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67.79% Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 160: 7 La raza humana

Bab 160: 7 La raza humana

De: nopreparado%cincinatus@anon.set

Para: Demostenes%Tecumshe@freeamerica.org

Sobre: Si te ayudo

Bien, Míster Chico Maravilla Hegemón, ahora que ya no eres Demóstenes de «freeamerica.org», ¿hay algún motivo para que te diga que lo que veo desde el cielo no seria traición?

De: Demostenes%Tecumshe@freeamerica.org Para: nopreparado%cincinatus@anon.set Sobre: Porque...

Porque sólo el Hegemón está haciendo algo respecto a China, o intentando activamente conseguir que Rusia y el Pacto de Varsovia dejen de coquetear con Beijing.

De: nopreparado%cincinatus@anon.set

Para: Demostenes%Tecumshe@ freeamerica.org Sobre: Chorradas

Vimos a tu pequeño ejército liberar a un prisionero en una carretera de China. Si era quien creemos que era, no volverás a saber de mí. Mi información no cuenta con megalomaníacos psicóticos Excepto contigo, por supuesto.

De: Demostenes%Tecumshe@freeamerica.org Para: nopreparado%cincinatus@anon.set Sobre: Buena llamada

Buena llamada. No es segura. Eso es. Si hay algo que deba saber porque no puedes actuar y yo sí, envíalo a mi antiguo cinc en un enlace que te llegará de IComeAnon. Él sabrá qué hacer. Ya no trabaja para mí por el mismo motivo que tú no ayudas. Pero sigue de nuestro lado... y, ptu, yo estoy también de nuestro lado.

El profesor Anton no tenía ni laboratorio ni biblioteca. No había en su casa ninguna revista profesional, nada que indicara que una vez había sido un científico. Bean no se sorprendió. Cuando la LDI perseguía a todo aquel que investigara para

alterar el genoma humano, Anton estaba considerado el hombre más peligroso del mundo. Lo habían condenado con una orden de inhibición, lo cual significaba que durante muchos años llevó dentro de su cerebro un aparato que, cuanto intentaba concentrarse en su área de estudios, sufría un ataque de pánico. Tuvo la fuerza, una vez, de dar a entender a sor Carlotta más de lo que debería haber podido sobre el estado de Bean. Pero, por lo demás, había sido desconectado en el cenit de su carrera.

Ahora la orden de inhibición había sido retirada, pero demasiado tarde. Su cerebro había sido entrenado para evitar que pensara profundamente en su especialidad. No había vuelta atrás para él.

—No es ningún problema —dijo Anton—. La ciencia continúa sin mí. Por ejemplo, hay una nueva bacteria en mi pulmón que deshace mi cáncer, poco a poco. Ya no puedo fumar, o el cáncer crecerá más rápido de lo que la bacteria pueda deshacerlo. Pero estoy mejorando, y no tendrán que quitarme los pulmones. Acompañadme dar un paseo... ahora me gusta caminar.

Lo siguieron a través del jardín hasta la puerta principal. En Brasil, los jardines estaban en la parte delantera de la casa, de modo los transeúntes podían verlos por encima de las paredes delanteras, y los árboles y las flores podían decorar la calle. En Cataluña, como en Italia, los jardines estaban ocultos en el patio central, y la calle no recibía ningún regalo más que los muros de yeso y las pesadas puertas de madera. Bean no se había dado cuenta de cuánto había llegado a considerar que Ribeirao Preto era su hogar, pero ahora lo echaba de menos, mientras paseaba por la calle, bonita pero carente de vida.

Pronto llegaron a la rambla, la ancha avenida central que en las ciudades costeras lleva al mar. Era casi mediodía, y la rambla estaba llena de gente. Anton fue señalando tiendas y otros edificios, hablándoles sobre sus propietarios o sobre quién trabajaba o vivía allí.

—Veo que está muy implicado en la vida de esta ciudad —dijo Petra.

—Superficialmente —respondió Anton—. Soy un viejo ruso, exiliado mucho tiempo en Rumania, y por tanto soy una curiosidad. Hablan conmigo, pero no sobre cosas importantes.

