Las gotas de lluvia seguían cayendo a cántaros sobre las copas de los árboles, que a su vez se filtraron hasta los arbustos. Una guerra de truenos y relámpagos mantuvo al niño en alerta, ante la caída de un rayo que pudiera arrebatarles la vida. Recordó que la probabilidad de ser alcanzado por uno de ellos, era de uno en un millón, en espacios abiertos. Por si fuera poco, el silbido del viento y el sonido de las ramas de los árboles que ondeaban de un lado al otro, no hacían más que aumentar los pensamientos catastróficos y sobrecargarlo de escenarios devastadores. Entonces, comenzó a distraerse mediante el conteo del uno al diez con la esperanza de aliviar su terror a morir de la peor forma posible. Sin embargo, los pensamientos negativos insistieron en quedarse logrando que Oliver el siguiente numero:
«siete, ocho… ¿diez?»
Entonces, sacudió la cabeza para despejar la mente y así lograr concentrarse:
«uno, dos, tres…»
Dentro de la guarida se encontraron a otro koala quien los recibió con una mirada de hastío. Éste ser tenía la cabeza más grande que Kobat; en la espalda, su pelaje era de color marrón. El robot se presentó con el nombre de Kiba, líder de los koalatronicos en el Bosque de los Eucaliptos. Kiba era una pulgada más alta y ligeramente más delgada. Ambos koalas solo se movían en cuatro patas cuando se desplazaban de un lugar al otro. Su constitución era semejante al marsupial del mundo real. No como Adam y Hari, cuyas cabezas eran las únicas que correspondían a sus respectivos animales.
Oliver soltó una risita involuntaria al ver a los dos robots juntos, pues parecían ositos de felpa. Luego se disculpó al ver como Kiba no le quitaba la mirada de encima.
—Sonreír te hace ver más humano — observó Hari sentado encima de la corteza gris claro del nogal, lugar donde sus piernas consiguieron mimetizarse gracias a la perdida de energía.
Oliver volvió a su estado de seriedad. Aunque era un hecho que hasta él mismo se sorprendía por tal hazaña porque nunca tuvo la genuina oportunidad de hacerlo. En retrospectiva, sonreía para que su familia y la sociedad, en general, pensarán que todo estaba bien.
Al rememorar sobre los motivos, volvió a sonreír, esta vez como un regalo para sí mismo. Adam volteó a ver al niño cuando se percató de que sus niveles de serotonina mejoraban. También le pareció extraña la conducta positiva de quien hasta hace unos días era su hijo. Incluso se preguntó si no estaba sufriendo de estrés postraumático gracias a todos los eventos que ha enfrentado en el mundo virtual.
«¿Podrás olvidar todo cuando regresemos a casa? Espero que así sea o, de lo contrario, tendremos serios problemas», pensó Adam.
Kiba aceptó a los nuevos inquilinos solo para resguardar al niño de la lluvia, pues de ser otra la situación, los habría echado del escondite. Ella no es un robot que protege robots. Tampoco acepta extraños merodear en su bosque, por mucho que sean humanos.
Sin embargo, Oliver era muy diferente de cierta niña atolondrada. Lo pudo asegurar al escanear el cuerpo del pequeño y comprobar que carecía de alguna presencia artificial dentro de su organismo.
—Es muy difícil salir caminando del Bosque de los Eucaliptos — comenzó Kiba mientras movía algunas macetas de eucalipto a otro lugar — aquí llueve todo el tiempo. Me pregunto cómo es que piensan salir de este mundo con un humano a cuestas. Ustedes no son koalas, no poseen nuestras habilidades.
—¿Planeas impedir que el niño abandoné el bosque? — se adelantó Adam. La boca de Oliver se abrió, pero luego se cerró. Quería intervenir en la conversación cuando el conejo robot le indicó con un gesto que se abstuviera de hacerlo.
—No es necesario. Allá afuera hay entidades peores que no dudaran en ponerles las cosas difíciles — reveló Kiba que sostenía una maceta con sus regordetes bracitos.
—¿A qué te refieres con entidades? — cuestionó Adam.
Kiba se tomó su tiempo para responder, enfocó su atención tanto en su gemelo como al conejo robot.
—¿No lo sabes?, ¿Qué clase de histriónico eres? — cuestionó a Adam dibujando una sonrisa forzada en su rostro, a través del cual, sobresalían dientes humanos.
—¿Hari? — susurró el niño desesperado. En sus ojitos se notaba la preocupación. Pero el conejo robot se mantuvo en silencio, ya que no deseaba la información.
—Con un robot a punto de desaparecer; y otro desmemoriado. Ese pequeño humano jamás regresará a su mundo — kiba le advirtió a Kobat ignorando a los presentes.
—Estoy de acuerdo — secundó Kobat.
Con esto, Oliver sintió que todo se le venía abajo. De nueva cuenta su fe se desvaneció y ni sus intentos por luchar fueron suficientes. Apretó la boca para no soltar un chillido. Entonces levantó la quijada en un gesto de orgullo, tras deliberar sobre los pros y contras. Hari se estaba convirtiendo en un montón de chatarra oxidada mientras que Adam, por momentos, parecía distante. Sin embargo, decidió que demostraría una actitud positiva porque, una vez más, estaba frente a robots y con ellos debía cuidar su comportamiento.
—No me voy a quedar aquí — dijo Oliver con determinación. Aunque no pudo evitar que unas cuantas lagrimas se derramaran sobre las mejillas.
«¿Por qué me voy a quedar de brazos cruzados?, ¿Por qué debo dejar que me atormentes? ¡No!, no puedo perder. Si muero, lo haré luchando».
