Sus fuertes manos comenzaron a explorar mi espalda, un suave gemido escapó de mis labios cuando el calor de sus palmas se filtró a través de la delgada tela de mi ropa de dormir. Mis dedos apretaron su cuello cuando él profundizó el beso. La habitación parecía desvanecerse en la distancia, el salvaje latido de su corazón y también el mío era el único ruido que podía escuchar aparte de nuestra aguda inhalación de aire. El beso duró casi una eternidad y justo cuando esperaba que se mantuviera así, terminó, dejándome anhelando más.
—Lo siento, Beatrix —susurró lleno de arrepentimiento, apartando su boca de la mía—. Le tomó una cantidad extraordinaria de autocontrol alejarse. Sus palmas enmarcaron mi rostro y lo inclinaron hacia arriba hasta que mis ojos quedaron a su nivel. —Lo siento —repitió.
Sorprendida al escuchar una disculpa, no dije nada. Pero cuando fui capaz de recuperarme, la rabia ardió dentro de mí. Me alejé de él pero sus fuertes dedos no quisieron soltarme.