De: Graff%peregrinacion@colmin.gov Para: Locke%erasmus@polnet.gov Sobre: Lo mejor del valor
Sé que no quieres saber nada de mí. Pero como ya no estás en un lugar seguro, y nuestro enemigo mutuo está jugando de nuevo con el escenario mundial, te ofrezco santuario a ti y a tus padres. No estoy sugiriendo que entréis en el programa colonial. Al contrario: considero que eres la única esperanza para orquestar una oposición mundial contra nuestro enemigo. Por eso tu protección física es de la mayor importancia para nosotros.
Por ese motivo, he sido autorizado a invitarte a una instalación fuera del planeta unos cuantos días, unas cuantas semanas, unos cuantos meses. Tiene plenas conexiones con las redes y regresarás a la Tierra a las cuarenta y ocho horas de solicitarlo. Nadie sabrá jamás que te has ido. Pero te pondrá fuera del alcance de cualquier intento de matarte o capturarte a ti o a tus padres.
Por favor, tómatelo en serio. Ahora que sabemos que nuestro enemigo no ha cortado sus conexiones con su anterior anfitrión, ciertos datos de inteligencia obtenidos tienen un tipo diferente de sentido.
Nuestra mejor interpretación de estos datos es que un atentado contra tu vida es inminente.
Una desaparición temporal de la superficie de la Tierra te sería muy útil ahora mismo. Considéralo el equivalente del viaje secreto de Lincoln a través de Baltimore para asumir la presidencia. O, si prefieres un precedente menos elevado, el viaje de Lenin a Rusia en un vagón de tren sellado.
Petra supuso que la habían llevado a Damasco porque Ambul había conseguido entablar contacto con Alai, pero ninguno de ellos la recibió en el aeropuerto. Ni tampoco había nadie esperándola en las puertas de seguridad. No es que quisiera que hubiera nadie con un cartel que dijese «Petra Arkanian», porque para eso bien podría enviarle a Aquiles un e-mail diciéndole dónde estaba.
Había sentido náuseas durante todo el viaje, pero sabía que no podía deberse al embarazo, no tan rápidamente. Las hormonas tardaban unas cuantas horas en empezar a fluir. Tenía que ser el puro temor que dio comienzo cuando se advirtió que
si la gente de Alai podía descubrir exactamente dónde se hallaba, y tener un taxi esperándola, también podía hacerlo la de Aquiles.
¿Cómo supo Bean escoger el taxi que escogió para ella? ¿Era algún tipo de predilección por los indonesios? ¿Razonó a partir de pruebas que ella ni siquiera advirtió? ¿O eligió el tercer taxi simplemente porque no se fiaba del concepto «el siguiente en la fila»?
¿A qué taxi había subido él, y quién lo conducía?
Alguien chocó con ella por detrás, y por un momento sintió un arrebato de adrelanina mientras pensaba: ¡Ya está! ¡Un asesino me va a matar por la espalda simplemente porque fui demasiado estúpida para mirar alrededor!
Después de un momento de pánico (y de echarse las culpas), advirtió que, naturalmente, no era ningún asesino, sino un pasajero de su vuelo que corría para salir del aeropuerto, mientras que ella, insegura y perdida en sus propios pensamientos, había estado caminando demasiado despacio, obstruyendo el tránsito. Iré a un hotel, pensó. Pero no a un hotel al que vayan siempre los europeos.
Pero espera, si voy a un hotel donde todo el mundo menos yo tenga aspecto árabe, destacaré. Demasiado obvio. Bean se burlaría de mí por no haber desarrollado ninguna táctica de supervivencia útil. Aunque al menos me lo pensé dos veces antes de alojarme en un hotel árabe.
El único equipaje que llevaba era la bolsa que cargaba al hombro, y en la aduana tuvo que pasar por las preguntas de rigor.
—¿Esto es todo su equipaje?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo planea quedarse?
—Un par de semanas, espero.
—¿Dos semanas y sólo esta ropa?
—Pretendo ir de compras.
Entrar en un país con demasiado poco equipaje siempre despertaba sospechas, pero como Bean decía, era mejor soportar unas cuantas preguntas más en las aduanas o en el control de pasaportes que tener que ir a esperar las maletas y encontrarse en un lugar donde podía haber gente mala con tiempo de sobra para localizarte.
Para Bean, lo único peor era tener que usar el primer cuarto de baño en la terminal de aeropuerto.
—Todo el mundo sabe que las mujeres tienen que orinar incesantemente — decía.
—Lo cierto es que no es incesantemente, y la mayoría de los hombres ni siquiera se dan cuenta —respondía Petra. Pero considerando que Bean nunca parecía tener necesidad de orinar, ella supuso que sus necesidades humanas normales le parecían excesivas.
Sin embargo, ahora estaba bien entrenada. Ni siquiera miró al primer cuarto de baño que dejó atrás, ni al segundo. Probablemente no utilizaría un cuarto de baño hasta que llegara a su habitación del hotel.
Bean, ¿cuándo vas a venir? ¿Cogiste el siguiente vuelo? ¿Cómo nos encontraremos en esta ciudad?
Sabía que él se pondría furioso si se quedaba en el aeropuerto a esperar su llegada. Para empezar, no tendría ni idea de la procedencia de su vuelo: él tenía tendencia a escoger itinerarios muy extraños, así que podía estar fácilmente en un vuelo de El Cairo, Moscú, Argel, Roma, o Jerusalén. No, era mejor ir a un hotel, instalarse con un nombre falso que él conociera y...
—¿Señora Delphiki?
Se giró inmediatamente ante la mención del nombre de la madre de Bean, y entonces advirtió que el caballero alto de cabello blancos se dirigía a ella.
—Sí —rió—. Todavía no estoy acostumbrada a que me llame por ese nombre.
—Perdóneme —dijo el hombre—. ¿Prefiere su nombre de soltera?
—Hace muchos meses que no uso mi propio nombre —dijo Petra—. ¿Quién lo ha enviado a recibirme? —Su anfitrión.
—He tenido muchos anfitriones en mi vida —dijo Petra—. No deseo visitar a algunos de ellos.
—Pero esas personas no vivirían en Damasco.
—Había un brillito en sus ojos. Se inclinó para acercarse—. Hay nombres que no es bueno decir en voz alta.
—Al parecer, el mío no es uno de ellos —dijo ella con una sonrisa.
—En este tiempo y lugar, está usted a salvo mientras que otros podrían no estarlo.
—¿Estoy a salvo porque está usted conmigo?
—Está a salvo porque yo y mi... grupo estamos aquí vigilándola.
—No veo a nadie vigilándome.
—Ni siquiera me vio a mí—dijo el hombre—. Es porque somos muy buenos en lo que hacemos.
—Sí le vi. Pero no me di cuenta de que había reparado en mí.
—Como le estaba diciendo... Ella sonrió.
