«Una vez oí el relato de un hombre que se dividió en dos.
Una parte nunca cambió; la otra creció y creció.
La parte que no cambió siempre fue fiel, la parte creciente siempre fue nueva;
y yo me pregunté, cuando terminó el relato, qué parte era yo y qué parte eras tú.»
de Los susurros divinos de Han Qing jao
Valentine se despertó la mañana del funeral de Ender llena de sombrías reflexiones. Había venido a este mundo de Lusitania para poder estar de nuevo con él y ayudarle en su trabajo. Sabía que a Jakt le había dolido que quisiera ser tan desesperadamente parte de la vida de Ender otra vez; sin embargo su marido había renunciado al mundo de su infancia para acompañarla. Tanto sacrificio. Y ahora Ender había muerto.
Sí y no. Durmiendo en su casa estaba el hombre que tenía el aiúa de Ender en su interior, lo sabía. El aiúa de Ender y el rostro de su hermano Peter. En algún lugar dentro de él estaban los recuerdos de Ender. Pero no los había tocado todavía, excepto inconscientemente de vez en cuando. De hecho, se estaba escondiendo en su casa para no activar esos recuerdos.
-¿Y si veo a Novinha? Él la amaba, ¿no? -había preguntado Peter en cuanto llegó-. Ender sentía esa horrible responsabilidad hacia ella. Me preocupa estar en cierto modo casado con ella.
-Interesante cuestión de identidad, ¿verdad? -respondió Valentine. Pero para Peter, la pregunta no era sólo interesante. Le aterraba estar atrapado en la vida de Ender. También temía vivir una vida lastrada por la culpa, como la de Ender.
-Abandono de familia -había dicho. A lo que Valentine respondió:
-El hombre que se casó con Novinha ha muerto. Le vimos morir. Ella no busca un joven marido que no la quiera, Peter. Su vida está llena de pena suficiente sin eso. Cásate con Wang-mu, deja este lugar; continúa, sé un nuevo yo. Sé el verdadero hijo de Ender, vive la vida que él podría haber vivido si las exigencias de los demás no lo hubieran manchado desde el principio.
Valentine no podía saber si seguiría su consejo o no. Permanecía oculto en la casa, evitando incluso a aquellos visitantes capaces de avivar los recuerdos. Olhado, Grego y Ela, cada uno por su lado, acudieron para expresar sus condolencias a Valentine por la muerte de su hermano; pero Peter no salió de la habitación. Sí lo hizo Wang-mu, aquella dulce joven que parecía de acero por dentro y que tanto agradaba a Valentine. Wang-mu interpretaba el papel de buena amiga del afligido; llevaba el peso de la conversación mientras cada uno de los hijos de la esposa de Ender hablaba sobre cómo él salvó a su familia y fue una bendición para sus vidas en un momento en el que creían estar más allá del alcance de toda bendición.
Y en un rincón de la habitación, Plikt permanecía sentada absorbiendo, escuchando, dando combustible al discurso para el que había vivido toda su vida.
Oh, Ender, los chacales han mordisqueado tu vida durante tres mil años. Y ahora les llega el turno a tus amigos. Al final, ¿se distinguirán las dentelladas en tus huesos?
