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61.44% Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 145: LA SOMBRA DEL HEGEMON .-17.-En un puente

章 145: LA SOMBRA DEL HEGEMON .-17.-En un puente

A: Chamrajnagar%sacredriver@ifcom.gov

De: Wiggin%resistencia@haití.gov

Asunto: Por el bien de la India, por favor no visite la Tierra

Estimado Polemarca Chamrajnagar:

Por motivos que quedarán claros en el ensayo que adjunto y que pronto publicaré, he llegado al convencimiento de que regresará a la Tierra justo a tiempo para descubrir el completo sometimiento de la India a China.

Si su regreso supusiera alguna posibilidad para que la India conservara su independencia, correría cualquier riesgo y regresaría, sin que importara mi consejo.

Y si el hecho de establecer un gobierno en el exilio supusiera alguna ventaja para su tierra natal, ¿quién intentaría persuadirlo de que hiciera lo contrario?

Sin embargo, la posición estratégica de la India es tan expuesta, y la conquista china tan implacable, que debe saber que ambos cursos de acción son inútiles.

Su dimisión como Polemarca no tendrá efecto hasta que llegue usted a la Tierra. Si no sube a la lanzadera y regresa a FI-Com, seguirá siendo Polemarca. Es usted el único Polemarca posible que podría asegurar la Flota Internacional. Un nuevo comandante no podría distinguir entre chinos leales a la Flota y aquellos cuya primera obediencia sería a su tierra natal, ahora dominante. La F.I. no debe caer bajo el capricho de Aquiles. Usted, como Polemarca, podría enviar a los chinos sospechosos a puestos inocuos, impidiendo que los chinos tomen el control. Si regresa a la Tierra, y Aquiles tiene influencia sobre su sucesor como Polemarca, la F.I-se convertirá en un instrumento de conquista.

Si sigue siendo Polemarca, como indio será acusado de planear la venganza contra China. Por tanto, para demostrar su imparcialidad y evitar recelos, tendrá que permanecer completamente al margen de todas las guerras y pugnas terrestres.

Puede confiar en mí y en mis aliados para mantener la resistencia a Aquiles no importa a qué precio, aunque sólo sea por este motivo: su triunfo definitivo supondrá nuestra muerte inmediata.

Permanezca en el espacio y, de esta forma, permita la posibilidad de que la humanidad escape del dominio de un loco. A cambio, juro que haré cuanto esté en mi mano para liberar a la India del dominio chino y devolverle la soberanía.

Sinceramente, Peter Wiggin

Los soldados que la rodeaban sabían perfectamente bien quién era Virlomi. También conocían la recompensa que ofrecían por su captura... o por su cadáver. La acusación era traición y espionaje. Pero desde el principio, cuando atravesó el puesto de control a la entrada de la base de Hyderabad, los soldados rasos la creyeron y le ofrecieron su amistad.

—Oiréis que me acusan de espionaje o de algo peor —dijo—, pero es una calumnia. Un traicionero monstruo extranjero gobierna en Hyderabad, y me quiere muerta Por motivos personales. Ayudadme.

Sin pronunciar una sola palabra, los soldados la apartaron del lugar donde las cámaras podían localizarla, y esperaron. Cuando llegó un camión de suministros vacío, lo detuvieron, y mientras algunos

soldados hablaban con el conductor, los otros la ayudaron a subir en él. El conductor atravesó el control y Virlomi logró salir.

Desde entonces, había recurrido a la ayuda de los soldados rasos. No estaba segura de que los

oficiales dejaran que la compasión o el deber interfirieran en la obediencia o la ambición. En cambio los soldados rasos no tenían tantos escrúpulos. La transportaron entre ellos en un tren abarrotado, le ofrecieron tanta comida robada de los ranchos que ella no pudo comérsela toda, y le cedieron sus camastros mientras ellos dormían en el suelo. Nadie alzó una mano excepto para ayudarla, y ninguno la traicionó.

