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60% El tren de los ingleses / Chapter 9: VILLALONGA

Bab 9: VILLALONGA

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La fortuna quiso que Villalonga estuviese en el lugar adecuado y su futuro pasaba por aprovechar la oportunidad que le brindaba la incipiente tecnología que era el tren de vapor. Sus empresarios, cerámicos y harineros, tenían que transformarse para adaptarse al desarrollo industrial, a la llamada del porvenir. Sus hombres de negocios tenían que aprovechar este novedoso medio de transporte y ver que el tren les abría nuevos horizontes al comunicarlos directamente con los industriosos pueblos allende a las montañas y con el mar. Villalonga pasaba de ser un pueblo sin salida, un auténtico culo de saco, a tener una importante estación de mercancías. Desde que aquí se iniciaron las sangrientas revueltas de las segundas germanías que terminaron, como las demás, en una derrota de los insurgentes, nunca tuvo una oportunidad de estar en el lado de los triunfadores, y ahora que se le presentaba no la podía desaprovechar.

En agradecimiento a Bernat, Philip quiso darle un toque especial a la estación de su pueblo y la dotó de grandes infraestructuras. El complejo de la estación contaba con un edificio mediano con sala de espera, despacho de billetes y retretes, un muelle de carga con almacén cubierto, dos vías de servicio, una gran carbonera y un depósito de agua para alimentar al sediento tren hasta las puertas del infierno. En definitiva, una gran estación para un gran pueblo. En el trayecto de Alcoi al puerto de Gandía había tres estaciones claves, Muro, L'Orxa y Villalonga. Ellas permitían dividir el recorrido en cuatro partes equidistantes y entre las dos centrales se salvaba la pendiente más fuerte del recorrido, esto obligaba a que la locomotora consumiese más cantidad de carbón y de agua que ellas almacenarían.

Hacía una semana que Philip y el equipo de técnicos ingleses partieron de Inglaterra y el barco aproaba la bahía onubense. Efectuaban la única escala antes de arribar al embarcadero de tablones había construido Muriel y Cía. en el Grao de Gandía. El vapor en el que navegaban no disponía de luz eléctrica, lo que hacía breves las invernales jornadas de trabajo y dificultaba mantener la actividad de las cuarenta personas de la Lucien Ravel & Co. Ltd. que llevaba para realizar el proyecto. Muchos de estos trabajadores habían contraído el mal de mares y no podían mantenerse en pie desde que dejaron la bocana del puerto de Liverpool. Durante los días que estuvo el barco amarrado en la bahía de Huelva los mortecinos técnicos se recuperaron. Philip hizo todo aquello que se le quedó atrasado en el trayecto y se comunicó con los suyos. También fue a visitar a Hugh Matheson, presidente de las minas de Riotinto, para agradecerle su colaboración y recibir los últimos consejos. Tuvo que prolongar su estancia en Riotinto para esperar el telegrama de respuesta de su empresa. Además de las directrices técnicas éste le animaba a iniciar con determinación el arduo trabajo que en unas semanas comenzaba. 

Philip aprovechó la prolongada parada para enviar una carta a Cindy narrando el viaje, escribiendo sus preocupaciones, expresándole sus sentimientos. Selló un sobre para su suegro, con preguntas y sugerencias, las justas para saber el avance de los preparativos de la boda. Con tristeza sabía que hasta su llegada a Gandía no recibiría noticias, pues le pidió a su prometida que le escribiese al Hostal San Francisco de Borja y hasta entonces permanecería con la incertidumbre. Ignoraba que su fuerte madre había enfermado a causa del dolor de su rencilla y su única curación no estaba en manos de la medicina. 

Un poco más cargados de herramientas mineras y con dos días de retraso, partieron de Huelva rumbo a Gandía. A los cuarenta ingleses se les unieron cuatro intérpretes, un contramaestre y seis experimentados especialistas de la Riotinto Company Limited, que le ayudarían en la construcción de los ocho túneles que tenía previsto realizar.

