La ricamente decorada habitación estaba débilmente iluminada, un brillo carmesí del sol se filtraba a través de los altos vitrales.
Merina estaba de rodillas, su corazón latiendo como un tambor en su pecho. Asher estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia afuera, su silueta nítida contra la luz tenue, sus brazos cruzados sobre su amplio pecho.
—¿Así que realmente dijo eso? —preguntó Asher con el ceño fruncido y de espaldas a Merina.
Hace tan solo unos minutos, mientras él estaba sumido en sus pensamientos, Merina de repente irrumpió en su habitación y cayó de rodillas, disculpándose sin cesar. Su rostro parecía el de alguien que había escapado de un fantasma, y en realidad la realidad no estaba muy lejos de eso.
Solo después de que se calmara le contó lo que sucedió, y él no sabía si debía sentirse sorprendido o no.
—Mi Maestro... —empezó Merina, con la voz temblorosa—. La Señora Sabina... ella me confesó. Ella... ella te quiere. Para sí misma.