Virlomi cruzó la India en dirección al este, hacia la zona de guerra, pues sabía que su única esperanza, y la única esperanza para Petra Arkanian, radicaba en encontrar a Bean... o que Bean la encontrase a ella.

Virlomi sabía dónde podía estar Bean: creando problemas para Aquiles donde y como pudiese. Como

el ejército indio había escogido la estrategia alocada y peligrosa de comprometer todas sus fuerzas en la batalla, ella sabía que la contraestrategia efectiva sería acosar e interrumpir las líneas de suministro. Y Bean atacaría allí donde la línea de suministro fuera más crucial y al mismo tiempo más difícil de interrumpir.

Así, a medida que se acercaba al frente, Virlomi repasó mentalmente el mapa que había memorizado. Para trasladar grandes cantidades de suministros y municiones desde la India hasta las tropas que barrían la gran llanura del Irrawaddy, había dos rutas generales. La ruta norte era más fácil, pero mucho más expuesta a los ataques. La ruta sur era más dura, pero estaba más protegida. Bean procuraría interrumpir la ruta sur.

¿Dónde? Había dos pasos montañosos desde Imphal, en la India, a Kalemyo, en Birmania. Ambos atravesaban estrechos cañones y profundos barrancos. ¿Dónde sería más difícil reconstruir un puente cortado o una carretera desplomada? En ambas rutas, había buenos candidatos. Pero lo más difícil de reconstruir estaba en la ruta occidental, un largo tramo de carretera tallado en la roca a lo largo del borde de un empinado desfiladero, donde un puente se alzaba sobre una profunda sima. Bean no volaría sólo este puente, pensó Virlomi, porque no sería tan difícil de cruzar. También destruiría la carretera en diversos lugares, para que los ingenieros no pudieran llegar a un lugar donde había que reconstruir el puente sin tener que abrir primero una nueva carretera.

Por tanto, allí se dirigió Virlomi, y esperó.

Encontró agua en los arroyuelos del camino. Los soldados que pasaban le daban comida, y pronto supo que la estaban buscando. Se había corrido la voz de que la mujer escondida necesitaba comida. Y sin embargo ningún oficial sabía dónde buscarla, ningún asesino de Aquiles acudió para matarla. A pesar de la pobreza de los soldados, al parecer la recompensa no les tentaba. Ella estaba orgullosa de su pueblo aunque lloraba por ellos, por el hecho de que tuvieran un gobernante como Aquiles.

Se enteró de la existencia de atrevidos ataques en la carretera este, y el tráfico en la carretera occidental se hizo más denso, los caminos temblaban día y noche mientras la India consumía sus reservas de combustible llevando suministros a un ejército situado mucho más lejos de lo que requería la guerra. Preguntó a los soldados si habían oído hablar de incursiones tailandesas dirigidas por un niño, y ellos se rieron amargamente.

—Dos niños —dijeron—. Uno blanco y otro asiático. Vienen en helicópteros, destruyen y se marchan. Matan y destruyen cuanto ven y tocan.

Entonces Virlomi empezó a preocuparse. ¿Y si el que venía a tomar ese puente no era Bean, sino el otro? Sin duda se trataba de otro graduado de la Escuela de Batalla (pensó en Suriyawong), pero ¿le habría contado Bean lo de la carta? ¿Sabría que ella tenía en la cabeza el plano de la base de

Hyderabad? ¿Que sabía dónde estaba Petra?

Sin embargo, no le quedaba más remedio. Tendría que mostrarse, y esperar.

Así transcurrieron los días, esperando el sonido de los helicópteros que habían de traer la fuerza de choque para destruir la carretera.

