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8.24% EL Mundo del Río / Chapter 23: A Vuestros Cuerpos Dispersos CAPITULO XXIII

Bab 23: A Vuestros Cuerpos Dispersos CAPITULO XXIII

El ala roja del amanecer tocaba suavemente sus ojos. Se alzó en pie, sabiendo que sus heridas estarían curadas, y que estaría totalmente sano de nuevo, pero sin acabar de creérselo. Cerca de él había un cilindro y un montón de seis toallas de diversos colores, formas y grosores, cuidadosamente doblados.

A un metro y medio de distancia, otro hombre, también desnudo, se estaba alzando de la corta hierba de brillante color verde. Burton notó cómo la piel se le ponía de

gallina. El cabello rubio, el ancho rostro y los ojos azul claro eran los de Hermann

Goering.

El alemán parecía tan sorprendido como Burton. Habló lentamente, como si surgiera de un profundo sueño.

Aquí hay algo que va muy mal.

Desde luego, algo no funciona -replicó Burton. No sabía más de los métodos de resurrección que cualquier otro hombre del Río. Jamás había visto una resurrección,

pero quienes la habían contemplado se la habían descrito. Al amanecer, justo

después de que el sol apareciese por encima de las montañas inescalables, surgía un resplandor en el aire junto a una piedra de cilindros. En un parpadeo, la distorsión se solidificaba, y un hombre, mujer o niño desnudo aparecía de la nada, sobre la hierba de la orilla. Y siempre, junto al «Lázaro», se hallaban el indispensable cilindro y las toallas.

A lo largo de un valle que podría tener de quince a treinta millones de kilómetros, y en el que vivían, según se estimaba, de treinta y cinco mil a treinta y seis mil millones de personas, podían morir un millón por día. Era cierto que no existían enfermedades, aparte de las mentales, pero, aunque no hubiese estadísticas, se podía asegurar que, probablemente, cada veinticuatro horas un millón de personas eran asesinadas en las miríadas de guerras entre el millón o así de pequeños estados, o en crímenes pasionales, ejecuciones de criminales, y en suicidios y accidentes. Había un contínuo y numeroso tráfico de aquéllos que sufrían la

«pequeña resurrección», que era como se la llamaba.

Pero Burton jamás había oído hablar de que dos personas muriesen en el mismo lugar y momento, y que resucitasen juntas. El proceso de selección del área para la nueva vida era el azar... o al menos así lo había creído siempre.

Posiblemente podía ocurrir un tal caso, aunque las probabilidades fueran una en veinte millones. Pero que sucediera en dos ocasiones, una inmediatamente después

de la otra, era un milagro.

Burton no creía en los milagros. Nada sucedía que no pudiese ser explicado por los principios físicos... si uno conocía todos los datos.

El no los conocía, así que, por el momento, no se preocuparía por la «coincidencia». Era más urgente resolver otro problema: ¿qué es lo que iba a hacer acerca de

Goering?

El hombre lo conocía, y podía identificarlo a cualquier Etico que lo estuviera buscando.

Burton miró rápidamente a su alrededor, y vio un cierto número de hombres y mujeres que se les aproximaban en forma aparentemente amistosa. Había tiempo

para cruzar algunas palabras con el alemán.

Goering, puedo matarte o matarme. Pero no quiero hacer ninguna de las dos cosas... al menos por el momento. Ya sabes por qué eres peligroso para mi. No debería correr riesgos contigo, hiena traicionera. Pero hay algo diferente en ti, algo

que no puedo definir, pero que...

Goering, que era notorio por su resistencia, parecía estar saliendo ya del shock. Sonrió torvamente y dijo:

Te tengo entre la espada y la pared, ¿no?

