—¡Ah! —Aries rugió con todas sus fuerzas hasta que su garganta se tensó, jadeando. Su rostro y cuerpo estaban casi cubiertos de sangre, pero no toda era suya. La punta de su espada goteaba sangre, los últimos restos de vida de aquellos que murieron en ella.
Los caballeros que se interponían en su camino quedaban inconscientes o morían. Pero ni una sola vez Aries miró hacia atrás para ver o arrepentirse. Ella seguía avanzando, abriéndose paso por el pasillo y tiñéndolo de rojo si era necesario.
Sus hombros rígidos se relajaron al bajar su mano junto con el sonido de otro golpe sordo que se filtraba en el alboroto proveniente del exterior. Aries se giró hacia su izquierda, con la mirada fija en la ventana. No se movió ni un músculo durante minutos, recobrando el aliento, hasta que el cristal transparente reflejó su imagen.