 

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El ayudante de cámara del procurador Peter Parker le dio la correspondencia de la jornada. Como cada día, le vino a la cabeza el sobre sin remitente que, hacía una semana, guardaba en el cajón central de su moderna mesa victoriana. Por la caligrafía del sobre conoció que el remitente era su hijo y no se lo entregó a su mujer. No se podía permitir ninguna licencia en esta batalla de desgaste que libraba con su hijo por mantener el orgullo personal. No se percataba que en sus manos estaba la salud de su débil mujer y que por muchos médicos y hospitales de renombrado prestigio a los que la llevase, sólo la reconciliación con Philip podría curarla. A Elizabeth, un nudo le había cerrado el estómago y apenas le dejaba pasar alimentos que la sustentasen. Había bajado de los cincuenta kilos y temían que, de continuar así, su delgadez la llevase hasta la muerte. Peter comenzaba a inquietarse seriamente por la salud de su mujer, abrió el cajón tomó la carta, se detuvo reflexivo y la volvió a dejar en su lugar, temeroso de que su contenido agravase más la insoportable situación.

Cindy nunca había navegado y no intuía cómo se sentía Philip. El tiempo pasaba lentamente y no lograba apagar la ilusión de los preparativos de la boda. Todos los días, le escribía a sabiendas de que algunas llegarían juntas y otras se atrasarían. El azar que imponían las oficinas de correo cuando ordenaban la correspondencia haría que las cartas se desordenasen. Por eso y a pesar de saberse repetitiva, intentaba que cada una tuviese, por si sola, sentido. Era especialmente cuidadosa cuando se refería a su familia política. Ella no quería inmiscuirse en las tensas relaciones de su prometido con su padre, pero al mismo tiempo deseaba influir para que estas retomasen su cauce. Sabía la preocupación que esta ruptura le causaba a Philip y se decidió a intervenir. Así que se hizo acompañar por su madre a Oxford para visitar a sus suegros, la educación y el protocolo del procurador haría que no rechazase a la Condesa de Durham y a su hija. Aunque confiarse al protocolo no fue la única arma que usó, eligió con esmero la hora de su visita para garantizar que a su llegada no estuviese Peter y asegurarse de que fuese un asunto de mujeres.

No sospechaba lo que vio, aquello era la llama de una vida que sin apenas energía irremediablemente se apagaba. Se estremeció al ver a Elizabeth, postrada en su cama, pálida, esquelética y con un fino hilo de voz que con el tiempo adquirió vigor. El apagado brillo de sus ojos se iluminó al verla entrar en su aposento y esa energía duró hasta la llegada de su marido. Para entonces ellas habían hablado y estaban dispuestas a luchar con todas sus fuerzas hasta que Peter claudicase. Conocían sus puntos débiles y los aprovecharían para que cambiase de opinión y aceptase el matrimonio. Philip conocía a su padre y no se imaginaba que fuese capaz de hacer lo que estaba haciendo. Ahora ellas sabían que Peter no había entregado a su mujer la carta de reconciliación que su hijo escribió. Ellas lo sabían y Peter no. Cindy portaba la copia en su bolso y la leyó. El nudo que ahogaba el estómago de Elizabeth por unos instantes se abrió. Cindy intuyó la causa del progresivo debilitamiento de su suegra y los médicos no. En la carta Philip mostraba su desaliento por lo que les estaba pasando. Pero el amor es un sentimiento irracional tan fuerte que provoca innumerables tragedias. Cindy sabía que Philip la quería y que nunca se perdonaría que Elizabeth muriese por su culpa. Toda su esperanza estaba contenida en un sobre que envió a su madre para abrirle el corazón a su padre y que Peter escondió sentenciando a su mujer a una lenta angustia que le provocaría la muerte. Ellas lo sabían y Peter no. Esa fue la brecha que se le abrió y que ellas aprovecharían para convencerlo de su execrable error. 

