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54.66% Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 129: LA SOMBRA DEL HEGEMON .-1.- Petra

Bab 129: LA SOMBRA DEL HEGEMON .-1.- Petra

A: Chamrajnagar%sacredriver@ifcom.gov

De: Locke%espinoza@polnet.gov

Asunto: ¿Qué está haciendo usted para proteger a los niños? Querido almirante Chamrajnagar:

Un amigo mutuo que en el pasado trabajó para usted y ahora es un encumbrado

burócrata me dio su idnombre; seguro que ya sabe a quién me refiero. Soy consciente de que en este momento su principal responsabilidad no es tanto militar como logística, y que está más pendiente de lo que ocurre en el espacio que de la situación política en la Tierra. Después de todo, derrotó usted decisivamente a las fuerzas nacionalistas lideradas por su predecesor en la Guerra de las ligas, y ese tema parece zanjado. La F.I. sigue siendo independiente, cosa que todos agradecemos.

Lo que nadie parece comprender es que la paz en la Tierra no es más que una ilusión temporal. No sólo el expansionismo de Rusia sigue siendo una fuerza impulsora: muchas otras naciones tienen planes agresivos hacia sus vecinos. Las fuerzas del Estrategos están siendo desmanteladas, la Hegemonía pierde rápidamente toda autoridad y la Tierra se encuentra al borde del cataclismo.

El principal recurso de las naciones en las inminentes guerras serán los niños formados en las Escuelas de Mando, Batalla y Tácticas. Aunque es perfectamente apropiado que esos niños sirvan a sus países natales en guerras futuras, las naciones que carezcan de esos genios certificados por la F.I. o que consideren que sus rivales tienen comandantes más dotados inevitablemente emprenderán acciones preventivas, ya sea para asegurar ese recurso enemigo para su propio uso o para negar al enemigo el uso de ese recurso. En resumen, esos niños corren el grave riesgo de ser secuestrados o asesinados.

Reconozco que mantiene usted una política de manos libres respecto a los acontecimientos de la Tierra, pero fue la F. I. la que identificó a esos niños y los entrenó, convirtiéndolos así en objetivos militares. Sería un buen paso para protegerlos que usted diera una orden para colocar a esos niños bajo la protección de la Flota, advirtiendo a toda nación o grupo que intente dañarlos o manejarlos que se enfrentarán a inmediatas y severas represalias militares. Lejos de considerarlo una interferencia en los asuntos terrestres, la mayoría de las naciones agradecerán esa acción y, por lo que pueda valer, tendría usted mi completo apoyo en todos los foros públicos.

Espero que actúe inmediatamente. No hay tiempo que perder. Respetuosamente, Locke

Cuando Petra Arkanian regresó a casa nada le pareció igual. Las montañas eran impresionantes, claro, pero en realidad no formaban parte de su experiencia infantil. Cuando llegó a Maralik, empezó a ver cosas que deberían significar algo para ella. Su padre se reunió con ella en Yereván, mientras su madre se quedaba en casa con su hermano de once años y el nuevo bebé, concebido obviamente antes de que las restricciones a la natalidad se relajaran cuando terminó la guerra. Sin duda habían visto a Petra por televisión. Ahora, mientras el flivver llevaba a Petra y a su padre por estrechas callejuelas, él empezó a pedir disculpas.

—No te parecerá gran cosa, Pet, después de ver mundo.

—No nos han enseñado mucho mundo, papá. No había ventanas. En la Escuela de Batalla.

—Me refiero al espaciopuerto, y la capital, y toda la gente importante y los edificios maravillosos...

—No estoy decepcionada, papá.

Tuvo que mentir para tranquilizarlo. Era como si le hubiera regalado Maralik y ahora no estuviese seguro de que le gustase. Petra aún no sabía si debería gustarle o no. No le había gustado la Escuela de Batalla, pero acabó acostumbrándose. Era imposible que le gustara Eros, pero tuvo que soportarlo.

¿Cómo no iba a gustarle un sitio como ése, con el cielo despejado y la gente deambulando por donde quería?