Pero viendo la mueca de Burton, alzó rápidamente una mano y dijo:

No obstante, juro que no revelaré a nadie tu identidad, ni haré nada para dañarte. Quizá no seamos amigos, pero al menos nos conocemos el uno al otro, y estamos en una tierra de extraños. Es bueno el tener un rostro familiar al lado. Lo sé, pues he sufrido mucho tiempo la soledad, la desolación del espíritu. Creí que me volvería loco. Esta es en parte la razón por la que me dediqué a la goma de los sueños. Créeme, no te traicionaré.

Burton no le creía. Sin embargo, pensaba que podía fiarse de él por un tiempo. Goering desearía tener un aliado potencial al menos hasta que hubiera estudiado a

la gente de aquel área y supiera lo que podía o no podía hacer. Además, quizá

Goering hubiera cambiado para bien.

No, se dijo Burton a sí mismo. No. Ya estás de nuevo en eso. Por muy cínico que seas verbalmente, siempre has sido demasiado dado a perdonar. Demasiado

dispuesto a olvidarte de las injurias que te han sido hechas, y a dar otra

oportunidad a quien te injurió. No vuelvas a comportarte como un estúpido, Burton. Tres días más tarde, seguía incierto acerca de Goering.

Burton había tomado la identidad de Abdul ibn Harun, un ciudadano del Cairo, Egipto, en el Siglo XIX. Tenía diversas razones para adoptar ese disfraz. Uno era

que hablaba un árabe excelente, conocía el dialecto cairota de aquel período, y

tenía una excusa para cubrirse la cabeza con una toalla enrollada en forma de turbante. Esperaba que esto le ayudase a ocultar su apariencia. Goering no dijo a nadie una palabra con que contradecir su enmascaramiento. Burton estaba bastante seguro de esto, porque él y Goering pasaban juntos la mayor parte del

tiempo. Estaban habitando la misma choza hasta que se ajustasen a las costumbres locales y pasasen por su período de pruebas, parte del cual consistía en un

intensivo entrenamiento militar. Burton había sido uno de los más grandes espadachines del Siglo XIX, y también conocía todos los trucos de la lucha con

armas o con las manos desnudas. Tras una demostración de su habilidad en una

serie de pruebas, fue acogido como recluta. De hecho, le prometieron que lo harían instructor en cuanto aprendiese bien el idioma.

Goering consiguió casi con la misma rapidez el respeto de los habitantes locales. Cualquiera que fueran sus otras faltas, no le faltaba valor. Era fuerte y experto con

las armas, jovial y encantador cuando deseaba serlo, y no iba muy por detrás de

Burton en lograr el dominio del idioma. Era rápido en ganar y usar la autoridad, tal como correspondía al ex Reichsmarschal de la Alemania de Hitler.

Aquella sección de la orilla oeste estaba poblada principalmente por gentes que hablaban un idioma totalmente desconocido incluso para Burton, un excelente

lingüista, tanto en la Tierra como en el planeta del Río. Cuando hubo aprendido lo bastante como para hacer preguntas, dedujo que debían haber vivido en algún

lugar de la Europa Central durante los inicios de la Edad de Bronce. Tenían algunas costumbres curiosas, una de las cuales era la copulación pública. Esto le resultaba

bastante interesante a Burton, que era uno de los cofundadores de la Royal

Anthropological Society de Londres, en 1863, y que había visto cosas muy extrañas durante sus exploraciones en la Tierra. No participó, pero tampoco se sintió horrorizado.

Una costumbre que adoptó alegremente fue la de las patillas pintadas. A los

hombres les dolía que el pelo de sus rostros hubiera sido permanentemente eliminado por los resucitadores, del mismo modo que les habían sido circuncidados los prepucios. No podían hacer nada con respecto a este último ultraje, pero podían corregir el primero hasta cierto punto. Se pintaban los labios superiores y patillas con un líquido oscuro hecho con carbón vegetal muy machacado, goma de pescado, tanino de abeto y otros componentes. Los más decididos usaban el tinte como tatuaje, y sufrían un doloroso y prolongado pinchado con aguzadas agujas de bambú.

