Después de acompañar a la dama de vuelta a su silla, Darcy ocupó su puesto y tomó el mazo de cartas, mientras les hacía una señal con la cabeza a Manning y a Sayre, que se sentaron enseguida para recibirlas. Manning tuvo muy mala suerte en las dos primeras rondas. Mientras jugaban, continuamente le lanzaba miradas de soslayo a lady Sylvanie. Luego volvía a mirar las cartas que tenía en la mano, con la mandíbula apretada. Finalmente, después de apostar mucho dinero a un fluxus sólo para perder frente al chorus de Darcy, arrojó las cartas sobre la mesa, invitó a Darcy y a Sayre a «matarse el uno al otro, si eso era lo que querían», y se retiró para dedicarse al pasatiempo mucho más agradable de permitir que la afectuosa lady Felicia le curara las heridas.
—Ahora sólo quedamos los dos —dijo Sayre. Buscó un nuevo paquete de naipes y se lo lanzó a Darcy, que lo tomó, pero no hizo ningún ademán de sacarlas del envoltorio.
—Si quieres declarar un empate, yo no tengo nada que objetar —dijo Darcy. Al oírlo, Trenholme, que ya desprendía un fuerte olor a whisky, se sentó pesadamente en el asiento de Manning, rogándole a su hermano que aceptara, pero Sayre no quiso.
—¿Empate, Bev? ¿Cuándo has visto a un Sayre declarando un empate? —contestó lord Sayre con desprecio y le dio la espalda. Al oír la negativa de su hermano, una mirada asesina cruzó el rostro de Trenholme. Se levantó de la silla tambaleándose y se marchó, para reconcomerse de rabia en un rincón del salón.
—Entonces, Darcy —dijo Sayre con una sonrisa tan falsa como su buen espíritu—, no quiero oír nada más sobre abandonar la mesa de juego sin tener un ganador. —Señaló el reducido montón de monedas que había junto a él—. Creo que todavía me queda suficiente para acabar con una exitosa victoria. Pero como ya es tarde y las damas se están cansando, me inclino ante la necesidad de llevar el asunto a feliz término. Propongo un juego distinto y apuestas más altas. ¿Qué dices?
Darcy vaciló. Sus ganancias eran significativas. Sumándoles sólo la cuarta parte del efectivo que tenía, estaba seguro de que podría poner a Sayre de rodillas, pero ¿con qué propósito? La ruina de Sayre podía ser el objetivo de Sylvanie, pero lo único que Darcy quería de él era la espada. ¡La espada! ¡Ésa era la solución! Miró a lady Sylvanie. Sus ojos, que lo invitaban a aceptar la propuesta de Sayre, fue lo que lo hizo decidirse. Darcy iba a actuar y, con esa estrategia, terminaría con esta farsa en sus propios términos.
—Acepto tu propuesta, pero con la condición de que yo diga qué apostamos. —Se hizo tal silencio en el salón, que pareció como si Darcy hubiese gritado su oferta.
El entusiasmo del anfitrión se evaporó y fue reemplazado por un recelo que se extendió a su esposa y su hermano, que abandonó el rincón en el que estaba para colocarse al lado de Sayre.
—¿Qué propones, Darcy?
—Puedes elegir el juego que quieras y yo apostaré la totalidad de las ganancias de esta noche —dijo e hizo una pausa. Una exclamación de asombro recorrió el salón— contra tu espada española.
—¡No! —gritó lady Sylvanie, pero Darcy no le hizo caso y mantuvo los ojos fijos en Sayre.
—¿Qué dices? —dijo Darcy para presionar a Sayre.
Con todos los ojos fijos en él, a lord Sayre le tembló momentáneamente la barbilla, pero exclamó al fin:
—¡Hecho! —Una ola de entusiasmo recorrió a la concurrencia, mientras Sayre le ordenaba a uno de los criados que fuera enseguida a la armería y trajera la espada a la biblioteca. Luego se dirigió de nuevo a Darcy y dio un golpe en la mesa con la mano—. Piquet —anunció.
—De acuerdo. —Darcy abrió el nuevo paquete de cartas y se las pasó a Monmouth, que retomó su puesto a la izquierda de Darcy. Rápidamente se retiraron todos los 2, 3, 4 y 5 y el mazo pasó a manos de Poole, para que lo barajara. Mientras un rumor de especulaciones se extendía por el salón, Darcy vio que Fletcher regresaba de su último «encargo». Se disculpó, dirigiéndose rápido hacia las estanterías vacías, mientras le hacía señas a su ayuda de cámara—. ¿Noticias? —preguntó, tan pronto como Fletcher estuvo a su lado.
