Estrictamente hablando, este libro no es una secuela, porque empieza y termina más o menos en el mismo punto cronológico que El juego de Ender. De hecho, es la narración de la misma historia, desde el punto de vista de otro personaje, por lo que ambas comparten personajes y escenarios. Resulta difícil hallar un término que la defina. ¿Se trata de una novela compañera? ¿Una novela paralela? Quizás un «paralaje», si se me permite aplicar un término científico a la literatura.
En principio, esta novela va destinada tanto a quienes nunca hayan leído El juego de Ender como a aquellos que hayan visitado esa obra varias veces. Como no es una segunda parte, no hay ninguna información de El juego de Ender necesaria para comprender este libro que no aparezca aquí. Sin embargo, si he conseguido mi objetivo literario, los dos libros se complementarán y se ayudarán mutuamente. No importa cuál lea usted primero, la otra novela debe seguir funcionando por mérito propio.
Durante muchos años, he observado con agradecimiento que El juego de Ender crecía en popularidad, sobre todo entre los lectores en edad escolar.
Aunque nunca pretendí que fuera una novela juvenil, ha sido recibida con entusiasmo por muchos jóvenes y otros tantos profesores que han encontrado la manera de usar el libro en sus clases.
Nunca me ha sorprendido que sus continuaciones (La voz de los muertos, Ender el Xenocida, e Hijos de la mente) no atrajeran tanto a los jóvenes lectores. El motivo obvio es que El juego de Ender se centra en torno a un niño, mientras que las secuelas lo hacen en torno a adultos: quizás más importante, El juego de Ender es, al menos en apariencia, una novela heroica y aventurera, mientras que las continuaciones plantean un tipo de historia completamente distinta, de ritmo más lento y contemplativo, centrada en las ideas, además de abordar temas de importancia menos inmediata para los intereses juveniles.
Sin embargo, recientemente me he dado cuenta de que los tres mil años que median entre El juego de Ender y sus continuaciones dejan espacio de sobra para otras secuelas que guarden una relación más estrecha con el original. De hecho, en cierto sentido El juego de Ender carece de secuelas, pues los otros tres libros forman una historia continua en sí mismos.
Durante algún tiempo consideré la idea de abrir el universo de El juego de Ender a otros escritores, y llegué a invitar a un autor cuya obra admiro, Neal Shusterman, para que colaborara conmigo en la creación de novelas sobre los compañeros de Ender Wiggin en la Escuela de Batalla.
Al comentar el tema, llegamos a la conclusión de que el personaje más evidente para empezar era Bean, el niño-soldado a quien Ender trataba como a él lo habían tratado sus maestros adultos.
Y en ese momento sucedió algo. Cuanto más hablábamos, más envidia me producía el hecho de que Neal fuera a escribir ese libro, y no yo, hasta que por fin comprendí que, lejos de acabar escribiendo sobre «chicos en el espacio», como cínicamente describía el proyecto, cada vez tenía más que decir, pues había aprendido unas cuantas cosas en los
años que habían transcurrido desde la primera aparición de El juego de Ender en 1985. Y así, aunque aún espero que Neal y yo trabajemos juntos en algún proyecto, retiré rápidamente la propuesta.
Pronto descubrí que contar la misma historia de forma distinta es más difícil de lo que parece, sobre todo porque, a pesar de variar el punto de vista, el autor era el mismo, con las mismas creencias de base sobre el mundo. Me ayudó el hecho de que a lo largo de mi carrera había aprendido algunas estrategias, y podía incluir en el proyecto distintas preocupaciones y una mayor capacidad de comprensión. Ambos libros provienen de la misma mente, pero no igual: se basan en los mismos recuerdos de la infancia, pero desde una perspectiva distinta. Para el lector, el paralaje se crea por Ender y Bean, separados a medida que viven los mismos acontecimientos. Para el escritor, el paralaje fue creado por una docena de años en los que mis hijos crecieron, y nacieron los más pequeños, y el mundo cambió a mi alrededor, y yo aprendí unas cuantas cosas sobre la naturaleza humana y sobre el arte que antes ignoraba.
Ahora tienen ustedes este libro en las manos. Ustedes juzgarán si el experimento literario ha tenido éxito o no. Para mí mereció la pena zambullirme de nuevo en el mismo pozo, pues el agua había cambiado enormemente, y si no se había convertido exactamente en vino, al menos tiene un sabor diferente por el recipiente distinto en el que fue transportado, y espero que lo disfruten tanto, o incluso más.
Greensboro, Carolina del Norte, enero de 1999