tuvo que agarrarse a la barandilla mientras enganchaba los pies.

—He deducido algunas cosas —dijo John Paul—. En cuanto a lo demás, todo lo que puedo hacer es confiar. Él es un chico muy listo.

—No tanto como cree.

—Pero mucho más listo de lo que crees tú.

—Supongo que tu evaluación de su inteligencia es adecuada.

—Qué falta de confianza. Hace que me sienta... vilipendiado.

—¿Por qué no dices «infravalorado»?

—Porque conozco la palabra «vilipendiado», y tú también, y es divertido decirla. Las puertas del ascensor se abrieron.

—¿Le llevo la bolsa, señora? —dijo John Paul.

—Si quieres —dijo ella—, pero no voy a darte propina.

—Oh, sí que estás molesta —murmuró él. Ella se adelantó mientras John Paul empezaba a pasarle las bolsas a los ordenanzas.

Peter estaba esperando en la entrada de la lanzadera.

—Justo a tiempo, ¿eh?

—¿Son las seis? —preguntó Theresa.

—Falta un minuto.

—Entonces llegamos temprano —dijo Theresa. Pasó ante él v se dirigió a la compuerta.

Tras ella, pudo oír a Peter decir:

—¿Qué le pasa?

—Más tarde —contestó John Paul.

Una vez dentro de la lanzadera, tardó un minuto en reorientarse. No podía desprenderse de la sensación de que el suelo estaba en el lugar equivocado... abajo era a la izquierda y dentro era fuera, o alguna otra cosa. Pero se agarró a los asideros de los asientos hasta que encontró dónde sentarse. Un asiento de pasillo, para invitar a otros pasajeros a sentarse en otro lugar.

Pero no había otros pasajeros. Ni siquiera John Paul y Peter.

Después de esperar sus buenos cinco minutos, se impacientó demasiado para seguir allí sentada. Los encontró flotando en el aire cerca de la compuerta, riéndose por algo.

—¿Os reís de mí? —preguntó, temiendo que fueran a decir que sí.

—No —dijo Peter de inmediato.

—Sólo un poquito —contestó John Paul—. Ahora podemos hablar. El piloto ha cortado todos los enlaces con la estación, y Peter... también lleva un disruptor.

—Qué bonito —dijo Theresa—. Lástima que no tuvieran uno para nosotros.

—No lo tenían —dijo Peter—. Llevo el de Graff. No es que los tengan por docenas.

—¿Por qué le dijiste a todo el mundo que nos marchábamos en esta lanzadera?

¿Es que quieres que nos maten?

—Ah, qué enmarañadas redes tejemos, cuando nos dedicarnos al engaño.

—Entonces estás haciendo de araña —dijo Theresa—. ¿Y nosotros qué somos?

¿Hilos? ¿O moscas? —Pasajeros —dijo John Paul. Y Peter se echó a reír.

—Contadme el chiste, u os lanzaré al espacio, lo juro —dijo Theresa.

—En cuanto Graff supo que tenía un informador dentro de la estación, trajo a su propio equipo de seguridad. Sin que nadie más que él lo sepa, ningún mensaje está entrando ni saliendo de la estación. Pero a la gente de la estación le parece que sí.

—Así que esperáis pillar a alguien enviando un mensaje diciendo en qué lanzadera vamos —dijo Theresa.

—En realidad, esperamos que nadie envíe ningún mensaje.

—¿Entonces para qué es todo esto?

—Lo que importa es quién no envía el mensaje. —Y Peter le sonrió.

—No haré más preguntas —dijo Theresa—, ya que te complace tanto lo listo que eres. Supongo que sea cual sea tu inteligente plan, mi querido e inteligente hijo lo pergeñó.

—Y luego dicen que Demóstenes tiene una vena sarcástica —dijo Peter.

Un momento antes ella no entendía nada. Y ahora sí. Algo encajó, al parecer. La marcha mental adecuada cambió, la sinapsis adecuada se cargó de electricidad durante un instante.