—¿Entonces por qué no regresa a Rusia? —preguntó Bean.

—Ah, Rusia. Tantas cosas en Rusia. Sólo recordarlas me lleva de vuelta a los días gloriosos de mi carrera, cuando husmeaba en el interior del núcleo de la célula humana como un corderillo feliz. Pero verás, esos pensamientos hacen que empiece a sentir un poco de pánico. Así que... no voy a donde recuerdo.

—Está pensando en eso ahora mismo —dijo Bean.

—No, estoy diciendo palabras sobre ello. Y además, si no pretendiera pensar en eso, no habría consentido en veros.

—Y sin embargo —dijo Bean—, no parece querer mirarme.

—Ah, bueno. Si te mantengo en mi visión periférica, no pienso en pensar en ti...

Eres el único fruto que dio mi árbol teórico.

Éramos más de una docena —dijo Bean—. Pero los otros fueron asesinados.

—Tú sobreviviste —dijo Anton—. Los otros no. ¿Por qué crees que fue?

—Me escondí en la cisterna.

—Sí, sí, eso me contó sor Carlotta, Dios bendiga su alma. ¿Pero por qué tú, y sólo tú, te escapaste de la cama y entraste en el cuarto de baño y te escondiste en un lugar tan peligroso y difícil? Apenas tenías un año. Tan precoz. Tan desesperado por sobrevivir. Sin embargo, eras genéticamente idéntico a todos tus hermanos, ¿da?

—Clonado —dijo Bean—, sí.

—No todo es genética, ¿no? No es nada de eso. Queda tanto por aprender. Y tú eres el único maestro.

—No sé mucho al respecto. Soy soldado.

—Es tu cuerpo el que nos enseñaría. Y cada célula de su interior.

—Lo siento, pero todavía las estoy utilizando —dijo Bean.

—Como yo sigo utilizando mi mente —dijo Anton—, aunque no vaya a donde quiero que me lleve.

Bean se volvió hacia Petra.

—¿Para eso me has traído aquí? ¿Para que el profesor Anton pueda ver en qué chico tan grande me convertí?

—No —contestó Petra.

—Te ha traído aquí —dijo Anton—, para que yo pueda convencerte de que eres humano.

Bean suspiró, aunque lo que quería hacer era marcharse, coger un taxi hasta el aeropuerto, huir a otro país, y estar solo. Lejos de Petra y sus exigencias.

—Profesor Anton —dijo—, soy bien consciente de que la alteración genética que produjo mis talentos y mis defectos está dentro de la gama de las variaciones normales de la especie humana. Sé que no hay ningún motivo para suponer que no podría procrear hijos viables si me apareara con una mujer humana. Ni es mi tendencia necesariamente dominante: podría tener hijos con ella, podría tenerlos sin ella. ¿Podemos disfrutar ahora de un paseo hasta el mar?

—La ignorancia no es una tragedia —dijo Anton—, sólo una oportunidad. Saber y negarse a saber lo que sabes es una tontería.

Bean miró a Petra. Ella esquivó su mirada. Sabía lo molesto que estaba, pero se negaba a cooperar con él para salir de la situación.

Debo amarla, pensó Bean. De lo contrario no tendría nada que hacer con ella, la manera en que cree saber mejor que yo lo que es bueno para mí. Lo tenemos comprobado: soy la persona más inteligente del mundo. ¿Entonces por qué hay tanta gente ansiosa por darme consejos?

—Tu vida va a ser corta —dijo Anton—. Y al final, habrá dolor, físico y emocional. Te harás demasiado grande para este mundo, demasiado grande para tu corazón. Pero siempre has tenido una mente demasiado grande para una vida corriente, ¿da? Siempre has estado apartado. Un extraño. Humano de nombre, pero no un auténtico miembro de la especie, excluido de todos los clubes.

Hasta ahora, las palabras de Anton habían sido simplemente irritantes, y pasaban flotando junto a él. Ahora le golpearon con fuerza con un súbito arrebato de pesar y lamento que lo dejaron boquiabierto. No pudo evitar la vacilación, el cambio de ritmo que mostraba a los demás que estas palabras habían empezado a afectarlo.

