2.1
El dolor de cabeza lo despertó. La noche anterior tuvo una horrible pesadilla. Soñó que había un demonio en su casa que lo perseguía para robar su alma. A su mente llegó la vivida imagen de un rostro humano deforme.
«Todo fue una pesadilla. Es momento de estudiar», pensó.
No era tiempo para distraerse con tonterías. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que se encontraba en una zona árida y desconocida. Trató de levantarse para revisar la hora, pero debido a que su visión todavía era nublosa; no logró coordinar sus brazos y piernas. Así que se sujetó de algo rocoso y frio. Le tomó cerca de dos minutos enfocar la vista hacía un campo abierto.
El viento helado pegó en su piel humedecida por el sudor. Pronto descubrió que su cama tenía tierra y restos de plantas secas. Cuando procedió a gatear para bajar de la cama, sintió que dos manos lo jalaron por la espalda, tal y como recordaba del horrible sueño. El frio en la nuca lo hizo pensar en los dos robots que trataban de lastimarlo en la pesadilla. Oliver tragó saliva con dificultad. No se atrevía a enfrentarlos, pero tampoco podía moverse. Cabizbajo, observó sus manitas moradas apenas cubiertas por su pijama verde de manga larga. Una lagrima cayó a un lado de su meñique derecho.
«No estoy en mi casa».
Después de un momento de silencio, una fuerza ajena al niño le obligó a girar la cabeza en dirección a su captor. Ante Oliver se encontraba aquel robot propiedad de su padre. De la impresión, abrió los ojos tanto como pudo, y se quedó sin aliento. Entonces, perdió el equilibrio. Cayó al suelo, pero en seguida se levantó para escapar del monstruo de fierro. No obstante, poco le duró el gusto. Trastabilló cuando sus pies se enredaron con una rama espinosa anclada a la tierra. A punto estuvo de caer al suelo de no ser porque Adam lo sostuvo del brazo izquierdo. Oliver se sintió como un muñeco de trapo, por la facilidad con la que el robot lo cargaba y lo mantenía suspendido en el aire. Enseguida, Adam lo sentó en el suelo. Debido a la cercanía entre ambos, a Oliver le pareció ver ojos humanos en lugar de las pupilas elípticas verticales que vio en el sueño; ojos que el niño sentía conocer de algún lado.
A su mente comenzaron a llegar los recuerdos de la noche anterior, donde una tormenta eléctrica hacía de las suyas jugando con la electricidad de su casa. Luego recordó al extraño ser humano blanco que le impedía avanzar hacia la habitación de sus padres. Poco a poco fue abandonando la idea que había sido una pesadilla. Entonces, ¿dónde estaban sus papás?, ¿qué pasó la noche anterior?, ¿por qué el robot creado por el señor Tavares lo había molestado?, ¿dónde rayos se encontraban?
Oliver no lograba descifrar la serie de acontecimientos de los que era partícipe. Como aún tenía los ojos abiertos, aprovechó para observar la zona. Se dio cuenta de las similitudes que mantenía con el ecosistema predominante en la ciudad de García. Era un lugar cubierto de arbustos espinosos, agaves y cactus. La zona le era muy familiar; y, sin embargo, no sabía exactamente en qué parte de la ciudad se localizaba. A pesar de todo, Oliver vislumbro una atmosfera diferente, los colores de la flora, las rocas e incluso el mismo Adam presentaban un marcado desgaste. Si antes el color de Adam era verde, ahora adquiría un tono más opaco, sin vida, sin alegría.
Oliver se quedó quieto y en silencio, esperando a que el robot se distrajera para escapar, así que se le ocurrió fingir su muerte como si estuviera frente a un oso. La idea, aunque rebuscada, era la más viable. De todas formas, ¿Qué más podía hacer un niño indefenso? Oliver no tenía fuerzas para luchar contra un montón de fierro, y si el robot quería atacarlo, nada podría evitarlo, así que se rindió. En ese momento pensó en el examen y, por la posición del sol, supuso que ya habría finalizado. Imaginó la cara de su padre al enterarse que su hijo jamás llegó a presentarlo.
—¿Oliver?, ¡reacciona! – le gritó el robot víbora con un tono de voz monótono y autoritario. Intentó moverlo, pero el chico lo esquivó. En esa posición se quedó hasta que Adam giró la cabeza hacia el horizonte justo cuando aparecieron luces el cielo que parpadeaban de manera intermitente.
Oliver se levantó y comenzó a correr a toda velocidad. Ni el niño supo de donde es que sacó las fuerzas para escapar. Pronto, se dio cuenta de que no avanzaba a pesar de la distancia recorrida, y como vio que el robot se acercaba a paso lento pero uniforme; se dejó caer al suelo de nuevo. Un acto teatral que no convenció a Adam. La cara del niño se volvió roja como un tomate, enojado consigo mismo por su escasa capacidad para resolver problemas.
—Oliver, yo…te voy a proteger. Encontraré una manera de sacarte de aquí. Debes confiar en mí, aunque sea por última vez — añadió el robot. A Oliver le pareció que intentaba sonar lamentable.
