Al cabo de un instante, salíamos apresuradamente de allí. Raffles había decidido no llevarse consigo el monstruo cosa que yo le agradecí mucho porque quería que la policía pudiera disponer de todas las pistas posibles.
Hay algo muy maligno en todo esto, Gazapo. Muy siniestro. Encendió un Sullivan y añadió, arrastrando la voz: ¡Muy intruso!
¿Quieres decir, extrabritánico?
Quiero decir extraterrestre.
Poco después, bajamos del coche en St. James Park y lo cruzamos caminando, en dirección al Albany. En la habitación de Raffles, fumando puros y bebiendo whisky con soda, discutimos el significado de todo lo que habíamos visto, pero no fuimos capaces de encontrar ninguna explicación, razonable o de cualquier otro cariz. A la mañana siguiente, leyendo el Times, el Pall Mall Gazette y el Daily Telegraph, nos enteramos de lo poco que faltó para que nos atraparan. Según los diarios, los inspectores Hopkins y Mackenzie y el detective privado Holmes habían entrado en el apartamento de Persano dos minutos después de que nosotros saliéramos de allí. Persano había muerto de camino al hospital.
Ni una palabra sobre el gusano de la caja dijo Raffles. La policía lo mantiene en secreto. Sin duda, temen alertar a la población.
De hecho, nunca llegaría a hacerse referencia oficial alguna a la criatura, y no fue hasta 1922 que el Dr. Watson la mencionó de pasada en una de las aventuras que se publicaron de su colega. No sé qué ocurrió con ella, pero supongo que debieron meterla en un recipiente con alcohol donde debió morir rápidamente y, sin duda, el recipiente debe estar acumulando polvo en el trastero de algún museo de la policía. En cualquier caso, debieron eliminarla porque, de no haber sido así, el mundo no sería actualmente lo que es.
¡Sólo nos queda una cosa por hacer, Gazapo! exclamó Raffles cuando acabó de leer el último periódico. ¡Debemos entrar en casa de Phillimore y buscar nosotros mismos!
Yo no protesté. Temía más a su menosprecio que a la policía. De todos modos, pospusimos nuestra pequeña expedición y, esa misma noche. Raffles salió para llevar a cabo un reconocimiento entre los distribuidores del East End y por los alrededores de la casa, en Kensal Rise. La noche del segundo día apareció en mi apartamento. Yo tampoco había perdido el tiempo; a base de beberme unas cuantas botellas de champán, había logrado reunir una buena provisión de tapones de corcho para las puntas de la verja.
La policía ha dejado de vigilar la finca comentó. No he visto un solo hombre en los bosques de los alrededores, de modo que esta noche entraremos en casa del fallecido Mr. Phillimore. Es decir, si es que ha fallecido añadió en tono enigmático.
Al tiempo que sonaban las campanadas de medianoche, saltamos la verja una vez más. Instantes después, Raffles, con su diamante, un tarro de melaza y una hoja de papel de estraza, retiraba uno de los vidrios de la puerta, tal como había hecho la noche en que entramos y encontramos a nuestro supuesto chantajista con la cabeza machacada por un atizador.
Introdujo la mano por la abertura, dio vuelta a la llave y retiró el pestillo que, según supusimos, habría cerrado algún policía que después debió salir por la puerta de la cocina. Cruzamos el umbral, cerramos la puerta y nos aseguramos de que todas las cortinas de la habitación frontal estaban corridas. Entonces, tal como hiciera en aquella aciaga noche, Raffles encendió una cerilla y con ella, una lámpara de gas cuya luz desveló pocos cambios en la habitación. Al parecer, a Mr. Phillimore no le había interesado redecorarla. Salimos al vestíbulo, subimos las escaleras y llegamos al pasillo del primer piso, en el que se veían tres puertas.
La primera daba acceso al dormitorio. Este contenía una enorme cama con baldaquino un monstruo de mediados de siglo que Baird había comprado de segunda mano en alguna tienda del East End, una cómoda de arce alta y barata, una mecedora, un jarro y dos grandes sillones tapizados de cuero.