—Muy bien, no nombraré a nuestro anfitrión. Y como usted no lo hará tampoco, me temo que no podré ir con usted a ninguna parte.
—Oh, qué recelosa —dijo él con una sonrisa triste—. Muy bien, pues. Tal vez pueda facilitar las cosas si la arresto.
Le mostró una placa de aspecto muy oficial dentro de una cartera. Aunque ella no tenía ni idea de qué organización había expedido la placa, puesto que nunca había aprendido el alfabeto árabe, mucho menos el idioma.
Pero Bean le había enseñado: Escucha a tu miedo, y escucha a tu confianza.
Confiaba en este hombre, y por eso creyó en su placa aun sin poder leerla.
—Así que es usted de la policía siria —dijo ella.
—A veces sí, a veces no —replicó él, sonriendo de nuevo mientras retiraba la cartera.
—Salgamos.
—Mejor no —dijo él—. Entremos en esa pequeña habitación que hay en el aeropuerto.
—¿Un excusado? —preguntó ella—. ¿O una sala de interrogatorios?
—Mi oficina —dijo él.
Si era una oficina, desde luego estaba bien disfrazada. Llegaron tras sortear el mostrador de billetes de El Al y entrar en la habitación trasera de los empleados.
—¿El Al? —preguntó ella—. ¿Es usted israelí?
—Israel y Siria son muy buenos amigos desde hace más de un siglo. Tendría que estudiar historia.
Recorrieron un pasillo flanqueado por taquillas de los empleados, una fuente, y un par de cuartos de baño.
—No creía que la amistad fuera tan íntima como para permitir que un policía sirio usara la línea nacional de Israel —le dijo Petra.
—Le mentí con lo de la policía siria —dijo él.
—¿Y también mienten los de El Al?
Él colocó la palma de la mano sobre una puerta sin identificaciones externas, pero cuando ella hizo ademán de seguirlo, negó con la cabeza.
—No, no, primero debe colocar la palma de la mano...
Ella obedeció, pero se preguntó cómo podían tener la huella de su palma y su firma de sudor aquí en Siria.
No. No la tenían, por supuesto. La estaban consiguiendo ahora mismo, de modo que fuera donde fuese sería reconocida por sus sistemas de seguridad informáticos.
La puerta conducía a una escalera que bajaba.
Y más allá, y aún más, hasta que se encontraron muy por debajo del nivel del suelo.
—No creo que esto siga las normas internacionales de acceso Para discapacitados —dijo ella.
—Lo que los legisladores no ven no nos hará daño —dijo el hombre.
—Una teoría que ha metido a mucha gente en graves problema —contestó Petra.
Llegaron a un túnel subterráneo, donde un pequeño coche eléctrico los estaba esperando. Sin conductor. Al parecer, su compañero iba a conducir. No. Se colocó en el asiento trasero junto a ella el coche arrancó solo.
—Déjeme adivinar —dijo Petra—. No llevan a la mayoría de sus VIPS por el mostrador de El Al.
—Hay otras formas de llegar a esta calle —dijo el hombre—. Pero la gente que la anda buscando no habría vigilado a El Al.
—Se sorprendería de cuántas veces mi enemigo va dos pasos por delante.
—¿Pero y si sus amigos van tres pasos por delante?
Entonces se echó a reír, como si hubiera sido un chiste y no jactancia.
—Estamos solos en el coche. Hagamos ahora las presentaciones —dijo Petra.
—Me llamo Ivan Lankowski.
Ella se rió a su pesar. Pero como él no sonrió, se detuvo.
—Lo siento —dijo—. No parece usted ruso. Y eso es Damasco.
—Mi abuelo paterno era ruso, mi abuela era kazakí, ambos eran musulmanes.
Los padres de mi madre siguen vivos, gracias a Alá, y ambos son jordanos.
—¿Y nunca se cambió de nombre?
—Es el corazón lo que hace al musulmán. El corazón y la vida. Mi nombre contiene parte de mi genealogía. Como Alá deseó que naciera en esta familia, ¿quién soy yo para negar ese don?
—Ivan Lankowski —dijo Petra—. El nombre que me gustaría oír es el nombre de la persona que lo envió.
—Nunca se nombra a tu oficial superior. Es una regla básica de seguridad. Petra suspiró.
—Supongo que esto demuestra que ya no estoy en Kansas.
—No creo que haya estado nunca en Kansas, señora Delphiki —dijo Lankowski.
—Era una referencia a...
—He visto El mago de Oz —dijo Lankowski—. Soy, al fin y al cabo, un hombre educado. Y... yo sí he estado en Kansas.
—Entonces ha encontrado la sabiduría con la que yo sólo puedo soñar. Él se echó a reír.
—Es un lugar inolvidable. Igual que Jordania justo después de la glaciación, cubierta de altas hierbas, extendiéndose eternamente en cada dirección, con el cielo por todas partes, en vez de quedar confinada a un pequeño recuadro entre los
árboles.
—Es usted un poeta. Y también un hombre muy viejo, ya que recuerda la glaciación.
—La glaciación fue en tiempos de mi padre. Yo sólo recuerdo las lluvias de después.
—No tenía ni idea de que hubiera túneles bajo Damasco.
—En nuestras guerras con Occidente aprendimos a enterrar todo lo que no queríamos que saliera volando por los aires. Las bombas de blanco individual fueron probadas por primera vez con los árabes, ¿lo sabía? Los archivos están llenos de árabes explotando.
—He visto algunas fotos —dijo Petra—. También recuerdo que durante esas guerras, algunos de los individuos se convirtieron en blanco ellos mismos al atarse a sus propias bombas y volar por los aires en lugares públicos.
—Sí, no teníamos misiles teledirigidos, pero teníamos pies.
—¿La amargura continúa?
—No, nada de amargura —dijo Lankowski—. Una vez gobernamos el mundo conocido, desde España a la India. Los musulmanes gobernaron en Moscú, y nuestros soldados atravesaron Francia y llegaron a las puertas de Viena. Nuestros perros estaban mejor educados que los sabios de Occidente. Entonces un día nos despertamos y éramos pobres e ignorantes, y otros tenían los cañones. Sabíamos que eso no podía ser la voluntad de Alá, así que combatimos.
—¿Y descubrieron que la voluntad de Alá era...?
—La voluntad de Alá fue que nuestro pueblo muriera, y que Occidente ocupara nuestros países una y otra vez hasta que dejamos de combatir. Aprendimos nuestra lección. Ahora nos comportamos muy bien. Cumplimos todos los términos de los tratados. Tenemos libertad de prensa, libertad de religión, mujeres liberadas, y elecciones democráticas.
—Y túneles bajo Damasco.
—Y recuerdos. —Él le sonrió—. Y coches sin conductor.
—Tecnología israelí, creo.
