Para: Piedra%Fria@IComeAnon.com
De: Tercer%Grupo@OrienteMisterioso.org Sobre: Decididamente no vichyssoise
No sé quién es usted, y no sé qué significa este mensaje. Él está en China. Fui de turismo allí, y paseaba por una acera pública. Me dio un papelito doblado y me pidió que enviara un mensaje a este sitio de reenvío, con el tema del encabezamiento. Es éste:
«Él cree que yo le dije dónde debería estar Calígula pero no lo hice.»
Espero que eso signifique algo y que lo entienda, porque parecía muy serio al respecto. En cuanto a mí, usted no sabe quién soy, ni él tampoco, y así es como me gusta.
—No es la misma ciudad —dijo Bean.
—Bueno, por supuesto que no —respondió Petra—. Eres más alto.
Era la primera vez que Bean regresaba a Rotterdam desde que se marchó al espacio para aprender a ser soldado siendo un niño muy pequeño. En todos sus vagabundeos con sor Carlotta después de la guerra, ella nunca sugirió venir aquí, y a él tampoco se le ocurrió jamás.
Pero aquí era donde estaba Volescu: había tenido el valor de volver a establecerse en la ciudad donde lo habían detenido. Ahora, naturalmente, no llamaba investigación a su trabajo: aunque había sido ilegal durante muchos años, otros científicos lo habían continuado en secreto y cuando, después de la guerra, pudieron volver a publicar, dejaron todos los logros de Volescu a la altura del betún.
Por eso sus oficinas, en un edificio viejo pero encantador en el centro de la ciudad, tenían una modesta etiqueta, en común, que decía: «Servicios reproductores seguros.»
—Seguridad —dijo Petra—. Extraña palabra, teniendo en cuenta a cuántos bebés mató.
—Bebés no —dijo Bean—. Los experimentos ilegales fueron eliminados, pero ningún bebé legal estuvo implicado.
—Eso te parte por la mitad, ¿eh?
—Ves demasiados vids. Estás empezando a hablar como en las películas norteamericanas.
—¿Qué más puedo hacer, si tú te pasas todo el tiempo conectado, salvando el mundo?
—Estoy a punto de conocer a mi hacedor —dijo Bean—. Y tú te quejas de que paso mucho tiempo dedicado al más puro altruismo.
—No es tu hacedor.
—¿Quién lo es, entonces? ¿Mis padres biológicos? Ellos engendraron a Nikolai.
Yo fui las sobras del frigorífico.
—Me estaba refiriendo a Dios.
—Ya lo sé —dijo Bean, sonriendo—. Pero no puedo dejar de pensar que existo porque Dios parpadeó. Si hubiera estado prestando atención, yo podría no haber sucedido nunca.
—No me piques con la religión —dijo Petra—. No jugaré.
—Tú empezaste.
—No soy sor Carlotta.
—No podría haberme casado contigo si lo fueras. ¿Ésa fue tu elección? ¿Yo o meterte a monja?
Petra se echó a reír y le dio un empujoncito. Pero no fue gran cosa. Principalmente fue una excusa para tocarlo. Para demostrarse que él era suyo, que podía tocarlo cuando quisiera, y era verdad.
Incluso ante Dios, pues ahora estaban legalmente casados. Una necesidad antes de la fertilización in vitro, para que no hubiera ninguna cuestión sobre la paternidad o la propiedad conjunta de los embriones.
Una necesidad, pero también lo que ella quería.
¿Cuándo había empezado ella a querer esto? En la Escuela de Batalla, si alguien le hubiera preguntado con quién acabaría casándose, habría dicho:
—Con un tonto, porque nadie más listo me querría.
Pero si la hubieran presionado, y si hubiera confiado en su interlocutor para no divagar, habría dijo que Dink Meeker. Era su amigo más íntimo en la Escuela de Batalla.
Dink incluso era holandés. Sin embargo, no estaba en Holanda hoy en día. Holanda no tenía ejército. Dink había sido cedido a Inglaterra, como si fuera un jugador de fútbol de élite, y estaba cooperando en una planificación conjunta anglo- americana, lo cual era un desperdicio de su talento, ya que en ningún lado del Atlántico había el menor deseo de implicarse en los acontecimientos que estaban sacudiendo al resto del mundo.
Ella ni siquiera lamentó su ausencia. Todavía se preocupaba por él, tenía buenos recuerdos suyos, incluso, tal vez, lo apreciaba de una manera vagamente más que platónica. Pero después de la Escuela de Batalla, donde había sido un bravo rebelde enfrentado al sistema, negándose a dirigir una escuadra en la sala de batalla y uniéndose a ella para ayudar a Ender en su pugna contra los profesores... después de la Escuela de Batalla habían trabajado juntos casi de manera continuada, y quizás habían llegado a conocerse mutuamente demasiado bien. La pose rebelde había desaparecido, y él se reveló como un comandante brillante pero fanfarrón. Y cuando Petra quedó en evidencia delante de Dink, cuando la fatiga la superó durante un juego que resultó ser real, una barrera se alzó entre ella y los demás, pero entre ella y Dink fue un muro infranqueable. Cuando el grupo de Ender fue secuestrado y confinado en Rusia, Dink y ella se comportaron como en los viejos tiempos, pero ella no sintió ninguna chispa.
Durante todo ese tiempo, se habría echado a reír si alguien le hubiera insinuado que se enamoraría de Bean, y que apenas tres anos más tarde se casaría con él. Porque si Dink fue el candidato más probable para su corazón en la Escuela de Batalla, Bean tuvo que ser el menos probable. Ella lo había ayudado un poco, sí, como había ayudado a Ender cuando empezó, pero era un tipo de ayuda condescendiente, echarle una mano a un novato.
