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21.42% Tras el rastro del maestro / Chapter 3: El encuentro II. A Gloriosa

Bab 3: El encuentro II. A Gloriosa

Ya es pasada la tarde, los santos mencionan la hora de escudriñar en algún sitio donde un extranjero de Buenos Aires pueda recibir por bendición de Dios un buen café, y el periódico, junto al mapa célebre de la misteriosa urbe.

Afortunadamente en América del Sur no predomina como lengua la castellana, y aprender de pequeño un portugués del Brasil en la escuela es beneficio extra al viaje. He aquí la razón de mi entendimiento con ellos: aristócratas, burócratas, burgueses y anarquistas, ricos y plebeyos; dictadores y comunistas. Escritores y poetas, y la razón de mi viaje un poema, y un fantasma que hace las veces de escritor y las veces de soñador y son solo leyendas de lecturas que un fanático desmedido toma como clave crucial para llegar a aquella tierra de neblinas, edificios abarrotados de claraboyas y un pasado medieval de lucha entre cruzados y moros por un lado a la actual versión de fascistas y comunistas. Antes la religión dividía al mundo y ahora en plena generación beat lo hace la ideología.

Sin lugar, apenas terminada la guerra, los aliados tomaron el poder. Las fuerzas

del Tercer Reich se desvanecieron en errores y ahora muchos constan en las filas del bando contrario. Nunca sabremos quién sería el villano de la película. Franco quedó en España con una guerra civil y Salazar hizo las suyas en Portugal. Las cosas no andan bien del otro lado del Atlántico. Luego de la caída del general Juan Domingo Perón debido al golpe de Estado, en la Revolución Libertadora encabezada por Aramburu se sucedieron hechos ilícitos, delitos, masacres. Asesinatos y otras atrocidades. Un amigo, Rodolfo Quintela, periodista de estirpe, trató de documentar, tomó una serie de entrevistas, todas las maldiciones de esos años a inocentes opositores, que solo tenían como única posesión sus ideas. Se perpetraron todo tipo de odiseas: el levantamiento de Juan José Valle, José León Suárez, y su llamada masacre. Los primeros militares opositores, los segundos civiles. Luego otro nuevo golpe en el año 62, gobierno democrático en el año 63 y nuevamente un golpe en el 66 y vendrían los bastones largos. Un golpe de estos es como un cross de boxeo bien puesto de improvisto. Uno cree que va todo bien, trata de planificar su combate y llevarlo y ¡pum! Viene golpe de la nada.

Rodolfo es muy comprometido con su legado defensor y ahora que vi ese grafiti de batalla. Emblema de lucha me acuerdo de él cuando me dijo un día caminando por la Plaza de Mayo (centro de la ciudad de Buenos Aires, enfrente

de la Casa de Gobierno y del Cabildo) ante una frase que por casualidad mencionaba libertad y paz a los nuestros:

–Sabés, Armando. Nos quitan el derecho a todo. A la libertad, a la palabra. ¡A la vida! Pero nuestra voz no calla. Las paredes son la palabra del pueblo.

–¿Será pues que estamos destinados a padecer y esperar y trabajar como decía un autor cubano? ¿O no es así, Rodolfo?

–Cómo no acordarme de aquella obra. Padece, espera y trabaja para gente que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y trabajarán para otros que tampoco serán felices…, cita Rodolfo.

–Pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de su porción que le es otorgada…, le digo.

–Pero la grandeza del hombre está en querer mejorar lo que es. En imponerse tareas, dice aquel conocido escritor, Alejo Carpentier, en el reino de los cielos no hay grandeza que conquistar, para él no hay libertad para aquel esclavo haitiano, sino en el mundo de la tierra o como él decía en el reino de este mundo. Es aquí en donde el hombre busca su grandeza y, cito, es capaz de amar en medio de las plagas.

–¿Ese es tu concepto de lucha?

–Es mi concepto de no rendición.

–Lástima que aquel personaje de ficción al final no logro su cometido.

–Prefiero eso de llamar a todos los seres de aquella isla para dar un recado de lucha. Y es que siempre alguien quiere imponer su poder y avasallar al otro.

–Será pues razón de lanzar una declaración de guerra al cielo y vencer a nuestros nuevos amos. Pero no ahora para alguien al que lo llama otra gracia histórica. Por el momento debo irme, mi amigo.

–¿Vas a partir?

–Sí. Me llama mucho esa aventura que alguna vez te mencioné.