—Durante mucho tiempo consideramos a Israel como el pie del enemigo dentro de nuestra tierra santa. Entonces un día recordamos que Israel era un miembro de nuestra familia que se perdió en el exilio, aprendió todo lo que nuestros enemigos sabían, y luego volvió a casa. Dejamos de combatir a nuestro hermano, y nuestro hermano nos dio todos los regalos de Occidente, pero sin destruir nuestras almas. Qué triste habría sido si hubiéramos matado a todos los judíos y los hubiéramos expulsado. ¿Quién nos habría enseñado entonces? ¿Los armenios?
Ella se rió ante su chiste, pero también escuchó con atención sus palabras. Así que así era como vivían con su historia: asignaban significados a cuanto les permitía ver la mano de Dios en todo. Propósito. Incluso poder y esperanza.
Pero también recordaban todavía que los musulmanes habían gobernado una vez el mundo. Y todavía consideraban la democracia como algo que adoptaron para aplacar a Occidente.
Tendría que leer el Corán, pensó ella. Para ver qué hay bajo la fachada de sofisticación al estilo occidental.
Enviaron a este hombre a recibirme, pensó, porque éste es el rostro que quieren que vean los visitantes de Siria. Me contó estas historias porque ésta es la actitud que quieren que crea que tienen. Pero ésta es la versión bonita. La que ha sido modelada para encajar con los parámetros occidentales. Los huesos de las historias, la sangre y las médulas, fueron derrota, humillación, incomprensión de la voluntad de Alá, pérdida
de grandeza como pueblo, y la sensación de derrota continua. Son un pueblo que tiene algo que demostrar y un estatus perdido que recuperar. Un pueblo que quiere no venganza, sino vindicación. Muy peligrosos.
También muy útiles, hasta cierto punto. Llevó sus observaciones al siguiente paso, pero acunó sus palabras con el mismo tipo de eufemismos que él había contado.
—Por lo que me dice, el mundo musulmán ve que estos tiempos peligrosos en la historia mundial son el momento para el que los ha preparado Alá. Fueron humillados antes, así que están dispuestos a someterse a Alá y dejar que los guíe hasta la victoria.
Él no dijo nada durante largo rato.
—No he dicho eso.
—Claro que sí. Era la premisa subyacente a todo lo demás que ha dicho. Pero parece que no se da cuenta de que se lo ha dicho no a una enemiga, sino a una amiga.
—Si es usted amiga de Dios —dijo Lankowski—, ¿por qué no obedece su ley?
—Pero yo no he dicho que fuera amiga de Dios —dijo Petra—.
Sólo que era amiga suya. Algunos de nosotros no podemos vivir según su ley, pero todavía podemos admirar a quienes lo hacen, y desearles lo mejor, y ayudarlos cuando podemos.
—Y acudir a nosotros en busca de refugio porque en nuestro mundo hay seguridad, mientras que en su mundo no hay ninguna.
—Muy justo —dijo Petra.
—Es usted una muchacha interesante —dijo Lankowski.
—He comandado a soldados en la guerra —dijo Petra—, y estoy casada, y bien podría estar embarazada. ¿Cuándo dejo de ser sólo una muchacha? Bajo la ley islámica, quiero decir.
—Es una muchacha porque es al menos cuarenta años más joven que yo. No tiene nada que ver con la ley islámica. Cuanto tenga sesenta años y yo cien, inshallah, todavía será una muchacha para mí.
—Bean está muerto, ¿verdad? —preguntó Petra. Lankowski pareció sobresaltarse.
—No —dijo de inmediato. Lo dijo de sopetón, algo para lo que no estaba preparado, y Petra lo creyó.
—Entonces ha sucedido algo terrible que no puede decirme. Mis padres... ¿han sido heridos?
—¿Por qué piensa una cosa así?
—Porque es usted un hombre cortés. Porque su gente cambió mi billete y me trajo aquí y me prometió que me reuniría con mi marido. Y en todo este tiempo que hemos estado hablando y viajando juntos, no ha dado a entender siquiera cuándo veré a Bean, ni si llegaré a hacerlo.
—Pido disculpas por ser remiso —dijo Lankowski—. Su marido tomó un vuelo posterior que sigue una ruta diferente, pero viene de camino. Y su familia está bien, o al menos no tenemos motivos para pensar que no es así.
—Y sin embargo, sigue vacilando —dijo Petra.
—Hubo un incidente —contestó Lankowski—. Su marido está a salvo. Ileso. Pero intentaron matarlo. Creemos que si usted hubiera abordado el primer taxi, no habría habido ningún intento de asesinato. Habría sido un secuestro.
—¿Y por qué creen eso? El que quiere muerto a mi marido me quiere muerta a mí también.
—Ah, pero quiere aún más lo que hay dentro de usted—dijo Lankowski. Ella tardó sólo un instante en hacer la deducción lógica.
—Se han apoderado de los embriones —dijo.
—El guardia de seguridad recibió un aumento de sueldo de un tercer grupo, y a cambio permitió que alguien se llevara sus embriones congelados.
Petra sabía que Volescu mentía al decir que podía identificar qué bebés tenían la Clave de Anton. Pero ahora Bean lo sabría también. Ambos sabían el valor de los bebés de Bean en el mercado libre, y que el precio más alto lo tendrían los bebés que tuvieran la Clave de Anton en su ADN, o que los compradores lo creyeran así.
Empezó a respirar demasiado rápidamente. No serviría de nada hiperventilar. Se obligó a calmarse.
Lankowski le palmeó levemente la mano. Sí, ve que estoy trastornada. No tengo todavía las habilidades de Bean para esconder lo que siento. Aunque por supuesto su habilidad bien podría ser el simple resultado de no sentir nada.
Bean sabría que Volescu los había engañado. Por lo que sabían, el bebé que llevaba en su vientre podría estar afectado con el estado de Bean. Y Bean había jurado que nunca tendría hijos con la Clave de Anton.
—¿Ha habido demandas de rescate? —le preguntó a Lankowski.
—Ay, no —replicó él—. Creemos que no desean molestarse con la hazaña casi imposible de conseguir dinero de ustedes. El riesgo de ser engañados y detenidos en el proceso de intentar intercambiar artículos de valor es demasiado alto, tal vez, cuando se compara con el riesgo de vender sus bebés a otros grupos.
—Creo que los riesgos implicados en eso son casi cero —dijo Petra.
—Entonces estamos de acuerdo en la valoración. Sus bebés estarán a salvo, si eso sirve de consuelo.
—A salvo para ser educados como monstruos. —Quizás ellos no lo vean así.
—¿Está confesando que su gente está en el mercado para adquirir un bebé genio?
—No traficamos con carne robada —dijo Lankowski—. Hace mucho tiempo tuvimos problemas con el tráfico de esclavos que se negaba a morir. Ahora, si alguien es capturado poseyendo o vendiendo o comprando o transportando un esclavo, o estando en un puesto oficial y tolerando la esclavitud, la pena es la muerte. Y los juicios son rápidos, sin apelación. No, señora Delphiki, no estamos en un buen sitio para que alguien traiga embriones robados e intente venderlos.