¿Qué línea había cruzado Anton? Sin embargo, lo había hecho.

—Estás solo —dijo Anton—. Y los humanos no están diseñados para estar solos. Está en nuestros genes. Somos seres sociales. Incluso la persona más introvertida anhela constantemente una asociación humana. Tú no eres ninguna excepción, Bean.

Había lágrimas en sus ojos, pero Bean se negó a reconocerlas. Odiaba las emociones. Se apoderaban de él, lo debilitaban.

—Déjame que te diga lo que sé —dijo Anton—. No como científico... Ese camino puede no estar completamente cerrado para mí, pero está casi todo arrasado, y lleno de surcos, y no lo utilizo. Pero mi vida como hombre, esa puerta está todavía abierta.

—Estoy escuchando—dijo Bean.

—Siempre he sido tan solitario como tú. Nunca tan inteligente, pero tampoco era

tonto. Dediqué mi mente a mi trabajo, y dejé que fuera mi vida. Me contenté con eso, en parte porque tuve tanto éxito que mi trabajo me produjo gran satisfacción, y en parte porque no estaba en disposición de mirar a las mujeres con deseo. —Sonrió tristemente—. En esa época, la de mi juventud, los gobiernos de la mayoría de los países animaban activamente a aquellos de nosotros cuyos instintos de apareamiento habían sido cortocircuitados a potenciar esos deseos y no tomar ninguna compañera, a no tener ningún hijo. Parte del esfuerzo de canalizar toda empresa humana hacia la gran lucha con el invasor alienígena. Así que fue casi patriótico por mi parte enzarzarme en asuntos efímeros que no significaban nada, que no llevaban a ninguna parte. ¿Adónde podrían conducir? Esto es más de lo que quiero saber de ti, pensó Bean. No tiene nada que ver conmigo.

—Te cuento esto —dijo Anton—, para que comprendas que también sé algo sobre la soledad. Porque de repente me quitaron mi trabajo. De mi mente, no sólo de mis actividades diarias. Ni siquiera podía pensar en ello. Y rápidamente descubrí que mis amistades no eran... trascendentes. Todas estaban relacionadas con mi trabajo, y cuando mi trabajo desapareció, también desaparecieron esos amigos. No fueron desagradables, todavía preguntaban por mí, hacían avances, pero no había nada que decir, nuestras mentes y corazones no se tocaban en ningún punto. Descubrí que no conocía a nadie, y que nadie me conocía a mí.

Una vez más, aquella puñalada de angustia en el corazón de Bean. Esta vez, sin embargo, estaba preparado, y respiró un poco más profundamente y se la tragó de golpe.

—Me sentí furioso, por supuesto, ¿quién podría no estarlo? —dijo Anton—. ¿Y sabes qué quise?

Bean no quiso decir lo que pensó inmediatamente: la muerte.

—El suicidio no, eso nunca. Mi deseo de vivir es demasiado fuerte, y no estaba deprimido, estaba furioso. Bueno, no, sí que estaba deprimido, pero sabía que matarme sólo ayudaría a que mis enemigos, el gobierno, consiguieran su verdadero propósito sin tener que ensuciarse las manos. No, no deseaba morir. Lo que quería, con todo mi corazón, era... empezar a vivir.

—¿Por qué me parece que se avecina una canción? —dijo Bean. Las sarcásticas palabras brotaron de él sin control.

Para su sorpresa, Anton se echó a reír.

—Sí, sí, es un tópico tan grande que debería seguirle una canción de amor,

¿verdad? Una cancioncilla sentimental que diga cómo no estuve vivo hasta que encontré a mi amada, y ahora que la luna es nueva, el mar es azul, y estamos en junio, nuestro amor es verdadero.

Petra soltó una carcajada.

—Dejó pasar usted su vocación. El Cole Porter ruso.