—Señor, creo que una especie de delegación viene hacia el castillo. Se han visto varias antorchas a lo lejos, que parecen venir de la aldea.
—¡Una delegación! ¿A qué vienen? ¿Qué piensa la servidumbre de Sayre?
Fletcher apretó los labios con preocupación.
—Los criados que trajeron el rumor sobre del niño no sólo dejaron su dinero en las tabernas de la aldea, sino también sus temores. Sea cierto o no, culpan de la desaparición del niño a la dama de compañía de lady Sylvanie.
—Entonces es más bien una turba… desorganizada, peligrosa e impredecible —respondió Darcy—, o hace horas habríamos recibido un aviso del magistrado del pueblo. ¿Ha visto usted mismo las antorchas? —Fletcher asintió. Darcy pensó unos instantes. Si aquella turba estaba convencida de que alguien en el castillo de Norwycke había raptado al niño, no se detendría fácilmente—. ¿Algún rastro de la criada de lady Sylvanie?
—Nada, señor —contestó Fletcher con consternación. Si la vieja se había escondido con el niño, la única persona que podría conocer su paradero en aquel edificio lleno de grietas era lady Sylvanie. Si no era demasiado tarde ya para encontrar al bebé, pensó Darcy, sintiendo un escalofrío ante aquella idea. ¿Acaso el precio de la espada había sido la vida de un niño? Darcy rogó que no fuera así.
—Quédese conmigo. Voy a informar a Sayre —ordenó Darcy—. Si él organiza a sus criados para que vayan al encuentro de esa «delegación», usted debe acompañarlos para averiguar qué es lo que desean. Si Sayre desea ignorar el asunto, manténgame informado del avance de la turba hacia el castillo. Yo trataré de evitar que lady Sylvanie abandone el salón, pero si lo hace, usted deberá seguirla. Ella es nuestra única esperanza de encontrarlos a los dos.
—Muy bien, señor. —Fletcher se inclinó en señal de obediencia, pero en su rostro se podía ver la preocupación que lo embargaba.
Darcy llamó discretamente la atención de su anfitrión, mientras se sentaba junto a él.
—Sayre, según una fuente muy fidedigna, estás a punto de recibir visitas.
—¡Visitas! —respondió Sayre en voz alta. Trenholme levantó la cabeza al oír a su hermano—. ¿A esta hora de la noche?
En ese momento, la puerta de la biblioteca volvió a abrirse y esta vez entró el viejo mayordomo del castillo, que avanzó tan rápidamente como se lo permitía su edad. Hizo una inclinación y comenzó a hablar antes de que Sayre pudiese protestar por la interrupción.
—Milord, hemos visto una gran cantidad de antorchas que parecen avanzar por el camino que viene de la aldea. ¿Desea usted enviar a un hombre para que averigüe cuál es la razón?
En medio de la rabia que le produjo la interrupción del mayordomo, Sayre palideció. Durante unos minutos de confusión, se quedó mudo, con los ojos abiertos como platos. Luego reaccionó y se golpeó la palma de la mano con el puño.
—¡La razón! ¡La razón no es ningún misterio! ¡Malditos ludistas! También han llegado hasta aquí —exclamó furioso. Alertados por el tono de lord Sayre, varios de los invitados interrumpieron sus conversaciones para prestar atención, pero el anfitrión hizo un gesto con la mano para que no se preocuparan. Darcy se quedó mirándolo con el ceño fruncido. ¿Ludistas? Nadie había oído que ninguno de esos pobres revolucionarios hubiese llegado tan al sur, y aunque no podía estar totalmente seguro, Darcy no podía recordar que Sayre tuviera entre sus propiedades nada que tuviera que ver con el tipo de industria que atacaban los seguidores de Ned Ludd—. Reúna a algunos de los criados y suban el puente levadizo —ordenó lord Sayre.
—Pero, milord —replicó el viejo—, el puente no se ha subido desde la época de mi padre ¡cuando yo era un niño! Dudo mucho que funcione, milord.
—¡Inténtelo! —gritó Sayre—. Y si no sube, entonces bloqueen la entrada. ¡Y envíe a alguien a buscar al magistrado! ¡Que él maneje el asunto! ¡Estoy ocupado en un asunto importante y no quiero que me vuelvan a molestar!
El viejo sirviente hizo una reverencia y se retiró hacia la puerta. En ese instante, un joven con un gran parecido al mayordomo entró con la valiosa espada envuelta en seda. Los dos hombres intercambiaron miradas y, en opinión de Darcy, pareció que el viejo le había hecho una seña de asentimiento al más joven. Al parecer, había un acuerdo previo y las cosas no parecían presentarse muy bien ni para Sayre ni para ningún otro ocupante del castillo.