En la Escuela de Mando, había aprendido a respetar a Bean ver parte de su lucha, cómo nunca hacía nada para ganar la aprobación de los demás, sino que daba siempre lo que hacía falta para ayudar a sus amigos. Llegó a entenderlo como una de las personas más profundamente altruistas y leales que había conocido jamás: aunque él no veía en sí mismo ninguna de esas tendencia, siempre encontraba algún motivo por el que todo lo que hacía era enteramente para su propio beneficio.
Cuando Bean fue el único que no fue secuestrado, ella supo de inmediato que intentaría cualquier cosa para salvarlos. Los otros hablaban de cómo intentar contactar con él en el exterior, pero renunciaron en cuanto se enteraron de que lo habían matado. Petra nunca renunció. Sabía que Aquiles no podría haberlo matado tan fácilmente. Sabía que él encontraría un modo de liberarla. Y lo hizo.
Ella no lo amaba porque la hubiera salvado. Lo amaba porque, durante todos sus meses en cautiverio, mientras tenía que soportar constantemente la presencia acechante de Aquiles con su amenaza de muerte entrelazada de lujuria hacia ella, Bean fue su sueño de libertad. Cuando se imaginaba la vida fuera del cautiverio, no dejaba de pensar en una vida con él. No como hombre y mujer, sino simplemente:
«Cuando esté libre, encontraremos un modo de combatir a Aquiles.» Nosotros. Y el
«nosotros» siempre eran ella y Bean. Entonces descubrió su diferencia genética. La muerte que le esperaba cuando su crecimiento superara la habilidad de su cuerpo para nutrirse. Y supo de inmediato que quería engendrar a sus hijos. No porque quisiera tener hijos que sufrieran una extraña aflicción que los convirtiera en brillantes y efímeras mariposas que capturaran la luz del sol durante un solo día, sino porque no quería que la vida de Bean no dejara ningún hijo detrás. No podía soportar perderlo, y quería desesperadamente que algo de él se quedara con ella cuando Bean hubiera muerto.
Nunca podría explicárselo a él. Apenas podía explicárselo a sí misma.
Pero de algún modo las cosas habían salido mejor de lo que esperaba. Su maniobra para que él viera a Anton lo había convencido más rápidamente de lo que creía posible.
Eso la hizo creer que también él, sin darse cuenta, había llegado a amarla a cambio. Que igual que ella quería vivir con sus hijos, él quería que fuera la madre que los cuidara después de su muerte.
Si no era amor, valdría.
Se casaron en España, con Anton y su nueva esposa como testigos. Fue peligroso quedarse tanto como lo hicieron, aunque trataron de romper su pista marchándose frecuentemente con todas las maletas y luego regresando para quedarse en una ciudad distinta cada vez. Su ciudad favorita era Barcelona, que era una tierra de hadas de edificios que parecían haber sido diseñados todos por Gaudí o, tal vez, habían brotado de los sueños de Gaudí. Se casaron en la catedral de la Sagrada Familia. Era uno de los pocos auténticos edificios diseñados por Gaudí que todavía estaba en pie, y el nombre la convertía en un lugar perfecto para una boda, pues se refería oficialmente a la sagrada familia de Jesús. Pero eso no significaba que pudiera aplicarse a todas las familias. Además, ¿no iban a ser sus hijos inmaculadamente concebidos?
La luna de miel (una semana juntos, saltando de isla en isla por las Baleares, disfrutando del Mediterráneo y las brisas africanas) fue una semana más de lo que ella había esperado. Después de conocer el carácter de Bean como nadie mejor que ella podría hacerlo, Petra sintió timidez al conocer su cuerpo, y al dejar que él conociera el suyo. Pero aquí Darwin los ayudó, pues las pasiones que hacían que las especies sobrevivieran los ayudaron a perdonar la torpeza y la estupidez y la
ignorancia y el ansia mutuas.
Ella estaba ya tomando píldoras para regular su ovulación y más píldoras para estimular tantos óvulos como fuera posible. No había ninguna posibilidad de que concibieran un hijo de manera natural antes de que comenzaran el proceso de fertilización in vitro. Pero ella lo deseaba igualmente, y dos veces soñó que un amable médico le decía: «Lo siento, no puedo implantar los embriones, porque ya estás embarazada.»
Pero se negó a dejar que eso la preocupara. Tendría a su bebé Pronto.
Ahora estaban aquí en Rotterdam, trabajando. Buscaban no al amable médico de su sueño, sino al asesino de masas que sólo por accidente causó la vida de Bean, para que les proporcionara un niño que no muriera como un gigante a los veinte años de edad.
—Si esperamos mucho —dijo Bean—, cerrarán la consulta.
—No —dijo Petra—. Volescu esperará toda la noche para ver te. Eres el experimento suyo que tuvo éxito a pesar de su cobardía.
—Creí que el éxito era mío, no suyo. Ella se apretujó contra su brazo.
—El éxito fue mío —dijo.
—¿Tuyo? ¿Cómo?
—Tiene que haberlo sido. Soy yo la que se quedó con todos los premios.
—Si hubieras dicho cosas como ésta en la Escuela de Batalla, habrías sido el hazmerrerír de las escuadras.
—Eso es porque las escuadras estaban todas compuestas por niños prepúberes. Los adultos no creen que esas cosas sean embarazosas.
—La verdad es que sí—dijo Bean—. Sólo hay un breve interludio en la adolescencia donde las observaciones románticas extravagantes son consideradas poesía.
—El poder de las hormonas es tan grande que comprendemos completamente las causas biológicas de nuestros sentimientos, pero seguimos sintiéndolos.