—Querías que todo el mundo pensara que había descubierto por accidente que nos marchábamos. Y le disteis a todos la oportunidad de enviar un mensaje —dijo Theresa—. Excepto a una persona. Así que si es él...

John Paul acabó la frase.

—Entonces el mensaje no será enviado.

—A menos que sea realmente listo —dijo Theresa.

—¿Más listo que nosotros? —preguntó Peter.

John Paul y él se miraron mutuamente. Entonces los dos sacudieron la cabeza.

—Ni hablar —dijeron, y se echaron a reír.

—Me alegra que os llevéis tan bien —dijo Theresa.

—Oh, mamá, no te enfades —dijo Peter—. No podía decírtelo porque si él sabía que era una trampa no funcionaría, y es la única persona que podría estar escuchándolo todo. Y para tu información, sólo conseguí un disruptor.

—Comprendo todo eso. Es el hecho de que tu padre lo dedujera y yo no.

—Mamá, nadie piensa que seas lela, si eso es lo que te preocupa.

—¿Lela? ¿De dónde has sacado esa palabra que ya no usa nadie? Te aseguro que ni en mis peores pesadillas he supuesto alguna vez que yo fuera lela.

—Bien —dijo Peter—. Porque si lo hiciste, estabas equivocada

—¿No deberíamos atarnos los cinturones para el despegue?

—preguntó Theresa.

—No —respondió Peter—. No vamos a ir a ninguna parte.

—¿Por qué no?

—Los ordenadores de la estación están ocupados con un programa de simulación que dice que la lanzadera está ejecutando su rutina de lanzamiento. Para que parezca bien, desatracaremos y nos apartaremos de la estación. En cuanto la única gente que haya en el muelle sea el equipo exterior de Graff, volveremos y saldremos de esta lata de sardinas.

—Parece una trampa muy retorcida para pillar al informador.

—Me educaste con un agudo sentido del estilo, mamá —dijo Peter—. Soy fruto de mi educación a tu lado.

Lankowski llamó a la puerta casi a medianoche. Petra ya llevaba una hora dormida. Bean salió del programa, desconectó el ordenador, y abrió la puerta.

—¿Algo va mal? —le preguntó a Lankowski.

—Nuestro amigo mutuo desea verlos a los dos.

—Petra está ya dormida —dijo Bean. Pero notó en la frialdad de Lankowski que algo iba muy mal—. ¿Se encuentra bien Alai?

—Está muy bien, gracias —respondió Lankowski—. Por favor, despierte a su esposa y tráigala lo más rápido posible.

Quince minutos más tarde se presentaron ante Alai, no en el jardín, sino en un despacho, y Alai estaba sentado tras una mesa.

Tenía una hoja de papel sobre la mesa, y la empujó hacia Bean. Bean la cogió y la leyó.

—Crees que he enviado esto —dijo Bean.

—O lo hizo Petra —contestó Alai—. He tratado de decirme que tal vez no le recalcaste la importancia de mantener al Hegemón apartado de esta información. Pero luego me di cuenta de que estaba pensando como un musulmán anticuado. Ella es responsable de sus propias acciones. Y comprendía tan bien como tú que mantener el secreto en este asunto era vital.

Bean suspiró.

—Yo no lo he enviado —dijo—. Petra tampoco. No sólo comprendíamos tu deseo de mantenerlo en secreto, sino que estábamos de acuerdo con ello. No hay ninguna posibilidad de que hubiéramos enviado información sobre lo que estás

haciendo a nadie, punto.

—Y sin embargo aquí está este mensaje, enviado desde nuestra propia red de datos. ¡Desde este edificio!

—Alai —dijo Bean—, somos tres de las personas más inteligentes de la Tierra. Hemos librado una guerra juntos, y vosotros dos sobrevivisteis al secuestro de Aquiles. Y sin embargo cuando sucede algo como esto, sabes con seguridad que somos nosotros quienes traicionamos tu confianza.

—¿Quién más fuera de nuestro círculo sabía esto?