Sin embargo, era cierto que estaba decepcionada, pues todos sus recuerdos de Maralik eran los de una niña de cinco años que contemplaba altos edificios flanqueando amplias calles, mientras enormes

vehículos volaban a alarmantes velocidades. Ahora había crecido, y empezaba a alcanzar su altura de

mujer, y los coches eran pequeños, las calles estrechas y los edificios (diseñados para sobrevivir al siguiente terremoto, cosa que no habían hecho los viejos edificios) eran bajos. No feos: poseían cierta gracia, teniendo en cuenta la mezcla de estilos: turco y ruso, español y Riviera, y, lo más increíble, japonés. Era una maravilla ver cómo armonizaban por la gama de colores, la cercanía a la calle, la altura casi uniforme, ya que todos rozaban los máximos legales.

Ella sabía todo esto porque había leído en Eros al respecto mientras esperaba con los otros niños a que terminara la Guerra de las ligas. También había visto imágenes en las redes, pero nada la había preparado para el hecho de que se había marchado de ese lugar con cinco años y ahora regresaba a los

catorce.

— ¿Qué? —preguntó. Su padre le había dicho algo que no había entendido.

—Si quieres pararte a comprar un caramelo antes de ir a casa, como hacíamos antes. Caramelos. ¿Cómo podría haber olvidado la palabra caramelo?

No era de extrañar. El otro único armenio de la Escuela de Batalla iba tres años por delante de ella y se graduó en la Escuela Táctica, así que sólo coincidieron durante unos meses. Ella tenía siete años

cuando pasó de la Escuela de Tierra a la de Batalla, y él tenía diez y se marchó sin dirigir jamás una escuadra. ¿Era extraño que no quisiera hablar en armenio a una niña pequeña llegada de casa? Petra

había pasado nueve años sin hablar armenio. Y el armenio que hablaba era el de una niña de cinco

años. Resultaba difícil hablarlo ahora, y aún más difícil era entenderlo.

¿Cómo decirle a su padre que le sería de gran ayuda que le hablara en el Común de la Flota, el inglés? Él conocía el idioma, claro: sus padres lo hablaban en casa cuando era pequeña, para que no tuviera problemas lingüísticos si la llevaban a la Escuela de Batalla. De hecho, ahora que lo pensaba, ése era parte del problema. ¿Con qué frecuencia había usado su padre la palabra armenia para referirse a los caramelos? Cada vez que salían de paseo, y se paraban a comprar uno, se lo preguntaba en inglés, y los identificaba todos por su nombre en inglés. Era absurdo, en realidad: ¿para qué iba a necesitar ella saber, en la Escuela de Batalla, los nombres ingleses de los caramelos armenios?

— ¿De qué te ríes?

—Creo que he perdido la afición por los caramelos mientras estaba en el espacio, papá. Aunque por los viejos tiempos espero que tengas tiempo de pasear conmigo de nuevo por la ciudad. No serás tan alto como la última vez.

—No, ni tu mano será tan pequeña. —También él se echó a reír—. Nos han robado años que ahora serían preciosos de recordar.

—Sí ——dijo Petra—. Pero he estado donde debía estar.

¿O no? Fui la que primero se vino abajo. Pasé todas las pruebas, hasta la prueba que importaba, y en ese punto fui la primera en desmoronarme. Ender me consoló diciéndome que confiaba en mí más que en nadie y que me presionaba más, pero lo cierto es que nos presionaba a todos y confiaba en todos y yo fui la que se vino abajo. Nadie lo mencionó jamás; hasta era posible que en la Tierra nadie lo supiera. Pero sus compañeros sí lo sabían. Hasta aquel momento en que se quedó dormida en medio

del combate, había sido una de los mejores. Después de eso, aunque nunca más se desmoronó, Ender tampoco volvió a confiar en ella. Los otros la observaban, para poder intervenir si de pronto dejaba de comandar sus naves. Ella estaba segura de que habían designado a alguien para que la sustituyese, pero nunca preguntó quién. ¿Dink? ¿Bean? Bean, sí... aunque Ender no le hubiera indicado que la vigilase o no, ella sabía que Bean estaría observando, dispuesto a tomar las riendas. Ella no era de fiar. No confiaban en ella. Ni siquiera Petra misma confiaba.