—No entremos —dijo Bean—. Volvamos al hotel y tengamos más sentimientos. Ella lo besó.
—Entremos y engendremos a un bebé.
—Intentemos engendrar un bebé —corrigió Bean—. Porque no te dejaré tener uno donde la Clave de Anton esté operativa.
—Lo sé.
—Y tengo tu promesa de que los embriones con la Clave de Anton serán descartados.
—Por supuesto —dijo ella. Eso lo satisfizo, aunque ella estaba segura de que se daba cuenta de que nunca había llegado a decir esas palabras. Tal vez él lo hizo, inconscientemente, y por eso no dejaba de pedirlo.
Era hipócrita y falso por parte de ella, por supuesto, y casi se sentía mal en ocasiones, pero lo que sucediera después de la muerte de Bean no sería asunto suyo.
—Muy bien, pues —dijo él.
—Muy bien —respondió ella—. Es hora de conocer al asesino de niños, ¿né?
—Supongo que no deberíamos llamarlo así en su cara, ¿no es cierto?
—¿Desde cuándo eres tú el que se preocupa por los buenos modales?
Volescu era una comadreja, tal como Petra sabía. Era pura fachada,
interpretando el papel de Míster Científico, pero Petra sabía bien lo que había tras la máscara.
Podía ver la forma en que no apartaba los ojos de Bean, las medidas mentales que estaba tomando. Quiso hacer alguna observación capciosa sobre cómo la prisión parecía haberle hecho bien, pues había ganado peso y tenía que rebajarlo... Pero estaban aquí para hacer que el hombre les procurara un bebé, y no serviría de nada irritarlo.
—No pude creer que iba a conocerte —dijo Volescu—. Supe por aquella monja que me visitó una vez que estabas vivo, y me alegré. Ya estaba en la cárcel, aquello que había intentado impedir al destruir las pruebas. Así que no necesité destruirlas después de todo. Ojalá no lo hubiera hecho. Y entonces llega ella y me dice que el que se perdió vivía. Fue un rayito de esperanza en una larga noche de desesperación. Y aquí estás.
Una vez más miró a Bean de cabo a rabo.
—Sí—dijo Bean—, aquí estoy, y soy muy alto para mi edad, como parece intentar verificar.
—Lo siento —dijo Volescu—. Sé qué otro asunto te ha traído aquí. Un asunto muy importante.
—¿Está seguro de que su test para la Clave de Anton es absolutamente preciso y no destructivo?
—Tú existes, ¿no? Eres lo que eres, ¿no? No habríamos conservado ninguno donde el gen no hubiera prendido. Teníamos una Prueba segura y digna de confianza.
—Se hizo nacer a todos los clones embrionados —dijo Bean—. ¿funcionó en todos ellos?
—En esa época yo era un gran plantador de virus. Una habilidad que incluso ahora no es muy necesaria en los procedimiento con los humanos, ya que las alteraciones siguen siendo ilegales.
Se echó a reír, porque todo el mundo sabía que había un próspero negocio para crear a la carta bebés humanos en diversos lugares del mundo, y que la habilidad para alterar genes estaba en más alza que nunca. Ése era casi con toda seguridad el verdadero negocio de Volescu, y Holanda era uno de los lugares más seguros para practicarlo.
Pero a medida que Petra lo escuchaba, se iba sintiendo más y más inquieta. Volescu mentía en algo. El cambio en sus modales había sido leve, pero después de pasarse meses observando cada diminuto matiz en la conducta de Aquiles, simplemente como cuestión de supervivencia, ella se había convertido en una observadora muy precisa de los demás. Los signos del engaño estaban allí. Habla enérgica, rítmica, demasiado jovial. Ojos que esquivaban los de ellos. Manos que no dejaban de tocarse la chaqueta, el lápiz.
¿En qué estaba mintiendo?
Una vez que lo pensó, Petra vio que era obvio.
No había ninguna prueba. Cuando creó a Bean, Volescu simplemente introdujo el virus plantador que se suponía que alteraba las células de los embriones, y luego esperó a ver si algún embrión vivía, y cuáles de los supervivientes habían sido alterados con éxito. Dio la casualidad de que todos sobrevivieron. Pero no todos tenían necesariamente la Clave de Anton.
Tal vez por eso, de las casi dos docenas de bebés, sólo escapó Bean.
Tal vez Bean fue el único donde la alteración tuvo éxito. El único con la Clave de Anton. El único que era tan preternaturalmente inteligente que pudo, con un año de
edad, advertir que corría peligro, escapar de su cuna, meterse dentro de una cisterna, y permanecer con vida hasta que pasó el peligro.
Ésa tenía que ser la mentira de Volescu. Tal vez había desarrollado una prueba desde entonces, pero era improbable. ¿Por qué imaginaría que iba a necesitarla? Pero había dicho que tenía la prueba para poder... ¿para poder hacer qué?
Empezar de nuevo su experimento. Coger sus embriones restantes, y en vez de destruir los que tenían la Clave de Anton, conservarlos y criarlos y educarlos. Esta vez no sería uno solo entre dos docenas quien tendría la inteligencia ampliada y el lapso de vida acortado. Esta vez, las probabilidades genéticas sugerían una distribución al cincuenta por ciento de la Clave de Anton entre los embriones.
Así que ahora Petra tenía que tomar una decisión. Si decía en alta aquello de lo que en su interior estaba tan segura, Bean probablemente se daría cuenta de que tenía razón y todo el trato desaparecería. Si Volescu no tenía la prueba, era seguro que no la tenía nadie. Bean se negaría a tener hijos.
Así que si ella quería tener al hijo de Bean, Volescu tenía que ser quien lo hiciera, no porque tuviera una prueba para la Clave de Anton, sino porque Bean creía que la tenía.
