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72.08% SERIE FITZWILLIAM DARCY, UN CABALLERO / Chapter 204: Capítulo 204.- Como en un sueño adulador XI

章 204: Capítulo 204.- Como en un sueño adulador XI

Buscó una corbata almidonada y regresó al espejo para comenzar la meticulosa tarea de hacer un nudo aceptable sin la ayuda de Fletcher. ¡No iba a aceptar semejante futuro con docilidad! Tenía que haber algo a lo cual le pudiese dedicar toda esa energía que había surgido en su corazón, alguien que no lo culpara por ser quien era. Un adorado rostro sonriente apareció en el espejo junto a su reflejo. ¡Georgiana! ¡Ella tenía tantas cosas por delante! Pronto se presentaría en sociedad. Su presentación en la corte tendría lugar ese año. Era obligatorio que Darcy hablara seriamente con su tía Matlock sobre ello y luego tendría que comenzar la tarea de identificar a los cazadores de fortunas para diferenciarlos de los admiradores sinceros y aceptables que seguramente lloverían sobre la heredera. Su corazón se suavizó gracias al amor que sentía por su hermana. Él tenía mucho que aprender de la joven damita en que se estaba convirtiendo Georgiana. Había tenido la ilusión de que ella y Elizabeth… No, tenía que dejar de pensar en sus ilusiones, en Elizabeth.

Se puso el abrigo, se dirigió al escritorio y tomó la carta. «Señorita Elizabeth Bennet». Tenía tantos recuerdos de ella: su forma de sonreír a sus amigos, la delicada arruga de su frente cuando estaba concentrada, los ojos abiertos por la curiosidad o entornados por la risa. Darcy había visto cómo esos ojos se suavizaban con amor y afecto cuando observaba a su familia. ¡Cuánto había deseado ser objeto de esa mirada cariñosa, sentir la calidez de esa sonrisa dirigida a él! Sin poder explicarse lo que sentía, se llevó la mano a la mejilla que, de repente, se había humedecido. Apresuradamente se limpió, pero luego se detuvo y miró hacia abajo. Bajo la tenue luz de la mañana, pudo ver una lágrima que brillaba sobre la yema de su dedo.

La mañana era muy clara, como correspondía a la pujante primavera, cuyo verdor todavía trataba de hacer desaparecer las huellas del invierno. Cuando Darcy se deslizó de nuevo por la salida de la servidumbre, se detuvo para respirar el aire fresco y limpio, mientras se ponía los guantes, pero el esfuerzo fue inútil. La finalidad de la carta, escrita con firme objetividad incluso desde el saludo, continuaba pesándole en la mano. Soltó el aire lentamente. Pronto terminaría todo, todo menos el frío vacío que ya comenzaba a reclamar el lugar que al principio había ocupado una cálida esperanza y, después, una ardiente indignación. Tragó saliva y comenzó a caminar, ansioso por escapar a los ojos de cualquier persona relacionada con Rosings.

Más por costumbre que por decisión, Darcy atravesó el parque y tomó el camino que cruzaba el bosque, mientras su agotada mente se negaba a concentrarse en cualquier cosa más difícil que mantener el cuerpo en movimiento. Pero cuando el ejercicio puso a latir la sangre en sus venas con más fuerza, adquirió más conciencia de lo que lo rodeaba. Por allí habían caminado juntos; allá la había cortejado. ¿Habría un lugar que hubiese sido testigo de una decepción más completa? Cada árbol se erguía como testimonio de su humillación, pensó Darcy. ¿Habría sido Elizabeth tan buena actriz, o acaso él había estado tan ciego? ¿Cómo era posible que él, a quien no había logrado atrapar ni el diamante más precioso de los salones más exclusivos, hubiese quedado subyugado de esa manera por una muchacha campesina sin linaje, sólo para ser despreciado e insultado y tener que soportar que le echaran en cara sus justificados escrúpulos? Darcy sintió que el nudo de la corbata le apretaba y una oleada de sangre caliente subía a su rostro. ¡Por Dios! ¿Qué era lo que se había apoderado de él? El deseo, dijo su mente de manera mordaz. El deseo lo había puesto en ridículo y la soledad, la nostalgia por tener compañía íntima y femenina, habían atizado el fuego hasta convertirlo en un incendio que había convertido su orgullo en cenizas. Su orgullo. ¿Las dificultades inherentes a la entrevista que le esperaba atizarían nuevamente las cenizas? Pensó en el momento inevitable hacia el cual avanzaba. ¿Lo recibiría Elizabeth, o saldría huyendo de esa intromisión en su privacidad? Si accedía a hablar con él, ¿aceptaría la carta y, después de aceptarla, la leería? El caballero levantó la misiva y miró el nombre de Elizabeth escrito de su puño y letra. La noche anterior le había parecido muy importante y necesario escribir una defensa cuidadosa. Pero la luz de la mañana amenazaba ahora con convertir el arduo trabajo de toda una noche en un ejercicio tan vano como las esperanzas que había albergado el día anterior. Sacudió la cabeza y apresuró el paso. No había nada más que hacer que continuar lo que había empezado y esperar que la providencia, la curiosidad femenina, persuadieran a Elizabeth de leer su carta. Lo único que estaba en sus manos era lograr cruzar un saludo cortés con ella y retirarse después dignamente. Darcy esperó poder ser capaz al menos de eso.

Ya casi estaba llegando a Hunsford, cuando se detuvo para calibrar su situación. Elizabeth todavía no había dado señales de vida y él no tenía deseos de subir los escalones hasta la puerta de la casa parroquial para buscarla. Se puso el bastón de caña debajo del brazo, mientras sacaba el reloj y abría la tapa. Todavía era temprano. Seguramente ella todavía no había salido a dar su paseo diario, lo que significaba que todavía tenía un rato para pasearse de un lado a otro en medio de la incertidumbre y el nerviosismo. Darcy se volvió a guardar el reloj en el bolsillo del chaleco y se desvió hacia uno de los múltiples senderos que atravesaban los cultivos desde Hunsford. Caminó hasta que perdió de vista el camino principal y luego dio media vuelta y retrocedió lentamente. Hizo eso varias veces, eligiendo distintas rutas que convergían en su punto de observación.

Cuando las agotó todas, se detuvo y miró hacia la rectoría, pero el único movimiento que detectó fue el de una criada que parecía estar dando de comer a las gallinas. Luego, en lugar de regresar a la casa, la mujer puso la cesta en el suelo, se sacudió las manos y se puso un sombrero de paja que tenía atado cuello y le colgaba por la espalda. ¿Elizabeth? Darcy entrecerró los ojos para observar más atentamente, mientras la lejana figura anudaba bien las cintas del sombrero bajo la barbilla y, después de lanzar una mirada por encima del hombro hacia la casa parroquial, avanzaba hacia la verja de la entrada y se deslizaba rápidamente a través de la campiña. ¡Sí, Elizabeth! La circulación de la sangre caliente le produjo un cosquilleo, pero de pronto se quedó helado. Darcy retrocedió un paso entre los árboles. Todavía le afectaba verla, pues su corazón ya se había acostumbrado a impulsarlo hacia ella; pero luego esa otra voz volvió a entrometerse, afirmando categóricamente que ella no debía descubrirlo esperándola allí mansamente, como si estuviera montando guardia como cualquier idiota ilusionado.


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