Un grito de terror interrumpió las palabras de Trenholme y congeló la sonrisa en el rostro de los presentes.
—¡Bella! —gritó Manning. Luego se oyó otro grito que los sacó a todos de esa parálisis momentánea. Cuando recuperaron el control, Darcy y Manning salieron corriendo en dirección a los gritos. Darcy adelantó rápidamente a Manning, a pesar de sus llamadas, y al llegar al gran monolito, lo rodeó para llegar hasta donde estaba la señorita Avery. Ella parecía embrujada y abría y cerraba las manos con nerviosismo, con el rostro blanco como el papel. Si reconoció a Darcy, no lo demostró, pues siguió gritando hasta que él estuvo casi a su lado.
—¡Señorita Avery! —Darcy se paró entre ella y la piedra, tapándole totalmente la vista—. ¡Señorita Avery! —repitió, agarrándola de los brazos. Ella lo miró por fin, con los ojos desorbitados de terror y, después de soltar un grito desgarrador, se arrojó contra su pecho y hundió la cara entre su chaqueta, aferrándose a las solapas. Sin pensarlo dos veces, Darcy la rodeó con los brazos, tal como había hecho en innumerables ocasiones para consolar a Georgiana—. ¿Qué sucede? —dijo con delicadeza, pero ella se limitó a negar con la cabeza, aferrándose a él con más fuerza.
Darcy pensó que los demás ya debían estar a punto de alcanzarlos y miró por encima del hombro. ¿Qué era lo que había asustado de esa manera a esta muchacha que temblaba ahora entre sus brazos? Detrás se erguía la Piedra del Rey. La solidez antigua del monolito desafió la mirada de Darcy y atrajo su atención hacia abajo… hacia el lugar donde se clavaba en la tierra. Se le congeló la sangre en las venas.
—¡Por Dios! —La voz de Manning tembló de horror, al tiempo que se alejaba de la base de la piedra y levantaba la vista para encontrarse con la mirada de Darcy.
—Sí —dijo Darcy de manera tajante. La señorita Avery seguía temblando y sollozando contra su pecho y él tuvo dudas de que pudiera sostenerse por sus propias fuerzas—. ¡Manning! —le gritó Darcy al barón, cuya atención estaba otra vez fija en el macabro envoltorio que tenía a los pies—. ¡Manning! —gritó de nuevo Darcy, antes de que el hombre levantara la cabeza, con el rostro casi tan pálido como el de su hermana—. La señorita Avery te necesita —siguió diciendo Darcy en un tono firme pero contenido—. Hay que sacarla de aquí enseguida y advertirles a los demás que no se acerquen.
—Sí… claro —respondió Manning con voz ronca, sacudiéndose como si se estuviera despertando de una pesadilla. Con más gentileza de la que Darcy le había visto hasta aquel entonces, Manning soltó a la señorita Avery de los brazos de Darcy y la recostó contra él. La abrazó con fuerza durante un momento, susurrándole algo al oído, y luego se inclinó y la levantó del suelo, recostando la cara de su hermana contra su hombro. Le hizo un gesto de asentimiento a Darcy y comenzó a bajar la colina hacia el fuego. Tan pronto divisaron a Manning y a su hermana, el resto del grupo los rodeó. Desde su punto de observación, Darcy vio que Manning rechazaba vigorosamente la ayuda de los otros. Protegiendo a su hermana, la alejó de la curiosidad de los demás y siguió bajando hacia la hoguera, mientras el resto del grupo los seguía en medio de una gran confusión.
Al ver que todos estaban ocupados, Darcy se volvió hacia la monstruosidad que yacía a los pies de la piedra. Sintió que el estómago se le revolvía, pero resolvió ignorar aquella sensación, así como el cosquilleo helado que se deslizaba por la espalda y lo invitaba a huir de la tarea que tenía ante él. La imagen que contemplaban sus ojos sólo podía calificarse como lo que era: una monstruosidad diabólica. A los pies de la piedra, un ovillo de mantas ensangrentadas envolvía la figura de un niño. A pesar del frío que hacía, Darcy sintió que unas gotas de sudor descendían por su frente mientras quitaba con cuidado la primera capa de mantas, que dejó al descubierto la cara del niño que miraba hacia la piedra. Con el corazón en la garganta, Darcy giró la cabeza con delicadeza y contuvo el aliento, mientras entrecerraba los ojos con sorpresa y desconcierto. Lo que tenía frente a él era, ciertamente una máscara. Fabricada con una tela del mismo color de la piel y hábilmente cosida, la máscara pretendía imitar la cara de un niño. Sus rasgos delicados y angelicales, rellenos de algodón, contribuían a producir la ilusión y cubrían por completo lo que había debajo.
—¡Darcy! —El grito de Trenholme hizo que levantara la vista al mismo tiempo que el hermano de su anfitrión aparecía detrás de la piedra—. Darcy —repitió Trenholme cuando lo vio—. ¿Qué…? ¡Santo Dios! —Trenholme se llevó una mano a la boca, repitiendo involuntariamente la exclamación de horror de Manning y sacudiendo los hombros de tal manera que Darcy pensó que iba a vomitar el desayuno. Pero Trenholme recuperó el control enseguida y se puso en cuclillas al lado de Darcy—. ¿Es… un niño? —preguntó en voz baja.
—Todavía no estoy seguro —respondió Darcy, con la voz ahogada por el esfuerzo de contener su propia conmoción—. Mira, Trenholme. —Darcy señaló la cabeza—. Lleva una especie de máscara. —Trenholme lo miró con estupefacción—. Estaba a punto de quitársela cuando llegaste. —Al ver el gesto de asentimiento de Trenholme, respiró hondo, estiró la mano y retiró la máscara. Durante un instante, los dos hombres sólo pudieron mirar con perplejidad la imagen que tenían ante ellos.
—¡Gracias a Dios! —Darcy cerró los ojos y se echó hacia atrás, para entregarse a la sensación de alivio que lo recorría y aflojaba la tensión de su cuerpo.
—¡Es un cerdo! —rugió Trenholme. Luego, levantando la voz con rabia, repitió—: ¡Es un maldito cerdo! ¡Oh, esto ha ido demasiado lejos! ¡No lo toleraré! ¿Dónde está mi caballo? —Se puso de pie enseguida y habría salido corriendo, si Darcy no se hubiera levantado de inmediato para agarrarlo del brazo.
—¿Tú sabes quién ha hecho esto? —Darcy clavó sus ojos en el hombre—. ¡Trenholme! ¿Lo sabes? —Trenholme lo miró con rabia, pero no pudo ocultarle a Darcy la sombra de terror que cruzó por sus ojos.
—¿A qué te refieres? ¡No! Por supuesto que no sé quién ha hecho esta… esta sucia… ¡Aghh! —Trenholme se zafó y dio unos pasos hacia atrás—. Las piedras siempre han atraído a gentes que creen en antiguos ritos… así como a lunáticos que bailan alrededor de ellas en medio de la noche. Pociones de amor, curas, maldiciones, todo eso… ¡pero nunca ha sucedido nada semejante! —Negó con la cabeza, al tiempo que señalaba la piedra—. ¡Nada semejante! —Bajó la mirada inquisitiva de Darcy, Trenholme dio media vuelta y bajó tambaleándose hacia donde estaban los demás. Darcy se quedó solo, contemplando su horrible descubrimiento.