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52.96% Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 125: Consejera de inversiones.-2

章 125: Consejera de inversiones.-2

¡Lo había usado hacía sólo un m om ento! Esto era im posible. Esto era…

¿Cóm o podía el m uchacho haber introducido un virus en su sistem a sim plem ente entrando inform ación fiscal? ¿P odía estar m etido de alguna form a en el nom bre de alguna com pañía? Benedetto era un usuario de software ilegal, no un diseñador; pero pese a todo nunca había oído hablar de nada que pudiera entrar a través de datos no infectados, a través de la seguridad del sistem a fiscal.

Este Andrew Wiggin tenía que ser alguna especie de espía. Sorelledolce era uno de los últim os reductos que se oponía a la com pleta federación con el Congreso de las Rutas Estelares…, tenía que ser un espía del Congreso enviado para intentar subvertir la independencia de Sorelledolce.

Sólo que eso era absurdo. Un espía acudiría preparado para som eter su declaración de im puestos, pagar, y seguir adelante. Un espía no haría nada que llam ara la atención sobre sí m ism o.

Tenía que haber alguna explicación. Benedetto iba a conseguirla. Fuera quien fuese ese Andrew Wiggin, Benedetto no iba a dej arse tim ar respecto a la parte que le correspondía de la riqueza del m uchacho. Había aguardado m ucho tiem po algo com o esto, y sólo porque ese m uchacho Wiggin tuviera algún curioso software de seguridad eso no quería decir que Benedetto no encontrara una form a de m eter sus m anos en lo que era suy o por derecho.

Andrew estaba todavía un poco acalorado cuando él y Valentine salieron del

astropuerto. Sorelledolce era una de las colonias m ás nuevas, sólo un centenar de años de antigüedad, pero su estatus com o planeta asociado significaba que un m ontón de negocios oscuros e irregulares habían em igrado allí, tray endo consigo pleno em pleo, m uchas oportunidades, y un florecim iento que hacía que el cam inar de todo el m undo pareciera m ás vigoroso…, y los oj os de todo el m undo parecieran m irar constantem ente por encim a del hom bro. Las naves llegaban llenas de gente y se m archaban llenas de carga, de tal m odo que la población de la colonia se estaba acercando a los cuatro m illones y la de la capital, Donnabella, rebasaba el m illón.

La arquitectura era una extraña m ezcla de cabañas de troncos y plástico prefabricado. Sin em bargo no podías distinguir la edad de un edificio por eso: am bos m ateriales habían coexistido desde un principio. La flora nativa era la j ungla de helechos, y la fauna —dom inada por lagartos sin patas— era de proporciones dinosaurias, pero los asentam ientos hum anos eran seguros, y los cultivos producían tanto que la m itad de las tierras podían dedicarse a cosechas de choque para la exportación, algunas legales para textiles y otras ilegales para ingestión. Sin m encionar el com ercio de las enorm es y m ulticolores pieles de serpiente usadas com o tapices y revestim ientos para techos en todos los m undos gobernados por el Congreso de las Rutas Estelares. Más de un grupo de caza entraba en la j ungla y regresaba un m es m ás tarde con cincuenta pieles, las suficientes para que los supervivientes se retiraran en m edio del luj o. Más de un grupo de caza entraba en la j ungla, sin em bargo, para no volver a ser visto nunca. El único consuelo, según los brom istas locales, era que la bioquím ica era lo bastante distinta com o para que cualquier serpiente que devorara a un hum ano sufriera diarrea durante una sem ana. No era una venganza, pero ay udaba.

Se levantaban constantem ente nuevos edificios, pero no podían atender toda la dem anda, y Andrew y Valentine tuvieron que pasar todo un día buscando antes

de encontrar una habitación que pudieran com partir. P ero su nuevo com pañero de habitación, un cazador abisinio de enorm e fortuna, prom etió que tendría su expedición lista y partiría de caza dentro de unos pocos días, y todo lo que pedía era que vigilaran sus cosas hasta que regresara…, o no lo hiciera.

—¿Cóm o sabrem os cuándo no ha regresado? —preguntó Valentine, siem pre la m uj er práctica.

—Las m uj eres llorando en el barrio libio —respondió el hom bre.

