Adeline se retorció hasta que se liberó del pesado cuerpo de Elías. ¿De qué estaba hecho él? ¿De ladrillos? Su cuerpo pesaba como una tonelada sobre ella, y no sintió más que músculo duro.
Una vez que escapó de su agarre, agarró la mitad de las mantas y las arrojó sobre su espalda. No quería que él durmiera en el frío, incluso si su temperatura corporal siempre estaba helada.
—Buenas noches —murmuró Adeline, dándole suavemente un beso en la cabeza.
En el segundo en que puso el pie en el suelo, la culpa la inundó, como miles de abejas picando su corazón. Le echó una última mirada a su rostro dormido, con las cejas tensas y los labios fruncidos en un ceño. Era un hombre diferente cuando dormía.
Adeline se calzó los zapatos y se deslizó fuera de la puerta, llevándose un abrigo largo en el camino. Se sorprendió de la falta de seguridad alrededor de su habitación, pero se dio cuenta de que no era necesaria. Elías podía derribar a un hombre sin pestañear.