Suriyawong nunca fue comandante en la Escuela de Batalla: habían clausurado el programa antes de que ascendiera a ese puesto. Sin embargo, había soñado con el mando, lo había estudiado, planeado, y ahora, trabajando con Bean para perfilar uno u otro detalle de su fuerza de choque, finalmente comprendió el terror y la alegría de tener hombres que escuchaban, obedecían, se lanzaban a la acción y se arriesgaban a morir porque confiaban en uno. Precisamente, porque esos hombres estaban tan bien entrenados y estaban llenos de recursos y sus tácticas eran efectivas, siempre lograba regresar con todo su grupo. Heridos, pero no muertos. Misiones canceladas, en ocasiones, pero ningún muerto.

—Las misiones canceladas son las que te permiten ganar su confianza —dijo Bean—. Cuando veas que es más peligroso de lo que esperábamos, que es preciso sacrificar vidas para llegar al objetivo, entonces demuestra a los hombres que los valoras más a ellos que al objetivo del momento. Más tarde,

cuando no te quede más remedio que someterlos a un riesgo grave, sabrán que es porque en ese

momento merece la pena morir. Saben que no los desperdiciarás como un niño tira un caramelo.

Bean tenía razón, cosa que apenas sorprendía a Suriyawong. Bean no era sólo el más listo, también había observado a Ender de cerca, había sido el arma secreta de Ender en la Escuadra Dragón, había sido su comandante de apoyo en Eros. Por supuesto que sabía lo que era el liderazgo.

Lo que sí sorprendía a Suriyawong era la generosidad de Bean. Él había creado la fuerza de choque, había entrenado a estos hombres y se había ganado su confianza. Durante todo ese tiempo, Suriyawong apenas había resultado de ayuda, y en ocasiones incluso se había mostrado hostil. Sin embargo, Bean incluyó a Suriyawong, le confió el mando, animó a los hombres a que le ayudaran a aprender. Durante todo el proceso, Bean nunca trató a Suriyawong como a un subordinado o un inferior, sino más bien como a su oficial superior.

A cambio, Suriyawong nunca ordenó a Bean que hiciera nada. Consensuaban la mayoría de las cosas, y cuando no se ponían de acuerdo, Suriyawong delegaba en la decisión de Bean y lo apoyaba.

Suriyawong advirtió que Bean no abrigaba ninguna ambición. No tenía ningún deseo de ser mejor que nadie, ni gobernar a nadie, ni disfrutar de más honores.

Luego, en las misiones en que trabajaron juntos, Suriyawong descubrió algo más: Bean no temía a la

muerte.

Las balas podían volar, los explosivos a punto de estallar, y Bean se movía sin miedo y sólo con la precaución imprescindible. Era como si retara al enemigo a dispararle, como si retara a sus propios explosivos a desafiarle y estallar antes de que estuviera preparado.

¿Era valor? ¿O tal vez deseaba morir? ¿Había acabado la muerte de sor Carlotta con su voluntad de

vivir? Oyéndolo hablar, Suriyawong no lo habría pensado así.

Bean estaba demasiado decidido a rescatar a Petra para que Suriyawong creyera que quería morir. Tenía un propósito que le impulsaba a vivir. Pese a ello, no mostraba ningún temor a la batalla.

Era como si supiera qué día iba a morir, y aquél no era ese día.

Desde luego, no había dejado de preocuparse por todo. De hecho, el tranquilo, frío, controlado y arrogante Bean que Suriyawong conocía se había convertido, desde el día en que murió Carlotta, en una persona impaciente y agitada. La calma que mostraba en la batalla y ante los hombres se desvanecía cuando se hallaba a solas con Suriyawong y Phet Noi. Y el objeto favorito de sus maldiciones no era Aquiles (casi nunca hablaba de él), sino Peter Wiggin.