Sin embargo, lo mantendría en secreto a su familia. Tampoco lo había mencionado al primer ministro y a la prensa, a los militares armenios y a los escolares que se habían reunido para recibir a la gran heroína armenia de la guerra Fórmica. Armenia necesitaba un héroe. Ella era la única candidata de esa guerra. Ya le habían mostrado los libros de texto online que la incluían entre los diez armenios más célebres de todos los tiempos. Su foto, su biografía, y citas del coronel Graff, del mayor Anderson, de Mazer Rackham.

Y de Ender Wiggin.

«Fue Petra quien me defendió en primer lugar y estuvo dispuesta a correr el riesgo. Petra me entrenó cuando nadie más quería hacerlo. Todo se lo debo a ella. Y en la campaña final, batalla tras batalla, fue la comandante en quien confié.»

Ender no podía imaginar cómo dolerían esas palabras. Al decirle que confiaba en ella sin duda pretendía tranquilizarla, pero como Petra conocía la verdad, sus palabras le sonaban a lástima. Parecían una mentira piadosa.

Ahora ya estaba en casa, pero se sentía más extranjera que en ningún otro lugar. No podía sentirse en casa; allí nadie la conocía. Conocían a una niña pequeña que se había marchado entre un puñado de llorosos adioses y valientes palabras de amor, y también conocían a una heroína que regresaba con el halo de la victoria alrededor de cada palabra y cada gesto. Pero no conocían y nunca conocerían a la niña que no pudo soportar la presión y en mitad de una batalla simplemente... se quedó dormida. Mientras sus naves se perdían, mientras hombres de carne y hueso morían, ella dormía porque su cuerpo no toleró más la vigilia. Esa niña permanecería oculta a todos.

Y también quedaría oculta la niña que observaba cada movimiento de sus compañeros, la que evaluaba sus habilidades, imaginaba sus intenciones, decidida a aprovechar cuanto pudiera, negándose a doblegarse ante ninguno de ellos. Aquí se suponía que debía volverse niña de nuevo: más mayor, pero niña al fin y al cabo. Dependiente de otros.

Después de nueve años de feroz guardia, sería un descanso dejar su vida en manos de los demás,

¿no?

—Tu madre quería venir, pero tenía miedo. —Se rió como si fuera divertido—. ¿Comprendes?

—No.

—No miedo de ti —añadió el padre—. De su hija primogénita nunca podría tener miedo. Pero si de las cámaras, de los políticos, de las multitudes. Es una mujer de su casa, no del mercado.

¿Comprendes?

Ella entendía bastante bien el armenio, si a eso se refería, porque él empleaba un lenguaje sencillo y separaba un poco las palabras para que ella no se perdiera en el fluir de la conversación. Petra se lo agradecía, pero también se sentía avergonzada de que fuera tan obvio que necesitaba ayuda.

Lo que no comprendía era que el miedo a las multitudes pudiera impedir que una madre acudiera a recibir a su hija después de nueve años.

Petra sabía que su madre no tenía miedo de las multitudes ni de las cámaras. Le tenía miedo a ella. La niña de cinco a��os perdida que nunca volvería a tener cinco años, que tuvo su primer período con la

ayuda de una enfermera de la Flota, cuya madre nunca la había ayudado a hacer los deberes, ni le

había enseñado a cocinar. No, un momento. Ella había horneado pasteles con su madre. La había ayudado a hacer la masa. Ahora que lo pensaba, podía ver que su madre no la había dejado hacer nada importante. Sin embargo, a Petra le había parecido que era ella quien cocinaba. Que su madre confiaba en ella.

Esta línea de pensamiento le evocó la forma en que Ender la había consolado al final, fingiendo confiar en ella pero manteniendo el control.

Y como era una idea insoportable, Petra miró por la ventanilla del flivver.

— ¿Estamos en la parte de la ciudad donde yo jugaba?

—Todavía no —respondió el padre—. Pero casi. Maralik sigue sin ser una ciudad grande.

—Todo me parece nuevo.

—Pero no lo es. Nunca cambia, sólo la arquitectura. Hay armenios por todo el mundo, pero sólo porque fueron obligados a marcharse para salvar la vida. Por naturaleza, los armenios se quedan en casa. Las montañas son el vientre, y no tenemos ningún deseo de nacer. —Se rió con su propio chiste.

¿Siempre se había reído así? A Petra le parecía más nerviosismo que diversión. Su madre no era la única que le tenía miedo.