Al ver que no obtenía respuesta del niño, el autómata comenzó a caminar de un lado al otro con la mano en el mentón. Oliver abrió los ojos y de inmediato notó que esa posición era la que solía realizar su padre antes de tomar una decisión importante o cuando algo lo estresaba. ¿Será que el robot adoptó el mismo comportamiento que su creador?, no lo sabía. En ese preciso instante, el cielo se abrió y el sol apareció en medio de nubes grises y oscuras. Oliver apretó los parpados para que la luz del sol no lastimará sus ojos. Aquello le impedía mantenerse tranquilo y en su papel de fallecido, pues temía que el robot lo descubriera.
El tiempo transcurrió hasta que, sin quererlo, se quedó dormido. Estaba muy cansado para seguir actuando; ya no le importó donde y con quien estuviera. Además, la noche anterior durmió muy poco debido a sus deberes escolares.
Para cuando abrió los ojos, Oliver se encontraba sentado en un consultorio con su mamá a un lado y una mujer de bata blanca delante del escritorio. Ella le preguntó su nombre, a lo que el niño respondió: «Oliver Said Tavares Ruiz». La doctora observó que su pequeño paciente presentaba tallones en la rodilla, en la mejilla y en el brazo derecho y de inmediato cuestionó a la madre sobre el origen de las heridas. Oliver se apresuró a responder con su vocecita frágil y temblorosa que resbaló del columpio. La doctora entornó los ojos hacia el niño de seis años.
El pequeño continuó relatando, con una seriedad que rayaba en la ternura, que, durante la jornada escolar, sus compañeritos de salón lo invitaron a jugar, pero al final ellos se distrajeron en sus teléfonos inteligentes y tabletas electrónicas. Oliver jamás tuvo acceso a uno de esos aparatos, ya que su padre los consideraba como dispositivos lava cerebros.
«Un virus físico no será responsable de convertir a los humanos en zombis, sino esos cachivaches infestados de programación dañina y virus informático» decía a menudo.
Algo que ni la propia Melinda alcanzaba a comprender considerando que el señor Tavares se dedicaba a la industria de los robots donde predominaban los avances tecnológicos.
«El vendedor no consume lo que vende», aseguró la mujer.
«Mamá, ¿verdad que los zombis no existen?», le preguntó Oliver a su madre. Melinda le respondió: «Claro que no mi niño listo, no creas todo lo que tu papá te dice, ignóralo». Oliver prefirió alejarse de sus amiguitos y jugar apartado de ellos.
«Bueno, Oliver Said Tavares Ruiz, te voy a recetar una pomada y una paleta sabor sandía», dijo la doctora mientras escribía en su bloque de recetas.
El niño asintió con una ligera sonrisa. Le pidió permiso a su madre para regresar a los columpios. Melinda le sonrió con afecto. Lo tomó de sus manitas y aprobó la solicitud, bajo la condición de que tuviera más cuidado o de lo contrario lo castigaría. El niño asintió con entereza como quien recibe una orden de un general. Luego salió corriendo del consultorio. Las últimas palabras que escuchó lo despertaron. En ellas su mamá le suplicaba que no se rindiera, que aún tenía algo por el cual luchar.
Ya despierto, Oliver se restregó los ojos y prometió que no se rendiría siempre que estuviera en sus posibilidades. En ese momento recordó la carta que escribió donde se despedía de ella. Se levantó presuroso para buscar la carta y romperla, pero la realidad le golpeó en la cara. Otra vez se hallaba en medio de la nada, en el mismo lugar desértico.
«Mamá descubrirá la carta», pensó con un nudo en la garganta.
De repente, comenzó a pensar en el humanoide que apareció en la habitación de sus padres y se preguntó si su madre estaba bien o si lograron escapar. La verdad es que no supo explicar lo sucedido en su casa y cómo es que llegó a esa parte del municipio. Las dudas lo invadieron y los escenarios en su cabeza, le hicieron ver que nadie había sobrevivido. Es en ese momento que comenzó a llorar, a gritar y a patalear. Oliver aseguraba que se había quedado solo, en un lugar desolado y triste. «Ese monstruo los asesinó».
No obstante, otro pensamiento comenzó a tomar sentido al recordar al humanoide frente a él, en la entrada a la habitación donde dormían sus padres. Por lo tanto, abrazó la idea de que también había fallecido.
—Te quiero mucho, mami — dijo Oliver, hecho un mar de lágrimas. Por algún motivo, el accidente en el columpio le tragó un mal sabor de boca, así como las palabras finales de su madre que bien parecía una despedida. Soñar con ella abrió un parteaguas entre su deseo por continuar en el plano de los muertos, si es que había una salida, o buscar una alternativa a su difícil situación.
Pasado el tiempo, se limpió los ojos y las mejillas con las mangas de su pijama. De inmediato se reincorporó descubriendo que, no muy lejos, Adam lo observaba. El robot se encontraba sentado en una roca. Oliver no podía creer que tuviera tan mala suerte. Se dejó caer esperando el golpe final, pero de nuevo, nada sucedió.
Pasaron las horas y lo único que se estrelló en su cabeza fueron las hojas secas de los ébanos, arrastrados por el viento.
