La cortina blanca que marcaba el final de la arboleda se sentía tan próxima que intensificaba el sentimiento de urgencia que lo envolvía. Kurta giraba la mirada de vez en cuando, pero el enemigo que los había emboscado parecía haber desaparecido, como si se hubiese desvanecido en el aire. En ese instante de aparente calma, reaccionó de repente, justo en el momento en que cruzaron al vasto territorio del prado, y sintieron la seguridad de estar fuera del alcance de proyectiles.
—Falsa emboscada. —Su voz, apenas un susurro que intento camuflarse con la tensa atmósfera que les rodeaba. Inmediatamente, el mundo a su alrededor pareció detenerse. Se quedó inmóvil, analizando la situación, su mente haciendo el mayor esfuerzo por discernir las variables.
A lo lejos, una comitiva de jinetes transitaba en una formación compacta sobre la elevación del llano, sus siluetas recortándose contra el horizonte salpicado de ocres y dorados del atardecer. Kurta frunció el ceño, un gesto que revelaba su creciente inquietud. A esa distancia, los contornos se volvían vagos e ilusorios, pero una corazonada picaba en su interior: había algo en el aire, algo fuera de lugar.
—Ordene, Hordie —dijo Tjun, sediento por incrustar su arma en el cuerpo del enemigo.
Los Buga rugían en su interior, el asesinato de dos de sus hermanos era algo que debían hacer pagar a los culpables, no estarían quietos hasta que el kut estuviera teñido de rojo, y los miserables convertidos en comida de gusanos.
«Todo será en vano si dan la voz de alarma», pensó Kurta, cuestionándose las variables que enfrentaba.
Los doce esperaban la orden. Seis de ellos cuidaban la retaguardia con el arco tensado, dispuestos a conceder muerte a cualquier indicio de vida proveniente del bosque.
—Horza Tjun —El líder Buga emitió un sonido gutural, prestando suma atención a las siguientes palabras del hombre de trenza—, serán los señuelos, que vayan a ustedes. Todos deben morir.
—Ni uno quedará —dijo Tjun, y los presentes, incluido Kurta, repitieron el lema de batalla.
El líder de los Buga, Tjun, se alzó con una imponente firmeza, un semblante férreo que les decía a sus hombres que el momento de la verdad había llegado. A su alrededor, el aire vibraba con la tensión palpable de la inminente batalla, como si el mismo cielo contuviera la respiración. La orden brotó de sus labios con la gravedad de un juramento, y sus hombres, fieros y decididos, la acataron al instante.
Las potentes patas de los caballos golpeaban la tierra, resonando como un tambor de guerra que anunciaba el avance de una tormenta. Sus ojos, fijos en el enemigo, presenciaban la quietud de los hombres y mujeres ataviados con armaduras de acero liviano. En lo profundo de su ser, un deseo voraz de conquista y masacre se agitaba, un anhelo de demostrar la suprema grandeza de la caballería de erfe Dedios. Estaba determinado a hacer temblar los cimientos de sus enemigos, en transformar el campo de batalla en un paisaje de horror y gloria. No solo deseaba la victoria; anhelaba ser el último rostro que sus adversarios vieran en sus últimos momentos, el portador de su desesperación y su derrota.
Kurta ordenó a sus hombres separarse en dos grupos, ampliando su distancia a medida que ganaban terreno. Su objetivo era claro: rodear y destruir. Ahora solo era cuestión de tiempo; la comitiva de jinetes enemigos pronto se vería envuelta en la furia provocada por los Buga, lo que dejaría sus flancos desprotegidos, una acción que aprovecharían al máximo.
Su atención sobre el bosque no había disminuido, sabiendo del peligro latente que se resguardaba ahí, y en silencio maldecía por la gran habilidad del adversario, y su impulsividad tomada. Le había cambiado por completo sus planes, debiendo arriesgarse en una confrontación directa para formular una nueva estrategia de incursión.
Su mirada se posó en las siluetas de los jinetes, y como si los ojos de los caballos que montaban le hubieran susurrado algún secreto, sintió un repentino mal sabor de boca, una sensación desagradable que causaba lo desconcertante, pues, por muy extraño que pareciera, la comitiva no se había dejado seducir por la provocación de los Buga, quienes tenían una gran fama de irritar a sus enemigos, fama que se equiparaba a su destreza en batalla. Y, aunque había percibido movimiento, fue solo para solidificar aún más su formación.
Su voz, semejante al trueno ordenó el detenimiento, mandato que también fue acatado por el grupo de Tjun.
Pronto los Yaruba se unieron nuevamente. Formando su unidad de trece hombres.