Ahora Burton estaba doblemente disfrazado, y sin embargo se había puesto a merced de un hombre que podía traicionarlo a la primera oportunidad. Deseaba

atraer a un Etico, pero no deseaba que este Etico estuviera seguro de su identidad.

Burton quería estar seguro de poder escapar a tiempo antes de ser atrapado por la red. Era un juego peligroso, como caminar por una cuerda floja sobre un pozo de lobos hambrientos. Pero deseaba jugarlo. Escaparía solo cuando fuera absolutamente necesario. El resto del tiempo sería la presa persiguiendo al cazador. Y sin embargo, la visión de la Torre Oscura, o la Fuente, estaba siempre en el horizonte de sus pensamientos. ¿Por qué jugar al gato y al ratón, cuando podía ser capaz de escalar las mismas murallas del castillo en el que suponía tenían su residencia los Eticos? O, si el escalar no era la descripción correcta, introducirse en la Torre, entrar como un ratón lo hace en una casa... o un castillo. Mientras los gatos estaban mirando hacia otro lado, el ratón estaría deslizándose al interior de la Torre, y allí, quizá el ratón se transformase en un tigre.

Ante este pensamiento se echó a reír, recibiendo miradas de curiosidad de sus dos compañeros de choza: Goering y un inglés del Siglo XVII, John Collop. Su risa se

debía a la ridícula imagen de sí mismo convertido en tigre. ¿Qué le hacía pensar

que él, un hombre solo, podía hacer algo contra los moldeadores de planetas, a los resurrectores de miles de millones de muertos, a los alimentadores y mantenedores de aquellos llamados de nuevo a la vida? Se estrujó las manos, y supo que en su interior, y en el interior del cerebro que las guiaba, podía hallarse la perdición de

los Eticos. No sabía qué cosa terrible era la que se ocultaba en su propio interior, pero Ellos le temían. Si lograse averiguar el porqué...

Su risa era de autoridiculización únicamente en parte. Una parte de sí creía

realmente que era un tigre entre los hombres.

Un hombre es como piensa ser -murmuró.

Tienes una risa muy peculiar, amigo mío -le dijo Goering-. Algo femenino para un hombre tan masculino.

Es como... como una roca lanzada que resbala sobre un lago de hielo. O como la de un chacal.

Tengo en mí algo de chacal y de hiena -replicó Burton-. Al menos, eso es lo que

mantenían mis detractores... y tenían razón. Pero soy algo más que eso.

Se alzó de la cama y comenzó a hacer ejercicios para quitarse el óxido del sueño de los músculos. En unos minutos, iría con los otros a una piedra de cilindros situada

junto a la orilla del Río y cargaría su recipiente. Luego, pasaría una hora limpiando

el lugar. Después, ejercicios, seguidos por la instrucción en la lanza, la maza, la honda, la espada de obsidiana, el arco y las flechas, el hacha de sílex, y la lucha con pies y manos desnudos. Una hora de descanso para charlar y comer. Luego, una hora en la clase de idioma. Dos horas de trabajo para ayudar a construir las murallas que marcaban los límites de aquel pequeño estado. Media hora de descanso, y después la obligatoria carrera de un par de kilómetros para ir ganando resistencia. Cena de los cilindros, y el atardecer libre excepto para aquellos que tuvieran servicio de guardia u otras tareas.

Un tal horario y actividades estaban siendo duplicados en los pequeños estados arriba y abajo a todo lo largo del Río. Casi en todas partes, la humanidad estaba en

guerra o preparándose para ella. Los ciudadanos debían mantenerse en forma y

saber cómo luchar tan hábilmente como fueran capaces. Además, los ejercicios mantenían ocupados a los ciudadanos. Sin importar lo monótona que fuera la vida marcial, siempre era mejor que estar por ahí pensando en qué hacer para divertirse. La eliminación de las preocupaciones acerca de la comida, el alquiler, los recibos y todas las molestas tareas y deberes que habían mantenido ocupados y presurosos a los terrestres, no era una bendición absoluta. Existía la gran batalla contra el aburrimiento, y los líderes de cada estado estaban ocupados tratando de pensar formas en que mantener ocupados a sus súbditos.