«¿Arboles de ébano? En mi casa hay uno igual», pensó.
Oliver buscó la procedencia de las hojas, pero todo lo que había alrededor era tierra y más tierra. Más tarde, decidió dejar el acto y levantarse mientras el sol se ocultaba entre las montañas. Luego realizó ejercicios de estiramiento para aliviar los músculos adormecidos y calmar el hormigueo que sentía en las piernas. Mientras tanto, Adam seguía inmóvil y no daba indicios de alejarse.
—¿Por qué no me dejas en paz?, ¡vete!, ¡VETE! — exigió Oliver cansado del acoso que recibía del robot, pues no le quitaba la mirada de encima. Así era difícil escapar.
Oliver adoptó una posición de valentía, aunque por dentro se moría de los nervios. Quería demostrarle que, de ser necesario, estaba dispuesto a pelear por su vida. Ya no sería el niño débil e indefenso. Y es que, actuar de una forma cuando se siente de otra, siempre desencadenaba en Oliver, una reacción violenta al llegar a casa después de una difícil jornada escolar. En la calle solía comportarse dócil y obediente, pero al ingresar a la casa comenzaba a destruir todo lo que se atravesara en su camino mientras gritaba y pataleaba. De esa manera deseaba comportarse frente al robot.
De pronto, algo se movió entre los arbustos a un costado de un riachuelo, cerca de donde Adam se localizaba. Oliver retrocedió y comenzó a caminar en sentido contrario, pues no estaba en sus planes averiguar qué clase de animal peligroso se ocultaba entre la hierba. Adam lo siguió antes de llamarlo:
—¿Oliver?
—¡VETE! — gritó el niño. En un momento dado, tomó una piedra del suelo e hizo como que se lo aventaba.
—No soy un perro — protestó el robot.
Entonces, el chico apresuró el paso hasta que consiguió alejarse lo suficiente para creer que había escapado del peligro. Durante el recorrido, Oliver reflexionó sobre la advertencia de su madre.
«¿Será que lo decía por mí? ¿Cómo puede pensar que me voy a rendir? A lo mejor está preocupada por el accidente. ¿Y si ellos siguen vivos y solo yo fallecí? Si estoy muerto, ella estará muy triste», especuló.
Aunque, no quería enfrentar a su padre tras el fracaso de no asistir al examen, por miedo a que lo regañe y lo abofeteé tantas veces; todavía los extrañaba. Pese a todo, su madre seguía siendo su principal motivo para levantarse y buscar una manera de salir del embrollo en el que se encontraba.
Mientras el niño continuaba caminando sin rumbo fijo, Adam lo siguió a la distancia cuidando sus movimientos para no alertarlo. A ojos del robot, Oliver parecía desorientado, caminaba sin rumbo fijo y de vez en cuando cambiaba de ruta.
Oliver se pellizcó el antebrazo izquierdo para corroborar que no estaba soñando o que no estaba muerto.
—¡Ay!, si duele — exclamó adolorido — bueno no es un sueño, tampoco es mi imaginación, ¿los muertos sentirán dolor? — se dijo así mismo con voz entrecortada.
No había duda alguna, todo es real. Entonces, se imaginó a decenas de policías dentro de la casa y en los costados de la propiedad realizando una extensa inspección para encontrar su cuerpo herido y magullado. Quizás su madre está muy preocupada por él; y su padre, enojado, mientras los efectos del alcohol disminuían. Imaginó sus palabras como dardos en su corazón: «Ni eso puedes hacer bien, ¿Por qué no tuve un hijo inteligente? Ni siquiera lograste sobrevivir. Y aparte de todo, eres un mentiroso».
Oliver desechó la idea, junto la voz del señor Tavares, de su mente cuando el dolor en su pecho regresó. Era algo recurrente que pensar en el futuro o en el pasado le ocasionará problemas de salud. Sobre todo, cuando no podía respirar.
Las largas horas de caminata le pasaron factura al sentir que las piernas y las plantas de los pies se le entumecieron. Volteó hacia atrás para asegurarse de que el robot ya no lo seguía. Solo hasta que comprobó que Adam no aparecía por algún lugar, respiró aliviado.
Por fortuna, Oliver encontró a pocos metros, un letrero que decía "Teresita", entre los límites del monte y el callejón pantanoso. Era un sendero solitario, y estrecho; de terracería. Al fondo de la calle Teresita se encontraba una humilde casita de hormigón con techo de láminas, soportada por una estructura de madera. La propiedad parecía estar deshabitada, aunque la luz de los focos iluminaba cada hueco de la casa. Igual decidió aventurarse y buscar a quien pudiera ayudarlo a regresar a su hogar lo más pronto posible. Cruzó la calle en dirección a la modesta casita cuando escuchó el crujido de una rama tras él. Oliver sintió calosfríos recorrer todo su cuerpo. Giró la cabeza ubicando al robot víbora a unos pasos de él. Oliver se preguntó cómo era posible que Adam se desplazara a una distancia tan larga en poco tiempo. De pronto, algo más llamó su atención. Dentro de la vivienda, una figura femenina atravesó la pared de un cuarto a otro.