La última vez que estuvimos aquí sólo había un sillón dijo Raffles.
La segunda habitación estaba intacta, tan vacía como la primera vez que la vimos. Al final del pasillo estaba el cuarto de baño, también intacto.
Bajamos de nuevo al vestíbulo, entramos en la cocina y descendimos a la carbonera, en la que había también una pequeña bodega. Tal como yo esperaba, no encontramos nada. Después de todo, los hombres del Yard eran minuciosos, y lo que a ellos les hubiera pasado por alto lo habría encontrado Holmes. Estaba a punto de sugerir a Raffles que debíamos admitir nuestro fracaso e irnos antes de que alguien viera las luces en la casa, cuando un ruido procedente del primer piso me detuvo.
Raffles también lo había advertido. Poco se le escapaba a aquellos oídos. Aunque no hacía ninguna falta, levantó una mano para hacerme callar.
¡Silencio, Gazapo! dijo al cabo de un momento. Puede que sea un policía, pero creo que se trata de nuestra presa.
Subimos sigilosamente las escaleras de madera, que insistían en crujir bajo nuestro peso. Lentamente, atravesamos la cocina, pasamos al vestíbulo y entramos en la habitación frontal. Al no ver a nadie, volvimos a subir al primer piso y, cautelosamente, abrimos la puerta de cada habitación y miramos en el interior.
Al asomarnos al cuarto de baño, volvimos a oír un ruido. Venía de la parte delantera de la casa, pero no supimos decir si había sido arriba o abajo.
Raffles me hizo una seña y ambos volvimos atrás por el corredor, caminando de puntillas. Él se detuvo ante la puerta de la habitación central, miró al interior y después me precedió hacia la puerta del dormitorio. Se asomó (recuerden, no habíamos apagado las luces aún) y entró presuradamente.
¡Señor! exclamó. ¡Uno de los sillones ha desaparecido!
Pe-pero ¿a quién se le ocurriría llevarse un sillón? dije yo.
¡A quién, realmente! convino, y corrió escaleras abajo desdeñando toda precaución. Yo logré serenarme lo suficiente como para ordenar a mis pies que se movieran.
¡Ahí va! gritó Raffles desde afuera cuando llegué a la puerta.
Raffles había recorrido la mitad del sendero de grava, mientras una vaga figura salía a toda prisa por la verja de entrada. Quienquiera que fuese, tenía una llave.
Recuerdo haber pensado, sin que viniera al caso, que había refrescado mucho durante el poco tiempo que habíamos estado en la casa. Aunque, en realidad, mi reflexión no estaba tan fuera de lugar, porque la llegada del aire frío había provocado la aparición de una densa niebla que se cernía sobre la carretera y serpenteaba a través de los bosques. Y, naturalmente, favorecía al hombre que perseguíamos.
Raffles, tan implacable como un cobrador de facturas a la caza de un deudor, mantuvo su vista clavada en la lejana figura hasta que desapareció en una arboleda. Cuando yo acabé de cruzarla y salí jadeando al otro extremo, encontré a Raffles parado al borde de un arroyo estrecho pero que quedaba bastante hundido. A pocos pasos, envuelto en la niebla, un puente corto y muy estrecho cruzaba el angosto cauce. Por el sendero que partía del otro extremo se llegaba a una de las casas a medio construir.
No ha cruzado el puente aseguró Raffles. Le habría oído. Si hubiera bajado al arroyo, yo habría advertido el chapoteo y, por otra parte, no ha tenido tiempo de volver sobre sus pasos. Crucemos el puente y veamos si ha dejado huellas en el fango.
Atravesamos el puente en fila india. Los tablones se combaron un poco bajo nuestro peso, haciéndonos experimentar un cierto desasosiego.
Deben estar utilizando los materiales más baratos que pueden encontrar. Espero que en las casas estén empleando algo mejor, porque si no se las llevará el primer golpe de viento.