—¡Lo tenía todo desde hace un mes! Y hace esas tonterías... persuadir a Chamrajnagar para que no regrese todavía a la Tierra, persuadir a Ghaffar Wahabi de que no invada Irán... y va y me lo cuenta. Pero lo importante, publicar toda la estrategia de traiciones de Aquiles, eso no lo hace, ¡y me pide que yo tampoco lo haga! ¿Por qué no? Si se pudiera conseguir que el gobierno indio se diera cuenta de cómo Aquiles planea traicionarlos, podrían retirar su ejército de Birmania para prepararse para luchar contra los chinos y Rusia tal vez intervendría. La flota japonesa podría amenazar el comercio chino. ¡Como mínimo, los propios chinos podrían ver a Aquiles tal como es, y quitárselo de en medio aunque sigan su plan! Pero claro, él se limita a decir que no es el momento adecuado, que es demasiado pronto, que todavía no, que he de confiar en él, que está conmigo en esto, hasta el final.

Apenas era más amable en sus maldiciones contra los generales tailandeses que dirigían la guerra, o que corrían en ella, como decía. Suriyawong tenía que estar de acuerdo con él: todo el plan dependía de

mantener dispersas a las fuerzas tai, pero ahora que las fuerzas aéreas tailandesas tenían el control del aire sobre Birmania, habían concentrado sus ejércitos y bases aéreas en posiciones de avanzadilla.

—Les dije cuál era el peligro —decía Bean—, y siguen congregando sus fuerzas en un solo lugar.

Phet Noi escuchaba con paciencia; también Suriyawong renunció a discutir con él. Bean tenía razón. La gente se comportaba como idiotas, y no por ignorancia. Aunque por supuesto más tarde podrían decir que no sabían que Bean tenía razón. Para lo cual Bean ya tenía su respuesta:

—¡No sabían que yo estuviera equivocado! ¡Por lo cual deberían de haber sido prudentes!

Lo único bueno que tuvieron las diatribas de Bean fue que se quedó afónico durante una semana, y cuando recuperó la voz, ésta era más grave. Para un chico que siempre había sido tan pequeño, incluso para su edad, la pubertad (si se trataba de eso) lo había alcanzado a muy temprana edad. O tal vez

había esforzado sus cuerdas vocales hasta el límite.

Pero ahora, en una misión, Bean guardaba silencio, presintiendo la calma de la batalla. Suriyawong y Bean subieron por fin a sus helicópteros, asegurándose de que todos sus hombres estaban a bordo; un último saludo, y entraron y la puerta se cerró y los helicópteros ascendieron. Sobrevolaron la superficie del océano índico, las aspas de los helicópteros plegadas hasta que llegaron a la isla de Cheduba, la zona elegida para aquel día. Entonces los helicópteros se dispersaron, se alzaron en el aire, cortaron los jets y abrieron las aspas para aterrizar en vertical.

Ahora dejarían detrás sus reservas, los hombres y helicópteros que podían rescatar a los que pudieran quedar atascados por un problema mecánico o una complicación imprevista. Bean y Suriyawong nunca viajaban juntos: el fallo de un helicóptero no debía echar a perder la misión. Y cada uno de ellos tenía equipo de sobra, así que podían completar la misión individualmente. Más de una vez, esa redundancia había salvado vidas y misiones. Phet Noi se aseguraba de que siempre estuvieran equipados, pues decía:

—Vosotros dais el material a los comandantes que saben cómo usarlos.

Bean y Suriyawong estuvieron demasiado ocupados para charlar durante los preparativos, pero se reunieron unos instantes, mientras veían cómo el equipo de reserva camuflaba sus helicópteros y ponía a punto sus paneles solares.

—¿Sabes qué me gustaría? —dijo Bean.

—¿Te refieres a que de mayor quieres ser astronauta? —replicó Suriyawong.

—Me gustaría que pudiéramos terminar esta misión y dirigirnos a Hyderabad.

—Y hacer que nos maten sin haber visto ni rastro de Petra, que probablemente ha sido trasladada a algún lugar del Himalaya.

—Ésa es la genialidad de mi plan —sonrió Bean—. Secuestro un rebaño de vacas y amenazo con

matar una vaca cada día hasta que la traigan de vuelta.