–No entiendo mucho de poesía. Ni de ese hombre, de origen portugués. ¡Pero cuídate! Estoy seguro de que vas a llegar a lo que buscas. Trata de ser libre. Vive en el espacio de un pálpito, los momentos que serán capitales en tu vida. Si tienes que ser ave, sé ave; si eres hormiga, sé hormiga; si eres valiente, sé valiente. Todo por el repudio oscuro de la cobardía de los dictadores de órdenes que manejan los vientos, las tierras, aguas, cielos e infiernos con su llamado gobierno hostil disfrazado de apacible. Y ante la duda pide ayuda que algún santo te la dará para que abras tus caminos. Sé que no debes tener mucha idea de estas religiosas palabras, solo tenlas en cuenta.

Rodolfo rio movido por una imperiosa levedad.

Reí con él ya que él era un lector de muchas letras, palabras, religiones, destinos, historias.

– Mi amigo, no conozco de religión, ni de paganismos, pero lo tendré presente. Cuídate si es que vas a declarar arriba de una mesa mirando hacia el palacio tus propósitos, mientras la humareda gris se expande en todo este país y las palomas te ayudan en tu voz.

Esa última despedida de aquel compatriota, ¡cuídate!, vuelve a mí, en ese baúl de recuerdos, una y dos y tres veces, y luego se retira fuera y regreso a mi mundo, después de ver por última vez la imagen de Rodolfo. Estará bien con seguridad. Me prometo llegar a la Argentina y complotar un encuentro con él.

Solo que no sé cuánto permaneceré aquí. Experimento un cierto gusto en tan poco tiempo por esta ciudad, y sus misterios. De todas maneras, no siento, ni creo que lo mío sea un autoostracismo. Soy el arquetipo de Buenos Aires, que es la madre que me vio nacer, pero no sabré si es la madre que me verá morir, porque soy el arquetipo de un errante, como cuando se está en un sitio mucho tiempo y se siente por dentro la necesidad de escapar. Tan necesaria como respirar.

Esa inverosímil ficción que me trae de tan lejos de la propiedad de realizar este objetivo, como Rodolfo lo tiene ante su lucha inconcebible, pero audaz, de informante. Digo inconcebible porque la vida tiene un precio alto ante una elección, de la cual no podemos tomar en nuestra razón, para apostar en un juego de dados con armas que nos despojen de todo el mundo, aunque nuestra alma luche por el ideal en la tierra del dictador Juan Carlos Onganía, u otro que tome el poder. Lo mío es un poco más salutífero, si los policías no se interesan ante un fantasma poeta. Esa fue mi mejor introspección para llegar a manifestar una rotunda conciencia de lo divino y lo real. Tengo ciertas probabilidades de sobrevivir, respecto de Rodolfo que compromete su vida. De eso tengo certeza. Intuyo de igual forma que si pudiera ayudaría a crecer al país, y al mundo. La comprensión que tengo es la absoluta madre del entendimiento de todos los seres humanos. Dentro de ellos están las desdichas de los que juegan el papel de avasallados sin presentar batalla alguna, y a continuación, los otros y me incluyo, los que discernimos de libertadores que vencerán a los intolerantes de una vez para siempre. El planeta está lleno de ellos. Pero no hay tiempo para estas tertulias. Un poema y un fantasma esperan ser encontrados en tierras de ficciones y laberintos de calles en las cuales cada una esconde individuos sumisos que, a través de música, conversaciones a escondidas y grafitis se arrojan en voz

repulsiva contra la oscura dictadura del hombre que ya lleva años en este gobierno.

Qué más que una manera divina de luchar.

Comienzan levemente a caer gotas del cielo. Me habían anticipado que, en Portugal, en Lisboa preferentemente, suele llover, es por eso por lo que en esta parte del mundo el olor a petricor resulta ser tan profundo como indicando pesadumbre. Algo que se puede notar en las caras de las personas en este momento. ¿Por qué será? ¿Quién sabe? Acaso las venas de los dioses están como enérgicas ante la humedad del Atlántico en toda la península ibérica y descargan esa pena, suerte de morriña aquí justamente, aquí. Como si el sentimiento de tristeza fuera faltara.

Acelero el andar, y llego ante la precipitación próspera del clima húmedo lisbonense a un recinto. Una confitería de nombre A Graciosa. Un saludo de buenas tardes; buenas, me dice un señor de unos cincuenta años que tiene unos libros en una mesa junto a un marcador y un cuaderno en cuyas hojas tiene escritos de trazados y tachaduras.