El valle del Rio debería haber sido un paraíso, pero todo era guerra, guerra, guerra. Pero, no obstante, según algunos, la guerra era buena en aquel lugar. Daba sabor a la vida, y acababa con el aburrimiento. La ambición y la agresividad humana tenían

su lado bueno.

Tras la cena, cada hombre o mujer quedaba libre para hacer lo que quisiese, mientras no fuese en contra de las leyes locales. Podía cambiar los cigarrillos y el licor suministrados por su cilindro, o el pescado que hubiese atrapado en el Rio, por un arco y flechas mejores, por escudos, cuencos, y tazas, sillas y mesas, flautas de bambú, trompetas de arcilla, tambores de piel de pez o humana, piedras preciosas

(que realmente eran poco usuales), collares hechos con los huesos, bellamente articulados y coloreados, de los peces de las aguas profundas del Río, o de jade o de madera tallada, espejos de obsidiana, zapatos y sandalias, dibujos al carbón, el raro y caro papel de bambú, tinta y plumas hechas con espinas, sombreros fabricados con la larga y resistente hierba de las colinas, pequeños carros en los que descender por las laderas de las colinas, arpas hechas con madera y cuerdas sacadas de las tripas de los peces dragón, anillos de abeto para los dedos de las manos y los pies, estatuillas de barro, y otros artículos útiles u ornamentales. Naturalmente, más tarde había el momento para el amor, que a Burton y a sus compañeros de cabaña les estaba negado, por aquel entonces. Solamente cuando hubieran sido aceptados como ciudadanos de hecho y de derecho se les permitiría trasladarse a casas propias y vivir con una mujer.

John Collop era un joven bajo y delgado, con largo cabello rubio, un rostro estrecho pero agradable, y grandes ojos azules con pestañas muy largas, negras y arqueadas. En su primera conversación con Burton había dicho tras presentarse:

Fui liberado de la oscuridad del seno materno, ¿de qué otro lugar podía

provenir?, a la luz de la Tierra creada por Dios, en el año del Señor de 1625. Con demasiada rapidez descendí de nuevo al seno de la madre naturaleza, confiado en la esperanza de la resurrección, y no siendo decepcionado, como puedes ver. Aunque debo confesar que esta vida venidera no es la que ciertas personas me llevaron a imaginar. Pero, ¿cómo iban a conocer ellos la verdad, pobres diablos ciegos que guiaban a otros ciegos?

No pasó mucho antes de que Collop le dijese que era miembro de la Religión de la

Segunda Oportunidad.

Las cejas de Burton se alzaron. Había encontrado aquella nueva religión en muchos lugares a lo largo del Rio. Burton, aunque era un agnóstico, se dedicaba a estudiar

detenidamente toda religión. Conociendo la fe de un hombre, se conocía al menos

la mitad de ese hombre. Conociendo a su esposa, se conocía la otra mitad.

La religión tenía unos pocos simples dogmas, algunos basados en los hechos, y otros en hipótesis, esperanzas y deseos. En esto no se difería de las religiones

surgidas en la Tierra. Pero los segundoportunistas tenían una ventaja sobre

cualquier religión terrestre: no tenían dificultad alguna en probar que los hombres muertos volvían a nacer... y no solo una vez, sino muchas.