¿Pero qué pasaría con los otros embriones? Serían sus hijos también, y crecerían como esclavos, los sujetos experimentales de un hombre como éste, completamente sin moral.
—Naturalmente, sabe usted que no se encargará de la implantación efectiva — dijo Petra.
Como Bean nunca había oído este cambio en sus planes, sin duda se sorprendió. Pero, siendo Bean, no mostró nada, simplemente sonrió un poco como para demostrar que ella hablaba por los dos. Qué confianza. Petra ni siquiera se sintió culpable porque él confiara tanto en ella en el momento en que intentaba engañarlo con todas sus fuerzas. Tal vez no estuviera haciendo lo que él creía que quería, pero sabía que estaba haciendo lo que realmente deseaba, en lo más profundo de sus genes.
Volescu, sin embargo, mostró sorpresa.
—Pero... ¿qué quieres decir?
—Perdóneme —dijo Petra—, pero nos quedaremos con usted durante todo el proceso de fertilización, y vigilaremos que todo embrión fertilizado sea llevado al Hospital Femenino, donde quedaran bajo la seguridad del hospital hasta que la implantación tenga lugar.
El rostro de Volescu se puso rojo.
—¿De qué me acusas?
—De ser el hombre que ya ha demostrado ser.
—Hace muchos años, y pagué mi deuda. Bean comprendió ahora... lo suficiente, al menos, para unirse a la conversación, con un tono de voz tan ligero y alegre como el de Petra.
—No tenemos ninguna duda de eso, pero naturalmente queremos asegurarnos de que ninguno de nuestros pequeños embriones con la Clave de Anton se despierte y se lleve una desagradable sor presa en una habitación llena de niños, como yo hice una vez.
Volescu se puso en pie.
—La entrevista se ha acabado.
El corazón de Petra dio un vuelco. No tendría que haber dicho nada. Ahora no habría implantación y Bean descubriría...
—Entonces ¿procedemos a extraer los óvulos? —preguntó Bean—. El momento
es adecuado, creo. Por eso pedimos la cita para este día.
Volescu lo miró bruscamente.
—¿Después de haberme insultado?
—Vamos, doctor. Usted le extrae los óvulos, y luego yo hago mi donación. Así es como lo hacen los salmones. Es bastante natural. Aunque me gustaría evitar lo de nadar corriente arriba, si es posible.
Volescu lo miró durante un largo instante, y luego sonrió, tenso.
—Mi pequeño medio-sobrino Julian tiene un curioso sentido del humor.
Petra esperó, casi sin atreverse a respirar, deseando no hablar, aunque un millar de palabras le corrían por la cabeza.
—Muy bien, sí, claro que podéis proteger los embriones fertilizados como queráis. Comprendo vuestra... falta de confianza. Aunque sé que es un error.
—Entonces mientras Petra y usted hacen lo que haya que hacer —dijo Bean—, yo llamaré a un par de mensajeros del centro de fertilidad del Hospital Femenino para que vengan y esperen los embriones y se los lleven a congelar.
—Pasarán unas cuantas horas antes de que lleguemos a esa etapa —dijo Volescu.
—Podemos permitirnos pagarles el tiempo —respondió Petra—. Y no queremos que se produzcan errores ni retrasos.
—Tendré que tener acceso de nuevo a los embriones durante unas cuantas horas, por supuesto —dijo Volescu—. Para separarlos y hacerles la prueba.
—En nuestra presencia —contestó Petra—. Y el especialista en fertilidad que vaya a implantar al primero.
—Por supuesto —dijo Volescu con una sonrisa tensa—. Los escogeré para vosotros y descartaré los...
—Nosotros descartaremos y destruiremos cualquiera que tenga la Clave de Anton —dijo Bean.
—Eso no hace falta decirlo —replicó Volescu, envarado.
Odia las reglas que le hemos impuesto, pensó Petra. Podía verlo en sus ojos, a pesar del aspecto tranquilo. Está furioso. Está incluso... cohibido, sí. Bueno, ya que esto es probablemente lo más cerca que estará jamás de sentir vergüenza, es bueno para él.
Mientras el personal médico que haría la implantación examinaba a Petra, Bean se encargó de contratar un servicio de seguridad. Un guardia estaría de servicio en la
«guardería» de los embriones, como la llamaba afectuosamente el personal del hospital, todo el día, todos los días.
—Ya que eres la primera que empezó con la paranoia —le dijo Bean a Petra—, no tengo más remedio que ser más paranoico que tú.
En realidad, fue un alivio. Durante los días anteriores a que los embriones estuvieran preparados para ser implantados, mientras Volescu sin duda intentaba frenéticamente diseñar un procedimiento no destructivo que pudiera hacer pasar por un examen genético, Petra se alegró de no tener que quedarse personalmente en el hospital vigilando a los embriones todo el tiempo.
Eso le dio una oportunidad para explorar la ciudad de la infancia de Bean. Él, sin embargo, parecía decidido a visitar sólo los lugares turísticos y volver luego a su ordenador. Petra sabía que permanecer demasiado tiempo en una ciudad lo ponía nervioso, sobre todo porque por primera vez su paradero era conocido por otra persona en quien no confiaban. Era dudoso que Volescu conociera a alguno de sus
enemigos. Pero Bean insistía en cambiar de hotel cada día, y se apartaba varias manzanas del hotel de turno para llamar a un taxi, para que ningún enemigo pudiera ponerles una trampa fácilmente.
Sin embargo, estaba evadiendo a algo más que a sus enemigos. Estaba evadiendo su pasado en esta ciudad. Ella estudió un plano de la ciudad y encontró la zona que Bean evitaba claramente. Y a la mañana siguiente, después de que Bean hubiera elegido el primer taxi del día, se inclinó hacia delante y le dio la dirección al conductor.