Realmente, parece bastante frágil convine. No debe ser muy de fiar el constructor. De todos modos, ya no se construye como antes.
Raffles se agachó al otro extremo del puente, encendió una cerilla y examinó el terreno a ambos lados del sendero.
Hay toda clase de huellas dijo contrariado. Es evidente que pertenecen a los trabajadores, aunque tal vez encontremos entre ellas las del hombre que buscamos. Pero no, lo dudo. Todas las huellas han sido hechas por las macizas botas de los obreros.
Me envió a buscar huellas por el empinado y fangoso terraplén que quedaba al sur del puente, mientras él hacía lo propio con el que quedaba al norte. Nuestras cerillas brillaban y morían mientras nos comunicábamos en voz alta los resultados de nuestra inspección. Las únicas pisadas que vimos fueron las nuestras. Subimos trepando por el terraplén y volvimos al puente. Uno al lado del otro, nos inclinamos sobre la frágil barandilla para mirar hacia el arroyo que discurría por debajo. Raffles encendió un Sullivan, y el agradable aroma que despidió me llevó a encender uno yo también.
Hay algo sobrenatural aquí, Gazapo. ¿No lo notas?
Estaba a punto de responder, cuando me puso la mano sobre el hombro.
¿No has oído un quejido? me preguntó en voz baja.
No, repuse mientras se me erizaban los pelos de la nuca, levantándose como muertos de sus tumbas.
Entonces, él pegó un fuerte taconazo sobre el tablón. Y yo oí un gemido casi imperceptible.
Antes de que pudiera decirle nada, Raffles saltó por encima de la barandilla y le oí aterrizar sobre el barro del terraplén. Bajo el puente relució una cerilla, y entonces me hice cargo de lo delgada que era la madera del puente. Veía la llama a través de los tablones.
Raffles dejó escapar un grito de horror. La cerilla se apagó.
¿Qué ocurre? grité yo. Y de repente, caí. Me agarré a la barandilla, noté como se desvanecía de entre mis manos, caí sobre las frías aguas del arroyo con los tablones bajo mi cuerpo, noté como se escabullían de debajo mío, y volví a gritar. Raffles, que había sido derribado y sepultado durante un instante por el puente, se levantó vacilante. Encendió otra cerilla y soltó un juramento.
¿Dónde está el puente? pregunté, de forma un tanto estúpida.
Ha volado gruñó él. ¡Como el sillón!
Saltó a la orilla y trepó hasta lo alto del terraplén, donde se quedó atisbando en la obscuridad durante unos instantes, iluminado por la luz de la luna. Tiritando, me arrastré fuera del arroyo, me puse en pie tambaleándome aún más que él y subí gateando por el frío y resbaladizo terraplén. Aturdido por la irrealidad de todo aquello, llegué jadeando junto a Raffles, que respiraba casi tan pesadamente como yo.
¿Qué es? le pregunté.
¿Qué es, Gazapo? repuso lentamente. Es algo que puede cambiar de forma y adoptar prácticamente la de cualquier cosa. No obstante, a partir de ahora, no se trata de determinar qué es sino dónde está. Debemos encontrarlo y matarlo aunque haya tomado el aspecto de una bella mujer o de un niño.
Pero ¿de qué estás hablando? exclamé.
Gazapo, Dios sabe que cuando encendí esa cerilla debajo del puente, vi un ojo marrón que me miraba fijamente. Estaba insertado en una parte del tablón que era más grueso que el resto, y no distaba de algo que parecían unos labios y una oreja malformada. Al parecer, no había tenido tiempo de completar su transformación, o lo que es más probable, había decidido retener los órganos de la vista y el oído para saber qué ocurría a su alrededor. Si hubiera hecho desaparecer sus órganos de detección, no hubiera tenido la menor idea de cuál era el momento más seguro para volver a cambiar de forma.
¿Te has vuelto loco? dije.