Cuando finalmente el flivver llegó a la casa, Petra reconoció dónde estaba. Comparada con los recuerdos que tenía de ella, le pareció pequeña y destartalada, aunque en realidad no había pensado en

el lugar en muchos años: dejó de acechar en sus sueños al cumplir los diez. No obstante, al regresar a

casa todo volvió a ella, las lágrimas que derramó en aquellas primeras semanas y meses en la Escuela de Tierra, y otra vez cuando salió del planeta y fue a la Escuela de Batalla. Esto era lo que había añorado, y por fin regresaba, lo había recuperado... justo cuando sabía que ya no lo necesitaba, que en realidad ya no lo quería. El hombre nervioso que la acompañaba en el taxi no era el alto dios que con tanto orgullo la guiaba por las calles de Maralik. Y la mujer que esperaba en la casa no sería la diosa que le procuraba el alimento y le aliviaba acariciándole con su fresca mano cuando estaba enferma.

Pero no tenía ningún otro lugar al que ir.

Su madre estaba esperando en la ventana. El padre colocó la palma de la mano en el escáner para aceptar el precio del flivver. Petra alzó una mano para dirigir un saludito a su madre y esbozó una tímida sonrisa que pronto se convirtió en una mueca. Su madre le devolvió la sonrisa y el saludo. Petra cogió la

mano de su padre y caminó con él hacia la casa.

La puerta se abrió mientras se acercaban. Era Stefan, su hermano. No habría reconocido al niño de dos años de sus recuerdos, todavía un bebé regordete. Y él, naturalmente, no la recordaba en absoluto. Sonrió como le habían sonreído los escolares, entusiasmados por conocer a una celebridad, pero no realmente conscientes de ella como persona. Pero como era su hermano, lo abrazó.

— ¡Eres Petra de verdad! —exclamó él.

— ¡Eres Stefan! —respondió ella. Entonces se volvió hacia su madre, que permanecía junto a la ventana, asomada.

— ¿Mamá?

La mujer se volvió con las mejillas cubiertas de lágrimas.

—Me alegro tanto de verte, Petra... —suspiró.

Pero no hizo ningún gesto para acercarse a ella, ni siquiera le tendió los brazos.

—Pero sigues buscando a la niña pequeña que se marchó hace nueve años —señaló Petra.

La madre se echó a llorar, tendiéndole ya los brazos, y Petra se acercó a ella para recibir su abrazo.

—Te has convertido en una mujer —dijo la madre—. No te conozco, pero te quiero.

—Yo también te quiero, mamá —dijo Petra. Y le encantó advertir que era verdad.

Disfrutaron casi de una hora los cuatro juntos, en realidad los cinco, cuando el bebé se despertó. Petra eludió sus preguntas («Oh, todo lo que hay que saber sobre mí ya ha sido publicado o emitido. Contadme cosas de vosotros»), y se enteró de que su padre seguía corrigiendo libros de texto y supervisando traducciones, y su madre seguía siendo la pastora de la comunidad, atendía a todo el mundo, llevaba comida a los enfermos, cuidaba de los niños mientras los padres trabajaban, y daba de comer a cualquier niño que apareciera.

—Recuerdo una vez que mamá y yo almorzamos a solas —bromeó Stefan—. No sabíamos qué decir y sobró un montón de comida.

—Ya era así cuando yo era pequeña —dijo Petra—. Recuerdo que yo estaba muy orgullosa de que los demás niños quisieran a mi madre. ¡Y también estaba celosa por la forma en que ella los quería!

—Nunca tanto como a mis propios hijos —intervino la madre—. Pero admito que me gustan los niños,

cada uno de ellos es precioso a los ojos de Dios y todos son bienvenidos en mi casa.

—Oh, he conocido a unos cuantos que no te gustarían —observó Petra.

—Tal vez —contestó la madre, que no deseaba discutir, pero sin creer que pudiera existir un niño así. El bebé gorjeó y la madre se alzó la camisa para darle el pecho.

— ¿Mamaba yo tan ruidosamente? —preguntó Petra.

—La verdad es que no.

—Oh, dile la verdad —dijo el padre—. Despertaba a los vecinos.

—Así que era una glotona.

—No, simplemente una salvaje—dijo el padre—. No tenías modales.

Petra decidió hacer la pregunta a las claras y acabar de una vez por todas.