—Pero mi argumento era serio —dijo Anton—. Cuando la vida de un hombre se deforma tanto que su deseo no va dirigido a las mujeres, su deseo de hallar significado a su vida no cambia. El hombre busca algo que supere su vida. Una especie de inmortalidad. Una forma de cambiar el mundo, de hacer que su vida importe. Pero todo es en vano. Me anularon hasta que no fui más que notas al pie en los artículos de otros hombres. Todo se redujo a esto, como siempre pasa. Puedes cambiar el mundo... como has hecho tú, Bean; Julian Delphiki, tú y Petra Arnakian, ambos, todos esos niños que lucharon, y los que no lucharon, todos vosotros... Cambiasteis el mundo. Salvasteis el mundo. Toda la humanidad es vuestra progenie. Y sin embargo... es algo vacío, ¿verdad? No os lo quitaron como me quitaron mi trabajo a mí. Pero el tiempo lo ha borrado. Está en el pasado, y vosotros seguís con

vida, así que ¿para qué sirve vuestra vida?

Se encontraban en los escalones de piedra que conducían al agua. Bean quería simplemente continuar andando, entrar en el Mediterráneo, hasta el fondo, hasta encontrar el viejo Poseidón en el fondo del mar, y más profundo, hasta el trono de Hades. ¿Para qué sirve mi vida?

—Encontraste un propósito en Tailandia —continuó Anton—. Y luego, salvar a Petra, eso fue un propósito. ¿Pero para qué la salvaste? Has entrado en el cubil del dragón y has rescatado a la hija del dragón... pues eso es siempre lo que significa el mito, cuando no es la esposa del dragón, y ahora la tienes, y... te niegas a ver lo que debes hacer, no a ella, sino con ella.

Bean se volvió hacia Petra, con cansada resignación.

—Petra, ¿cuántas cartas hicieron falta para dejarle claro a Anton exactamente lo que querías que me dijera?

—No te precipites en tus conclusiones, muchacho alocado —dijo Anton—. Ella sólo quería descubrir si había algún modo de corregir tu problema genético. No me habló de tu dilema personal. Me enteré en parte por mi viejo amigo Hyrum Graff. Y en parte por sor Carlotta. Y otra parte simplemente la vi al veros a los dos juntos. Desprendéis suficientes feromonas para fertilizar los huevos de los pájaros que pasan.

—No le cuento a nadie nuestras cosas —dijo Petra.

—Escuchadme, vosotros dos. Aquí está el significado de la vida: que un hombre encuentre a una mujer, que una mujer encuentre a un hombre, la criatura más distinta a ti, y luego procree hijos con ella, con él, o que los encuentre de otro modo, pero que los críe luego, y los vea hacer lo mismo, generación tras generación, de modo que cuando muráis sepáis que sois permanentemente una parte de la gran red de la vida. Que no sois un hilo suelto, cortado.

—Ése no es el único significado de la vida —dijo Petra, un poco molesta.

«Bueno —pensó Bean—, nos trajiste aquí, así que prueba también tu medicina.»

—Sí que lo es —dijo Anton—. ¿Crees que no he tenido tiempo para pensarlo? Soy el mismo hombre, con la misma mente, soy el hombre que encontró la Clave de Anton. He encontrado también muchas otras claves, pero me quitaron mi trabajo, y tuve que encontrar otro. Bueno, aquí está. Os lo doy, el resultado de todo mi. estudio. Por poco profundo que sea, sigue siendo lo más auténtico que he encontrado jamás. Ni siquiera los hombres que no desean a las mujeres, las mujeres que no desean a los hombres, quedan exentos del mayor deseo de todos, el deseo de ser una parte inextricable de la especie humana.

—Todos somos parte de ella, no importa lo que hagamos —dijo Bean—. Incluso aquellos de nosotros que no somos realmente humanos.

—Está soldado en todos nosotros. No sólo el deseo sexual... eso puede retorcerse de muchas formas, y a menudo es lo que pasa. Y no sólo el deseo de tener hijos, porque mucha gente nunca lo consigue, y sin embargo pueden seguir formando parte del tejido. No, es un ansia profunda por encontrar a una persona de ese extraño y aterrador sexo opuesto y forjar una vida juntos. Incluso los ancianos que ya no pueden aparearse, incluso la gente que sabe que no puede tener hijos, sigue sintiendo esa ansia. La de casarse y convertirse lo mejor posible, dos criaturas distintas, en una sola.