No, a menos que tú compartas mi locura, porque has visto lo mismo que yo. De una u otra forma, Gazapo, esa criatura puede alterar su carne y su estructura ósea. Ejerce tal control sobre sus células, sus órganos y sus huesos haciéndolos pasar de la rigidez a una extrema flexibilidad que puede adoptar el aspecto de otros seres humanos o transformar su apariencia en la de un objeto, como el sillón del dormitorio, que era exactamente igual que el original. No me extraña que Hopkins y Mackenzie, e incluso el temible Holmes, no lograran encontrar a Mr. James Phillimore. Tal vez llegaron incluso a sentarse sobre él mientras descansaban tras la búsqueda.
Es una lástima que no abrieran la tapicería con un cuchillo cuando buscaban las joyas. Me temo que habrían quedado algo más que sorprendidos. Me pregunto quién sería el Phillimore original. En los registros no figura nadie que pudiera haber sido el modelo. Puede ser que esa criatura se basara en alguien con otro nombre para reproducir sus rasgos físicos y adoptara el de James Phillimore de una tumba o de una noticia aparecida en los periódicos referente a algún americano. Fuera como fuese, el hecho es que esa criatura es también el puente que acabamos de cruzar. Un puente doliente que no logró contener un leve gemido cuando nuestras botas le lastimaron.
Raffles pronosticó que aquella criatura estaría corriendo o caminando hacia Maida
Vale.
Y desde allá, tomará un coche para ir a la estación más próxima y se pondrá en camino hacia el laberinto de Londres. Lo malo será que no sabremos qué o a quién buscar. Puede hallarse bajo la forma de una mujer, de un caballo o de un árbol, aunque este último no es un refugio que permita mucha movilidad. ¿Sabes? continuó tras haber reflexionado durante unos instantes, creo que debe haber ciertas limitaciones en lo que puede llegar a hacer. Ha demostrado que puede estirar su masa hasta alcanzar casi el grosor de una hoja de papel. Pero, después de todo, está sujeto a las mismas leyes físicas que nosotros, llegue hasta donde llegue dicha masa. Su substancia es limitada y sólo puede crecer hasta ese límite. Y supongo que sólo puede comprimirse hasta un determinado punto. Por tanto, puedo haberme equivocado al decir que tal vez sea capaz de adoptar la forma de un niño. Probablemente, puede extenderse considerablemente pero no puede contraerse demasiado.
Como más tarde se vería, Raffles estaba en lo cierto. Pero también estaba equivocado. Aquella criatura tenía medios para hacerse más pequeña, aunque a cierto precio.
¿De dónde puede haber venido, A. J.?
Ese es un misterio que sería mejor dejar en manos de Holmes respondió. O, tal vez, de los astrónomos. Yo diría que no es autóctona, y que ha llegado recientemente, acaso de Marte o quizá de un planeta más lejano, durante el mes de octubre de 1894. ¿Recuerdas, Gazapo, cuando todos los periódicos se llenaron de noticias referentes a una estrella que cayó en el estrecho de Dover, a menos de ocho kilómetros de la propia ciudad de Dover? ¿Podría haberse tratado de alguna clase de nave capaz de transportar a un pasajero a través del espacio? ¿Una nave que procediera de cierto cuerpo celeste donde existe vida, vida inteligente, aunque no como nosotros los terráqueos la conocemos? ¿Una nave que hubiera caído por fallarle el sistema propulsor? Y llegados a este punto ¿la fricción de su brusco descenso hizo arder parte de la carcasa? ¿O las llamas eran meramente la expresión visible de su sistema propulsor, constituido tal vez por enormes cohetes?