Cindy sabía que su suegro temía quedarse solo, sin su hijo y sin su mujer. Por eso se ofreció a pasar un par de semanas con Elizabeth, para darle un poco de amor durante las largas horas de soledad que ella pasaba mientras su marido trabajaba y desvelarle a Peter, poco a poco, las consecuencias de su ofuscamiento. Catherine se marchó sola a Manchester y todas prometieron que nadie le contaría lo ocurrido a Philip.

La terca seriedad de Peter se agudizó cuando volvió a casa y se encontró a Cindy hospedada en el cuarto de invitados. Estaba ella sentada junto a la cama de su mujer, ambas conversaban y él secamente anunció que hoy no cenaría en casa. Conoció la noticia por el mayordomo que lo recibió a la entrada y subió sin quitarse el abrigo para demostrarle a Elizabeth su total disconformidad con la presencia de Cindy en su hogar. Desde el quicio de la puerta, con los sentidos ofuscados y paso fugaz, le dijo que se marchaba. Por su brevedad no pudo apreciar la calidez de la débil luz de esperanza que brillaba en los ojos de su mujer. Salió de casa, enfadado y perdió la oportunidad de saborear este momento de incipiente esperanza que había prendido en Elizabeth. 

 

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Pasado el cabo de la Nao fondearon el vapor. El capitán prefería dormir cerca de la costa y atracar en la empalizada del Grao de Gandía con la luz de la mañana. Nadie sabía que habían llegado y no por ello serían desatendidos. Tras recibir el telegrama, Sabino puso un vigía que los esperaba cada jornada para alertar de su lejana presencia. A media mañana la comitiva que los esperaba se impacientó viendo que el barco echaba el ancla y desde el vapor se arriaba un bote. El capitán en persona descendió con el timonel del barco, quien haría de práctico durante el atraque, le siguieron un grupo de marineros que remaron hasta la empalizada. Con una cuerda a estribor medían el calado de las aguas. Al llegar amarraron, saludaron a los allí presentes y retornaron al barco para comenzar la maniobra de atraque. Afortunadamente los de Muriel y Cía. entendían del negocio y habían montado un muelle en un lugar que permitía atracar a un barco de nueve pies de calado. 

No había camas suficientes en la ciudad y Philip decidió que las cincuenta personas que le acompañaron en la travesía pernoctarían en el barco, al menos la semana que este estuviese atracado. Esperaba que a su partida estuviesen formados los equipos y construidos los barracones para que los técnicos durmiesen cerca de su lugar de trabajo.

Lo primero que hizo Philip al levantarse fue tomar un copioso desayuno y pedir que contratasen a Bernat. Quería que le acompañase durante toda la obra. Por la tarde se reuniría con Antonio Tébar, gerente de Muriel y Cía, para firmar el contrato de colaboración que su empresa haría con la Lucien Ravel & Company Ltd. para llevar a cabo el puerto y algunos tramos el tren. Tenía pensado ejecutar los proyectos simultáneamente y distribuir a las personas en cuatro equipos. El primer equipo, formado por técnicos ingleses con obreros autóctonos, se encargaría de la obra del puerto. El segundo equipo, con gente de ambas empresas, se encargaría de realizar la explanada de la vía del tren y comenzarían en Alcoi. El tercer equipo, de especialistas de la construcción, se encargaría de realizar el tramo completo desde el Grao de Gandía hasta Villalonga, de construir los edificios, los puentes de piedra y los pilares de los puentes de hierro. El cuarto equipo lo formarían expertos mineros que Philip había traído de Riotinto para hacer los túneles y los desmontes con explosivos que se necesitasen durante la obra. 

 

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Antes de que despuntase el sol Bernat se encontraba a las puertas del hostal. Estaba acompañado por una yegua albina de porte señorial que hacía deslucir a su fiel jaca canela. Sujetando con ambas manos los dos animales por el ramal, saludó con una leve inclinación de cabeza a Philip, quien se hacía acompañar por un hombre pálido, calvo y de mofletes sonrosados.