¿Y por qué se ha dado una Segunda Oportunidad a la humanidad? -preguntó

Collop en su baja y segura voz-. ¿Se lo merece? No. Con pocas excepciones, los hombres son una especie rastrera, miserable, ramplona, malévola, estrecha de mente, extremadamente egoísta, generalmente belicosa y repugnante. Contemplándolos, los dioses... o el dios, debería vomitar. Pero en este vómito divino hay un grumo de compasión, si es que me perdonas por usar estas

comparaciones. El hombre, por bajo que sea, tiene una molécula de divinidad en él: No es una frase vacía la que dice que el hombre fue hecho a imagen de Dios. Hay algo que vale la pena salvar aún en el peor de nosotros. Y de este algo puede

construirse un nuevo hombre.

»Quienquiera que nos haya dado esta nueva oportunidad para salvar nuestras

almas conoce esta verdad. Hemos sido colocados aquí, en el mundo del Río, en este planeta extraño bajo cielos extraños, para trabajar en nuestra salvación. Ni yo ni

los líderes de mi religión podemos especular acerca del tiempo de que disponemos.

Quizá el límite sea la eternidad, o únicamente un centenar o un

millar de años. Pero debemos usar el tiempo de que dispongamos, amigo mío.

¿No fuiste sacrificado en el altar de Odín por unos noruegos que se aferraban a la antigua religión, a pesar de que este mundo no es el Valhalla que les

prometieron sus sacerdotes? -preguntó Burton-. ¿No crees que perdiste el tiempo y la saliva predicándoles? Creen en los mismos y viejos dioses, y las únicas

diferencias en su teología son algunos ajustes que han debido hacer a las nuevas

condiciones de aquí. Tal como tú te has aferrado a tu vieja fe.

Los noruegos no tienen explicación alguna para este nuevo ambiente -respondió

Collop-. Yo, en cambio, si. Tengo una explicación razonable, una que esos noruegos

acabarán por aceptar, por creer tan fervientemente como yo. Me mataron, pero algún miembro más persuasivo de nuestra fe irá y hablará con ellos antes de que lo aten sobre el regazo de un ídolo de madera y le den una puñalada en el corazón. Y si ése no les convence, el próximo misionero lo hará.

»En la Tierra, era cierto que la sangre de los mártires era la simiente de la iglesia. Y

aún es más cierto aquí. Si se mata a un hombre para callarle la boca, reaparece en algún otro lugar a lo largo del Río. Y un hombre que ha sido martirizado a un centenar de millares de kilómetros de distancia surge para reemplazar al mártir anterior. Nuestra fe acabará por vencer. Los hombres cesarán esas guerras inútiles y generadoras de odio, y comenzarán con la única tarea verdadera, la única tarea válida, la tarea de salvarse a sí mismos.

Lo que dices acerca de los mártires es cierto acerca de cualquiera con una idea - replicó Burton-. Un hombre malvado que muere también surge en otro lugar para seguir cometiendo sus maldades.

El bien prevalecerá; la verdad siempre triunfa -salmodió Collop.

No sé lo que pudiste moverte por la Tierra ni cuanto duró tu vida -dijo Burton-, pero debió de ser muy poco para que seas tan ciego. Yo sé que las cosas no son

así.

Nuestras creencias no están fundadas únicamente en la fe. Hay algo muy real, muy sustancial, en lo que podemos basar nuestras enseñanzas. Dime, Abdul, ¿has oído hablar de alguien que fuera resucitado muerto?

¿Una paradoja? -exclamó Burton-. ¿Qué quieres decir con eso de resucitado muerto?

Hay al menos tres casos comprobados, y cuatro más de los que ha oído hablar nuestra congregación, pero que no hemos podido autenticar. Eran hombres y

mujeres que murieron en un lugar del Rio y fueron trasladados a otro. Cosa extraña, sus cuerpos fueron recreados, pero les faltaba la chispa de la vida. Y bien,

¿por qué era eso?

No puedo imaginármelo -admitió Burton-. Dímelo tú, te escucharé, pues hablas como si supieras de lo que estás hablando.

Podía imaginárselo, puesto que había oído la misma historia en otros lugares, pero

deseaba saber si la historia de Collop concordaba con las otras.