Bean tardó sólo unos segundos en advertir adonde iba el taxi Ella lo vio tensarse. Pero no se negó a ir ni se quejó de que ella lo hubiera obligado. ¿Cómo podía hacerlo? Sería admitir que evitaba los lugares que había conocido de niño. Una confesión de dolor v miedo.
No obstante, ella no iba a dejarle pasar el día en silencio.
—Recuerdo las historias que me contaste —le dijo, amablemente—. No hay muchas, pero quería verlo con mis propios ojos Espero que no sea demasiado doloroso para ti. Pero aunque lo sea espero que lo soportes. Porque algún día querré hablarle a nuestros hijos de su padre. ¿Y cómo puedo contarle las historias si no sé dónde tuvieron lugar?
Después de una brevísima pausa, Bean asintió.
Dejaron el taxi y él la llevó a través de las calles de su infancia, que ya entonces eran viejas y desastradas.
—Ha cambiado muy poco —dijo Bean—. En realidad sólo hay una diferencia. No hay miles de niños abandonados por todas partes. Al parecer, alguien encontró el presupuesto necesario para tratar con los huérfanos.
Ella siguió haciendo preguntas, prestando mucha atención a las respuestas, y finalmente él comprendió lo serias que eran sus intenciones, cuánto significaban para ella. Bean empezó a desviarla de las calles principales.
—Yo vivía en los callejones —explicó—. En las sombras. Como un buitre, esperando a que las cosas murieran. Tenía que buscar los restos que otros niños no veían. Cosas eliminadas de noche. Restos de basura. Cualquier cosa que pudiera tener unas cuantas calorías. Se acercó a un contenedor y apoyó la mano en él.
—Éste. Éste me salvó la vida. Había un restaurante entonces, donde ahora está la tienda de música. Creo que el empleado que sacaba la basura sabía que yo estaba acechando. Siempre sacaba la mayoría de la basura de la cocina a últimas horas de la tarde, a plena luz. Los niños mayores se lo llevaban todo. Y los restos de las cenas los tiraban por la mañana, otra vez a plena luz, y los otros niños se las llevaban también. Pero él normalmente salía una vez en la oscuridad. Para fumar aquí, junto al contenedor. Y después de su cigarrito, en la oscuridad, había un resto de algo, aquí mismo.
Bean colocó la mano sobre un estrecho saliente formado por el armazón que permitía que el camión de la basura levantara el contenedor.
—Una mesa muy pequeñita —dijo Petra.
—Creo que debía de ser un superviviente de las calles él mismo —dijo Bean—, porque nunca era algo demasiado grande para llamar la atención. Siempre era algo que me podía meter en la boca de una vez, para que nadie me viera con comida en la mano. Me habría muerto sin él. Sólo fueron un par de meses y entonces se acabó... probablemente perdió el empleo o se mudó o algo más, y no tengo ni idea de quién era. Pero me mantuvo con vida.
—Qué cosa tan hermosa, pensar que una persona pudo haber salido de las calles —dijo Petra.
—Bueno, sí, ahora lo comprendo. Pero en esa época no pensaba esas cosas. Estaba... concentrado. Sabía que él lo hacía deliberadamente, pero no me molesté en preguntarme por qué, excepto para eliminar la posibilidad de que fuera una trampa, o de que la hubiera drogado o envenenado de algún modo.
—¿Cómo eliminaste esa posibilidad?
—Comí lo primero que puso aquí y no me morí, ni me desmayé ni me desperté en una casa de prostitución infantil ni nada de eso.
—¿Había sitios así?
—Había rumores de que eso era lo que les ocurría a los niños que desaparecían de la calle. Junto con los rumores de que los cocinaban en los guisos picantes en los barrios de emigrantes de la ciudad. Esas historias no me las creía.
Ella se cruzó los brazos sobre el pecho.
—Oh, Bean, qué lugar tan infernal.
—Aquiles también surgió de aquí.
—Nunca fue tan pequeño como tú.
—Pero estaba lisiado. Esa pierna mala. Tuvo que ser listo para permanecer vivo. Tenía que impedir que los demás lo aplastaran por ningún otro motivo mejor que el hecho de que podían hacerlo. Tal vez esa tendencia a tener que eliminar a todo aquel que lo ve indefenso... tal vez sea un mecanismo de supervivencia para él, dadas las circunstancias.
—Eres todo un cristiano —dijo Petra—. Tan lleno de caridad.
—Hablando de lo cual —repuso Bean—, supongo que educarás a nuestro hijo como católico armenio, ¿no?
—Eso haría feliz a sor Carlotta, ¿no crees?
—Ella estaba feliz hiciera lo que hiciese yo —dijo Bean—. Dios la hizo feliz. Es feliz ahora, si está en algún sitio. Era una persona feliz.
—Haces que parezca... no sé, mentalmente deficiente.
—Sí. Era incapaz de tener malicia. Un grave defecto.
—Me pregunto si hay una prueba genética para eso —dijo Petra. Entonces lo lamentó inmediatamente. Lo último que quería era que Bean pensara demasiado en las pruebas genéticas y se diera cuenta de lo que a ella le parecía tan obvio, que Volescu no tenía ninguna.
Visitaron muchos otros lugares, y más y más de ellos hicieron que él le contara pequeñas historias. Aquí es donde Poke solía esconder un poco de comida para recompensar a los chicos que lo hacían bien. Aquí es donde sor Carlotta se sentó por primera vez para enseñarnos a leer. Éste era el sitio donde dormíamos durante el in- vierno, hasta que los chicos mayores lo encontraron y nos echaron.