—Conozco unas cuantas excepciones —dijo Petra amargamente—. He conocido a unas pocas personas que nunca se dejarán persuadir.

—No estoy hablando de política ni de sentimientos heridos. Estoy hablando de una tendencia que la especie humana necesita absolutamente para tener éxito. Lo

que hace que no seamos animales de rebaño ni solitarios, sino algo intermedio. Lo que nos convierte en civilizados o al menos en civilizables. Y aquellos que son apartados por sus propios deseos, por aquellos quiebros y curvas que los vuelven hacia otro lado... como tú, Bean, tan decidido a que no nazcan más niños con tu defecto, y que no haya niños huérfanos con tu muerte... esos que son apartados porque piensan que quieren ser apartados, todavía están ansiosos de ello, más ansiosos que nunca, sobre todo si lo niegan. Eso hace que estén furiosos, amarados, tristes, y no saben por qué, o si lo saben, no pueden soportar enfrentarse al conocimiento.

Bean no sabía ni le importaba si Anton tenía razón, si su deseo era inevitable para todos los seres humanos, aunque sospechaba que sí, que este deseo vital tenía que estar presente en todos los seres vivos para que todas las especies continuaran mientras se esforzaban desesperadamente por hacerlo. No es deseo de sobrevivir: eso es egoísta, y ese egoísmo debe ser insignificante, no debe conducir a nada. Es el deseo de que la especie sobreviva, con tu esencia dentro, parte de ella, atado a ella, para siempre uno de los hilos de la red... Bean pudo verlo ahora.

—Aunque tenga usted razón —dijo—, eso sólo hace que esté aún más decidido a superar ese deseo y no tener nunca hijos. Por los motivos que acaba de mencionar. Crecí entre huérfanos. No voy a dejar ninguno tras de mí.

—No serían huérfanos —repuso Petra—. Me tendrían a mí.

—¿Y cuando Aquiles te encuentre y te mate? —dijo Bean roncamente—.

¿Cuentas con que sea lo bastante piadoso para hacer lo que Volescu hizo con mis hermanos? ¿De lo que escapé al ser tan condenadamente listo?

Los ojos de Petra se llenaron de lágrimas y se dio la vuelta.

—Eres un mentiroso cuando hablas así—dijo Anton en voz baja—. Y eres cruel al decirle esas cosas.

—He dicho la verdad.

—Eres un mentiroso —dijo Anton—, pero crees que necesitas la mentira para no dejarte llevar. Sé qué son esas mentiras: conservé mi cordura engañándome con mentiras, y creyéndolas. Pero tú sabes la verdad. Si dejas este mundo sin tus hijos en él, sin haber creado ese lazo con esa criatura extraña que es la mujer, entonces tu vida no habrá significado nada, y morirás lleno de soledad y de amargura.

—Como usted —dijo Bean.

—No. Como yo no.

—¿Qué, no se va a morir? El que haya invertido el cáncer no significa que otra cosa no acabe por llevárselo al final.

—No, me malinterpretas. Voy a casarme. Bean se echó a reír.

—Oh, ya veo. Es tan feliz que quiere que todo el mundo comparta su felicidad.

—La mujer con la que voy a casarme es una buena mujer, una mujer amable. Con niños pequeños que no tienen padre. Ahora tengo una pensión, y generosa, y con mi ayuda esos niños tendrán un hogar. Mis tendencias no han cambiado, pero ella es todavía joven, y tal vez encontremos un modo de que engendre un hijo que sea mío propio. Y si no, adoptaré sus hijos en mi corazón. Volveré a unirme a la red. Mi hilo suelto será zurcido, atado a la especie humana. No moriré solo.

—Me alegro por usted —dijo Bean, sorprendido por lo amargado y falto de sinceridad que parecía.

—Sí—dijo Anton—. Estoy feliz por mí. Eso hará que me sienta fatal, por supuesto. Me preocuparé por los niños todo el tiempo... ya lo estoy. Y llevarse bien con una mujer es difícil incluso para los hombres que las desean. O tal vez sobre todo

para ellos. Pero verás, todo significará algo.