Doscientos metros los separaban, una distancia significativa que, con un avance de unos pocos pasos, permitiría que al enemigo, si poseía hábiles arqueros, dispararles con una alta tasa de éxito. En ese instante tuvo ante sí la posibilidad de ordenar una retirada táctica, una opción que podría permitirles sobrevivir, sin embargo, no profundizó en esa rama de pensamiento. La incursión ya se había cobrado la vida de dos de sus hermanos, hombres cuya memoria su kut sentía la obligación de vengar. La necesidad de honor y justicia pesaba en su corazón, y no habría dudas: lo haría, sin lugar a la más mínima reflexión.
—Padil, libera tu arco, flecha de advertencia, a diez pasos de ellos.
El delgado hombre liberó de su espalda un fino arco de madera antigua, con un tallado exquisito de dos águilas rey en sus extremos, con un detalle excelso en esos pares de ojos, que parecían proyectar la majestuosidad y solemnidad misma del animal. La cuerda provenía del interior de un bondadoso animal, que había sido sacrificado en un honorable rito para dar vida a su arma.
—Las condiciones que brinda Dedios —Bajó el rostro en ceremonia— son las indicadas para matar, Hordie, confíe en la habilidad de mis manos.
—Confío hermano, pero no deseo que escapen. Y deseo que nos subestimen.
Padil obedeció, calculando en menos de dos segundos el punto de destino donde su fecha se posaría, y sin pensarlo dos veces disparó. El proyectil voló con la rapidez de la picada de un halcón, clavándose en la tierra exactamente a diez pasos de los jinetes, quienes observaron la flecha con miradas profundas.
—De nuevo, a quince pasos.
Padil repitió la ceremonia, y su flecha fue certera en su objetivo.
La comitiva que permanecía en la elevación del llano tensó las cuerdas de sus arcos ante la orden de su comandante.
—Ertoi, Thatku. —Les arrojó una mirada solemne, ellos sabían lo que debían hacer, solo esperaban la orden—. Cubrirnos.
—Sí, Hordie.
Rompieron formación, dirigiéndose a lados opuestos del grupo, sus caballos poco a poco fueron ganando velocidad mientras rodeaban a sus hermanos.
[Paso nebuloso]
De las robustas patas de los corceles se comenzó a desprender una extraña neblina, una bruma empujada por algo más que el viento, que se alzaba como un velo mágico sobre el terreno. Al principio tenue, pero pronto fue adquiriendo mayor consistencia, extendiéndose con rapidez y cubriendo el campo en un manto nebuloso. Con cada resoplido de los caballos, la bruma se espesaría.
Los guerreros alzaron sus voces, invocando desde lo más profundo de su ser resonancias que parecían brotar del mismo núcleo de la tierra. Sonidos ancestrales, cargados de fuerza y fervor, surgieron de sus gargantas, reverberando en el aire como un canto primitivo de guerra.
A medida que la bruma se intensificaba, los guerreros fueron envueltos en su blanco abrazo, sus cuerpos se desvanecieron, convirtiéndose en sombras sin forma, y aunque era densa, podían observarse con cierto detalle.
—Avancen —ordenó. Y como un solo cuerpo comenzaron la marcha.
Sus cantos persistieron. La fumarola cubrió su trayecto, expandiéndose por el llano como un virus mortal. A sabiendas de la posible estrategia que tomaría el enemigo, ordenó una formación dispersa.
Las flechas surgieron como un espectro nocturno, silencioso e inesperado, rasgando el silencio del prado e hiriendo la tierra con un sonido sordo. Se clavaron en la suave hierba, siendo el único objetivo conseguido, pues los guerreros resultaron ilesos.
Una nueva lluvia de proyectiles descendió como la ira de un dios vengador, directa y poderosa, sin embargo, al igual que había sucedido con la anterior tanda, está también fue ineficaz en su intento de conseguir bajas. En sus pensamientos, Kurta comprendió que entre la comitiva no había manos de diestros arqueros, pues no habían sabido localizar sus localizaciones.
Los arqueros detuvieron su intención cuando percibieron que la neblina comenzaba elevarse por la pendiente.
Kurta y su grupo detuvo el avance, y casi como si una Prelun de sus clanes les hubieran contado lo que se avecinaba, una lluvia de flechas impactó la tierra, a unos quince metros de su posición. Con órdenes rápidas dividió una vez más en tres a su pequeño escuadrón, y con señales efectuadas por sus manos detalló lo que debía de hacerse.
Los guerreros asintieron. Sus cantos se tornaron más largos y lúgubres, asemejando por momentos el eco de una cueva, y una reducción de volumen, queriendo imitar la perdida de moral y de compañeros.
Kurta les lanzó una mirada satisfecha a Ertoi y Thatku, de esas que no requieren palabras, y ellos, con sus rostros pálidos y empapados de sudor, comprendieron de inmediato la señal. Era el momento de cesar su acto místico. Se habían sobre esforzado, pero no estaban dispuestos a ser relegados de la batalla, ellos también tenían derecho de vengar a sus hermanos.