—Bueno, veamos. Todos los hombres de la reunión tienen personal. Su personal no está compuesto por idiotas. Aunque nadie se lo haya dicho explícitamente, verán memorándums, oirán comentarios. Algunos de esos hombres puede que incluso piensen que no es quebrantar la seguridad decírselo a un ayudante en quienes confían plenamente. Y unos cuantos de ellos sólo podrían ser figuras representativas, así que tienen que decírselo a gente que haga el trabajo real o no se hará nada.

—Conozco a todos esos hombres.

—No tan bien como nos conoces a nosotros —dijo Petra—. El hecho de que sean buenos musulmanes y leales a ti no significa que todos sean igualmente cuidadosos.

—Peter lleva construyendo una red de informadores desde... bueno, desde que era un crío. Mucho antes de que ninguno de ellos supiera que era sólo un crío. Sería sorprendente que no tuviera un informador en tu palacio.

Alai contempló el papel sobre la mesa.

—Es un tipo de disfraz muy torpe para el mensaje —dijo—. Supongo que habríais hecho un trabajo mejor.

—Yo lo habría codificado —contestó Bean—, y Petra posible mente lo habría metido dentro de un gráfico.

—Creo que la misma torpeza del mensaje debería decirte algo —intervino Petra—. La persona que lo escribió es alguien que piensa que sólo necesita esconder esta información a alguien del círculo interno. Tendrá que saber que si tú lo vieras, reconocerías inmediatamente que «Shaw» se refiere a los antiguos legisladores de Irán los shás, y que «Pack» se refiere a Pakistán, mientras que «Kemal» es una referencia transparente al fundador de la Turquía postotomana. ¿Cómo podrías no darte cuenta?

Alai asintió.

—De modo que sólo lo codifica de esta forma para que la gente de fuera no lo entienda, por si es interceptado por un enemigo.

—No cree que aquí haya nadie que estudie sus mensajes salientes —dijo Petra—. Mientras que Bean y yo sabemos con seguridad que nos están espiando desde que llegamos aquí.

—No con mucho éxito —dijo Alai con una sonrisita tensa.

—Bueno, para empezar necesitas programas espía mejores —dijo Bean.

—Y si le hubiéramos enviado un mensaje a Peter —continuó Petra—, le habríamos dicho explícitamente que advierta a nuestra amiga india que no bloquee la salida china de la India, sólo a su regreso.

—No habríamos tenido otro motivo para informar a Peter —dijo Bean—. No trabajamos para él. En realidad, no nos cae bien.

—No es uno de nosotros —dijo Petra firmemente. Alai asintió, suspiró, se hundió en su asiento.

—Por favor, sentaos —dijo.

—Gracias —contestó Petra.

Bean se acercó a la ventana y contempló los campos rociados con agua purificada del Mediterráneo. Donde había el favor de Ala, el desierto florecía.

—No creo que esto cause ningún daño —dijo—. Aparte de que perdamos el sueño esta noche.

—Tienes que comprender que me resulta difícil sospechar de mis colaboradores más íntimos.

—Eres el Califa —dijo Petra—, pero también eres un jovencito, y ellos lo ven. Saben que tu plan es brillante, te aman, te siguen en todas las cosas grandes que planeas para tu pueblo. Pero cuando les dices que lo mantengan todo en absoluto secreto, ellos dicen que sí, incluso de veras, pero no se lo toman en serio porque, verás, eres...

—Todavía un niño —dijo Alai.

—Eso se solucionará con el tiempo —dijo Petra—. Tienes muchos años por delante. Con el tiempo, todos esos hombres mayores serán sustituidos.

—Por hombres más jóvenes en quienes confío aún menos —dijo Alai tristemente.

—Decírselo a Peter no es lo mismo que decírselo a un enemigo —intervino Bean—. No debería haber tenido esta información antes de la invasión. Pero fíjate que el informador no le dijo cuándo empezaría la invasión.

—Sí que lo hizo.

—Entonces yo no lo he visto.

Petra se levantó de nuevo y miró el mensaje impreso.

—El mensaje no dice nada sobre la fecha de la invasión.

—Fue enviado el día de la invasión —dijo Alai. Bean y Petra se miraron mutuamente.

—¿Hoy? —dijo Bean.