La prim era acción de Andrew fue conectarse a la red con su propio ordenador, a fin de poder estudiar con com odidad sus recién descubiertos activos. Valentine tuvo que ocupar sus prim eros días con un enorm e volum en de correspondencia suscitado por su últim o libro, adem ás de la norm al cantidad de correo que había recibido de historiadores de todos los m undos colonizados. La m ay oría lo m arcó para responder m ás tarde, pero sólo los m ensaj es urgentes le tom aron tres largos días. P or supuesto, la gente que le escribía no tenía ni idea de que se com unicaban con una m uj er j oven de unos veinticinco años (edad subj etiva). P ensaban que se com unicaban con el conocido historiador Dem óstenes. No era que nadie pensara ni por un m om ento que el nom bre era algo m ás que un seudónim o; y algunos periodistas, respondiendo a su prim era oleada de fam a con su últim o libro, habían intentado identificar al « auténtico Dem óstenes» rastreando sus largas andanadas de lentas respuestas o no respuestas al com pás de sus viaj es, y luego elaborando a partir de las listas de pasaj eros un posible candidato. Eso requería una enorm e cantidad de cálculo, pero ¿para qué estaban los ordenadores, si no? Así que varios hom bres con varios grados de erudición fueron acusados de ser Dem óstenes, y algunos no intentaron dem asiado seriam ente negarlo.

Todo esto divertía enorm em ente a Valentine. Mientras los cheques de los royalties siguieran llegando al lugar correcto y nadie intentara colar un libro utilizando su seudónim o, no le im portaba en absoluto quien quisiera atribuirse el m érito. Había trabaj ado con seudónim o —este seudónim o, en realidad— desde la infancia, y se sentía cóm oda con esa extraña m ezcla de fam a y anonim ato. Lo m ej or de am bos m undos, le decía a Andrew.

Ella tenía fam a, él tenía notoriedad. Así que no usaba seudónim o…, todo el

m undo suponía sim plem ente que su nom bre era un horrible faux pas por parte de sus padres. Nadie llam ado Wiggin tendría el atrevim iento de bautizar a su hij o Andrew, no después de que lo hiciera el Xenocida, eso al m enos era lo que parecían creer. A los veinte años, era im pensable que este j oven pudiera ser el m ism o Andrew Wiggin. No habían tenido form a de saberlo durante los últim os tres siglos, él y Valentine habían ido de m undo en m undo sólo el tiem po suficiente para que ella hallara la siguiente historia que deseaba investigar, reunir los m ateriales y luego tom ar la siguiente astronave para poder escribir el libro m ientras viaj aban hacia el siguiente planeta. Debido a los efectos relativistas,

apenas habían perdido dos años de vida en los últim os trescientos de tiem po real. Valentine se sum ergía profunda y brillantem ente —¿quién podía dudarlo, visto lo que escribía?— en cada cultura, pero Andrew se m antenía com o un turista. O m enos. Ay udaba a Valentine con su investigación y j ugueteaba un poco con los lenguaj es, pero casi no hacía am igos y perm anecía distanciado de los lugares. Ella deseaba saberlo todo; él deseaba no am ar a nadie.

O eso creía, cuando pensaba en ello. Era solitario, pero se decía a sí m ism o que le alegraba ser solitario, que Valentine era toda la com pañía que necesitaba, m ientras que ella, que necesitaba m ás, tenía a toda la gente a la que conocía a través de sus investigaciones, toda la gente con la que m antenía correspondencia.

Inm ediatam ente después de la guerra, cuando todavía era Ender, cuando todavía era un niño, algunos de los otros niños que habían servido con él le escribieron cartas. P uesto que era el prim ero de ellos en viaj ar a la velocidad de la luz, sin em bargo, la correspondencia cesó pronto, porque cuando recibía una carta y la contestaba, él era cinco, diez años m ás j oven que ellos. El que había sido su líder era ahora un niño pequeño. Exactam ente el niño que habían conocido, al que habían buscado; pero por sus vidas habían pasado los años. La m ay oría de ellos se habían visto atrapados en las guerras que desgarraron la Tierra en la década siguiente a la victoria sobre los insectores, habían crecido hasta la m adurez en el com bate o la política. Cuando recibieron la carta de respuesta de Ender a la suy a, em pezaron a pensar en aquellos viej os días com o en historia antigua, otra vida. Y ahí estaba aquella voz del pasado, respondiendo al niño que le había escrito, sólo que ese niño y a no estaba ahí. Algunos de ellos lloraron encim a de la carta, recordando a su am igo, lam entándose de que sólo a él no se le hubiera perm itido volver a la Tierra tras la victoria. P ero ¿cóm o podían responderle? ¿Hasta qué punto podían tocarse sus vidas?