—Serán los ojos de la retaguardia —dijo, y sin esperar la obvia réplica, hizo avanzar su montura a uno de los flancos, donde un grupo de tres guerreros esperaba.
Tjun le lanzó una mirada cargada de determinación, un destello que reflejaba el ardor de los Buga, quienes esperaban con ansias el caos de la batalla. Cada uno de sus rostros, adornados con la pintura roja sobre sus párpados rebelaban el hartazgo por la prolongada espera. Kurta podía percibir esa tensión palpable en el aire, estaba esperando por el momento perfecto, aquel que su instinto dictaba.
—Ahora.
Ante la resonante orden, el ejército de once, fragmentado en tres grupos desiguales, rompió la espesa neblina que lo había envuelto como una sombra, emergiendo de su manto gris con una fuerte determinación salvaje. Cruzaron la elevación que en un momento le había causado a Kurta cierta incertidumbre por la amenaza que representaba. Sin embargo, nada más recibir de nuevo la cálida caricia de los rayos del sol, un silencio inquietante se apoderó del grupo; habían notado que la comitiva había retrocedido unos veinte metros.
—Ni uno quedará —gritó Tjun, ordenando la carga, a sabiendas de que si esperaba un segundo más podría recibir la orden de retroceso.
La última andanada de flechas enemigas surcó el cielo, no obstante, el grupo de los Buga aguardaba con la calma de quienes conocen su destino. En un instante de alta tensión uno de ellos rompió la formación, su figura moviéndose con la agilidad de un felino. En un gesto preciso lanzó al aire una capa de piel, que en el momento de elevarse se expandió como un despliegue de las alas de un águila, creando un escudo que abarcaba un área de cuatro metros cuadrados, protegiéndolos así de los proyectiles. La misteriosa capa cayó al suelo con su tamaño original, aunque ya sin su funcionalidad especial.
—Padil, que nadie escape.
—Sí, Hordie.
El delgado hombre se volvió una montaña, inamovible y vigilante, con el arco en mano, preparado para conceder muerte.
Kurta ordenó a su grupo avanzar, flanqueando la comitiva por ambos lados con la precisión de un depredador acechando a su presa. A medida que se acercaban, su mirada se posó en dos jinetes apartados del grupo; eran mujeres, de una belleza inigualable, que deslumbraba en medio del caos. Quedó atrapado en sus miradas: una era solemne, profunda como un abismo, mientras que la otra brillaba con un destello salvaje, como el fuego que consume todo a su paso. En ese instante, comprendió, con una punzante claridad del peligro que representaban. Sabía que no era demasiado tarde para concentrar su atención en ellas, pero desviarse podría resultar en una amenaza para los suyos, especialmente por la desventaja numérica. Con gesto decidido volvió su mirada hacia su segundo, Padil, buscando impartir una nueva encomienda. Sin embargo, el rugido ensordecedor de la batalla que estalló a su alrededor le demandó que filtrara sus pensamientos hacia lo inminente.
Tjun y los Buga lanzaron su embestida con una ferocidad inusitada, sus poderosos caballos relinchaban como bestias indómitas. Sin embargo, la rigurosa formación de los soldados enemigos supo mantenerse firme, resistiendo el embate con la tenacidad de un muro inquebrantable. El primer choque resonó en el aire como un trueno, acero contra acero, donde la corpulencia de los Buga se estrelló contra la determinación de los guerreros de Tanyer. Tjun se llenó de satisfacción al observar las miradas de sorpresa y temor que danzaban en los rostros de los humanos, estaba disfrutando en demasía, y era algo que se podía percibir en todo su semblante.
Los primeros muertos del bando humano cayeron, las armaduras habían soportado más de lo esperado, pero aquello no les quitó el final predestinado por enfrentarse a los Buga. Los Yaruba impactaron con cruento estruendo en el enfrentamiento, provocando con el kut que algunos jinetes abandonaran sus monturas, o no tuvieran más opción que retroceder. La caballería de Tanyer había demostrado cierta habilidad, mucho mayor de lo que Kurta habría esperado, no obstante, aunque podrían resistir más tiempo de lo normal, su destino era el mismo.
El poderoso rugido de una bestia invadió la zona, provocando que los caballos entrenados de ambos bandos se movieran con nerviosismo y miedo, aunque fueron los equinos de erfe Dedios los primeros en recuperarse. Kurta no supo su procedencia, pero por los rostros enemigos podía sentir que algo no estaba bien, y aquel sentimiento fue comprobado unos segundos después cuando observó la alta silueta saltar por el aire y arrojar a un caballo junto con su jinete al suelo.
Tragó saliva, el furor de la batalla se había extinguido para él, ahora solo podía concentrarse en esa extraña criatura que arrebató de su ser toda confianza, sumergiéndolo en la inquietud e incredulidad.