—La campana turca ya ha comenzado —respondió Alai—. En cuanto oscureció en Xinjiang. Ya hemos recibido confirmación vía e-mail de que tres aeródromos y una parte importante de la red eléctrica está en nuestro poder. Y hasta ahora, al menos, no hay signos de que los chinos sepan que está pasando algo. Va a salir mejor de lo que esperábamos.

—Ha empezado —dijo Bean—. Entonces ya era demasiado tarde para cambiar los planes para el tercer frente.

—No, no lo era —repuso Alai—. Nuestras nuevas órdenes han sido enviadas. Los comandantes árabes e indonesios están muy orgullosos de que se les confíe la misión que llevará la guerra al territorio enemigo.

Bean se quedó sorprendido.

—Pero la logística... no hay tiempo para planear. —Bean —dijo Alai, divertido—. Ya teníamos los planes para un complicado desembarco en las playas. Eso era una pesadilla logística. Poner trescientos grupos separados en distintos puntos de la costa china, protegidos por la oscuridad, dentro de tres días, y apoyarlos con fuego aéreo y desembarcos aéreos... mi gente podrá hacerlo dormida. Eso es lo mejor de tu idea, Bean, amigo mío. No era un plan, era una situación, y el plan consiste en que cada comandante individual improvise formas de cumplir los objetivos de la misión. Les dije, en mis órdenes, que mientras sigan moviéndose tierra adentro, protegiendo a sus hombres, y causando las máximas molestias al gobierno y los militares chinos, no podrán fracasar.

—Ha empezado —dijo Petra.

—Sí —respondió Bean—. Ha empezado, y Aquiles no está en China.

Petra miró a Bean y sonrió.

—Veamos qué podemos hacer para mantenerlo apartado.

—Más concretamente —dijo Bean—, ya que no le hemos transmitido a Peter el mensaje específico que necesita para contactar con Virlomi en la India, ¿podemos hacerlo ahora, con tu permiso?

Alai lo miró con los ojos entornados.

—Mañana. Después de que la noticia de la lucha en Xinjiang haya empezado a filtrarse. Os diré cuándo.

En el despacho de Uphanad, Graff estaba sentado con los pies sobre la mesa mientras Uphanad trabajaba en la consola de seguridad.

—Bien, señor, ya está —dijo Uphanad—. Se han marchado.

—¿Y cuándo llegarán?

—No lo sé. Todo depende de la trayectoria y de ecuaciones muy complicadas para equilibrar la velocidad, la masa, la aceleración, recuerde que yo no era el profesor de Astrofísica de la Escuela de Batalla.

—Si no recuerdo mal, se dedicaba a tácticas de fuerzas pequeñas —dijo Graff.

—Y cuando intentó usted ese experimento con la música militar... haciendo que los niños cantaran juntos...

Graff gruñó.

—Por favor. No me lo recuerde. Qué idea tan estúpida fue.

—Pero se dio cuenta usted de inmediato y piadosamente interrumpió todo el asunto.

—Espíritu de cuerpo y un cuerno —dijo Graff.

Uphanad pulsó unas cuantas teclas de la consola y la pantalla mostró que acababa de desconectar.

—Todo terminado aquí. Me alegra que descubriera lo del informador en ColMin.

Hacer que los Wiggin se marcharan fue la única opción segura.

—¿Recuerda la ocasión en que le acusé de dejar que Bean viera su clave? — dijo Graff.

—Parece que fue ayer —respondió Uphanad—. Pensé que no iba a creerme hasta que Dimak me defendió y sugirió que Bean se estaba arrastrando por los conductos de ventilación y asomándose a los respiraderos.

—Sí, Dimak estaba seguro de que era usted tan metódico que no podría haber roto sus hábitos en un momento de descuido. Tenía razón, ¿no?

—Sí —dijo Uphanad.

—Aprendí la lección. He confiado en usted desde entonces.

—Espero haberme ganado esa confianza.

—Muchas veces. No conservé a todo el personal de la Escuela de Batalla. Por supuesto, había quienes pensaban que el Ministerio de Colonización era demasiado manso para sus talentos. Pero en realidad no es cuestión de lealtad personal,

¿verdad?