—El bebé nació sólo un mes después de que se derogaran las restricciones de población.

Sus padres se miraron, la madre con una expresión beatífica, el padre con recelo.

—Sí, bueno, te echábamos de menos. Queríamos otra niña.

—Habríais perdido vuestro trabajo —indicó Petra.

—No inmediatamente.

—Los oficiales armenios siempre han sido un poco lentos a la hora de aplicar esas leyes —respondió la madre.

—Pero tarde o temprano podríais haberlo perdido todo.

—No —dijo la madre—. Cuando te marchaste, perdimos la mitad. Los niños lo son todo. El resto... no es nada.

Stefan se echó a reír.

—Excepto cuando tengo hambre. ¡La comida es algo!

—Tú siempre tienes hambre —dijo el padre.

—La comida siempre es algo —replicó Stefan.

Se echaron a reír, pero Petra comprendió que Stefan no albergaba ilusiones sobre lo que podría haber significado el nacimiento de este nuevo niño.

—Menos mal que ganamos la guerra.

—Mejor que perderla—asintió Stefan.

—Es bueno tener al bebé y obedecer también a la ley —señaló la madre.

—Pero no tuvisteis a vuestra niña pequeña.

—No —contestó el padre—. Tuvimos a nuestro David.

—No necesitábamos una niña pequeña después de todo —dijo la madre—. Te recuperamos a ti.

En realidad, no, pensó Petra. Y no durante mucho tiempo. Cuatro años, tal vez menos, y me marcharé a la universidad. Y no me echaréis de menos entonces, porque sabréis que no soy la niña pequeña que amáis, sino una encallecida veterana de una desagradable escuela militar donde había que

librar batallas reales.

Después de la primera hora, los vecinos y primos y amigos del trabajo del padre empezaron a aparecer, y hasta después de medianoche el padre no pudo anunciar que al día siguiente no era fiesta y que necesitaba dormir un poco antes de trabajar. Tardaron otra hora más en despedir a todo el mundo y para entonces todo lo que Petra deseaba era acostarse y esconderse del mundo durante al menos una semana.

Al atardecer del día siguiente supo que tenía que marcharse de allí. No encajaba en su vida cotidiana. Su madre la quería, sí, pero su vida se centraba en el bebé y en el barrio, y aunque trataba de incluir a

Petra en su conversación, la joven comprendió que era una distracción, que para su madre sería un

alivio que fuera al colegio durante el día como hacía Stefan y que regresara sólo a la hora prevista. Esa misma noche Petra anunció que deseaba matricularse en el colegio y empezar las clases al día siguiente.

—Lo cierto es que los de la F.I. dijeron que podrías ir directamente a la universidad —dijo el padre.

—Tengo catorce años. Y hay lagunas serias en mi educación.

—Nunca ha oído hablar de Perro —intervino Stefan.

— ¿Qué? —preguntó el padre—. ¿Qué perro?

—Perro. La orquesta zip. Ya sabes.

—Un grupo muy famoso —asintió la madre—. Si los oyes, te entrará dolor de cabeza.

—Oh, ese Perro —dijo el padre—. No creo que ésa sea la educación a la que se refería Petra.

—En realidad sí.

—Es como si fuera de otro planeta —dijo Stefan—. Anoche me di cuenta de que no ha oído hablar de nadie.

—Es que soy de otro planeta. O, más concretamente, de un asteroide.

—Por supuesto —convino la madre—. Tienes que ponerte al día con tu generación.

Petra sonrió, pero interiormente dio un respingo. ¿Su generación? Ella no tenía ninguna generación, excepto los pocos miles de niños que habían estado en la Escuela de Batalla y ahora andaban dispersos por la Tierra, tratando de averiguar dónde encajaban en un mundo en paz.

Petra no tardó en descubrir que el colegio no iba a ser fácil. No había cursos de historia ni estrategia militar. Las matemáticas eran ridículas comparadas con las que estudiaba en la Escuela de Batalla, pero en literatura y gramática andaba muy retrasada: su conocimiento del armenio era en efecto infantil, y aunque tenía bastante fluidez con la versión del inglés empleado en la Escuela de Batalla (incluyendo el argot que los chicos usaban allí), tenía poco dominio de las reglas gramaticales y no comprendía nada de la jerga que los niños usaban en el colegio, una mezcla de armenio e inglés.