—Tengo trabajo que hacer —dijo Bean—. La especie humana se enfrenta a un enemigo casi tan terrible, a su modo, como los fórmicos. Y no creo que Peter Wiggin esté preparado para detenerlo. De hecho, me parece que Peter Wiggin está a punto de perderlo todo ante él, ¿y entonces quién quedará para oponerse? Ése es mi trabajo. Y si fuera lo bastante estúpido y egoísta para casarme con mi viuda y engendrar huérfanos con ella, eso tan sólo me distraería de ese trabajo. Si fracaso, bueno, ¿cuántos millones de vidas han nacido y muerto ya como hilos sueltos con sus vidas rotas? Dadas las tasas históricas de mortalidad infantil, deben de ser casi la mitad, desde luego al menos un cuarto de los humanos nacidos. Todas esas vidas sin significado. Yo seré una de ellas. Seré sólo una que hizo lo mejor para salvar el mundo antes de morir.

Para sorpresa (y horror) de Bean, Anton lo rodeó con uno de esos aterradores abrazos rusos de los que el confiado occidental suele pensar que no va a salir con vida.

—¡Muchacho, eres tan noble! Anton lo soltó, riendo.

—¡Escucha lo que dices! ¡Tan lleno del romanticismo de la juventud! ¡Salvarás al mundo!

—Yo no me he burlado de su sueño —dijo Bean.

—¡Pero si no me estoy burlando de ti! —exclamó Anton—. ¡Lo celebro! Porque eres, en cierta manera, de una manera muy pequeña, mi hijo. O al menos mi sobrino.

¡Y mírate! ¡Vives una vida enteramente para los demás!

—¡Soy completamente egoísta! —protestó Bean.

—¡Entonces acuéstate con esta chica, sabes que te dejará! O cásate con ella y acuéstate con otra, ten hijos o no, ¿por qué debería importarte? Nada que suceda fuera de tu cuerpo importa. ¡Tus hijos no te importarán! ¡Eres completamente egoísta!

Bean se quedó sin nada que decir.

—Es difícil acabar con los autoengaños —dijo Petra en voz baja cogiendo su mano en la suya.

—No amo a nadie —dijo Bean.

—Sigues rompiéndote el corazón con la gente que amas —dijo Petra—. Pero no puedes admitirlo hasta que han muerto.

Bean pensó en Poke. En sor Carlotta.

Pensó en los niños que no pretendía tener jamás. Los niños que engendraría con Petra, esta chica que había sido una amiga sabia y leal, esta mujer a la que, cuando pensó que podría perderla ante Aquiles, advirtió que la amaba más que a nadie en la Tierra. Los niños que seguía negando, rehusando a dejarlos existir porque...

Porque los amaba demasiado, incluso ahora, cuando no existían, los amaba demasiado para causarles el dolor de perder a su padre, de arriesgarse a que sufrieran el dolor de morir jóvenes cuando no hubiera nadie que pudiera salvarlos.

El dolor que él podía soportar se negaba a dejar que lo soportaran ellos, de tanto como los amaba.

Y ahora tenía que mirar la verdad cara a cara: ¿de qué servía amar a estos niños tanto como lo hacía, si no los tenía nunca?

Lloró, y por un momento se dejó ir, derramando lágrimas por las mujeres muertas que tanto había amado, y por su propia muerte, por la que nunca vería crecer a sus hijos, por la que nunca vería a Petra envejecer a su lado, como los hombres y mujeres tenían que hacer.

Entonces se controló, y dijo lo que había decidido, no con su mente, sino con su corazón.

—Si hay alguna manera de asegurarse de que ellos no tendrán... de que no tendrán la Clave de Anton, entonces tendré hijos. Entonces me casaré con Petra.

Ella sintió su mano tensarse en la suya. Comprendió. Había ganado.

—Fácil —dijo Anton—. Sigue siendo un poquito ilegal, pero puede hacerse.

Petra había ganado, pero Bean comprendió que él no había perdido. No, su victoria era suya también.

—Dolerá —dijo Petra—. Pero disfrutemos de lo que tenemos y no dejemos que el dolor futuro estropee la felicidad actual.