Era la misma, incluyendo los nombres de los lázaros muertos. La historia era que aquellos hombres y mujeres habían sido identificados por personas que los habían conocido muy bien en la Tierra. Eran todos gente justa y de rectas costumbres en la Tierra. La teoría era que habían alcanzado el estado de pureza que hacia que ya no fuera necesario que debieran continuar en el «purgatorio» del planeta del Rio. Sus almas habían ido a... algún lugar; y habían dejado tras de sí el exceso de equipaje que representaban sus cuerpos físicos.

Pronto, al menos eso era lo que decían los componentes de la nueva religión, más personas alcanzarían ese estado, y sus cuerpos quedarían atrás. Finalmente, pasado el tiempo suficiente, el planeta del Rio quedaría desplobado. Todos habrían

eliminado su maldad y sus odios, y estarían repletos de amor. Incluso los más

depravados, aquellos que parecían estar absolutamente perdidos, serían capaces de abandonar sus cuerpos físicos. Lo único que se necesitaba para alcanzar este

estado ideal era amor.

Burton suspiró, se rió en voz alta y dijo:

Plus ma change, plus c'est la méme chose. Otro cuento de hadas para darles esperanzas a los hombres. Las viejas creencias han sido desacreditadas, aunque algunos rehusan aceptar incluso esto; por tanto, hay que inventar nuevas creencias.

Tiene sentido -le replicó Collop-. ¿Tienes una mejor explicación del porqué estamos aquí?

Quizá. También yo puedo inventarme cuentos de hadas.

De hecho, Burton tenía una explicación. Sin embargo, no se la podía dar a Collop. Spruce le había hablado a Burton un poco acerca de la identidad, historia y propósitos de su grupo, los Eticos, y mucho de lo que había dicho estaba de

acuerdo con las creencias de Collop.

Spruce se había matado antes de explicar acerca de la «psiquis». Probablemente, la

«psiquis» tenía que ser parte de la organización total de la resurrección. De otra forma, cuando el cuerpo hubiera alcanzado la «salvación» y ya no viviese, no

habría nada para continuar manteniendo la parte esencial de un hombre. Dado que la vida post-terrestre podía ser explicada en términos físicos, esa «psiquis» debía

ser una entidad física, y que no debía ser dejada a un lado con la connotación de

que era algo sobrenatural, como se había hecho en la Tierra.

Había muchas cosas que Burton no sabia. Pero había podido dar una ojeada al interior del planeta del Río, cosa que no había podido hacer ningún otro hombre.

Con los datos que tenía, planeaba hacer palanca para conseguir más, abrir un poco

la tapa, y arrastrarse al interior del sancta sanctorurn. Para hacerlo, llegaría hasta la Torre Oscura. Y la única forma de llegar allí rápidamente era tomar el Express de los Suicidios. Primero, debía ser descubierto por un Etico. Luego, tenía que dominar a ese Etico, incapacitarlo para suicidarse, y, de alguna manera, sacarle más información.

Mientras tanto, continuaba representando el papel de Abdul ibn Harun, médico egipcio del Siglo XIX, ahora un ciudadano de Bargawhwdzys. Como tal, decidió unirse a la congregación de la Segunda Oportunidad. Anunció a Collop su desencanto con Mahoma y sus enseñanzas, y así se transformó en el primer converso logrado por Collop en aquella zona.

Entonces debes jurar no tomar las armas contra ningún hombre, ni defenderte en forma física, mi querido amigo -le dijo Collop.

Burton, ultrajado, dijo que no permitiría a ningún hombre que le atacase sin darle su merecido.