Hoy todo se terminaría. Otros podrían dividir el tiempo de distinta forma, pero para Valentine la Era de Ender Wíggin había llegado a su fin. La era que comenzó con un intento de xenocidio había terminado ahora con otros xenocidios impedidos o, al menos, pospuestos. Los seres humanos podrían vivir en paz con otros pueblos y labrarse un destino compartido en docenas de mundos coloniales. Valentine escribiría la historia de éste, como había escrito una historia en cada mundo que Ender y ella habían visitado juntos. Escribiría, no un discurso, como había hecho Ender con sus tres libros, La Reina Colmena, El Hegemón y La Vida de Humano; su libro sería un ensayo y citaría las fuentes. No aspiraba a ser Pablo o Moisés, sino Tucídides. Aunque había usado el seudónimo de Demóstenes para escribir su legado de aquellos días de infancia en que ella y Peter, el primer Peter, el oscuro y peligroso y magnífico Peter, usaron sus palabras para cambiar el mundo. Demóstenes publicaría la crónica de la participación humana en Lusitania, y esa obra sería también sobre Ender: sobre cómo trajo aquí la crisálida de la Reina Colmena, cómo se convirtió en parte de la familia clave para la relación con los pequeninos. Pero no sería un libro sobre Ender, sirio sobre utlanning y framling, raman y varelse. Ender, que fue un forastero en cada tierra, que no pertenecía a ninguna parte y servía en todas, hasta que eligió este mundo como su hogar, no sólo porque había una familia que le necesitaba, sino también
porque en este sitio no tenía que ser por completo un miembro de la especie humana. Podía pertenecer a la tribu de los pequeninos, a la colmena de la reina. Podía formar parte de algo más grande que la mera humanidad.
Y aunque no había ningún niño con el nombre de Ender como padre en su certificado de nacimiento, se había convertido en padre aquí. De los hijos de Novinha. De la propia Novinha, en cierto modo. De una joven copia de la misma Valentine. De Jane, el primer fruto de una unión entre razas, que ahora era una brillante y hermosa criatura que vivía en las madres-árbol, en redes digitales, en los enlaces filóticos de los ansibles, y en un cuerpo que antes fue de Ender y que, en cierto modo, había sido Valentine, pues ella recordaba haberse mirado en los espejos y visto ese rostro.
Y era padre de este hombre nuevo, Peter, este hombre fuerte y entero. Pues no era el Peter que había salido primero de la nave. No era el joven cínico, desagradable, hosco, lleno de arrogancia y odio. Era otro, entero. Tenía la frescura de la antigua sabiduría, aunque ardía con el dulce fuego cálido de la juventud. Tenía a su lado una mujer que era su igual en sabiduría y virtud y vigor. Tenía por delante la vida normal de un hombre. El hijo más fiel de Ender haría de esta vida, si no algo capaz de cambiar tan profundamente el mundo como había sido la vida de Ender, sí algo más feliz. Ender no habría querido ni más ni menos para él. Cambiar el mundo es bueno para aquellos que quieren su nombre en los libros. Pero ser feliz... eso es para aquellos que escriben sus nombres en las vidas de los demás, y retienen los corazones de otros como el tesoro más preciado.
Valentine y Jakt y sus hijos se reunieron en el porche de su casa. Wang-mu esperaba allí, sola.
-¿Me llevaréis con vosotros? -preguntó la muchacha. Valentine le ofreció un brazo. ¿Cuál es el nombre de su relación conmigo? ¿Futura-sobrina-política? «Amiga» sería una palabra mejor.
La alocución de Plikt sobre la muerte de Ender fue elocuente y penetrante. Había aprendido bien de su maestro portavoz. No perdió tiempo en cosas superfluas. Habló al principio de su gran crimen, explicando lo que Ender pensaba que hacía en ese momento, y lo que pensó después de que conociera cada capa de verdad revelada.
-En eso consistió la vida de Ender: en pelar la cebolla de la verdad. Sólo que contrariamente a la mayoría de nosotros, no había un meollo dorado en su interior. Sólo había capas de ilusión y malentendidos. Lo que importaba era conocer todos los errores, todas las autojustificaciones, todas las observaciones retorcidas y luego, no encontrar, sino crear un meollo de verdad. Encender una vela de verdad cuando no había verdad que encontrar. Ése fue el regalo que Ender nos hizo: liberarnos de la ilusión de que cualquier explicación contendrá la respuesta definitiva para todos los tiempos, para todos los oyentes. Siempre hay más que aprender, siempre.
Plikt continuó entonces relatando incidentes y recuerdos, anécdotas y sentencias; la gente congregada se rió y lloró y volvió a reír, y todos guardaron silencio muchas veces para conectar esas historias con sus propias vidas. ¡Cuánto me parezco a Ender!, pensaron a veces, y luego: ¡Gracias a Dios que mi vida no es así!