Todo el mundo se mostraba amable con ella, por supuesto: las chicas más populares tomaron inmediata posesión de ella, y los maestros la trataron como a una celebridad. Petra permitió que la

llevaran de un lado a otro y se lo mostraran todo, y estudió la forma de hablar de sus nuevas amigas con

cuidado, para aprender el argot y las entonaciones del inglés y el armenio de la escuela. Sabía que las chicas populares pronto se cansarían de ella, sobre todo cuando se dieran cuenta de lo brusca que era Petra al hablar, una tendencia que no tenía intención de cambiar. Petra estaba acostumbrada al hecho de que la gente que se preocupaba por la jerarquía social acabara odiándola y, si eran listos, temiéndola, ya que las pretensiones no duraban mucho en su presencia. Encontraría a sus verdaderas amistades en las próximas semanas, si es que había alguien que la valorase por lo que era. No importaba. Todas las posibles amistades, todas las preocupaciones sociales le parecían triviales. En ese lugar no había nada en juego, excepto la vida social de cada estudiante y su futuro académico, ¿y qué importaba eso? Toda la escolarización anterior de Petra se había llevado a cabo bajo la sombra de la guerra, y el destino de la humanidad había dependido de sus estudios y su destreza. Ahora, ¿qué importaba si se esforzaba o no? Leería literatura armenia porque quería aprender armenio, no porque imaginara que importase lo que un expatriado como Saroyan pensara sobre las vidas de los niños en una era perdida de un país lejano.

La única asignatura que de verdad le gustaba era la educación física. Tener un cielo sobre la cabeza mientras corría, sentir la pista llana bajo sus pies, poder correr y correr por el simple placer de hacerlo y sin tener un reloj marcando el tiempo permitido para los ejercicios aeróbicos: todo un lujo. Físicamente no podía competir con la mayoría de las otras niñas. Su cuerpo tardaría un tiempo en adaptarse a la gravedad superior, pues a pesar de los esfuerzos de la F.I. para asegurarse de que los cuerpos de los soldados no se deterioraran demasiado durante los largos meses y años que pasaban en el espacio, nada te entrenaba para vivir en la superficie de un planeta, excepto vivir efectivamente allí. Sin embargo, a Petra no le importaba ser una de las últimas en terminar las carreras, no poder saltar ni siquiera el obstáculo más insignificante. Le gustaba correr libremente, y sus debilidades le daban objetivos que cumplir. Pronto podría ser competitiva. Ése era uno de los aspectos de su personalidad que la habían llevado a la Escuela de Batalla en primer lugar: no tenía ningún interés particular en competir, porque siempre empezaba sabiendo que, si importaba, encontraría un modo de ganar.

Y así se acostumbró a su nueva vida. En pocas semanas hablaba ya armenio con fluidez y dominaba el argot local. Como había supuesto, las chicas populares la abandonaron en ese tiempo, y unas semanas después, las chicas estudiosas también se distanciaron. Encontró sus amigos entre los rebeldes y marginados, y pronto tuvo un círculo de confidentes y conspiradores a los que llamó su

«jeesh», el argot de la Escuela de Batalla para definir a los amigos íntimos, un ejército privado. No es que fuera comandante ni nada, pero todos se mantenían leales y se divertían a costa de los profesores y otros estudiantes, y cuando una consejera la llamó para comunicarle que la dirección estaba preocupada por el hecho de que parecía estar relacionándose demasiado con un elemento antisocial en el colegio, entonces comprendió que realmente Maralik era su hogar.

De pronto llegó un día en que regresó a casa del colegio y encontró la puerta cerrada. No tenía llave: nadie usaba llaves en el barrio porque nadie echaba el cerrojo, y si hacía buen tiempo ni siquiera cerraban las puertas. Oyó al bebé llorando en el interior de la casa, así que en vez de llamar a su madre

para que le abriera la puerta, rodeó la casa y entró por la cocina. Encontró a su madre atada a una silla,

amordazada, con los ojos desorbitados de pavor.

Antes de que Petra tuviera tiempo de reaccionar, una hipostick se le clavó en el brazo y, sin que tuviera tiempo de ver quién lo había hecho, quedó sumida en la oscuridad.


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