—Aquí es donde Poke se alzó contra Aquiles con un ladrillo en la mano —dijo Bean—, dispuesta a saltarle los sesos.
—Ojalá lo hubiera hecho.
—Era demasiado buena persona. No podía imaginar el mal que podía haber en él. Yo tampoco, hasta que lo vi aquí tendido, lo que había en sus ojos cuando miró aquel ladrillo. Nunca he visto tanto odio. Eso fue todo: ningún temor. Vi la muerte de Poke en sus ojos en ese momento. Le dije que tenía que hacerlo. Tenía que matarlo. Ella no pudo. Pero sucedió, aunque se lo advertí. Si lo dejas vivir, te matará, le dije, y él lo hizo.
—¿Dónde fue el lugar donde Aquiles la mató? —preguntó Petra—. ¿Puedes llevarme allí?
Él reflexionó unos instantes, y luego la llevó a los muelles. Encontraron un lugar despejado desde donde podían ver, entre botes y barcos y barcazas, cómo el gran
Rin pasaba camino del Mar del Norte.
—Qué lugar tan poderoso —dijo Petra.
—¿Qué quieres decir?
—Es que... el río, es tan fuerte. Y sin embargo los seres humaos pudieron construir en sus riberas. Esta bahía. La naturaleza es fuerte, pero la mente humana es más fuerte.
—Excepto cuando no lo es.
—Él le entregó el cuerpo de ella al río, ¿verdad?
—La arrojó al agua, sí.
—Pero la manera en que Aquiles vio lo que hizo. La entregó al agua— Tal vez de manera romántica.
—La estranguló —dijo Bean—. No me importa lo que pensaba mientras lo hacía, o después. La besó y luego la estranguló.
—¡No verías el asesinato! —dijo Petra. Sería demasiado terrible que Bean hubiera llevado una imagen semejante en su mente durante todos estos años.
—Vi el beso —dijo Bean—. Fui demasiado egoísta y estúpido para comprender qué significaba.
Petra recordó el beso que le dio Aquiles, y se estremeció.
—Pensaste lo que cualquiera habría pensado. Pensaste que su beso significaba lo que significa el mío.
Y lo besó.
Él le devolvió el beso. Ansiosamente.
Pero cuando el beso terminó, su rostro volvió a entristecerse.
—Desharía todo, todo lo que he hecho con mi vida desde entonces, si pudiera volver atrás y deshacer ese momento.
—¿Crees que podrías haber luchado con él? ¿Has olvidado lo pequeño que eras entonces?
—Si hubiera estado aquí, él habría sabido que yo estaba vigilando, y no lo habría hecho. Aquiles nunca se arriesgaba a ser descubierto si podía evitarlo.
—O podría haberte matado a ti también.
—No podía matarnos a los dos a la vez. No con una pierna lisiada. Mientras atacaba a uno, el otro habría gritado en busca de ayuda.
—O le habría golpeado en la cabeza con un ladrillo.
—Sí, bueno, Poke podría haberlo hecho pero yo no lo podría haber levantado por encima de su cabeza. Y no creo que pegarle con un pedrusco en el pie hubiera servido de mucho.
Permanecieron un ratito junto al muelle, y luego regresaron al hospital. El guardia de seguridad estaba de servicio. Todo iba bien.
Todo. Bean había vuelto al lugar de su infancia y no había llorado mucho, no se había dado la vuelta, no había huido a algún otro lugar seguro.
O eso pensaba ella, hasta que dejaron el hospital, regresaron al hotel, y él se acostó en la cama, jadeando en busca de aire hasta que Petra se dio cuenta de que estaba sollozando. Grandes sollozos sin lágrimas que estremecían todo su cuerpo.
Se acostó junto a él y lo abrazó hasta que se quedó dormido.
La falsificación de Volescu fue tan buena que durante unos instantes Petra se preguntó si podría tener realmente la habilidad de poner a prueba los embriones. Pero no, era todo palabrería: simplemente era lo bastante listo, lo bastante científico, para encontrar una jerga convincente que pareciera lo bastante realista para engañar a
profanos extremadamente inteligentes como ellos, e incluso al médico especializado en fertilización que llevaron consigo. Debió de hacer que se pareciera a las pruebas que esos médicos realizaban para determinar el sexo de un niño o cualquier defecto genético importante.
O tal vez el médico sabía perfectamente bien que era un timo, pero no dijo nada porque todos los arreglabebés jugaban al mismo juego, fingiendo comprobar defectos que no podían ser comprobados, sabiendo que, para cuando la falsificación fuera descubierta, los padres ya estarían cargando con el niño... y aunque no lo hicieran,
¿cómo podrían demandar a nadie por realizar un procedimiento ilegal como pretender agilidad atlética o un gran intelecto? Tal vez todas esas boutiques de bebés eran un fraude.
El único motivo por el que Petra no se dejó engañar es porque no observó el procedimiento, sino a Volescu, y al final supo que estaba demasiado relajado. Él sabía que nada de lo que estaba haciendo importaba en lo más mínimo. No había nada en juego. La prueba no significaba nada.
Había nueve embriones. Fingió identificar tres de ellos como portadores de la Clave de Anton. Intentó pasarle los contenedores a uno de sus ayudantes para que los eliminara, pero Bean insistió en que se los entregara a su médico para destruirlos.
—No quiero que ninguno de estos embriones se convierta accidentalmente en un bebé —dijo Bean con una sonrisa.
Pero para Petra ya eran bebés, y le dolió ver cómo Bean supervisaba que arrojaran los tres embriones por el fregadero y luego limpiaran los contenedores para asegurarse de que ningún embrión hubiera conseguido sobrevivir en alguna gotita restante.