A pesar de su preocupación por sus hijos (sus hijos potenciales), ella advirtió lo que él acababa de confesar: que no se refería sólo a Siria, sino más bien a algún tipo de gobierno panislámico en la sombra que no existía, al menos oficialmente. Una autoridad que trascendía las naciones.
A eso se refería Lankowski cuando dijo que trabajaba para el gobierno sirio «a veces sí, a veces no». Porque a veces trabajaba para un gobierno superior al de Siria.
Ya tenían su propio rival al Hegemón.
—Quizás algún día mis hijos serán entrenados y utilizados para ayudar a defender alguna nación de la conquista musulmana.
—Como los musulmanes ya no invaden otras naciones, me pregunto cómo podría suceder algo así.
—Tienen secuestrado a Alai en alguna parte. ¿Qué está haciendo, tejiendo cestas o alfarería para venderla en la feria?
—¿Son las únicas opciones que se le ocurren? ¿Crear vasijas o la guerra agresiva?
Pero sus negativas no le interesaban. Ella sabía que su análisis era tan correcto
como podía serlo sin más datos: su negativa no era una refutación, sino más bien una confirmación inadvertida.
Lo que ahora le interesaba a ella era Bean. ¿Dónde estaba? ¿Cuándo llegaría a Damasco? ¿Qué haría respecto a los embriones Perdidos?
O al menos eso era lo que intentaba hacerse creer que le interesaba. Porque lo único que podía pensar, en un monólogo sumergido que no dejaba de gritarle desde las profundidades de su mente, era:
Él tiene a mis bebés.
No era el Flautista de Hamelín, que se los llevaba bailando del pueblo. Ni Baba Yaga, que se los llevaba a su casa con patas de pollo. Ni la bruja de la casita de chocolate, que los encerraba en jaulas y los engordaba. Ninguna de aquellas grises fantasías. Nada de bruma y niebla.
Sólo el negro absoluto de un lugar donde no brilla ninguna luz donde la luz ni siquiera se recuerda. Allí estaban sus bebés. En el vientre de la Bestia.
El coche se detuvo ante un sencillo andén. La carretera subterránea continuaba, hacia destinos que Petra no se molestó en imaginar. Por lo que sabía, el túnel se extendía hasta Bagdad, hasta Ammán, bajo las montañas hasta Ankara, tal vez incluso bajo el desierto radiactivo para salir por el lugar donde la antigua piedra es- pera a que pase la vida media de la vida media de la vida media de la muerte, para que los peregrinos puedan volver a adorarla.
Lankowski extendió una mano y la ayudó a bajar del coche, aunque ella era joven y él viejo. Su actitud hacia ella era extraña, como si tuviera que tratarla con mucho cuidado. Como si ella no fuera robusta, como si pudiera romperse fácilmente.
Y era cierto. Ella era la que podía romperse. La que se rompió.
Sólo que no puedo romperme ahora. Porque tal vez aún tenga un hijo. Tal vez ponerme esto dentro no lo mató, sino que le dio vida. Tal vez ha echado raíces en mi jardín y florecerá y dará fruto, un bebé en un tallo corto y retorcido. Y cuando la fruta sea arrancada, saldrá también el tallo y la raíz, dejando el jardín vacío. ¿Y dónde estarán los otros entonces? Se los han llevado para que crezcan en la planta de otra. Sin embargo no me romperé ahora, porque tengo a éste, tal vez a éste.
—Gracias —le dijo a Lankowski—. Pero no soy tan frágil como para necesitar ayuda para bajar de un coche.
Él le sonrió, pero no dijo nada. Lo siguió hasta el ascensor y salieron a...
Un jardín. Tan exuberante como el claro de la jungla filipina donde Peter dio la orden que llevaría a la Bestia a su casa, expulsándolos a ellos.
Vio que el patio estaba cubierto por cristales. Por eso había tanta humedad. Por eso permanecía tan húmedo. No se entregaba naja al seco aire del desierto.
Sentado tranquilamente en una silla de piedra en mitad del jardín había un hombre alto y esbelto, la piel del profundo marrón cacao del alto Niger donde había nacido.
Ella no se dirigió hacia él de inmediato, sino que se quedó admirando lo que veía. Las largas piernas, ataviadas no con el traje de negocios que había sido el uniforme de los occidentales desde hacía siglos, sino con la túnica de un jeque. Sin embargo, no llevaba la cabeza cubierta. Y no había barba alguna en sus mejillas. Todavía joven, y sin embargo también era ahora un hombre.
—Alai —murmuró ella. Con voz tan baja que dudó que pudiera oírla.
Y tal vez no la oyó, pero eligió ese momento sólo por coincidencia para volverse y mirarla. Su expresión cejijunta se suavizó hasta convertirse en una sonrisa. Pero no
era la sonrisa infantil que ella había conocido cuando correteaba por los pasillos de baja gravedad de la Escuela de Batalla. Esta sonrisa contenía cansancio, y antiguos miedos largamente dominados pero todavía presentes. Era la sonrisa de la sabiduría.
Ella se dio cuenta de por qué Alai había desaparecido de la vista.
Es el califa. Han vuelto a elegir a un califa, todo el mundo musulmán bajo la autoridad de un solo hombre, y es Alai.
No podía saberlo, no sólo con estar en este sitio, en este jardín. Sin embargo supo por la forma en que él se sentaba que era un trono. Lo supo por la forma como la habían traído aquí, sin ninguna trampa de poder, sin guardias, sin palabras secretas, sólo un hombre sencillo de elegante cortesía guiándola hacia el niño- hombre sentado en el antiguo trono. El poder de Alai era espiritual. En todo Damasco no había un lugar más seguro que éste. Nadie lo molestaría. Millones morirían antes de permitir que un extranjero sin invitación pusiera el pie aquí.
El la llamó, y fue la gentil invitación de un hombre santo. Ella no tenía que obedecerle, y a él no le importaría que no fuera. Pero fue.
—Salaam —dijo Alai.
—Salaam —respondió Petra.
—Chica de piedra.
—Ja —dijo ella. El viejo chiste entre ellos, él burlándose de 11 por el significado de su nombre en el griego original, ella burlándose del jai de jai alai.
—Me alegra que estés a salvo.
—Tu vida ha cambiado desde que recuperaste la libertad.
—Y la tuya también —dijo Alai—. Ahora estás casada.
—Una buena boda católica.
—Tendrías que haberme invitado.
—No podrías haber venido.
—No —reconoció él—. Pero te habría deseado lo mejor.
—En cambio nos has hecho bien cuando más lo necesitábamos.