Valentine, sin embargo, conocía historias que no serían contadas porque Plikt no las sabía, o al menos no podía verlas a través de los ojos de la memoria. No eran historias importantes. No revelaban ninguna verdad interior. Eran el flujo y reflujo de años compartidos. Conversaciones, peleas, momentos graciosos y tiernos en docenas de mundos o en las naves que los transportaban. Y en la raíz de todos ellos, los recuerdos de la infancia. El bebé en los brazos de la madre de Valentine. Su padre lanzándolo al aire. Sus primeras palabras, sus farfulleos. ¡Nada de ta-ta para el bebé Ender! Necesitaba más sílabas para hablar. Ta-te-ti. Pa-ta-ta. ¿Por qué estoy recordando su charla infantil?
El bebé de dulce rostro, ansioso de vida. Lágrimas de bebé por el dolor de caerse. Risa por las cosas más sencillas: por una canción, por ver una cara amada, porque la vida era pura y buena para él entonces, y nada le había causado dolor. Estaba rodeado de amor y esperanza. Las manos que le
acariciaban eran fuertes y tiernas: podía confiar en todas. Oh, Ender, pensó Valentine. Cómo desearía que hubieras podido seguir viviendo aquella vida de alegría. Pero nadie puede. Nos llega el lenguaje, y con él las mentiras y las amenazas, la crueldad y la decepción. Caminas, y esos pasos te conducen fuera del refugio de tu hogar. Para conservar la alegría de la infancia tendrías que morir siendo niño, o vivir como tal, sin convertirte nunca en hombre, sin crecer jamás. Por eso puedo apenarme por el niño perdido y sin embargo no lamentar al buen hombre lleno de dolor y sacudido por la culpa, que sin embargo fue amable conmigo y con muchos otros, y a quien amé, y a quien también casi conocí. Casi, casi conocí.
Valentine dejó que las lágrimas del recuerdo fluyeran mientras las palabras de Plikt la envolvían, afectándola de vez en cuando, pero también no haciéndolo porque ella sabía más que nadie sobre Ender y había perdido más al perderle. Incluso más que Novinha, que estaba sentada delante, con sus hijos congregados a su alrededor. Valentine vio cómo Miro rodeaba a su madre con un brazo mientras abrazaba a Jane al mismo tiempo. También vio cómo Ela se aferraba a la mano de Olhado y la besaba una vez, y cómo Grego, llorando, apoyaba la cabeza en el fuerte hombro de Quara, y cómo ésta extendía la mano para atraerlo hacia sí y consolarlo. Ellos también amaban a Ender, y lo conocían; pero en su pena se apoyaban unos en otros. Eran una familia que tenía fuerzas para compartir porque Ender había sido parte de ellos y los había curado, o al menos había abierto la puerta de la curación. Novinha sobreviviría y quizá dejaría atrás la ira por las crueles trastadas que le había gastado la vida. Perder a Ender no era lo peor que le había ocurrido; en cierto sentido era lo mejor, porque lo había dejado marchar.
Valentine miró a los pequeninos, que estaban sentados, algunos entre los humanos, otros aparte. Para ellos esto era sin duda un lugar doblemente santo. Los pocos restos de Ender iban a ser enterrados entre los árboles de Raíz y Humano, donde Ender había derramado sangre de un pequenino para sellar el pacto entre las especies. Había ahora muchos amigos entre pequeninos y humanos, aunque quedaban también muchos recelos y enemistades; pero los puentes habían sido tendidos, en gran medida gracias al libro de Ender, que dio a los pequeninos la esperanza de que algún humano, algún día, los comprendiera: esperanza que los sostuvo hasta que, con Ender, se hizo realidad.