—Amiogo Bernat, gran gusto te saludar —le dijo tendiéndole la mano con afecto

Sorprendido soltó su jaca y le apretó la mano sin saber qué responderle.

—Mi mejor hablar Espaniol, good. Mi, muchas clases, aprender.

Se rió por no entender la segunda frase, a pesar de pronunciar para sus adentros todos los vocablos en diferente orden. También se alegró de recordar su simpática pronunciación de tono átono, monocorde y grave.

—¡Ah!, disculpas grandes. Bernat, h'is mister Brown, del puerto trabajos manager.

Y Bernat suspiró. Hoy debía de estar espeso y no terminaba de cogerle la onda al inglés. Le parecía que la separación había perjudicado su entendimiento. Tomó paciencia porque sabía, por su experiencia, que era cuestión de tiempo y le volvería a coger el tranquillo. "No importa si no termino de entender las últimas frases", se dijo.

—Jack Brown, pleased to meet you —se anticipó el otro en cerrado inglés.

—Pilis tu maitiu —contestó raudo y contento. Bernat, hombre de gran memoria, comenzaba a sentirse experto en esto de recepciones extranjeras.

—Mister Brown necesitar caballa.

—Le dejaré mi jaca, a estas horas es difícil encontrar alguien que nos preste una yegua.

—¡Ouh, problem!, ¿y tú ir cómo?

—Yo iré andando.

—Nou, nou, nou. Tú andando, nou. 

Bernat se acordó de que "nou" era, para los ingleses, un símbolo de tozudez y el preludio de una contrariedad, que a esta temprana hora de la mañana no podía arreglar, o tal vez sí. 

Le quedaba Toni, el casero del diputado Sabino Gisbert, sabía que estaba despierto porque le había prestado la yegua que montaría Philip. En la cuadra de la casa le quedaba la yegua del carruaje y en su finca de Beniopa tenía un caballo andaluz y dos jacas de labranza. Si no se había marchado podría pedirle la montura que necesitaban y en media hora tenía solucionado el problema. Llegó tarde a la casa del diputado, los hombres de campo no son de holgazaneo y Toni ya se había marchado a laborar. Matilde no le podía dejar la yegua del señorito, "el señor Sabino aún duerme y no sé si la necesitará para sus desplazamientos", le dijo avergonzada de que Sabino aún no estuviese despierto. Al trote llegó rápido a los establos de Beniopa, allí estaba Toni, que acababa de llegar con los aparejos en la mano para ponérselos a la jaca. Entre preparar montura del caballo y bajar, la media hora se convirtió en una. 

Bernat era un hombre observador, reflexivo y expresivo. Al llegar con un caballo moteado en marrón sobre blanco vio que Jack le decía a Philip, en tono severo, una serie de vocablos que no entendió y se dijo para sus adentros "si me hubiesen hecho caso ya haría media hora que estaríamos en la cantera". Pero su rostro disconforme le delató a Philip lo que él pensaba.

—Nosotros pedir caballa y tú traer. Nou problem, es todo ok, mi nau contento. Nau ir todos —dijo Philip en tono apaciguador por la inesperada cara que puso Bernat.

—¡Nau ir! —Exclamó Bernat— ¡Después que traje el caballo, ahora, nos quedamos! ¡Aún hay tiempo, acaba de amanecer!

—¡Nou, nou, nou. Quedarse nou! Nau ir. ¿Tú ok?, ¡partir nau! —terminó esta exclamación a la par que hacía un gesto enérgico hacia la carretera. 

Y sentenció dejando las manos inmóviles como un punto final.

—Yo ir con caballa y Jack con caballo. 