Más tarde, la m ay oría de ellos volaron a otros m undos, m ientras Ender servía com o gobernador-niño de una colonia en uno de los m undos colonia conquistados a los insectores. Llegó a la m adurez en aquel am biente bucólico y, cuando estuvo preparado, fue guiado al encuentro con la últim a Reina Colm ena superviviente, que le contó su historia y le suplicó que la llevara a un lugar seguro, donde su pueblo pudiera ser restablecido. Él le prom etió que lo haría, y com o prim er paso hacia crear un m undo seguro para ella escribió un corto libro sobre ella, titulado La reina Colmena. Lo publicó anónim am ente…, a sugerencia de Valentine. Lo firm ó « El portavoz de los m uertos» .

No tenía ni idea de lo que ese libro iba a hacer, cóm o iba a transform ar la

percepción de la hum anidad sobre la Guerra de los Insectores. Fue ese libro el que lo transform ó del niño-héroe al niño-m onstruo, de la víctim a en la Tercera Guerra de los Insectores al Xenocida que destruy ó otra especie de form a com pletam ente innecesaria. No fue que lo dem onizaran desde un principio. Fue un proceso gradual, paso a paso. P rim ero sintieron piedad, hacia el niño que

había sido m anipulado para que usara su genio para destruir a la Reina Colm ena. Luego su nom bre em pezó a ser usado para designar a cualquiera que hacía cosas m onstruosas sin com prender lo que estaba haciendo. Y luego su nom bre — popularizado com o Ender el Xenocida— se convirtió para designar a alguien que hace lo desm edido a una escala m onstruosa. Andrew com prendía cóm o había ocurrido, y ni siquiera lo desaprobaba. P orque nadie podía culparle m ás de lo que él se culpaba a sí m ism o. Sabía que no había conocido la verdad, pero sabía que hubiera debido conocerla, y que aunque no hubiera tenido intención de que las reinas de las colm enas fueran destruidas, toda la especie de un solo golpe, ese había sido pese a todo el efecto de sus acciones. Hizo lo que hizo, y tenía que aceptar su responsabilidad.

Lo cual incluía el capullo en el cual la Reina Colm ena viaj aba con él, seca y envuelta com o una reliquia de la fam ilia. Tenía privilegios y autorizaciones que todavía se adherían a él de su antiguo estatus con los m ilitares, de m odo que su equipaj e nunca era inspeccionado. O al m enos no había sido inspeccionado hasta ahora. Su encuentro con el hom bre de los im puestos Benedetto era la prim era señal de que las cosas podían ser diferentes para él com o adulto.

Diferentes, pero no lo bastante diferentes. Ya arrastraba el peso de la destrucción de una especie. Ahora arrastraba el peso de su salvación, su restauración. ¿Cóm o podía él, un m uchacho de veinte años, apenas un hom bre, hallar un lugar donde la Reina Colm ena pudiera em erger y depositar sus huevos fertilizados, donde ningún ser hum ano pudiera descubrirla e interferir? ¿Cóm o podía protegerla?

El dinero podía ser la respuesta. A j uzgar por la form a en que se abrieron los oj os de Benedetto cuando vio la lista de los activos de Andrew, debía de tener un buen m ontón de dinero. Y Andrew sabía que el dinero podía convertirse en poder, entre otras cosas. P oder, quizá, para com prar seguridad para la Reina Colm ena.

Es decir, si podía im aginar cuánto dinero era, y cuántos im puestos tenía que pagar.

Sabía que había expertos en este tipo de cosas. Abogados y contables para quienes eso era una especialidad. P ero pensó de nuevo en los oj os de Benedetto. Andrew conocía la avaricia cuando la veía. Cualquiera que supiese de él y de su aparente riqueza podía em pezar a intentar hallar form as de apoderarse de parte de ella. Andrew sabía que el dinero no era suy o. Era dinero ensangrentado, su recom pensa por destruir a los insectores. Necesitaba utilizarlo para restablecerlos antes de que cualquiera de los dem ás pudiera reclam arlo com o suy o. ¿Cóm o podía hallar a alguien que le ay udase sin abrir la puerta que dej ara entrar a los chacales?