—Demasiado arriesgado. Las vacas siempre podrían intentar rebelarse.

Pero Suriyawong sabía que, para Bean, la imposibilidad de ayudar a Petra era un dolor constante.

—Lo haremos. Peter está buscando a alguien que le dé información actualizada sobre Hyderabad.

—Como si estuviera trabajando para publicar los planes de Aquiles. —La diatriba favorita. Sólo porque estaban en una misión, Bean permanecía tranquilo, con un talante más irónico que furioso.

—Todo preparado —comunicó Suriyawong.

—Te veré en las montañas.

Era una misión peligrosa. El enemigo no podía vigilar todos los kilómetros de carretera, pero habían aprendido a moverse rápidamente cuando se divisaban helicópteros tai, y su fuerza de choque tenía que terminar sus misiones cada vez con menos tiempo que perder. Y era probable que ese punto estuviera

defendido. Por eso el contingente de Bean (cuatro de las cinco compañías) se desplegaría para eliminar

a todos los posibles defensores y proteger al grupo de Suriyawong mientras colocaban las cargas y volaban la carretera y el puente.

Todo iba según el plan; de hecho, incluso mejor de lo esperado, porque el enemigo no parecía saber que estaban allí, cuando uno de los hombres señaló:

—Hay una mujer en el puente.

—¿Una civil?

—Venga a ver —dijo el soldado.

Suriyawong dejó el lugar donde estaban colocando los explosivos y subió al puente. En efecto, allí había una joven india, con los brazos extendidos a los lados.

—¿Le ha mencionado alguien que el puente va a explotar, y que no nos importa si hay alguien en él?

—Sí —respondió el soldado—. Pide ver a Bean.

—¿Lo llama por su nombre? El asintió.

Suriyawong volvió a mirar a la mujer. Una muchacha muy joven. Sus ropas estaban sucias, hechas jirones. ¿Había sido alguna vez un uniforme militar? Desde luego, las mujeres locales no se vestían así.

Ella lo miró.

—Suriyawong —llamó.

Tras él, oyó que varios soldados jadeaban de sorpresa. ¿Cómo era posible que esa mujer india lo conociera? Suriyawong se preocupó un poco. Los soldados eran dignos de confianza en casi todos los aspectos, pero si empezaban a preocuparse con temas relacionados con las divinidades, el asunto podía complicarse.

—Soy Suriyawong asintió él.

—Estabas en la Escuadra Dragón —dijo ella—. Y trabajas con Bean.

—¿Qué quieres?

—Quiero hablar contigo en privado, aquí en el puente.

—Señor, no vaya —dijo el soldado—. No se han producido disparos, pero hemos localizado media docena de soldados indios. Si va, seguro que acaban matándolo.

¿Qué haría Bean?

Suriyawong se acercó al puente, con valentía pero sin prisa. Esperó el disparo, preguntándose si sentiría el dolor del impacto antes de oír el sonido. ¿Informarían los nervios de sus oídos a su cerebro más rápido que los nervios de la parte del cuerpo que alcanzara la bala? ¿ O le dispararía el francotirador a la cabeza, anulando la pregunta.

No hubo ninguna bala. Se acercó a la joven, y se detuvo cuando ella dijo:

—Es mejor que no te acerques más, de lo contrario se preocuparán y te dispararán.

—¿Controlas a esos soldados? —preguntó Suriyawong.

—¿Aún no me has reconocido? Soy Virlomi. Estaba por delante de ti en la Escuela de Batalla. El nombre le sonaba, pero nunca la habría reconocido.

—Te marchaste antes de que yo llegara.

—No había muchas niñas en la Escuela de Batalla. Creí que la leyenda sobreviviría.

—He oído hablar de ti.

—Aquí también me he convertido en una leyenda. Mi gente no dispara porque piensa que sé qué estoy haciendo aquí. Y yo creí que me habías reconocido, porque tus soldados a ambos lados del barranco no han disparado a ninguno de los soldados indios, aunque sé que los han localizado.