Me estoy imaginando esto, pensó Petra. Por lo que sabía, los contenedores que él había vaciado nunca habían contenido ningún embrión. ¿Por qué iba Volescu a sacrificar ninguno, cuando todo lo que tenía que hacer era mentir y decir simplemente que esos tres contenían embriones con la Clave de Anton?
Así, autoconvencida de que no se estaba haciendo ningún daño a un hijo suyo, le dio las gracias a Volescu por su ayuda y esperaron a que se marchara antes de hacer nada más.
Volescu salió de la habitación sin llevarse nada que no hubiera traído.
Entonces Bean y Petra vieron cómo los seis embriones restantes eran congelados, sus contenedores etiquetados, y todos quedaban asegurados contra cualquier manipulación.
La mañana de la implantación, los dos despertaron casi al alba, demasiado ansiosos, demasiado nerviosos para dormir. Ella se quedó leyendo en la cama, intentando tranquilizarse; él se sentó ante la mesa de la habitación del hotel, trabajando con los e-mails, escrutando las redes.
Pero su mente estaba centrada obviamente en el procedimiento de la mañana.
—Va a ser caro —dijo—. Guardar los que no implantemos. Ella sabía adonde quería ir a parar.
—Sabes que tenemos que mantenerlos congelados hasta que sepamos si el primer implante funciona. No siempre agarran.
Bean asintió.
—Pero no soy idiota, lo sabes. Soy perfectamente consciente de que pretendes quedarte con todos los embriones e implantarlos uno a uno hasta que tengas el mayor número de hijos míos posible.
Bueno, pues claro —dijo Petra—. ¿Y si nuestro primogénito es tan desagradable como Peter Wiggin?
—Imposible. ¿Cómo podría un hijo mío no tener la más dulce de las disposiciones?
—Impensable, lo sé —dijo Petra—. Y sin embargo he llegado pensarlo.
—Entonces la seguridad tiene que continuar durante años.
—¿Por qué? —dijo Petra—. Nadie quiere los bebés que sobran Destruimos los que tenían la Clave de Anton.
—Eso lo sabemos nosotros. Pero siguen siendo los hijos de dos miembros del grupo de Ender. Incluso sin mi maldición particular merecerá la pena robarlos.
—Pero no serán lo bastante mayores para servir de nada, durante años y años
—dijo Petra.
—No tantos años. ¿Qué edad teníamos nosotros? ¿Qué edad tenemos ahora? Hay gente de sobra dispuesta a apoderarse de los niños e invertir no muchos años en entrenarlos y luego ponerlos a trabajar. Jugando juegos y ganando guerras.
—Nunca dejaré que ninguno de ellos reciba entrenamiento militar—dijo Petra.
—No podrás detenerlos.
—Tenemos dinero de sobra, gracias a las pensiones que nos consiguió Graff— dijo Petra—. Me aseguraré de que los vigilen intensamente.
—No, me refiero a que nunca podrás detener a los niños de que quieran recibir formación militar.
Tenía razón, desde luego. Las pruebas para la Escuela de Batalla incluían la predilección del niño por el mando militar, por la competición de la batalla. Por la guerra. Bean y Petra habían demostrado lo fuerte que era esa pasión en ellos. Sería improbable que un hijo suyo fuera feliz sin probar la vida militar.
—Al menos no tendrán que destruir a un invasor alienígena antes de cumplir los quince años —dijo Petra.
Pero Bean no la estaba escuchando. Su cuerpo se había puesto alerta al comprobar el mensaje de su mesa.
—¿Qué pasa?
—Creo que es de Hot Soup —dijo Bean. Ella se levantó y se acercó a mirar.
Era un e-mail enviado a través de uno de los servicios anónimos, en este caso una compañía con base asiática llamada Oriente Misterioso. El encabezado del mensaje era «decididamente no vichyssoise». No era sopa fría, entonces. El mote en la Escuela de Batalla de Han Tzu, que había estado en el grupo de Ender y ahora, según reían, estaba profundamente implicado en los estamentos más altos de la estrategia en China.
Un mensaje suyo para Bean, hasta hacía poco el comandante militar de las fuerzas del Hegemón, sería alta traición. Este mensaje había sido entregado a un desconocido en una calle de China. Probablemente a un turista de aspecto europeo o africano. Y el mensaje no era difícil de comprender:
Él cree que yo le dije dónde debería estar Calígula pero no lo hice.
«Calígula» sólo podía referirse a Aquiles. «Él» tenía que referirse a Peter.
Han Tzu estaba diciendo que Peter pensaba que él era la fuente de la información sobre el paradero del convoy militar el día en que Suriyawong liberó a Aquiles.
No era extraño que Peter considerara que su fuente era digna de crédito: ¡el
propio Han Tzu! Como Han Tzu había sido uno de los niños secuestrados por Aquiles, tendría motivos más que sobrados para odiarlo. Motivos suficientes para que Peter creyera que Han Tzu le diría dónde iba a estar Aquiles.
Pero no fue Han Tzu.
Y si no fue Han Tzu, ¿entonces quién más pudo enviar un mensaje semejante, fingiendo que venía de él? ¿Un mensaje que resultó ser correcto?
—Tendríamos que haber sabido que no era de Han Tzu todo el tiempo—dijo Bean.
—No sabíamos que se suponía que la fuente era él—dijo Petra razonablemente.
—Han Tzu nunca daría información que provocara la muerte de soldados chinos inocentes. Peter tendría que haberlo sabido.
—Nosotros lo habríamos sabido —dijo Petra—, pero Peter no conoce a Hot Soup. Y no nos dijo que Hot Soup era la fuente.