Cuando Bernat vio como la mano derecha de Philip golpeaba a la izquierda como si la quisiera cortar, lo entendió claramente, subió a su jaca y enfiló sin rechistar hacia el hostal Ernesto, que era la puerta de salida de Gandía para ir al castillo de Bayren, donde se encontraba la cantera. A su lado iban los ingleses hablando de sus cosas, en su idioma, y Bernat podía ver quien era Philip el que mandaba por llevar casi siempre la voz cantante. 

Durante todo el trayecto se quedó reflexionando en silencio, quería comprender por qué los ingleses tenían dos sentidos para el no. En las primeras rampas de la cantera se percató de que un "nou" significaba eso, no y el otro "nau" significaba ya. Era muy difícil saber cuándo se referían a uno o cuando referían al otro, pero sonrió hablando para sí que a ellos también les resultaría molesto cuando nosotros hablamos "de cajones o de cagones" y Philip volvió a entrar en sus pensamientos.

—¿Qué querer decir tú con cagones?

—Nada, pensaba para mis adentros.

—¡Aaah, qué gracioso, nau tu pensar! Antes yo nou saber. Nau sé que españoles pensar como hablar y hacer siempre en alta voz. 

Bernat se rió sin verle la gracia, a pesar de su simpático acento y entonación de silbato ferroviario, puso cara de resignación y el inglés, que ya sabía leer su cara como amigo que era, se apercibió de ese gesto y se disculpó. 

—Disculpas mil. Tu nau contento. Yo nou saber de ti, tú nada decir cuando mi preguntar por tuyos pensamientos.

Primero observaron la cantera y cómo allí se trabajaba. Luego los dos ingleses y el capataz de Muriel y Cía. subieron a la máquina del convoy minero y se fueron al puerto. A su vuelta cargaron dos vagones de piedra, los engancharon a la locomotora y partieron hacia el mar. Entre idas y venidas con la locomotora sola o enganchada a vagones, que si con vagones vacíos o vagones cargados, que si la locomotora tiraba o que si ésta empujaba, que si para aquí que si para allá, les pasó toda la mañana en un santiamén. 

Para Bernat la mañana fue larga, aunque no fatigosa, porque no cansa sentarse a tomar el sol en un cálido día de invierno. Por experiencia el zurrón lo traía lleno y tampoco pasó hambre, además se arrimaba a la bota de los peones cuando descansaban. De esta manera los esperó sin ningún tipo de penurias. A medio día llegó el convoy con quince vagonetas y comenzaron a cargarlas. Desengancharon la locomotora y bajaron al Grao para comer, los ingleses en la máquina y él en su jaca y tirando de los dos equinos. Después de comer, Philip llamó a Bernat, que se encontraba en la playa obnubilado viendo el ir y venir de las olas. Se le hizo un nudo en el estómago cuando le pidió que le acompañase a la cantera para recoger el primer convoy completo con vagonetas cargadas. Tendría el honor de presidir el primer viaje del convoy minero que funcionaría hasta acabar la escollera y la dársena del puerto. A partir de mañana, de lunes a sábado y del amanecer hasta el ocaso no dejaría de realizar este trayecto; los domingos libraría para que los mecánicos reparasen el material deteriorado.

Nunca se imaginó que una jornada flemática, fuese un día inolvidable de su vida. Después de montar en tren, lo llevó a ver el vapor que aún estaba fondeado en la empalizada que levantaron los de Muriel y Cía. A pesar de la calma chicha, de allí salió un poco mareado, no sabía si fue debido al leve balanceo de la embarcación o del fuerte olor del grasiento progreso que su sala de máquinas desprendía. Cuando terminaron de cenar, sentados alrededor de la chimenea, Bernat les contaba con pasión a María y a sus hijos la increíble experiencia que había vivido y los niños lo escucharon embelesados antes de irse a dormir. El rojizo color de las llamas que los iluminaba y la enigmática entonación de su voz, hicieron que esta velada fuese emocionante y quedase permanentemente marcada en la memoria de aquellos críos.