Me siento en la mesa frente a él, y atrás de una señorita. Saco mi mapa de la ciudad de Lisboa con las calles ya marcadas, para saber guiarme. El mozo se acerca hasta donde estoy ubicado.

–¡Buenas tardes! –Cierto entusiasmo del mozo se podía notar en su saludo.

–¡Buenas tardes!

–No es de por aquí, ¿no?

–No. Vengo del continente sudamericano.

–Qué bueno encontrar hermanos.

–Hermanos.

–Es del Brasil. ¡Tiene acento carioca!

–Buena observación. No, no vengo de Río de Janeiro. Soy de Buenos Aires, Argentina. Tuve la suerte de aprender la lengua (el uso de mi portugués era preciso a veces gracias al acento heredado de los brasileros de Río de Janeiro cuando la realeza portuguesa no tuvo más remedio que exiliarse en aquella ciudad por causa de la invasión de Francia).

–¿País sudamericano?

–Limita al norte con Brasil, Paraguay, Bolivia.

–Bien (el hombre queda dubitativo tras la explicación geográfica del continente), ¿y qué lo trae por esta tierra?

–Mucho. Poesía, paisajes, escritura, Pessoa y añoranza –espeté con voz jocosa.

–¡¡Ja, ja!! Espero que le agrade. La escritura y Pessoa, ¿sabe? Es, fue y será

nuestro baluarte en el arte de las palabras.

–Muy cierto y trato de llegar a un tal José Sarachago.

–Mmm. Quisiera ayudarlo, pero soy de otra ciudad a la cual hace poco abandoné y no conozco a muchas personas, a pesar de que todos con el tiempo se conocen por aquí.

–Claro. No se preocupe, daré con él. Mientras puedo pedirle un café y azúcar, por favor.

–Claro. Ya llega. Un gusto.

–El gusto es mío.

Ahora a pensar por dónde arrancar. Tengo tres sitios que el tal hombre suele frecuentar. ¿Por cuál calle de la ciudad comenzaría mi búsqueda de ese José Emiliano Sarachago? No había demasiada información, así que tomé papel, lápiz y anoté los diferentes lugares que podrían dar con el sujeto en el diario de viajero.

Tres eran los diferentes lugares.

El hombre seguía trazando, ahora un libro de historia de Portugal. Levantó la vista y me miró ya dispuesto a conversar. Sin mirar sabía por sentido que su visión estaba clavada en la dirección justa en la cual un extranjero se ubicaba.

–Usted para buen observador –me manifiesta–. ¡No se asuste! Aquí todos suelen hablar con todos.

–No hay inconveniente –contesté y proseguí con mi diario.

Sin faltar el respeto a los modales de caballero londinense, en este caso latino, le pregunté su nombre al señor de cincuenta años aproximados.

–Mi nombre Raimundo Silva para servirle. ¿Usted?

–Armando César.

–¡Un gusto! Escuché en su charla con mi amigo que viene del otro lado del Atlántico.

–Sí. Vine a la ciudad a conocer un poco la vida de don Fernando Pessoa, y de Lisboa. Soy historiador, ¿sabe?

–¡Muy bien! No se puede ser historiador y no conocer estando aquí, al poeta, como tampoco se puede estar en Rusia y no conocer a Chejov o Tolstoi.

–Totalmente de acuerdo… ¿y usted?

Se hizo una pausa en la cual el silencio nos marcó un alto en la charla, para que meditáramos sobre lo que estábamos hablando y no apresuráramos nuestras respuestas. El silencio es así de discreto cuando quiere.

–Soy corrector. Me dedico a realizar las correcciones de los libros, y dar otra cara al mundo. Siempre con sumo cuidado.

–Es un trabajo honesto y difícil ante el descuido.

–Sí, pero tiene sus contrariedades. Sobre todo, con la verdad y ese descuido que menciona.

–¡Sí! Solo puedo decir que la verdad duele a veces.

–Duele y debe aceptarse.

–Veo que corrige un libro de historia.

–Precisamente, usted lo ha dicho. Un asunto de Estado. Portugueses asediando una parte de la ciudad contra los infieles moros. Qué diría usted si supiera que unos guerreros valientes, los cruzados, jamás ayudaron al pueblo como narra este libro.

–Y para sincerarme, anunciaría al público que no conozco mucho de la historia de Portugal.

–Ja, ja. Mi buen amigo, está perfecta su respuesta.