—Lamento no haber hecho nada para proteger a los otros... niños. Pero no supe de ellos a tiempo. Y supuse que Bean y tú habríais tenido suficiente seguridad... no, no, por favor, lo siento, estoy recordándote tu dolor en lugar de aliviarlo.
Petra se derrumbó y se sentó en el suelo ante el trono, y él se inclinó para cogerla en sus brazos. Ella apoyó la cabeza y los brazos en su regazo, y él le acarició el pelo.
—Cuando éramos niños y jugábamos al mayor juego informático de la historia, no teníamos ni idea.
—Estábamos salvando el mundo.
—Y ahora estamos creando el mundo que salvamos.
—Yo no —dijo Petra—. Ya no soy una de las jugadoras.
—¿Somos jugadores alguno de nosotros? —dijo Alai—. ¿O sólo somos piezas que se mueven en el juego de otro?
—Inshallah —dijo Petra.
Ella casi esperaba que Alai fuera a echarse a reír, pero él solamente asintió.
—Sí, ésa es nuestra creencia, que todo lo que sucede viene de la voluntad de Dios. Pero creo que no es tu creencia.
—No, los cristianos tenemos que adivinar la voluntad de Dios y tratar de hacer que se cumpla.
—Parece igual, cuando las cosas están sucediendo —dijo Alai—. A veces piensas que tienes el control, porque haces que las cosas cambien según tus propias elecciones. Y entonces pasa algo que barre todos tus planes como si no fueran nada,
sólo piezas de un tablero de ajedrez.
—Sombras que los niños proyectan en la pared —dijo Petra—, alguien apaga la
luz.
—O enciende una luz más brillante, y las sombras desaparecen.
—Alai—dijo Petra—, ¿nos dejaras partir? Conozco tu secreto.
—Sí, os dejaré partir. El secreto no podrá ser mantenido demasiado tiempo.
Demasiada gente lo sabe ya.
—Nosotros no lo diríamos nunca.
—Lo sé. Porque estuvimos juntos en el grupo de Ender. Pero ahora estoy en otro grupo. Estoy a la cabeza, porque me pidieron que lo hiciera, porque dijeron que Dios me había elegido. No sé nada de eso.
»No oigo la voz de Dios, no siento su poder en mi interior. Pero ellos acuden a mí con sus planes, sus preguntas, los conflictos entre naciones, y yo ofrezco sugerencias. Y ellos las aceptan. Y las cosas van saliendo. Hasta ahora al menos, siempre han funcionado. Así que tal vez soy un elegido de Dios.
—O eres muy listo.
—O muy afortunado. —Alai se miró las manos—. Con todo, es mejor creer que algún alto propósito guía nuestros pasos antes que pensar que nada importa, excepto nuestras pequeñas miserias y felicidades.
—A menos que nuestra felicidad sea el alto propósito.
—Si nuestra felicidad es el propósito de Dios —dijo Alai—, ¿por qué tan poca gente es feliz?
—Porque él quiere que tengamos la felicidad que sólo podemos encontrar por nuestra cuenta.
Alai asintió y se echó a reír.
—Los mocosos de la Escuela de Batalla tenemos todos un poco del imán en nuestro interior, ¿no te parece?
—Del jesuíta. Del rabí. Del lama.
—¿Sabes cómo encuentro mis respuestas? ¿A veces, cuando es muy difícil? Me pregunto a mí mismo: «¿Qué haría Ender?»
Petra sacudió la cabeza.
—Es el viejo chiste. «Me pregunto a mí mismo, qué haría una Persona más lista que yo en esta circunstancia y entonces lo hago.»
—Pero Ender no es imaginario. Estuvo con nosotros, y lo conocimos. Vimos cómo nos convirtió en un ejército, cómo nos conocía a todos, encontró lo mejor en nosotros, nos presionó todo lo que pudimos soportar, y a veces aún más, pero exigiéndose a sí mismo más que a nadie.
Petra sintió de nuevo la antigua picazón de haber sido la única a la que él había presionado más de lo que pudo soportar.
Se sintió triste y enfurecida, y aunque sabía que Alai no pensaba en ella cuando lo dijo, quiso replicarle.
Pero había sido amable con ella y con Bean. Los había salvado y los había traído aquí, aunque no necesitaba ni quería la ayuda de infieles, ya que su nuevo rol como el líder del mundo musulmán requería cierta pureza, si no en su alma, en su compañía. Con todo, ella tenía que ofrecerla. —Te ayudaremos si nos dejas —dijo Petra. —¿Ayudarme a qué? —preguntó Alai. —A hacer la guerra contra China.
—Pero no tenemos planes de hacer la guerra contra China —dijo Alai—. Hemos renunciado a la jihad militar. La única purificación y redención que intentamos es la del alma.
—¿Tienen que ser santas todas las guerras? —No, pero las guerras no santas
maldicen a todos aquellos que toman parte en ellas.
—¿Quién sino vosotros puede alzarse contra China?
—Los europeos. Los norteamericanos.
—Es difícil alzarse cuando no tienes columna vertebral.
—Son una civilización vieja y cansada. Nosotros también lo fuimos, una vez. Hicieron falta siglos de declive y una serie de amargas derrotas y humillaciones antes de hacer los cambios que nos permitieron servir a Alá en unidad y esperanza.
—Y sin embargo mantenéis ejércitos. Tenéis una red de operarios que usan sus armas cuando es necesario. Alai asintió gravemente.
—Estamos preparados para usar la fuerza para defendernos si nos atacan.
Petra sacudió la cabeza. Durante un instante se había sentido frustrada porque el mundo necesitaba ser rescatado, y parecía como si Alai y su gente estuvieran renunciando a la guerra. Ahora se sintió igual de decepcionada al advertir que nada había cambiado en realidad. Alai hacía planes de guerra... pero pretendía esperar hasta que algún tipo de ataque la convirtiera en una guerra «defensiva». No es que estuviera en desacuerdo con la justicia de una guerra defensiva. Era la falsedad de pretender que había renunciado a la guerra cuando realidad la estaba planeando.
O tal vez él quería decir exactamente lo que había dicho. Parecía muy improbable.
—Estás cansada —dijo Alai—. Aunque el jet lag desde Holanda no es tan grave, deberías descansar. Tengo entendido que te pusiste enferma durante el vuelo.
Ella se echó a reír.
—¿Tenías a alguien en el avión, vigilándome?
—Por supuesto. Eres una persona muy importante.
¿Por qué debería ser ella importante para los musulmanes? No querían emplear sus talentos militares, y Petra no tenía ninguna influencia política en el mundo. Tenía que ser su bebé lo que la hacía valiosa... ¿pero cómo tendría su hijo, si alguna vez tenía uno, ningún valor para el mundo islámico?
—Mi hijo no será educado para que sea soldado —dijo. Alai alzó una mano.