—¿Qué no lo es, señor?

—Nuestra lealtad debería ir dirigida a algo más grande que una persona concreta, ¿no le parece? A una causa, tal vez. Yo soy leal a la especie humana... eso es algo pretencioso, ¿no cree?, pero me debo a un proyecto concreto, a extender el genoma humano por tantos sistemas solares como sea posible. De forma que nuestra misma existencia no pueda ser amenazada nunca más. Y para eso, estoy dispuesto a sacrificar muchas lealtades personales. Hace que sea completamente predecible,

pero también indigno de confianza, si entiende lo que quiero decir.

—Creo que sí, señor.

—Así que mi pregunta, mi buen amigo, es ésta: ¿A quién es usted leal?

—A esta causa, señor. Y a usted.

—El informador que usó su clave. ¿Cree que lo observó a través de los respiraderos otra vez?

—Muy improbable, señor. Creo que es mucho más probable que penetrara en el sistema y me eligiera al azar, señor.

—Sí, por supuesto. Pero debe usted comprender que como su nombre aparecía en el e-mail, primero teníamos que eliminarlo como posibilidad.

—Es lógico, señor.

—Así que mientras enviamos a los Wiggin a casa, nos aseguramos de que todos los miembros del personal permanente descubrieran que se marchaban y tuvieran oportunidad para enviar un mensaje. Excepto usted.

—¿Excepto yo, señor?

—He estado con usted todo el tiempo desde que decidieron marcharse. De esa forma, si se enviara un mensaje, aunque usara su clave, sabríamos que no lo habría enviado usted. Pero si no se enviaba un mensaje, bueno... sería usted quien no lo envió.

—No puede decirse que sea un plan infalible, señor —dijo Uphanad—. Alguien más podría no haber enviado el mensaje por motivos propios, señor. Podría ser que su marcha no fuera algo para lo que fuera necesario un mensaje.

—Cierto —dijo Graff—. Pero no lo acusaríamos de un delito basándonos en un mensaje no enviado. Simplemente le asignaríamos a una responsabilidad menos crítica. O le daríamos la oportunidad de dimitir con una pensión.

—Muy amable por su parte, señor.

—Por favor, no lo considere amabilidad, yo... La puerta se abrió. Uphanad se volvió, obviamente sorprendido.

—No puede entrar aquí—le dijo a la mujer vietnamita que apareció en el umbral.

—Oh, la he invitado yo —dijo Graff—. Creo que no conoce a la coronel Nguyen de la Fuerza de Seguridad Digital de la FI.

—No —dijo Uphanad, levantándose para ofrecerle la mano—. Ni siquiera sabía que esa sección existe. Per se.

Ella ignoró su mano y le dio un papel a Graff.

—Oh —dijo él, sin leerlo todavía—. Entonces estamos exonerados en esta habitación.

—El mensaje no utilizó su clave —dijo ella.

Graff leyó el mensaje. Sólo constaba de una palabra: «Off.» La clave de acceso pertenecía a uno de los ordenanzas de los muelles.

La hora en el encabezado del mensaje indicaba que había sido enviado tan sólo un par de minutos antes.

—Entonces mi amigo es inocente —dijo Graff.

—No, señor —respondió Nguyen.

Uphanad, que hasta entonces parecía aliviado, pareció ahora aturdido.

—Pero yo no lo he enviado. ¿Cómo podría haberlo hecho? Nguyen no le contestó. Le habló solamente a Graff.

—Fue enviado desde esta consola.

Se acercó a la consola y empezó a conectarla.

Ella se dio la vuelta. Había una pistola aturdidora en su mano.

—Colóquese contra la pared —dijo—. Las manos a la vista.

Graff se levantó y abrió la puerta.

—Pasen —dijo. Otros dos soldados de la FI entraron—. Por favor, registren al señor Upahanad en busca de armas u otros instrumentos letales. Y bajo ninguna circunstancia dejen que toque un ordenador. No queremos que active un programa que borre materiales críticos.