—Tal vez Bean te reconoció —comentó Suriyawong—. De hecho, he oído tu nombre hace poco. Tú eres la que le escribió, ¿verdad? Estabas en Hyderabad.

—Sé dónde se encuentra Petra.

—A menos que la hayan trasladado.

—¿Dispones de alguna fuente mejor? He tratado de pensar en algún modo de hacer llegar un mensaje a Bean sin ser capturada. Finalmente, me di cuenta de que no había ninguna solución informática. Tenía que traer el mensaje dentro de mi cabeza.

—Entonces acompáñanos.

—No es tan sencillo —objetó ella—. Si los soldados piensan que soy prisionera, nunca saldréis de aquí. Tienen misiles tierra-aire portátiles.

—Vaya —dijo Suriyawong—. Una emboscada. ¿Sabían que veníamos?

—No —respondió Virlomi—. Sabían que yo estaba aquí. No dije nada, pero todos sabían que la mujer-oculta estaba en este puente, así que supusieron que los dioses protegían el lugar.

—¿Y los dioses necesitan misiles tierra-aire?

—No, me están protegiendo a mí. Los dioses tienen el puente, los hombres me tienen a mí. Éste es el trato. Retira tus explosivos del puente. Cancela la misión. Ellos verán que tengo el poder de hacer que el enemigo se retire sin dañar nada, y entonces me verán llamar a uno de vuestros helicópteros y subir a él por voluntad propia. Es la única manera de que podáis salir de aquí. No es algo que yo haya planeado, pero no veo otra salida.

—No me gusta cancelar misiones —protestó Suriyawong. Pero antes de que ella pudiera discutir, se echó a reír y añadió—: No, no te preocupes, está bien. Es un buen plan. Si Bean se encontrara en este puente, también estaría de acuerdo.

Suriyawong regresó junto a sus hombres.

—No, no es una diosa ni una mujer santa. Es Virlomi, una graduada de la Escuela de Batalla, y posee

información que es más valiosa que este puente. Vamos a cancelar la misión.

Un soldado lo miró, y Suriyawong se dio cuenta de que trataba de calibrar el elemento mágico que acompañaba a las órdenes.

—Soldado —dijo Suriyawong—, no me han hechizado. Esta mujer conoce el plano de la base del alto mando indio en Hyderabad.

—¿Por qué iba a dárnoslo una india? —preguntó el soldado.

—Porque el cabrón que dirige el bando indio tiene una prisionera que es vital para la guerra.

En ese instante el soldado lo comprendió, y el elemento mágico remitió. Sacó el satrad del cinturón y pulsó el código de interrupción de la misión. Todos los otros satrads vibraron de inmediato.

Al momento empezaron a desmantelar los explosivos.

Si tuvieran que evacuar sin desmantelar, enviarían un segundo código de urgencia. No obstante

Suriyawong no quería que su material cayera en manos indias y pensó que un poco de tranquilidad sería lo mejor.

—Soldado, necesito parecer hipnotizado por esa mujer —dijo—. No estoy hipnotizado, pero lo voy a fingir para que los soldados indios que rodean a esa mujer crean que me está controlando. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Mientras regreso junto a ella, llama a Bean y dile que necesito que todos los helicópteros menos el mío evacuen la zona, para que los indios vean que se marchan. Luego di «Petra». ¿Entendido? No le digas nada más, no importa lo que pregunte. Puede que nos estén controlando, si no aquí, en Hyderabad.

O en Beijing, pero no quiso complicar las cosas diciendo eso.

—Sí, señor.

Suriyawong se volvió, se acercó tres pasos a Virlomi y luego se postró ante ella. Tras él, oyó que el soldado decía exactamente lo que le había ordenado.

Poco después los helicópteros empezaron a elevarse a ambos lados del barranco. Las tropas de

Bean se marchaban.