—Te apresuras en tus conclusiones, Petra. Somos guiados, espero, por Alá. No tenemos ningún deseo de apoderarnos de tu hijo, y aunque esperamos que algún día haya un mundo donde todos los niños sean educados para conocer a Alá y servirlo, no tenemos ningún deseo de arrebatarte a tu hijo o mantenerlo aquí con nosotros.
—O a mi hija —dijo Petra, intranquila aún—. Si no queréis a nuestro bebé, ¿por qué soy una persona importante?
—Piensa como un soldado —dijo Alai—. Llevas en tu vientre lo que más desea nuestro peor enemigo. Y, aunque no tengas el bebé, tu muerte es algo que él tiene que conseguir, por profundas razones de su malvado corazón. Su necesidad de atraparte hace que seas importante para aquellos que le temen y quieren bloquearle el camino.
Petra sacudió la cabeza.
—Alai, mi hijo y yo podríamos morir y para tu pueblo y para ti apenas sería un parpadeo en una mira telescópica.
—Nos resulta útil mantenerte con vida —dijo Alai.
—Qué pragmático por tu parte. Pero hay algo más.
—Sí. Lo hay.
—¿Vas a decírmelo?
—Te parecerá muy místico.
—Pero eso no será una sorpresa, viniendo del Califa.
—Alá ha traído algo nuevo al mundo... Hablo de Bean, de la diferencia genética entre él y el resto de la humanidad. Hay imane que lo han declarado una abominación, concebida en el mal. Hay otros que dicen que es una víctima inocente, un niño que fue concebido como un embrión normal pero que fue alterado por el mal y que no se puede evitar lo que se le ha hecho. Pero hay otros... y el número es bastante más grande, que dicen que esto no se podría haber cumplido excepto por la voluntad de Alá. Que las habilidades de Bean fueron una parte clave en nuestra victoria sobre los fórmicos, así que debe de ser voluntad de Dios que él existiera en el momento en que lo necesitábamos. Y como Dios ha elegido traer al mundo esta cosa nueva, ahora debemos vigilar y ver si Dios permite que este cambio genético se reproduzca.
—Se está muriendo, Alai —dijo Petra.
—Lo sé —contestó Alai—. ¿Pero no nos pasa a todos?
—No quería tener hijos.
—Y sin embargo cambió de opinión. La voluntad de Dios florece en todos los corazones.
—Entonces si la Bestia nos mata, será también por la voluntad de Dios. ¿Por qué molestarse en impedirlo?
—Porque mis amigos me lo pidieron —contestó Alai—. ¿Por qué complicas tanto todo esto? Las cosas que yo quiero son sencillas. Hacer el bien siempre que esté dentro de mi poder, y si no puedo hacer el bien, al menos no hacer el mal.
—Que... hipocrático por tu parte.
—Petra, vete a la cama, duerme, te estás volviendo quisquillosa.
Era cierto. Estaba descentrada, preocupándose por cosas que no podía hacer nada para cambiar, queriendo que Bean estuviera con ella, queriendo que Alai no se hubiera convertido en esta figura regia, este hombre santo.
—No te alegra en qué me he convertido —dijo Alai.
—¿Puedes leer mentes? —preguntó Petra.
—Rostros —dijo Alai—. Al contrario que Aquiles y Peter Wiggin, yo no busqué esto. Volví del espacio sin otra ambición que llevar una vida normal y quizá servir a mi país o a mi Dios de un modo u otro. Tampoco me eligió ningún partido o facción para ponerme en mi sitio.
—¿Cómo pudiste acabar en este jardín, en ese sillón, si ni tú ni nadie te puso ahí? —preguntó Petra. Le molestaba que la gente mintiera (incluso a sí misma) sobre cosas que simplemente no necesitaban ninguna mentira.
—Regresé de mi cautiverio en Rusia y me pusieron a trabajar planeando maniobras militares conjuntas de una fuerza panárabe que estaba siendo entrenada para unirse a la defensa de Pakistán.
Petra sabía que esta fuerza panárabe probablemente comenzó siendo un ejército diseñado para defenderse contra Pakistán, ya que, hasta el momento de la invasión china de la India, el gobierno pakistaní planeaba lanzar una guerra contra otras naciones musulmanas para unir al mundo musulmán bajo su férula.
—O lo que fuera —dijo Alai, riendo ante su consternación cuando, una vez más, pareció leerle la mente—. Se convirtió en una fuerza para la defensa de Pakistán. Me puso en contacto con planificadores militares de una docena de naciones, y fueron acudiendo a mí cada vez más frecuentemente con preguntas que sobrepasaban la estrategia militar. No fue planeado por nadie, mucho menos por mí. No creo que mis respuestas fueran particularmente sabias, simplemente decía lo que me parecía obvio, o cuando no había nada claro, hacía preguntas hasta que la claridad emergía.
—Y acabaron dependiendo de ti para todo.
—No lo creo —dijo Alai—. Simplemente... me respetaron. Empezaron a querer que estuviera presente en reuniones con los políticos y los diplomáticos, no sólo con los soldados. Y los políticos y diplomáticos empezaron a hacerme preguntas, buscando mi apoyo para sus puntos de vista o sus planes, y finalmente me escogieron como mediador entre los partidos en varias disputas.
—Un juez —dijo Petra.
—Un graduado de la Escuela de Batalla —replicó Alai—, en un fomento en que mi pueblo quería algo más que un juez. Quería volver a ser grande, y para hacerlo necesitaban un líder que creyeran que tenía el favor de Alá. Intento vivir y actuar de manera que les dé el líder que necesitan. Petra, sigo siendo el mismo chico que era en la Escuela de Batalla. Y, como Ender, puede que sea un líder pero también soy la herramienta que mi pueblo creó para cumplir su propósito colectivo.
—Tal vez esté sólo celosa —dijo Petra—. Porque Armenia tiene ningún gran propósito, excepto continuar viva y libre. Y ningún poder para conseguirlo sin la ayuda de las grandes naciones.
—Armenia no corre peligro por nuestra parte.
—A menos, por supuesto, que nosotros provoquemos a los azerbaijanos —dijo Petra—. Cosa que hacemos sólo con respirar, debo añadir.
—No nos abriremos paso a la grandeza a través de conquistas Petra.
—¿Entonces qué, esperaréis a que el mundo entero se convierta al Islam y suplique ser admitido a vuestro nuevo orden mundial'
—Sí —dijo Alai—. Es justamente lo que haremos.
—Es el plan más iluso que he oído en mi vida. Él se echó a reír.
—Decididamente necesitas una siesta, mi amada hermana. No querrás que ésa sea la boca que Bean tenga que escuchar cuando llegue.
—¿Cuándo llegará?
—Después de anochecer —dijo Alai—. Ahora ve a ver al señor Lankowski, que te está esperando en la puerta. Te llevará a tu habitación.
—¿Duermo esta noche en el palacio del Califa? —le preguntó Petra.