—No sé cómo han hecho eso —dijo Uphanad—, pero se equivocan conmigo. Graff señaló la consola.

—Nguyen no se equivoca nunca. Es aún más metódica que usted. Uphanad se quedó mirando.

—Está conectando como si fuera yo —dijo—. Está usando mi clave. ¡Eso es ilegal!

Nguyen llamó a Graff para que se acercara a la pantalla.

—Normalmente, para desconectar, se pulsan estas dos teclas, ¿ve? Pero él también pulsó esta otra. Con el dedo meñique, de manera que no se notara que la había pulsado. Esa secuencia clave activó un programa residente que envió el e-mail, usando una selección aleatoria entre las identidades del personal. También lanzó la secuencia ordinaria de desconexión, de modo que para usted pareció que acababa de ver a alguien desconectar de manera absolutamente normal.

—De modo que tenía esto preparado para enviarlo en cualquier momento —dijo Graff.

—Pero cuando lo envió, habían pasado cinco minutos del lanzamiento real.

Graff y Nguyen se volvieron para mirar a Uphanad. Graff pudo ver en sus ojos que veía que lo habían capturado.

—Bien, ¿cómo lo reclutó Aquiles? —dijo Graff—. No creo que lo haya visto nunca. Desde luego no formó ninguna relación con usted cuando estuvo aquí unos cuantos días como estudiante.

—Tiene a mi familia —dijo Uphanad, y se echó a llorar.

—No, no —dijo Graff—. Contrólese, actúe como un soldado tenemos muy poco tiempo para corregir su fallo de juicio. La próxima vez, si alguien acude a usted con una amenaza como ésta, acuda a mí.

—Dijeron que lo sabrían si se lo decía.

—Entonces dígamelo también—dijo Graff—. Pero ahora me lo ha dicho. Así que hagamos que esto actúe en nuestra ventaja. ¿Qué pasa cuando envía este segundo mensaje?

—No lo sé. No importa de todas formas. Ella acaba de enviarlo otra vez. Cuando reciban el mismo mensaje dos veces, sabrán que algo va mal.

—Oh, no han recibido el mensaje ninguna de las dos veces —dijo Graff—. Desconectamos esta consola. Desconectamos toda la estación de cualquier contacto con la Tierra. Igual que la lanzadera no llegó a partir.

La puerta se abrió una vez más, y entraron Peter, John Paul y Theresa.

Uphanad se volvió hacia la pared. Los soldados estaban dispuestos a hacer que se girara de nuevo, pero Graff les hizo un gesto: «Déjenlo.» Sabía lo orgulloso que era Uphanad. Esta vergüenza delante de gente a la que había intentado traicionar era insoportable. Le dio tiempo para recuperarse.

Sólo cuando los Wiggin se estaban sentando Graff invitó a Uphanad a tomar también asiento. Él obedeció, oscilando la cabeza como la caricatura de un perro apaleado.

—Enderécese, Uphanad, y enfréntese a esto como un hombre. Son buenas personas, comprenden que hizo lo que creyó adecuado para su familia. Cometió un error al no confiar en mí, pero incluso eso es comprensible.

Por la cara de Theresa, Graff pudo ver que ella, al menos, no era ni la mitad de comprensiva de lo que él parecía asumir. Pero se ganó su silencio con un gesto.

—Les diré una cosa —dijo Graff—. Hagamos que esto funcione en nuestro provecho. Tengo un par de lanzaderas a mi disposición para esta operación, con saludos del almirante Chamrajnagar, por cierto, de modo que la cuestión real es decidir cuál enviaremos cuando permitamos que se envíe su e-mail.

—¿Dos lanzaderas? —preguntó Peter.

—Tenemos que intentar adivinar qué planeaba hacer Aquiles con esta información. Si pretende atacarlos al aterrizar, bueno, tenemos una lanzadera muy bien acorazada que podría tratar con cualquier cosa que le lancen desde el suelo. Creo que probablemente habrá pensando en un misil cuando sobrevuelen alguna región donde pueda emplazar una plataforma de lanzamiento portátil.