Suriyawong se levantó y regresó con sus hombres. Su compañía había llegado en dos helicópteros.

—Todos vosotros subid al helicóptero de los explosivos —dijo—. Que sólo el piloto y el copiloto se queden en el otro helicóptero.

Los hombres obedecieron inmediatamente, y tres minutos después Suriyawong se quedó solo en su extremo del puente. Se dio la vuelta e hizo una reverencia más a Virlomi, luego caminó tranquilamente

hacia su helicóptero y subió a bordo.

—Elévate despacio —le dijo al piloto—, y luego pasa lentamente cerca de la mujer, por el lado de la puerta. En ningún momento debe apuntarle ningún arma. Nada que parezca remotamente amenazador.

Suriyawong se asomó a la ventanilla. Virlomi no hacía señales.

—Elévate más, como si nos marcháramos. El piloto obedeció.

Finalmente, Virlomi empezó a agitar los brazos, llamándolos lentamente, como si los atrajera con cada movimiento.

—Reduce velocidad y luego empieza a descender hacia ella. No quiero ninguna posibilidad de error. Lo último que necesitamos es que por culpa de una corriente de aire la alcancen las aspas.

El piloto soltó una carcajada siniestra y acercó el helicóptero al puente, lo bastante lejos para que

Virlomi no quedara bajo las aspas, pero lo suficientemente cerca para que sólo tuviera que dar unos cuantos pasos para subir.

Suriyawong corrió hacia la puerta y la abrió.

Virlomi no se limitó a entrar: se acercó bailando, haciendo movimientos circulares con cada paso, como en un ritual.

Por impulso, él saltó del helicóptero y se postró de nuevo. Cuando ella se acercó, dijo, en voz bien alta para que ella lo oyera por encima del fragor del helicóptero:

—¡Písame!

Ella plantó sus pies descalzos sobre sus hombros y se montó en su espalda. Suriyawong no sabía cómo podrían haber comunicado más claramente a los soldados indios que Virlomi no sólo había

salvado el puente, sino que también se había hecho con el control del helicóptero.

Virlomi entró en el aparato.

Él se levantó, se dio la vuelta muy despacio y subió lentamente al helicóptero.

La lentitud terminó en el momento en que estuvo dentro. Cerró la puerta de golpe y gritó:

—¡Pon los jets en marcha en cuanto puedas! El helicóptero se elevó torpemente.

—¡Abróchate el cinturón! —ordenó Suriyawong a Virlomi. Entonces, al ver que ella no conocía el interior del aparato, la sentó en su sitio y le puso los extremos del cinturón en las manos. Ella lo

comprendió al instante y terminó el trabajo mientras él ocupaba su lugar y se abrochaba el cinturón justo

cuando el helicóptero desconectaba las aspas y caía por un instante, antes de que los jets entraran en acción. Salieron a toda velocidad del barranco hasta quedar fuera del alcance de los misiles tierra-aire.

—Acabas de alegrarme el día —dijo Suriyawong.

—Habéis tardado bastante —contestó Virlomi—. Creí que este puente sería uno de los primeros lugares que atacaríais.

—Supusimos que eso sería lo que imaginaría todo el mundo, y por eso no vinimos.

—Claro. Tendría que haberme acordado de pensar exactamente al revés para predecir qué harían los mocosos de la Escuela de Batalla.

En el mismo momento en que Bean vio a la chica del puente, comprendió que había de ser Virlomi, la alumna india de la Escuela de Batalla que había respondido a su mensaje para Briseida. Sólo pudo esperar que Suriyawong se diera cuenta de lo que pasaba antes de que tuviera que dispararle a alguien. Por suerte Surly no le había fallado.

Cuando regresaron al campo de operaciones, Bean apenas saludó a Virlomi antes de empezar a dar órdenes.

—Quiero que toda la zona sea desmantelada. Todo el mundo viene con nosotros.