—No es mucho, para ser un palacio —dijo Alai—. La mayoría de las habitaciones son espacios públicos, oficinas, cosas así. Yo tengo un dormitorio muy sencillo y... este jardín. Tu habitación también será muy sencilla... pero quizá te parecerá lujosa si piensas que es idéntica a la habitación donde duerme el Califa.
—Parece que he caído de cabeza en una de las historias de Scheherezade.
—Tenemos un techo muy duro. No tienes nada que temer.
—Piensas en todo.
—Tenemos un médico excelente, por si necesitas algún tipo de atención.
—Es demasiado pronto para que una prueba de embarazo signifique nada —dijo Petra—. Si te refieres a eso.
—Me refería a que tenemos un médico excelente por si necesita atención médica de cualquier tipo.
—En ese caso —dijo Petra—, respondo: «Piensas en todo.»
Creía que no podría dormir, pero no tenía nada mejor que hacer que estar tumbada en una cama en una habitación absolutamente espartana, sin televisión ni ningún otro libro más que una traducción del Corán al armenio. Sabía lo que implicaba la presencia de este libro en la habitación. Durante muchos siglos, las traducciones del Corán se consideraron falsas por definición, ya que sólo el árabe original
reproducía con fidelidad las palabras del Profeta. Pero con la gran apertura del Islam tras su abyecta derrota en una serie de desesperadas guerras con Occidente, esto fue una de las primeras cosas que cambiaron.
Todas las traducciones del Corán contenían, en la página del título, una cita del gran imán Zuqaq, el mismo que había traído la reconciliación de Israel y el mundo musulmán: «Alá está por encima del idioma. Incluso en árabe, el Corán se traduce de la mente de Dios a las palabras de los hombres. Todo el mundo debería poder oír las palabras de Dios en el idioma que habla en su propio corazón.»
Así que la presencia del Corán en armenio le decía, primero, que en el palacio del Califa no había reincidencia, ningún regreso a los días del Islam fanático, cuando se obligaba a los extranjeros a vivir según la ley islámica, las mujeres llevaban velo y eran expulsadas de los colegios y los caminos, y los jóvenes soldados musulmanes se ataban bombas al cuerpo para hacer volar a los niños de sus enemigos.
Y también le decía que su venida aquí era esperada y alguien se había tomado grandes molestias para prepararla para ella, por sencilla que pareciese. Tener el Corán en Habla Común, el inglés deletreado más o menos fonéticamente que había sido adoptado como lenguaje por la Flota Internacional, habría sido suficiente. Pero querían dejar claro que ahí, en el corazón (no, la cabeza) del mundo musulmán, tenían consideración con todas las naciones, todos los idiomas. Sabían quién era ella, y tenían las palabras sagradas para ella en el idioma que hablaba en su corazón.
Petra agradecía el gesto y se sentía a la vez molesta por él. No abrió el libro. Rebuscó en su bolsa, y luego lo desempaquetó todo Se duchó para despejar el polvo del viaje de su pelo y su piel, y luego se tumbó en la cama porque en esa habitación no había ningún sitio donde sentarse.
No es extraño que Alai se pase la vida en el jardín, pensó. Tiene que salir de aquí sólo para darse la vuelta.
Se despertó porque había alguien en la puerta.
No llamaron. Sólo estaba allí, con la palma apoyada en la lectora. ¿Qué podría haber oído para despertarse? ¿Pisadas en el pasillo?
—No estoy vestida —dijo, mientras la puerta se abría.
—Es lo que esperaba —respondió Bean.
Entró con su propia bolsa al hombro y la colocó sobre la única vestidora.
—¿Has visto a Alai? —preguntó Petra.
—Sí, pero ya hablaremos de eso más tarde.
—Sabes que es califa —insistió ella.
—Más tarde —dijo él. Se quitó los zapatos.
—Creo que planean una guerra, pero fingen que no.
—Pueden planear lo que quieran —dijo Bean—. Estás a salvo aquí, eso es lo que me importa.
Todavía con su ropa de viaje, Bean se tumbó en la cama junto a ella y la abrazó.
Le acarició la espalda, le besó la frente.
—Me contaron lo de los otros embriones —dijo ella—. Cómo Aquiles los robó. Él la volvió a besar.
—Shhhh —dijo.
—Todavía no sé si estoy embarazada —dijo Petra.
—Lo estarás.
—Sabía que él no había comprobado la Clave de Anton. Sabía que estaba mintiendo.
—No importa —dijo Bean.
—Lo sabía pero no te lo dije.
—Ahora me lo has dicho.
—Quiero tu hijo a toda costa.
—Bueno, en ese caso podemos encargar el siguiente de la forma corriente. Ella lo besó.
—Te quiero —dijo.
—Me alegro de oírlo.
—Tenemos que recuperar a los demás —dijo Petra—. Son nuestros hijos y no quiero que nadie más los eduque.
—Los recuperaremos. De eso estoy seguro.
—Él los destruirá antes de permitirlo.
—No lo creas —dijo Bean—. Los quiere con vida más de lo que nos quiere a nosotros muertos.
—¿Cómo puedes saber lo que está pensando la Bestia? Bean se tumbó de espaldas y ambos contemplaron el techo.
—En el avión me puse a pensar en algo que dijo Ender. En cómo pensaba. Tienes que conocer a tu enemigo, dijo. Por eso estudiaba a los fórmicos constantemente. Todas las imágenes de la Primera Guerra, las anatomías de los cadáveres de los soldados insectores muertos, y lo que no podía encontrar en libros y vids, lo imaginaba. Extrapolaba. Trataba de pensar en quiénes eran.
—Tú no eres como Aquiles —dijo Petra—. Eres su opuesto. Si quieres conocerlo, piensa en lo que no eres, y lo tendrás.
—No es cierto —dijo Bean—. A su modo triste y retorcido, te ama. Y a mi modo triste y retorcido, yo también.
—No de la misma manera, y ésa es toda la diferencia.
—Ender dijo que no se puede derrotar a un enemigo poderoso a menos que lo entiendas por completo, y que no puedes comprenderlo a menos que conozcas los deseos de su corazón, y no puedes conocer los deseos de su corazón hasta que lo ames de verdad.
—Por favor, no me digas que has decidido amar a la Bestia —dijo Petra.
—Creo que siempre lo he hecho.
—No, no, no —dijo Petra, llena de repulsión, mientras se apartaba de él y le daba la espalda.
—Desde que lo vi acercarse a nosotros cojeando, el matón que los niños pequeños creímos poder vencer. Su pie torcido, el peligroso odio que sentía hacia todo aquel que viera su debilidad. La auténtica amabilidad y el amor que mostraba a todo el mundo menos a Poke y a mí... Petra, eso es lo que nadie comprende sobre Aquiles, lo ven como un asesino, un monstruo... —Porque lo es.