El koala robot asintió con la cabeza:
—Muy bien. Dije que era muy difícil, más no imposible. Si tu deseo es regresar a donde perteneces, yo te ayudaré. Si decides quedarte, yo te destruiré.
Todos los histriónicos voltearon hacia Kiba, incluso Oliver la observó con las cejas levantas. A pesar de la actitud fría y esquiva del koala, jamás espero tal afirmación con una dosis extra de amenaza. De cualquier modo, asintió con la cabeza en respuesta.
Hari se levantó del lugar donde había permanecido en completo silencio. Salió cojeando del escondite. Una de las coyunturas que unía a su pie con la pierna, se desprendió por la caída. Al llegar al acceso principal, fue recibido por la espléndida brisa mañanera del Bosque de los Eucaliptos con su característico olor mentolado y fresco.
El conejo robot observó las fisuras en sus manos y los tallones en las piernas, producto de la caída. Horas antes, el perrito le había dado una pista sobre la ubicación de su dueña. La niña seguía el mismo objetivo que Oliver: encontrar el manantial y abandonar el mundo virtual. Así que, si todo salía bien, era probable que se encontraran en algún punto del camino que conduce a las Grutas, solo debía guardar las pocas energías que lo acompañaban. Algo que ahora parecía casi imposible considerando las fuerzas ocultas en el bosque.
Cuando Emma entró por primera vez al mundo virtual, las cosas fluyeron con facilidad; no había nadie cazándolos. Ahora, todo indicaba que el ingreso de Oliver tenía un propósito, pues ninguno de los acontecimientos era producto de la casualidad. Podía ver que Adam tenia secretos; Oliver también.
Sin embargo, el comportamiento de Emma resultaba novedoso si no es que extraño. En el pasado fue difícil convencerla de abandonar la dimensión, pero ahora, la niña lo hacía por voluntad propia. Emma no es una niña malcriada, todo lo contrario; la culpa es del dispositivo encarnado en su cerebro, el cual controla su mente, emociones y pensamientos.
Hari sabe que en cuanto la niña regrese a su mundo, perderá la memoria y su personalidad dócil. Ya ha sucedió antes. Por ese motivo es que busca salir junto con ella y acompañarla a enfrentar a su alter ego. El conejo robot se preguntó si Oliver sufriría el mismo destino al atravesar el portal.
El perrito robot también le dijo que acompañó a Emma casi desde el momento en que ella entró al mundo virtual de los Histriónicos, y que perdió su rastro cuando se encontraron con el ejército de las moscas robot comandadas por Bado. Éste autómata, poco a poco, comenzaba a ser un verdadero problema. Aún no lo conocía, pero le inquietaba el interés desmedido que demostraba en Oliver.
Hari se dio la vuelta dispuesto a regresar al escondite, pero se detuvo al ver al niño a unos cuantos pasos de distancia.
—Gracias por salvarme de las moscas — le dijo Oliver.
—No te preocupes, niño. No tienes que agradecer.
El conejo robot tenía claro que para recuperar a su dueña y salir bien librado de la dimensión debía utilizar al niño, ya que está diseñada por algoritmos creados a partir de las señales captadas en los diversos entornos del mundo virtual. De esta forma, al detectar presencia humana, creará conducciones para que tarde o temprano se reúnan, algo que no sucedería en robots. Esa es la razón por la cual, las rutas se conectaron con facilidad, pese a los contratiempos generados por las moscas. Sin Oliver a un lado, Hari nunca conseguiría llegar tan lejos.
En caso de fallar, le pediría ayuda a Oliver para que la protegiera. Ambos niños conocían el mundo virtual, los dos se cuidarían las espaldas. Si, por algún motivo, Oliver pierde la memoria, encontraría formas para ubicarlo en el mundo real, siempre que estuviera cerca de un dispositivo electrónico.
Entonces regresaron al escondite. Oliver seguía mareado, pero algo en su rostro cambió a la luz de los eventos recientes. Se notaba más decidido y menos miedoso.
—Entonces, ¿ella nos puede ayudar? — preguntó Adam.
—Por supuesto, Nahla se encuentra en el santuario de las mariposas— respondió Kiba.
Kobat estuvo de acuerdo.
—Dadas las circunstancias debemos partir de inmediato — intervino Hari, apoyado en el niño. Su pata chirriaba con cada paso.
—¿Oliver? — llamó Adam para captar su atención y cuando la obtuvo añadió: — debemos partir hacia las Grutas.
El niño asintió dando una sonrisa a cambio para agregar más convicción a su respuesta.
En consecuencia, Kobat salió de entre la sombra en el extremo opuesto de la choza, donde se había mantenido desde su llegada con los nuevos inquilinos, con las manitas juntas y caminando en dos patas. Enseguida, miró primero a su líder como si estuviera pidiendo permiso para hablar. El koala robot líder concedió la solitud asintiendo con la cabeza.
—La histriónico Nahla vio a Emma en una de sus rondas. Dijo que quiso encaminarla al sendero, pero ella se negó con la excusa de que no la necesitaba. Mencionó que buscaba a su robot guardián y que no se iría sin él. Sin embargo, Nahla descubrió que una sombra acechaba a la niña y que cada vez que se acercaba a ella, su núcleo medular se alteraba. Por ese motivo dejó de seguirla, porque la luz que la niña irradiaba, alteró los sensores de la mariposa robot.
Hari se adelantó al niño para estar frente a Kobat. Adam se levantó de un banquito de madera para aprovechar la distracción de los histriónicos y llevarse al niño, pero Oliver se soltó al llegar a la puerta. En ese momento, Oliver descubrió que el brazo de Adam carecía de mano y que, en su lugar, había cables desparramados, rotos y quemados.
— ¿¡una sombra!? — dijo el conejo robot para sí mismo. Después agregó: —¿dónde la vio por última vez?