Mientras los comandantes de la compañía se encargaban de eso, Bean ordenó al equipo de comunicaciones de los helicópteros que le prepararan una conexión de red.

—Es por satélite —dijo el soldado—. Nos localizarán inmediatamente.

—Nos habremos ido antes de que puedan reaccionar.

Sólo entonces empezó a explicar lo que hacía a Suriyawong y Virlomi.

—Estamos plenamente equipados, ¿no?

—Pero no tenemos combustible.

—Me encargaré de eso. Vamos a ir a Hyderabad ahora mismo.

—Pero ni siquiera he dibujado los planos.

—Ya habrá tiempo para eso en el aire —dijo—. Esta vez viajaremos juntos, Suriyawong. No podemos evitarlo: los dos hemos de conocer el plan.

—Hemos esperado mucho tiempo —dijo Suriyawong—. ¿A qué viene ahora tanta prisa?

—Dos cosas. ¿Cuánto tiempo crees que pasará antes de que Aquiles se entere de que nuestra fuerza de choque recogió a una muchacha india que nos esperaba en un puente? Segundo, voy a obligar a actuar a Peter Wiggin. El infierno va a desencadenarse, y nosotros cabalgaremos la ola.

—¿Cuál es el objetivo? —preguntó Virlomi—. ¿Salvar a Petra? ¿Matar a Aquiles?

—Sacar de allí a todos los chicos de la Escuela de Batalla que quieran venir con nosotros.

—Nunca dejarán la India. Tal vez yo me quede también.

—Te equivocas en ambas cosas —dijo Bean—. Le doy a la India menos de una semana antes de que los soldados chinos controlen Nueva Delhi y Hyderabad y cualquier otra ciudad que quieran.

—¿Los chinos? —dijo Virlomi—. Pero hay una especie de...

—¿Pacto de no agresión? ¿Preparado por Aquiles?

—Ha estado trabajando para China desde el principio —dijo Suriyawong—. El ejército indio está al descubierto, mal equipado, agotado, desmoralizado.

—Pero... si China está de parte de Tailandia, ¿no es eso lo que queréis? Suriyawong soltó una carcajada amarga.

—China está de parte de China. Tratamos de advertir a nuestra gente, pero están convencidos de

que existe un pacto con Beijing.

Virlomi comprendió de inmediato. Entrenada en la Escuela de Batalla, sabía pensar como Bean y

Suriyawong.

—Por eso Aquiles no utilizó el plan de Petra.

Bean y Suriyawong se rieron con un guiño de complicidad.

—¿Conocíais el plan de Petra?

—Supusimos que habría un plan mejor que el que está usando la India.

—¿Entonces tenéis un plan para detener a los chinos?

—Ninguno —respondió Bean—. Podríamos haberlos detenido hace un mes, pero en ese momento nadie nos hizo caso. —Pensó en Peter y se esforzó por contener la rabia—. Tal vez todavía se pueda detener a Aquiles, o al menos debilitarlo. Pero nuestro objetivo es impedir que el equipo indio de la Escuela de Batalla caiga en manos chinas. Nuestros amigos tailandeses ya tienen preparadas rutas de huida, así que cuando lleguemos a Hyderabad no sólo tendremos que encontrar a Petra, sino que habrá que ofrecer la posibilidad de escapar a todos los que quieran acompañarnos. ¿Te escucharán?

—Ya veremos, ¿no?

—La conexión está preparada —anunció un soldado—. No he enlazado todavía, porque entonces el reloj empezará a contar.

—Hazlo —ordenó Bean—. Tengo que decirle unas cuantas cosas a Peter Wiggin. Ya voy, Petra. Voy a rescatarte.

En cuanto a Aquiles, si se pone a mi alcance, no habrá piedad esta vez, no confiaré en que otro lo mantenga fuera de la circulación. Lo mataré sin discusión. Y mis hombres tendrán órdenes de hacer lo

mismo.


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