—¿Y su lanzadera acorazada podrá tratar con eso? —preguntó Peter.

—Fácilmente. El problema es que esa lanzadera se supone que no existe. Los documentos de la FI prohíben específicamente que las naves de alcance atmosférico tengan ningún tipo de arma. Está diseñada para acompañar a las naves coloniales, por si el exterminio de los fórmicos no fue completo y nos topamos con resistencia. Pero si una de esas lanzaderas entra en la atmósfera de la Tierra y demuestra sus capacidades abatiendo un misil, nunca podríamos contárselo a nadie sin comprometer a la FI. Así que podríamos usar esta lanzadera para llevarlos a salvo a la Tierra, pero nunca podríamos contarle a nadie el atentado contra su vida.

—Podría vivir con eso —dijo Peter.

—Excepto que no tiene por qué ir a la Tierra en este momento.

—No, la verdad es que no.

—Así que podemos enviar una lanzadera diferente. Una vez más, una lanzadera cuya existencia no es conocida, pero esta vez no es ilegal. Porque no tiene ningún tipo de armas. De hecho, aunque es bastante cara comparada con, digamos, una bazuca, es muy, muy barata comparada con una lanzadera real. Es un señuelo. Está cuidadosamente diseñada para igualar la velocidad y la firma en el radar de una lanzadera real, pero carece de unas cuantas cosas... como sitio para colocar un ser humano, o la capacidad de aterrizar.

—Entonces envíe esa lanzadera —dijo John Paul—, atraiga su fuego, y luego dejémoslo en manos de la propaganda.

—Haremos que observadores de la FI sean testigos del lanza miento y estaremos en la plataforma de disparo antes de que pueda ser desmantelada, o al menos antes de que los perpetradores puedan escapar. Sea cual sea el final, acabará señalando a Aquiles o China, con lo cual podremos demostrar que alguien de la Tierra 1 disparó a una lanzadera de la FI.

—Eso los pondrá en muy mala situación —dijo Peter—. ¿Anunciamos que yo era el objetivo?

—Podremos decidir eso según sea su respuesta, o sobre quién recaiga la culpa. Si es China, creo que ganaremos más haciendo que sea un ataque sobre la Flota Internacional. Si es Aquiles, ganamos más señalándolo como asesino.

—Parece que han podido discutir este asunto con bastante libertad delante de nosotros —dijo Theresa—. Supongo que ahora tendrán que matarnos.

—Sólo a mí —susurró Uphanad.

—Bueno, tendré que despedirlo —dijo Graff—. Y tendré que enviarlo de vuelta a la Tierra, porque no podrá quedarse aquí. Deprimiría a todo el mundo, con ese aspecto culpable e indigno.

El tono de Graff fue lo bastante ligero como para hacer que Uphanad se echara

a llorar otra vez.

—He oído que los indios necesitan hombres leales que luchen por su libertad — continuó Graff—. Ésa es la lealtad que transciende a su lealtad al Ministerio de Colonización, y la comprendo. Así que debe usted ir a donde su lealtad lo guía.

—Esto es... un favor increíble, señor —dijo Uphanad.

—No fue idea mía —contestó Graff—. Mi plan era que la FI lo juzgara en secreto y lo ejecutara. Pero Peter me dijo que, si era usted culpable y resultaba que estaba protegiendo a sus familiares custodiados por los chinos, sería un error castigarlo por el crimen de lealtad imperfecta.

Uphanad se volvió a mirar a Peter.

—Mi traición podría haberlos matado a usted y a su familia.

—Pero no lo hizo —dijo Peter.

—Me gusta pensar que Dios a veces nos muestra piedad dejando que algún accidente nos impida ejecutar nuestros peores planes —dijo Graff.

—No lo creo —repuso Theresa fríamente—. Creo que si apuntas a la cabeza de un hombre con una pistola y la bala no estalla, sigues siendo un asesino a los ojos de Dios.

—Bueno, pues entonces, cuando todos estemos muertos, si averiguamos que existimos de una forma u otra, tendremos que pedirle a Dios que nos diga cuál de los dos tiene razón.


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