–La verdad lastima. El cerco de Lisboa fue tomado a la fuerza por nuestros compatriotas gracias a la ayuda de los caballeros cruzados, ¿o no? Las fuentes hablan otras lenguas.

–Interesante, ¿y entonces?

–Entonces, debo debatirme a mí mismo sobre la verdad del cerco de Lisboa.

–Solo puedo decir… la mejor de las suertes.

–¡Gracias!

–Y ahora usted busca al tal…

–¿Cómo sabe?

–Todo se sabe aquí. Ya le dije que escuché su conversación con mi buen amigo. Todos somos amigos.

–Los portugueses tienen un concepto extraño de la amistad no muy diferente de Sudamérica. Allá la calidez es notable en épocas difíciles de oscuridad. No bien puede verse un abrazo en medio de la clandestinidad.

–Acá pasa lo mismo. No sé por qué. Será que la fuerza del odio genera una suerte de amor, y hermandad entre desconocidos a pie de llamar de amigo a quienes se nos aparecen de cara a la casualidad. Las dictaduras logran eso.

–Y más. Generan lucha y anarquía.

–Mi joven compatriota. Usted es todo un comunista, debería encontrar a José, él es otro loco.

–¿Y dónde hallarlo?

–Mire, hay varias opciones. El castillo de Sao Jorge. Pasa momentos de tardes. A veces solemos juntarnos y otras solo un encuentro de cartas. Por obra de Salazar no podemos reunirnos sino a veces. Como ve soy parte del Partido

Comunista. No obstante, mi participación es escasa. Estoy viejo y prefiero dejar que la vida me lleve por los lugares que ella indique.

–Uno no es viejo para luchar.

–Pero sí para entorpecer los pasos de otros. Contactaré a ese señor, para que usted pueda reunirse con él.

–La verdad agradezco mucho su atención y la familiaridad que tiene con esa seguridad ciega ante un desconocido.

–No agradezca. Es mi amigo. Y un amigo es un heraldo que Dios no envió para hacernos entender que en un mundo de violencia y maldad aún podemos guardar reparo en esa palabra que llamamos confianza.

–Es muy certero. Sabe. La confianza es la piedra angular para la buena fe.

–¡Y el tiempo! ¿Puedo preguntar por qué Fernando Pessoa? ¿Y no otros como Luís de Camões o Camilo Castelo Branco?

–Porque sí. No por no tener presente la rica literatura lusitana, pero este poeta es diferente. Tanto por descubrir en las calles y nosotros aquí sin hacer nada. Un poema inédito de él. Y nos cuenta por qué el mundo es como realmente trata de ser.

–Y su fantasma merodeando por las calles, ¿no?

–Otro enigma para resolver, ¿vio? No deja de ser interesante el asunto Pessoa.

–Amigo, nadie ha visto al tal Pessoa y su fantasma. Y nadie sabe de ese poema revelador del mundo y para qué estamos aquí. Son solo cuentos y leyendas de la gente de la ciudad y de los pueblos. No se encapriche por historias mundanas.

–¡Muchos relatos lo manifiestan!

–Sí. Pero no hay pruebas. Un poema revelador de los secretos del universo y nuestra existencia en el mundo. El tal Pessoa era un hombre abocado al esoterismo. Nada dicen sus relatos. Como corrector que soy, de todas maneras, no soy yo con quien debe manifestar esos menesteres.

–Lo sé. José puede que conozca mejor.

–Él dedicó mucho tiempo en la búsqueda de lo que usted llama piedra filosofal pessoana.

–Me lo han dicho, y por eso estoy tanto en su rastro para llegar a Pessoa.

–Este es mi número de teléfono.

–Perfecto, le dejaré el número del hotel. Puede pedir por mí.

–Mejor no. Los agentes secretos de la dictadura de Salazar. Ven, oyen y tocan a su alrededor. Son como tiburones hambrientos. En este instante, afuera hay uno. Vea el hombre de paraguas, y saco negro. Algo espera, o presiento que intuye de nosotros por la actitud de su rostro al clavar como flecha la vista aquí.

Don Raimundo tenía razón, al voltear la mirada podía verlo como poste apoyando un solo pie en la pared y fumando, a la sombra con paraguas.

–Estaré atento, entonces.

–Comuníquese usted conmigo en unos días de ser posible.

Al terminar de conversar con el señor Raimundo y despedirme, nuevamente por seguridad volteé la vista hacia la calle. El hombre ya no estaba.


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