El amor no siempre termina con una explosión. A veces muere en silencio, con pequeños actos de descuido que se acumulan hasta volverse insoportables. Con Astrid, la separación no llegó de golpe, sino como una lluvia constante que, sin darnos cuenta, nos había empapado hasta los huesos.
Había noches en las que me acostaba junto a ella, pero el espacio entre nosotros en la cama era más ancho que cualquier distancia física. Astrid siempre dormía de lado, encogida como si intentara protegerse de algo, mientras yo me quedaba despierto, mirando al techo y preguntándome cómo habíamos llegado a ese punto.
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Las señales que ignoré
Las señales estaban ahí, aunque preferí no verlas. Astrid ya no dejaba notas en mi mesa de noche, ni intentaba sorprenderme con cenas improvisadas. Cuando hablábamos, sus respuestas eran más cortas, más calculadas, como si estuviera protegiendo partes de sí misma.
Un día, mientras salíamos a caminar por el parque, le mencioné un plan que teníamos desde hacía meses: un viaje a la playa que ambos habíamos soñado hacer juntos.
—Tal vez deberíamos aplazarlo un poco más, —dije, más por costumbre que por convicción.
Ella no respondió de inmediato. Se detuvo en seco y me miró, con una tristeza que me golpeó como una bofetada.
—¿Realmente quieres hacer ese viaje conmigo?
La pregunta me dejó sin palabras. Por supuesto que quería, o al menos eso me repetía a mí mismo. Pero en ese momento, supe que ella no estaba preguntando por el viaje. Estaba preguntando si todavía la quería, si todavía veía un futuro con ella. Y la verdad era que mi silencio fue más elocuente que cualquier respuesta.
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El punto de quiebre
La noche en que todo cambió comenzó como cualquier otra. Estábamos en casa, cada uno en su propio rincón del sofá. Yo fingía leer un libro mientras ella miraba su teléfono, pero podía sentir su inquietud en el aire.
—Tenemos que hablar, —dijo de repente, rompiendo el silencio.
Dejé el libro a un lado y la miré, intentando prepararme para lo que venía.
—No puedo seguir así, —continuó, con la voz temblorosa pero firme—. Siento que estoy perdiendo partes de mí misma en esta relación.
Quise interrumpirla, decirle que estaba exagerando, que aún podíamos arreglar las cosas. Pero algo en su mirada me detuvo. Era una mirada de alguien que había luchado durante mucho tiempo y finalmente había aceptado que era una batalla perdida.
—Te amo, —dijo, y esas palabras fueron como un golpe directo al pecho—. Pero no puedo seguir amándote si eso significa seguir olvidándome de mí misma.
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El silencio que lo dijo todo
Cuando Astrid se levantó del sofá y comenzó a recoger sus cosas, no hice nada para detenerla. No porque no quisiera, sino porque no sabía cómo.
—Siempre serás mi Eurídice, —murmuré, casi sin darme cuenta.
Ella se detuvo y me miró con una mezcla de sorpresa y dolor.
—¿Qué significa eso? —preguntó, con un nudo en la garganta.
—Eurídice era todo para Orfeo, —dije, mi voz apenas un susurro—. Pero él la perdió porque no supo confiar, porque no supo resistir la tentación de mirar atrás.
Astrid asintió lentamente, como si finalmente entendiera algo que había estado buscando desde hacía mucho tiempo.
—Tal vez tú también necesites aprender a dejar de mirar atrás, —respondió, antes de salir por la puerta.
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El vacío que dejó su partida
Esa noche, me quedé solo en el apartamento, rodeado por las cosas que habíamos construido juntos. Cada rincón tenía algo que me recordaba a ella: la taza de café que siempre usaba, el libro que nunca terminó de leer, la bufanda que había dejado colgada en la entrada.
Pero lo peor no era la ausencia de sus cosas. Era la ausencia de ella. Era como si una parte de mí hubiera desaparecido junto con ella, dejándome incompleto, vacío.
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El primer intento de redención
Pasaron días antes de que pudiera reunir el valor para escribirle. Y cuando finalmente lo hice, cada palabra se sintió insuficiente:
"Astrid, no sé cómo expresar lo que siento. Sé que te fallé, sé que te herí, y no hay excusa para eso. Pero quiero que sepas que siempre te amaré, incluso si no estoy a tu lado. Tú eres, y siempre serás, mi Eurídice."
No obtuve respuesta. Y aunque me dolió, entendí que no podía esperar que ella volviera solo porque yo estaba listo para admitir mis errores.
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El mito y la realidad
El mito de Orfeo y Eurídice se convirtió en un refugio para mí. Lo leí y releí, intentando encontrar alguna respuesta en sus palabras. Orfeo había mirado atrás porque no podía soportar la incertidumbre, porque su amor por Eurídice era tan grande que prefería arriesgarlo todo antes que perderla.
Yo había hecho algo peor. No había mirado atrás por amor. Había dejado que mis miedos y mis inseguridades destruyeran algo que podría haber sido hermoso.
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Una promesa a mí mismo
Esa noche, me prometí algo: que no dejaría que mi historia con Astrid terminara como la de Orfeo y Eurídice. Tal vez nunca podría recuperarla, pero podía aprender de mis errores. Podía intentar ser mejor, no solo para ella, sino para mí mismo.
Y aunque todavía no sabía cómo empezar, entendí que el primer paso era enfrentarme a mis propios demonios. Porque el amor, verdadero y duradero, no nace de la perfección. Nace de la capacidad de aceptar nuestras imperfecciones y luchar por lo que realmente importa.