Lo que dices es lo acostumbrado -comentó con suavidad Collop-. Lo que te propongo es contrario al hábito, si, pero un hombre tiene que dejar de ser lo que

ha sido, hacerse mejor... si tiene la fuerza de voluntad y el deseo para ello. Burton lanzó un violento «no», y se marchó. Collop agitó tristemente la cabeza,

pero continuó mostrándose tan amistoso como siempre. Provisto de un cierto sentido del humor, se dirigía a veces a Burton como su «converso de cinco

minutos», no refiriéndose al tiempo que le había costado llevar a Burton a su rebaño, sino el tiempo que había permanecido en él.

Por aquel entonces, Collop consiguió su segundo converso: Goering. El alemán no

había dedicado más que malas caras y pullas a Collop; luego comenzó a masticar de nuevo goma de los sueños, y comenzaron las pesadillas.

Durante dos noches mantuvo a Collop y Burton despiertos con sus gruñidos, su agitación, y sus gritos. A la mañana del tercer día, le preguntó a Collop si lo

aceptaría en su congregación. Sin embargo, tenía que hacer una confesión: Collop debía comprender qué tipo de persona había sido, tanto en la Tierra como en aquel

planeta.

Collop escuchó la mezcla de autocrítica y autobombo. Luego, dijo:

Amigo, no me importa lo que hayas sido: solo lo que eres, y lo que serás. Te he escuchado únicamente porque la confesión es buena para el alma. Puedo ver que

estás muy turbado, que has pasado penas y desesperación por lo que has hecho, y

sin embargo que aún sientes un cierto placer por lo que fuiste, una gran figura entre los hombres. No comprendo mucho de lo que me dices, pues no sé mucho sobre tu era. Ni tampoco importa. Solo deben preocuparnos el hoy y el mañana; cada día se ocupará de sí mismo.

A Burton le parecía que no era que a Collop no le importase lo que Goering había sido, sino que no creía su historia de gloria e infamia terrestres. Había tantos falsarios, que los héroes o villanos genuinos habían sufrido una depreciación. Por ejemplo, Burton se había encontrado con tres profetas, dos Abraham, cuatro reyes Ricardo Corazón de León, seis Atila, una docena de Judas (solo uno de los cuales sabía hablar arameo), un George Washington, dos Lord Byron, tres Jesse James, un gran número de Napoleón, un general Custer (que hablaba con mucho acento de Yorkshire), un Finn MacCool (que no conocía el antiguo irlandés), un Tchaka (que

hablaba un dialecto zulú incorrecto), y un cierto número de otros que podrían haber sido o no lo que pretendían ser.

Hubiera sido lo que hubiese sido un hombre en la Tierra, tenía que volver a reestablecerse aquí. Esto no era fácil, puesto que las condiciones habían sido

alteradas radicalmente. Los grandes y los importantes de la Tierra eran

constantemente humillados en sus pretensiones, y les era negada la posibilidad de probar sus identidades.

Para Collop, esta humillación era una bendición. Primero la humillación, luego la humildad, hubiera dicho. Y luego, naturalmente, vendría la humanidad.

Goering había sido atrapado por el Gran Proyecto, como lo llamaba Burton, debido a que era parte de su naturaleza el abusar de todo, especialmente de las drogas.

Aún sabiendo que la goma de los sueños estaba desenterrando las cosas oscuras de su abismo personal, y desparramándolas a la luz, aún seguía masticando tanto

como podía conseguir. Durante un periodo, temporalmente sano otra vez por la nueva resurrección, había sido capaz de luchar contra la tentación de la droga. Pero

algunas semanas tras su llegada a aquella zona había sucumbido, y ahora la noche

era rasgada por sus alaridos de:

¡Hermann Goering, te odio!

Si continúa así -le dijo Burton a Collop-, enloquecerá. O se suicidará de nuevo, u obligará a alguien a que lo mate para poder escapar de si mismo. Pero el suicidio será en vano, y volverá a empezar de nuevo. Dime ahora, en verdad: ¿no es esto

el infierno?

El purgatorio más bien -le replicó Collop-. El purgatorio es un infierno con esperanza.


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