 

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En el hostal de Gandía Philip también se encontraba cercano a Cindy. Cada vez que leía sus cartas se la imaginaba a su lado contándole su contenido y la sentía tan real que podía oler el cálido aroma de su piel. Tenía cuatro cartas en la mano que se las habían entregado en la recepción. Cenó con Sabino Gisbert y esperó a llegar a su habitación para sentarse en el escritorio y comenzar a leerlas. Las ordenó cronológicamente y empezó por la más antigua. En la aparente alegría de sus palabras detectó añoranza, tan sólo un día después ella ya lo añoraba al igual que él. Se recordaba metido en el diminuto camarote del barco de vapor echándola de menos en la inmensidad del mar. Al terminar plegó la carta con esmero y la guardó en el sobre. Abrió la segunda y en la alegría de su verbo detectó la soledad de su separación. La conocía demasiado como para que sus meditadas frases se lo pudiesen esconder. Al acabar la plegó con suavidad antes de depositarla en su sobre. Cogió el abrecartas y se estremeció, recordó que era un regalo de Cindy para que abriese los sobres sin desgarrarlos y no ahuyentar su amor. Abrió la tercera carta y en la vivaz estructura gramatical detectó la resignación, al no poder acortar el tiempo que les quedaba hasta su reencuentro. A miles de kilómetros de distancia los dos sentían lo mismo, sentían tristeza por su separación. La plegó con delicadeza y la guardó en su sobre quedándose sin fuerzas para continuar. Necesitaba su cercanía y poderla abrazar. Lo más cercano que tenía de Inglaterra era un whisky escocés. Se fue al armario, abrió la botella y depositó dos dedos en un vaso ancho que tenía para tal menester. Tomó un par de tragos y el fuego de su estómago avivó sus ánimos para retomar la lectura. Abrió la cuarta y en el desparpajo de su grafía sintió su alegría, notó que Cindy estaba entusiasmada. Él no sabía cuál era el motivo de esa repentina alegría, ni ella se lo contó. Cindy no quería desvelarle que había pasado el primer día en casa de sus suegros cuidando a su moribunda madre, ejerciendo de nuera de verdad y de ahí su sentimiento agridulce de felicidad y de temor. Ignorante Philip se alegró, porque ese era su juego, el juego de quererse y de dejarse querer. Plegó la carta jovial y risueño la guardó en su sobre. 

Se terminó de un trago el poco güisqui que le quedaba en el vaso y tomó su cuaderno de hule negro para comenzar a escribir en su diario las breves líneas que sintetizaban su jornada.

 

16 de enero de 1890:

 

Es la primera jornada de trabajo que realizo a pie de obra y me siento reconfortado, estoy seguro de que, a pesar de todas las dificultades que surjan, el proyecto será un éxito. El convoy minero se ha puesto en marcha y mañana comenzaremos a llenar de blancas piedras el Grao para convertirlo en un gran puerto. Hemos firmado el contrato de colaboración con la empresa vasca Muriel y Cía., de cuya profesionalidad no dudo en absoluto tras ver el excelente trabajo que han realizado. Durante estos cuatro meses que voy a estar sin Cindy, profundizaré en mi español, sé que he de disminuir los equívocos con mi fiel ayudante, la cara que ha puesto Bernat a lo largo de esta jornada así me lo aconseja.

Tengo que pensar en alguna distracción para los británicos, he de mantener su moral levantándoles el ánimo durante las jornadas de descanso, no creo que les gusten mucho las distracciones locales.

 

Cerró el cuaderno y lo guardó en el interior de su baúl. No quería que ningún curioso lo leyese por azar. Le esperaba una reconfortante noche antes de otra intensa jornada de trabajo. Durmió plácidamente, ignorando el sufrimiento que padecían sus dos seres más queridos. Su madre que luchaba contra la muerte y Cindy que peleaba contra la resignación a que se impusiese la irracionalidad de su padre. 


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