—Un monstruo que sigue ganando el amor y la confianza de gente que debería estar en alerta. Conozco a ese hombre, el hombre cuyos ojos miran en tu alma y te juzgan y te encuentran digno V cómo lo amaban los otros niños, cómo desviaban su lealtad de Poke a Aquiles, lo convertían en su padre, verdaderamente, en sus corazones. Y aunque siempre me mantuvo a distancia, el hecho es que... yo también lo amaba.
—Yo no —dijo Petra. El recuerdo de los brazos de Aquiles rodeándola mientras la besaba... le resultó insoportable, y se echó a llorar.
Sintió la mano de Bean sobre su hombro, acariciándola suavemente, consolándola.
—Voy a destruirlo, Petra —dijo Bean—. Pero nunca lo conseguiré como lo he estado haciendo hasta ahora. He estado evitándolo, reaccionando a él. Peter tuvo una buena idea después de todo. Fue un tonto, pero la idea era buena, acercarse a él. No
se le puede tratar como a algo lejano e incomprensible. Una fuerza de la naturaleza, como una tormenta o un terremoto, donde no tienes ninguna esperanza sino correr en busca de refugio. Hay que comprenderlo. Entrar dentro de su cabeza.
—He estado allí—.dijo Petra—. Es un sitio hediondo.
—Sí, lo sé. Un lugar de miedo y fuego. Pero recuerda: él vive allí todo el tiempo.
—¡No me digas que tengo que compadecerlo porque él tiene que vivir consigo mismo!
—Petra, me pasé todo el vuelo tratando de ser Aquiles, tratando de pensar en qué anhela, en qué es lo que espera, en pensar como él piensa.
—¿Y vomitaste? Porque yo lo hice, dos veces durante mi vuelo, y no tuve que meterme dentro de la Bestia para hacerlo.
—Tal vez porque tienes una pequeña bestia en tu interior. Ella se estremeció.
—No lo llames de esa forma. Ni siquiera estoy embarazada todavía, probablemente. Fue sólo esta mañana. Mi bebé, niño o niña, no es una bestia.
—Un mal chiste, lo siento —dijo Bean—. Pero escucha, Petra, en el vuelo me di cuenta de algo. Aquiles no es una fuerza misteriosa. Sé exactamente lo que quiere.
—¿Y qué es lo que quiere? ¿Además de vernos muertos?
—Quiere que sepamos que los bebés están vivos. Ni siquiera los implantará todavía. Nos dejará pequeñas pistas para que las sigamos... nada demasiado obvio, porque quiere que pensemos que descubrimos algo que está intentando mantener oculto. Pero descubriremos dónde están porque quiere que lo hagamos. Todos estarán en un lugar. Porque quiere que vayamos a por ellos.
—Un cebo.
—No, no sólo un cebo —dijo Bean—. Podría enviarnos una nota ahora mismo si quisiera. No, es más que eso. Quiere que pensemos que somos muy listos al haber descubierto dónde están. Quiere que nos sintamos llenos de esperanza por poder rescatarlos. Que nos pongamos nerviosos, para que nos lancemos a una situación para la que no estaremos preparados, mientras que él nos estará esperando. De esa manera nos verá pasar de la esperanza absoluta a la desesperación total. Antes de matarnos.
Bean tenía razón, ella lo sabía.
—¿Pero cómo puedes pretender siquiera amar a alguien tan malvado?
—No, sigues sin comprender—dijo Bean—. No es nuestra desesperación lo que quiere. Es nuestra esperanza. Él no tiene ninguna. No la comprende.
—Oh, por favor —dijo Petra—. Una persona ambiciosa vive de la esperanza.
—Él no tiene esperanza ninguna. Ningún sueño. Lo intenta todo por encontrar uno. Ejecuta los movimientos del amor y la amabilidad, de todo lo demás que podría funcionar, y sin embargo nada significa nada. Cada nueva conquista sólo lo deja ansioso de más. Tiene ansia por encontrar algo que realmente importe en la vida. Sa- be que nosotros lo tenemos. Nosotros dos, incluso antes de conocernos, lo teníamos.
—Creí que eras famoso por no tener fe.
—Pero verás, Aquiles me conocía mejor de lo que yo me conocía a mí mismo.
Lo vio en mí. Lo mismo que vio sor Carlotta.
—¿Inteligencia?
—Esperanza —dijo Bean—. Esperanza implacable. Por mi mente nunca pasa la idea de que no hay solución, de que no hay posibilidad de sobrevivir. Oh, puedo concebirlo intelectualmente, pero mis acciones nunca se basan en la desesperación, porque nunca lo creo realmente. Aquiles sabe que tengo un motivo para vivir Por eso me busca tan ansiosamente. Y a ti, Petra. A ti más que a mí V nuestros bebés... ellos
son nuestra esperanza. Una clase de esperanza completamente loca, pero nosotros los hicimos, ¿no?
—Entonces —dijo Petra, comprendiendo ahora—, no sólo quiere que muramos, como hizo con sor Carlotta en el avión, cuan do estaba lejos. Quiere que le veamos con nuestros bebés.
—Y piensa que cuando nos demos cuenta de que no podemos recuperarlos, de que vamos a morir después de todo, absorberá la esperanza que toma de nosotros. Piensa que, al tener nuestros bebés, tiene nuestra esperanza.
—Y la tiene —dijo Petra
—Pero la esperanza nunca puede ser suya. Es incapaz de eso.
—Todo esto es muy interesante —dijo Petra—, pero completamente inútil.
—¿Pero no lo ves? —dijo Bean—. Así es como podemos destruirlo.
—¿Qué quieres decir?
—Va a caer en el pozo que cava para nosotros.
—Nosotros no tenemos a sus bebés.
—Él espera que vayamos y le demos lo que quiere. Pero en cambio, iremos preparados para destruirlo.
—Nos va a tender una emboscada. Si vamos por la fuerza, escapará o... en cuanto quede claro que está condenado, matará a nuestros bebés.
—No, no, le dejaremos que prepare la trampa. Nos meteremos de cabeza en ella. Así, cuando nos enfrentemos a él, lo veremos en su momento de triunfo. Que es siempre el momento en que la gente es más estúpida.
—Ni tienes que ser listo cuando tienes todos los cañones.
—Relájate, Petra —dijo Bean—. Voy a recuperar a nuestros bebés. Y mataré a Aquiles de paso. Y lo haré pronto, mi amor. Antes de morir.
—Eso está bien —dijo Petra—. Te sería mucho más difícil hacerlo después.
Y entonces se echó a llorar, porque contrariamente a lo que Bean acababa de decir, ella no tenía ninguna esperanza.
Iba a perder a su marido, sus hijos iban a perder a su padre. Ninguna victoria sobre Aquiles podría cambiar el hecho de que al final ella iba a perderlo.
Él la abrazó de nuevo, con fuerza, beso su frente, su mejilla.
—Ten a nuestro bebé —dijo—. Yo traeré a casa a sus hermanos y hermanas antes de que nazca.