Discutió esto con Valentine, y ella le prom etió preguntar entre sus conocidos allí (porque tenía conocidos por todas partes, a través de su correspondencia) en

quién se podía confiar. La respuesta llegó rápidam ente: nadie. Si tienes una gran fortuna y deseas a alguien que te ay ude a protegerla, Sorelledolce no era el lugar m ás adecuado.

Así, Andrew estudió día tras día ley es fiscales durante una hora o dos y luego, durante otras cuantas horas, intentó evaluar sus activos y analizarlos desde un punto de vista fiscal. Era un trabaj o aturdidor, y cada vez que creía com prender algo em pezaba a sospechar que había algún detalle que se le escapaba, algún truco que necesitaba conocer para conseguir que las cosas funcionaran para él. El lenguaj e en un párrafo que parecía carecer de im portancia gravitaba de pronto enorm em ente, y tenía que volver atrás y estudiarlo y ver cóm o creaba una excepción a una regla que creía que se aplicaba a él. Al m ism o tiem po, había exenciones especiales que se aplicaban sólo a casos especiales y a veces sólo a una com pañía, pero casi invariablem ente tenía algunas acciones en esa com pañía, o era propietario de acciones de un fondo que tenía intereses en ella. No era asunto de un m es de estudio, era toda una carrera, sim plem ente rastrear lo que poseía. P odía acum ularse una gran riqueza en cuatrocientos años, en especial si no gastas prácticam ente nada de ella. Cualquier porción de su asignación que hubiera usado cada año quedaba superada por las nuevas inversiones. Sin siquiera saberlo, le parecía que tenía el dedo m etido en todos los pasteles.

No quería esto. No le interesaba. Cuanto m ás com prendía m enos le im portaba. Estaba llegando al punto en el que no com prendía por qué los especialistas fiscales sim plem ente no se suicidaban.

Fue entonces cuando apareció el anuncio en su e-mail. No se suponía que recibiera publicidad: los viaj eros interestelares estaban autom áticam ente m ás allá de todos los publicistas, puesto que el dinero de la publicidad se m algastaba durante su viaj e, y el m ontón de viej os anuncios los abrum aría cuando alcanzaran terreno sólido. Andrew estaba en terreno sólido ahora, pero no había gastado nada, excepto para subarrendar una habitación y com prar com ida, y se suponía que ninguna de esas dos actividades lo ponía en la lista de nadie.

Sin em bargo, ahí estaba: ¡El software financiero de élite! ¡La respuesta que

está usted buscando!

Era com o los horóscopos: los suficientes tiros al azar, y alguno de ellos alcanzará un blanco. Así que en vez de borrar el anuncio, lo abrió y dej ó que creara su pequeña presentación tridi en su ordenador.

Había observado algunos de los anuncios que brotaban del ordenador de Valentine: su correspondencia era tan volum inosa que no había ninguna posibilidad de evitarlos, al m enos no baj o su identidad pública de Dem óstenes. Estaban llenos de fuegos artificiales y piezas teatrales, sorprendentes efectos especiales o dram as em ocionantes pensados para vender cualquier cosa que pudiera venderse.

Este, sin em bargo, era sencillo. Una cabeza de m uj er apareció en la pantalla, pero m irando hacia otro lado. Giró la vista, com o buscando, hasta que finalm ente

« vio» a Andrew.

—Oh, está usted aquí —dij o.

Andrew no dij o nada, esperando que continuara.

—Bueno, ¿no va a responderm e? —preguntó ella.

Un buen software, pensó Andrew. P ero m uy arriesgado, suponer que todos los receptores no van a responder al prim er m om ento.

—Oh, y a veo —dij o la m uj er—. Cree que sólo soy un program a ej ecutándose en su ordenador. P ero no es así. Soy la am iga y consej era financiera que ha estado deseando, pero no trabaj o por dinero, trabaj o para usted. Tiene que hablar conm igo a fin de que y o pueda com prender lo que desea hacer usted con su dinero, qué quiere lograr. Tengo que oír su voz.

P ero a Andrew no le gustaba j ugar con program as de ordenador. Tam poco le gustaba el teatro de participación. Valentine lo había arrastrado a un par de espectáculos donde los actores intentaban enganchar a la audiencia. En una ocasión un m ago había intentado utilizar a Andrew en su acto, hallando obj etos ocultos en sus orej as y pelo y chaqueta. P ero Andrew m antuvo su rostro inexpresivo y no hizo ningún m ovim iento, no dio la m enor señal de com prender siquiera lo que estaba ocurriendo, hasta que el m ago captó finalm ente la idea y buscó a otro. Lo que Andrew no haría por un ser vivo no lo haría ciertam ente para un program a de ordenador. P ulsó la tecla P ágina para pasar la introducción de aquella cabeza parlante.