Incluso ahora, mientras escribo esto en 1924, me maravillo de la soberbia imaginación y de los poderes deductivos de Raffles. Esto ocurría en 1895, tres años antes de que La Guerra de los Mundos de H. G. Wells se publicase. Cierto que Verne llevaba ya muchos años escribiendo sus maravillosas historias de invenciones científicas y viajes extraordinarios. Pero en ninguna de ellas había planteado la vida en otros planetas o la posibilidad de infiltración o invasión por parte de seres inteligentes, procedentes de mundos lejanos. El concepto era, para mí, absolutamente sorprendente. Y, sin embargo, Raffles lo dedujo de lo que para otros hubiera sido un conjunto de perfectas incoherencias ¡Y se suponía que en esta alianza, yo era el escritor, el hombre versado en ficciones!
Establezco esta conexión entre la estrella y Mr. Phillimore porque este apareció sin que se supiese de dónde, poco después de que la estrella cayera. En enero de este año, Mr. Phillimore vendió la primera joya a un distribuidor de objetos robados. Desde entonces, Mr. Phillimore ha vendido una joya al mes, cuatro en total. Parecen zafiros estrella, pero de nuestra experiencia con el monstruo que encontramos en la caja de cerillas de Persano, podemos suponer que no son tales. ¡Esas pseudojoyas, Gazapo, son huevos!
¿No lo dirás en serio? insinué yo.
Mi primo tiene una máxima que se ha extendido considerablemente y que dice: Una vez eliminado lo imposible, lo que queda, por más improbable que parezca, es la verdad. Sí, Gazapo, la raza a la que pertenece Mr. Phillimore pone huevos. Huevos que, en su forma inicial, parecen zafiros estrella. La forma de estrella que se ve en el interior pueden ser los primeros contornos del embrión. Después, la cascara se rompe y la pequeña criatura se come los fragmentos. Y luego, al cabo de poco tiempo, diría yo, el bicho debe adquirir capacidad de movimiento; comienza a reptar por ahí y acaba por refugiarse en un agujero, el agujero de un ratón, tal vez. Y allí, comienza a alimentarse de cucarachas, de ratones, y cuando se hace mayor, de ratas. ¿Y después. Gazapo? ¿Perros? ¿Bebés? ¿Y después?
¡Basta! grité. ¡Es demasiado horrible como para pensar en ello!
Nada es demasiado horrible como para pensar en ello si uno puede hacer algo al respecto. En todo caso, si estoy en lo cierto, y ruego para que así sea, hasta ahora sólo ha roto la cascara uno de los embriones; el del primer huevo que la criatura puso, el que obtuvo Persano. Dentro de treinta días otro embrión romperá la cascara, y esta vez podría llegar a escapar. Deberemos seguir la pista de todos los huevos y destruirlos. Pero primero tenemos que atrapar a la criatura que los pone. Y eso no será fácil. Posee una inteligencia y una adaptabilidad sorprendentes, o al menos, un mimetismo extraordinario. En un mes ha aprendido a hablar inglés perfectamente y se ha puesto al corriente de las costumbres británicas. Toda una proeza, Bunny. Miles de franceses y americanos que han estado un cierto tiempo aquí, no han logrado comprender el idioma, el temperamento o las costumbres británicas. Y se trata de seres humanos; aunque, naturalmente, hay algunos ingleses que no están muy seguros de ello.
¡Vamos, A. J.! exclamé. ¡No todos somos tan esnobs!
¿Ah, no? Hay que serlo para saberlo, querido colega, y yo soy desvergonzadamente esnob. Al fin y al cabo, si uno es inglés no es ningún crimen serlo, ¿no te parece? Alguien tiene que ser superior, y ambos sabemos perfectamente quién e ese alguien ¿no es así?
Estabas hablando de la criatura dije con voz malhumorada.
Sí. Debe estar aterrorizada. Sabe que ha sido descubierta y creerá que toda la raza humana está pidiendo a gritos su sangre. O, al menos, así lo espero. Si nos conociera bien, sabría que somos muy reacios a denunciarla a las autoridades, porque no queremos que nos tomen por locos ni estamos en situación de salir airosos de una investigación sobre nuestras propias vidas. Pero seguramente, espero, debe ignorarlo y, por tanto, intentará escapar del país. Para hacerlo, tomará el medio de transporte más próximo y rápido, con lo cual tendrá que comprar un billete hacia un destino concreto. Ese destino, supongo, será Dover. Pero podría ser que no.