—Así que por supuesto sabemos quién fue esa fuente —dijo Bean.
—Tenemos que comunicárselo de inmediato. Bean estaba ya tecleando.
—Esto quiere decir que Aquiles fue allí completamente preparado —dijo Petra—.
Me sorprendería que no haya encontrado ya un medio de leer el correo de Peter.
—No le estoy escribiendo a Peter —dijo Bean.
—¿A quién, entonces?
—A sus padres. Dos mensajes separados. Piezas de un puzzle Es posible que Aquiles no esté vigilando su correo, o al menos no con la suficiente atención como para darse cuenta de que hay que unirlos.
—No —dijo Petra—. Nada de puzzles. Esté vigilando o no, no hay tiempo que perder. Ya lleva allí meses.
—Si ve un mensaje abierto podría precipitar su acción. Puede convertirse en la sentencia de muerte de Peter.
—Entonces notifícaselo a Graff, envíalo para allí.
—Aquiles sin duda sabe que Graff ya fue una vez a rescatar a nuestros padres
—dijo Bean—. Y su llegada podría una vez más disparar los acontecimientos.
—Vale —dijo Petra, pensando—. Vale. Ya está. Suriyawong.
—No.
—Entenderá un mensaje codificado instantáneamente. Piensa así.
—Pero no sé si es de fiar —dijo Bean.
—Claro que sí —dijo Petra—. Tan sólo está fingiendo ser amigo de Aquiles.
—Ya. ¿Y si no está fingiendo?
—¡Pero es Suriyawong!
—Lo sé. Pero no puedo estar seguro.
—Muy bien —dijo Petra—. A los padres de Peter, entonces. Pero no seas demasiado sutil.
—No son estúpidos. No conozco demasiado bien al señor Wiggin, pero su esposa es... bueno, es muy sutil. Sabe más de lo que deja entrever.
—Eso no significa que esté alerta. Eso no significa que entienda el código o que hable con su marido inmediatamente para que puedan unir los mensajes.
—Confía en mí.
—No, lo comprobaré antes de que lo envíes —dijo Petra—. Primera regla de la supervivencia, ¿recuerdas? El hecho de que confíes en los motivos de alguien no significa que no puedas fiarte de que vayan a hacerlo bien.
—Eres una mujer muy fría.
—Es uno de mis mejores atributos.
Media hora más tarde, los dos acordaron que los mensajes deberían funcionar. Bean los envió. Era unas pocas horas más temprano Ribeirao Preto. No sucedería nada hasta que los Wiggin despertaran.
—Tendremos que estar preparados para marcharnos inmediatamente después de la implantación —dijo Petra. Si Aquiles estaba controlando las cosas desde el principio, era muy posible que toda su red estuviera ya colocada y supiera exactamente dónde se hallaban y qué estaban haciendo ellos.
—No iré contigo —dijo Bean—. Iré a sacar los billetes. Que los guardias entren en la habitación contigo.
—No —dijo Petra—. Pero esperarán fuera.
Petra se duchó primero, y había terminado de hacer las maletas cuando Bean salió del cuarto de baño.
—Una cosa —dijo ella.
—¿Qué? —preguntó Bean, mientras metía sus pocas pertenencias en la única bolsa que llevaba.
—Nuestros billetes... deberían ser a destinos separados. Él dejó de hacer la maleta y la miró.
—Comprendo. Obtienes lo que quieres de mí, y luego te marchas. Ella se rió, nerviosa.
—Bueno, sí—dijo—. Llevas desde el principio diciendo que es más peligroso que viajemos juntos.
—Y ahora que tendrás a mi bebé dentro de ti, ya no me necesitas a tu lado — dijo Bean. Todavía estaba sonriendo, pero ella sabía que por debajo de todo aquello había auténtico recelo.
—Hagan lo que hagan los Wiggin, va a desencadenarse el infierno —dijo Petra—. He memorizado todos tus puntos de contacto y tú has memorizado todos los míos.
—Yo te di los tuyos.
—Reunámonos dentro de una semana o así. Si soy como mi madre, para entonces estaré vomitando a todas horas.
—Si la implantación tiene éxito.
—Te echaré de menos a cada instante.
—Que Dios me ayude, yo te echaré de menos a ti también.
Ella sabía lo doloroso y aterrador que era aquello para Bean. Permitirse estar tan enamorado de alguien como para echarla de menos no era poca cosa para él. Las otras dos mujeres a las que se había permitido amar con todo su corazón habían sido asesinadas.
—No dejaré que nadie haga daño a nuestro bebé —dijo ella. Él pensó un instante, y entonces su rostro se suavizó.
—Ese bebé es probablemente la mejor protección que podrías tener. Ella comprendió y sonrió.
—No, no me matarán hasta ver cómo resulta nuestro bebé. Pero eso no impide que me secuestren y me tengan prisionera hasta que nazca el niño.
—Mientras el niño y tú estéis vivos, iré a rescataros.
—Eso es lo que me da miedo —dijo Petra—. Que podamos ser el cebo que usen para tenderte una trampa.
—Estamos mirando con demasiada antelación. No van a capturarnos. Ni a ti ni a mí. Y si lo hacen, ya trataremos con eso.
Terminaron de hacer las maletas. Los dos repasaron la habitación una vez más para asegurarse de que no dejaban nada detrás, ningún rastro de que hubieran
estado aquí. Luego se dirigieron al Hospital Femenino y el niño que los esperaba allí, un puñado de genes envuelto en unas pocas células no diferenciadas, ansiosos por ser implantados en un vientre, por empezar a atraer nutrientes del vientre de una madre, por empezar a dividirse y distinguirse en corazón y entrañas, manos y pies, ojos y oídos, boca y cerebro.