—¡Ay ! —dij o la m uj er—. ¿Qué intenta hacer, librarse de m í?

—Sí —dij o Andrew. Y se m aldij o por haber sucum bido al truco. Aquella sim ulación era tan astutam ente real que finalm ente había provocado su respuesta por reflej o.

—Suerte que usted no tiene una tecla de P ágina. ¿Tiene idea de lo doloroso que es eso? Sin m encionar lo hum illante.

Tras haber hablado una vez, no había ninguna razón para no seguir adelante y

usar la interfaz preferido de aquel program a.

—Oh, vam os, ¿cóm o puedo sacarla de m i m onitor para poder volver a las m inas de sal? —preguntó Andrew. Habló deliberadam ente de una form a fluida y un tanto confusa, sabiendo que incluso el m ás elaborado software de reconocim iento de voz se hacía pedazos cuando se enfrentaba con un habla acentuada, confusa y m uy idiom ática.

—Tiene usted acciones en dos m inas de sal —dij o la m uj er—. P ero am bas son inversiones a pérdidas. Necesita librarse de ellas.

Aquello irritó a Andrew.

—No le he asignado ningún archivo para que lo lea —dij o—. Ni siquiera he com prado todavía este software. No quiero que lea m is archivos. ¿Qué debo

hacer para apagarla?

—P ero si liquida las m inas de sal, puede usar el producto de la venta para pagar sus im puestos. Cubre casi exactam ente el im porte de un año.

—¿Me está diciendo que ha calculado y a m is im puestos?

—Acaba de aterrizar usted en el planeta Sorelledolce, donde la tasa de im puestos es desm edidam ente alta. P ero usando todas las exenciones que aún le quedan, incluidas las ley es de beneficios a los veteranos que sólo se aplican a un puñado de participantes de la Guerra del Xenocida, he conseguido m antener el im porte total por debaj o de los cinco m illones.

Andrew se echó a reír.

—Oh, brillante, ni siquiera m i cifra m ás pesim ista superaba el m illón y m edio.

Ahora fue el turno de la m uj er de echarse a reír.

—Su cifra era de un m illón y m edio de estelares. Mi cifra está por debaj o de los cinco m illones de firenzette.

Andrew calculó la diferencia en m oneda local y su sonrisa se desvaneció.

—Eso hace siete m il estelares.

—Siete m il cuatrocientos diez —dij o la m uj er—. ¿Me contrata?

—No hay ninguna form a legal de que pueda usted conseguir que pague esto de im puestos.

—Al contrario, señor Wiggin. Las ley es fiscales están diseñadas para engañar a la gente y hacer que pague m ás de lo que debe. De esa form a los ricos que conocen el asunto se aprovechan de las drásticas deducciones, m ientras que aquellos que no poseen buenas conexiones y no han encontrado un asesor que sepa seguir todos esos vericuetos se ven obligados a pagar cantidades ridículam ente altas. Yo conozco todos esos vericuetos.

—Un gran discurso —dij o Andrew—. Muy convincente. Excepto cuando la policía venga y m e arreste.

—¿Eso cree usted, señor Wiggin?

—Si m e está obligando a usar una interfaz verbal —dij o Andrew—, al m enos llám em e otra cosa distinta a señor.

—¿Qué tal Andrew? —preguntó ella.

—Espléndido.

—Y usted puede llam arm e Jane.

—¿Debo?

—O y o puedo llam arle Ender —dij o ella.

Andrew se inm ovilizó. No había nada en sus archivos que indicara su apodo de infancia.

—Term ine este program a y salga inm ediatam ente de m i ordenador —dij o.

—Com o usted quiera —respondió ella. Su cabeza desapareció de la pantalla. Buen consej o, pensó Andrew. Si presentaba una declaración de im puestos con

aquella cantidad a Benedetto, no había ninguna posibilidad de evitar una auditoría com pleta, y por la form a en que Andrew había evaluado al hom bre, Benedetto term inaría con un buen m ordisco de los activos de Andrew en su poder. No era que a Andrew le im portara un poco de iniciativa en un hom bre, pero tenía la sensación de que Benedetto no sabía cuándo decir alto. No necesitaba exhibir una bandera roj a delante de su rostro.