En Maida Vale, Raffles interrogó a varios cocheros. Tuvimos suerte. Uno de ellos había visto a otro recoger a una mujer que podría ser la persona o criatura que andábamos buscando. Animado por el billete de una libra que Raffles le entregó, el cochero se apresuró a describirla. Era muy alta, dijo, parecía tener unos cincuenta años y, por alguna razón, le resultaba familiar, aunque no creía haberla visto antes por allí.
Raffles le hizo describirla rasgo por rasgo. Le dio las gracias y, al volverle la espalda, me hizo un guiño. Cuando estuvimos solos, le pedí que me explicara aquel guiño.
Los rasgos de la mujer le resultaron familiares porque eran los de Phillimore, aunque algo afeminados dijo Raffles. Vamos por buen camino.
Mientras volvíamos a Londres en otro coche le dije:
No comprendo cómo hace desaparecer la ropa cuando cambia de forma, o de dónde ha sacado la ropa de mujer y el bolso. ¿Y el dinero para comprar el billete?
La ropa debe ser parte de su cuerpo. Debe tener un soberbio control sobre él; es como un gran camaleón.
¿Y el dinero? volví a preguntar. Entiendo que ha estado vendiendo los huevos para mantenerse y también, supongo, para propagar su especie. Pero, al convertirse en una mujer, ¿de dónde ha sacado el dinero para comprar el billete? Y el bolso, ¿formaba parte de su cuerpo antes de la metamorfosis? Si así es, entonces es capaz de desprender partes de su cuerpo.
Imagino que debe tener reservas de dinero escondidas en diversos lugares
respondió Raffles.
Bajamos del coche junto a St. James Park y fuimos caminando hasta las habitaciones de Raffles en el Albany. Allí, tomamos rápidamente el desayuno que nos trajo el conserje, nos pusimos barbas falsas y unos lentes, preparamos un maletín y nos llevamos una manta de viaje. Al mismo tiempo, Raffles se puso un aparatoso anillo que escondía en su interior un cuchillo de resorte, pequeño pero muy afilado.
Raffles lo había comprado tras haber logrado escapar de una trampa mortal tendida por la Camorra (descrita en La Última Carcajada). Dijo que si entonces hubiera tenido algo parecido, habría sido capaz de liberarse él mismo en lugar de necesitar que alguien le rescatara del diabólico verdugo automático del conde Corbucci. Y en esta ocasión, tenía el presentimiento de que le convenía llevar el anillo puesto.
Al poco rato, abordamos un coche y no tardamos en hallarnos en el andén de Charing Cross, esperando el tren de Dover. Minutos después, cómodamente instalados en un compartimiento privado y mientras fumábamos puros y bebíamos coñac de una petaca que Raffles había traído consigo, el tren partía.
Me inclino a abandonar deducciones e inducciones en favor de la intuición, Gazapo dijo Raffles. Aunque bien podría equivocarme, la intuición me dice que nuestra presa va en dirección a Dover en el tren anterior al nuestro.
Hay otros que también piensan lo mismo dije mirando a través del cristal de la puerta. Pero en su caso, debe haber sido la deducción y no la intuición la que les ha traído aquí.
Raffles levantó la vista con tiempo para ver pasar las agraciadas y agudas facciones de su primo y los rechonchos pero afables rasgos de su colega, seguidos al cabo de un instante por el duro rostro de Mackenzie.
De alguna manera dijo Raffles, mi primo, ese sabueso humano, ha olfateado la pista de la criatura ¿Habrá llegado a suponer algo de lo que realmente ocurre? Si es así, no creo que lo comparta; y en caso de que deje escapar una pequeña parte, esos tipos del Yard, que no ven más allá de sus narices, le tomarán por loco.