—Eres toda una poetisa —murmuró Bean. Pero pasó un brazo por encima de los hombros de Anton, y otro por la espalda de Petra, y los abrazó a ambos mientras sus ojos nublados contemplaban el mar chispeante.

Horas más tarde, después de cenar en un pequeño restaurante italiano con un viejo jardín, después de un paseo por la rambla entre las ruidosas multitudes de personas que disfrutaban de su pertenencia a la especie humana y celebraban o buscaban sus parejas, Bean y Petra se sentaron en el saloncito de la antigua casa de Anton, con su prometida sentada tímidamente a su lado, los niños dormidos en los dormitorios traseros.

—Dijo usted que no sería fácil asegurarse de que mis hijos no serían como yo — comenzó Bean.

Anton lo miró, reflexivo.

—Sí —dijo por fin—. Hay un hombre que no sólo sabe la teoría, sino que ha hecho el trabajo. Pruebas no destructivas con embriones recién formados. Implicaría fertilización in vitro.

—Oh, magnífico —dijo Petra—. Un nacimiento virgen.

—Implicaría embriones que podrían ser implantados incluso después de que el padre haya muerto.

—Ha pensado en todo, qué atento —dijo Bean.

—Estoy seguro de que querréis conocerlo.

—Sí queremos —dijo Petra—. Pronto.

—Tienes un poco de historia con él, Julian Delphiki.

—¿Yo?

—Te secuestró una vez —dijo Anton—. Junto con casi dos docenas de gemelos. Es el que conectó esa pequeña llave genética a la que le pusieron mi nombre. Es el que te habría matado si no te hubieras escondido en la cisterna.

—Volescu —dijo Petra, como si el nombre fuera una bala que hubiera que extraer de su cuerpo.

Bean se rió, sombrío.

—¿Todavía está vivo?

—Acaban de liberarlo de la cárcel. Las leyes han cambiado. La alteración genética ya no es un crimen contra la humanidad.

—El infanticidio sí lo es, ¿no?

—Técnicamente, según la ley no puede haber asesinato cuando la víctima no tenía ningún derecho legal a existir. Creo que la acusación fue «manipulación de pruebas». Porque los cadáveres fueron quemados.

—Por favor, dígame que no es perfectamente legal asesinar a Bean—dijo Petra.

—Ayudaste a salvar el mundo entre entonces y ahora —dijo Anton—. Creo que

la política de la situación sería un poco diferente ahora.

—Qué alivio —dijo Bean.

—No sabía que conociera usted a ese no-asesino, a ese manipulador de pruebas —dijo Petra.

—No lo conocía... no lo conozco. Nunca lo he visto en persona, pero me ha escrito. Justo un día antes de que Petra lo hiciera, por cierto. No sé dónde está. Pero puedo poneros en contacto con él. Tendréis que partir de ahí.

—Así que por fin podré conocer al legendario tío Constantine dijo Bean—. O, como lo llama mi padre cuando quiere irritar a mi madre, «mi hermano bastardo».

—¿Cómo salió de la cárcel? —preguntó Petra.

Sólo sé lo que me ha contado él. Pero como decía sor Carlotta, el hombre es un mentiroso hasta las trancas. Se cree sus propias mentiras. En ese caso, Bean, puede que piense que es tu padre. Le dijo a ella que te clonó a ti y a tus hermanos a partir de sí mismo.

—¿Y cree que debería ayudarnos a tener hijos? —preguntó Petra.

—Creo que si queréis tener hijos sin el pequeño problema de Bean, es el único que puede ayudaros. Naturalmente, muchos médicos pueden destruir los embriones y deciros si habrían tenido tus talentos y tu maldición o no. Pero como mi pequeña llave nunca ha sido conectada por la naturaleza, no hay ningún test no-destructivo para ella. Y para conseguir que alguien desarrolle una prueba tendrías que someterte a examen por parte de unos médicos que verían en ti una oportunidad para hacer carrera. La mayor ventaja de Volescu es que ya sabe de ti, y no está en posición de alardear por haberte encontrado.

—Entonces dénos su e-mail —dijo Bean—. Empezaremos por ahí.


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