P ero a m edida que trabaj aba, em pezó a desear no haberse apresurado tanto. Ese software Jane podía haber extraído el nom bre « Ender» de su base de datos com o un apodo de Andrew. Aunque era extraño que eligiera ese nom bre antes que otras elecciones m ás obvias com o Drew o Andy, era paranoico por su parte im aginar que una pieza de software que había entrado por el e-mail en su ordenador —sin duda una versión de prueba de un program a m ucho m ás am plio

— pudiera haber sabido tan rápidam ente que él era en realidad el Andrew

Wiggin.

Sim plem ente había dicho y hecho lo que estaba program ada para decir y hacer. Quizás elegir el apodo m enos probable fuera una estrategia para conseguir que el cliente potencial diera el apodo correcto, lo cual significaría la aprobación tácita para usarlo…, otro paso m ás hacia la decisión de com prar.

¿Y si aquella cifra baj a, baj a de im puestos fuera correcta? ¿Y qué ocurriría si él podía forzarla a una cifra m ás razonable? Si el software estaba com pletam ente escrito, podía ser exactam ente el consej ero financiero y de inversiones que necesitaba. Ciertam ente, había hallado con toda facilidad las dos m inas de sal, a partir de una form a de hablar de su infancia en la Tierra. Y su valor de venta, cuando siguió adelante y las liquidó, fue exactam ente el que ella había predicho.

El que el software había predicho. El rostro de aspecto hum ano en el m onitor era ciertam ente un buen truco, para personalizar el software y conseguir que em pezara a pensar en él com o en una persona. P odías enviar a la m ierda a una pieza de software, pero sería rudo hacerlo con una persona.

Bueno, con él no había funcionado. Él la había enviado a la m ierda. Y lo haría

de nuevo, si sentía la necesidad. P ero en estos m om entos, con sólo dos sem anas por delante de la fecha lím ite, pensó que valdría la pena aceptar la irritación de una intrusa m uj er virtual. Quizá pudiera reconfigurar el software para com unicarse con él sólo en m odo texto, com o prefería.

Fue a su e-mail y llam ó al anuncio. Esta vez, sin em bargo, todo lo que apareció fue el m ensaj e estándar: �� Archivo y a no disponible» .

Se m aldij o a sí m ism o. No tenía la m enor idea del planeta de origen.

Mantener un enlace a través del ansible era caro. Una vez cerrado el program a dem o, se dej aba m orir el enlace…, no servía de nada gastar un precioso enlace interestelar en un cliente que no com praba al instante. Oh, dem onios. Ya no podía hacer nada al respecto.

Benedetto descubrió que el proy ecto le llevaba casi m ás tiem po de lo que valía, rastrear hacia atrás a aquel tipo para descubrir con quién trabaj aba. No resultó fácil seguirle de viaj e en viaj e. Todos sus vuelos eran especiales, clasificados —de nuevo prueba de que trabaj aba con alguna ram a de algún gobierno—, y encontró el viaj e anterior a este sólo por accidente. P ronto, sin em bargo, se dio cuenta de que si rastreaba a su am ante o herm ana o secretaria o lo que fuera aquella m uj er Valentine, las cosas serían m ucho m ás fáciles.

Lo que m ás le sorprendió fue el breve tiem po que perm anecían en cualquier lugar. Con sólo unos pocos viaj es, Benedetto los había rastreado hacia atrás trescientos años, hasta el alba m ism a de la era de la colonización, y por prim era vez se le ocurrió que no era inconcebible que aquel Andrew Wiggin pudiera ser el auténtico…

No, no. Todavía no podía perm itirse creer en ello. P ero si fuera cierto, si fuera realm ente el crim inal de guerra que…

Las posibilidades de chantaj e eran abrum adoras.

¿Cóm o era posible que nadie hubiera efectuado aquella obvia investigación sobre Andrew y Valentine Wiggin? ¿O estaban pagando y a a chantaj istas en varios m undos?

¿O estaban todos los chantaj istas m uertos? Tendría que ir con cuidado. La gente con tanto dinero tenía invariablem ente am igos poderosos. Benedetto tendría que encontrar am igos propios para protegerse cuando pusiera en m archa su nuevo plan.


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