Y una inexpresiva obrera estaba sentada lejos de pequeninos y humanos. No era más que un par de ojos. Si la Reina Colmena lloraba por Ender, se lo guardaba para sí. Siempre había sido misteriosa, pero Ender la había amado también; durante tres mil años había sido su único amigo, su protector. En cierto modo, Ender podía contarla entre sus hijos también, entre los hijos adoptivos que sobrevivieron bajo su protección.
En sólo tres cuartos de hora, Plikt acabó. Concluyó simplemente:
-Aunque el aiúa de Ender sigue viviendo, como todos los aiúas viven sin morir, el hombre que conocimos se ha ido de nuestro lado. Su cuerpo ya no existe, y sean cuales fueren las partes de su vida y obra que tenemos con nosotros, ya no son él, somos nosotros, son el Ender-dentro-de-nosotros como también tenemos a otros amigos y maestros, padres y madres, amantes e hijos y hermanos e incluso desconocidos dentro, mirando el mundo a través de nuestros ojos y ayudándonos a decidir qué puede significar. Veo a Ender en vosotros mirándome. Veis a Ender en mí mirándoos. Y sin embargo ninguno de nosotros es verdaderamente él; somos cada uno nuestro propio yo, todos desconocidos en nuestro propio camino. Recorrimos durante un tiempo ese camino con Ender Wiggin. Él nos mostró cosas que de otro modo podríamos no haber visto. Pero el camino continúa ahora sin él. En el fondo, no fue más que cualquier otro hombre. Pero tampoco fue menos.
Y con eso terminó. No hubo oraciones, que ya habían sido pronunciadas antes de que hablara, pues el obispo no tenía intención de dejar que este ritual no religioso del Portavoz de los Muertos formara parte de los servicios de la Santa Madre Iglesia. Los llantos habían cesado, la pena había sido purgada. Se levantaron del suelo, los más viejos lentamente, los niños con exuberancia, corriendo y gritando para compensar el largo confinamiento. Fue bueno oír risas y gritos. También era una buena forma de decirle adiós a Ender Wiggin.
Valentine besó a Jakt y a sus hijos, abrazó a Wang-mu, luego se abrió paso entre la multitud de ciudadanos. Muchos humanos de Milagro habían huido a otras colonias, pero ahora, con su planeta a salvo, habían decidido no quedarse en los nuevos mundos. Lusitania era su hogar. No eran pioneros. Muchos otros, sin embargo, habían vuelto solamente para esta ceremonia. Jane los devolvería a sus granjas y casas en los mundos vírgenes. Haría falta quizá más de una generación para llenar las casas vacías de Milagro.
En el porche la esperaba Peter. Ella le sonrió.
-Creo que ahora tienes una cita -dijo Valentine.
Salieron juntos de Milagro hasta el nuevo bosque que aún no podía ocultar por completo los rastros del reciente incendio. Caminaron hasta llegar a un árbol brillante y resplandeciente. Llegaron casi al mismo tiempo que los otros. Jane se acercó a la brillante madre-árbol y la tocó... tocó una parte de sí misma, o al menos a una querida hermana. Entonces Peter ocupó su sitio junto a Wang-mu, y Miro se situó junto a Jane, y el sacerdote casó a las dos parejas bajo la madre-árbol, en presencia de los pequeninos; Valentine fue la única testigo humana de la ceremonia. Nadie más sabía siquiera que tenía lugar; habían decidido que no serviría de nada distraer a los demás del funeral de Ender o de la alocución de Plikt. Ya habría tiempo más tarde para anunciar los matrimonios.
Cuando terminó la ceremonia, el sacerdote se marchó, con los pequeninos sirviéndole como guías para salir del bosque. Valentine abrazó a las parejas de recién casados, Jane y Miro, Peter y Wang-mu, habló con ellos por separado un momento, murmuró palabras de felicitación y despedida, y luego retrocedió un paso y se quedó observando.
Jane cerró los ojos, sonrió, y los cuatro desaparecieron. Sólo la madre-árbol permaneció en medio del claro, bañada de luz, cargada de frutos, adornada de flores: una celebración perpetua del antiguo misterio de la vida.