—Katodi —Escuchó con claridad, sin ser consciente de quién lo había pronunciado, y esa afirmación lo llenó de miedo, hasta entonces había ignorado aquel conocimiento ancestral, y a decir verdad, habría preferido pasarlo por alto toda su vida.
Su accionar no fue una extrañeza para tal situación, tantos sus hombres, como los del clan Buga evidenciaron su terror con la quietud de sus movimientos. Acto que fue aprovechado por el bando enemigo para ordenar el ataque.
Kurta notó una veloz flecha impactar contra la espalda de la feroz criatura, sin embargo, el proyectil no logró perforar la extraña armadura que envolvía su cuerpo. Y eso causó aún más nerviosismo en su corazón. Desvió la espada que con brutalidad se había dirigido a su cuello, logrando herir el ojo del caballo enemigo, y así lograr la caída del jinete. Su hacha de piedra se hundió en el hombro de un nuevo adversario, que con astucia se había escondido en su punto ciego, lamentablemente Kurta había sido muy consciente de él desde el inicio. Aunque podía resistir, muy dentro de sí mismo era consciente que con la criatura como oponente no podrían sobrevivir, nadie sobrevivía a un Katodi, todos lo sabían, y sí, de alguna manera lo hicieran, sus almas ya habían sido corrompidas por estar tan cerca de su presencia, de cualquiera forma era un no retorno.
Su mirada se dirigió a Padil, quién con esfuerzo había herido y/o asesinado a algunos humanos de Tanyer con sus flechas, una ayuda que muy pronto terminaría por la escasez de proyectiles. Gritó con fuerza, ganándose su atención, y con el dolor en su corazón hizo un par de ademanes con su mano izquierda. Logró apreciar la renuencia de su hermano de armas, amigo y subordinado, sabía lo que estaba sintiendo, pero era necesario, crucial, solo así, tal vez, el sacrificio que estaba por suceder no sería en vano.
Padil reunió todo su coraje, su pecho se apretaba con cada latido mientras su rostro se contorsionaba en una mueca que reflejaba tanto sufrimiento como renuencia. Con un gesto decidido, ordenó a su fiel caballo girar, un comando que el animal no dudó en ejecutar con agilidad. En cuestión de instantes, descendía por el empinado terreno, el viento silbando en sus oídos, hasta llegar ante la pareja de vigías. Estos, al verlo aproximarse, iluminaron sus rostros con sonrisas cálidas, recibiendo a su compañero como si regresara de una larga travesía.
—Síganme —ordenó, pasando de largo.
Los dos hombres dudaron tan solo un segundo antes de volverse a Padil para seguirlo, haciendo lo posible para alcanzar su marcha.
—¿Qué sucede, hermano?
El delgado hombre se giró, y tan pronto observó esos ojos supo que algo muy malo había ocurrido.
—Debemos volver al clan, y notificar al Líder de la presencia de un Katodi.
Ertoi y Thatku inhalaron una profunda bocanada de aire al escuchar la revelación, dejando que la incredulidad invadiera cada rincón de sus mentes y corazones. Por unos breves, pero eternos segundos, sus palabras quedaron atrapadas en el silencio, como si la atmósfera se hubiera vuelto densa y pesada. Mencionar a un Katodi era una seria cuestión, un asunto que resonaba con ecos de antiguas leyendas y temores. La idea de que su hermano de armas, con quien habían compartido tantas gestas heroicas y sacrificios hubiera sucumbido a la locura era inconcebible. Padil era ese hombre de vasto conocimiento y maestro en un sinfín de disciplinas, era un pilar de cordura cuando más se le necesitaba, y contemplar su posible caída en tal abismo era como recibir un golpe directo al corazón.
—¿Nuestros hermanos han sido infectados? —preguntó Thatku, queriendo descifrar lo que había sucedido en el enfrentamiento.
Padil asintió, sin la fuerza para pronunciar otra palabra. Los otros dos no preguntaron más, el golpe que habían sufrido sus psiques sería algo tardado de lo cual recuperarse.
Ertoi se había sumido en un torbellino de emociones abrumadoras que anidaban en lo más profundo de su ser. Su mente luchaba por aceptar la cruda realidad: la expedición a la que habían sido encomendados se tornó en una tragedia irremediable, marcando el fatídico final de todos sus hermanos y de su apreciado Hordie. Esa idea se clavó en su psique como un puñal ardiente, inmovilizándolo con su peso insoportable. Simplemente, no podía, ni quería permitir que esa atrocidad se hiciera tangible en su conciencia. ¿Cómo podría encontrar las palabras necesarias para afrontar a aquellas mujeres desconsoladas, para explicarles que sus hombres jamás regresarían, que el vacío de sus ausencias sería un eco eterno en sus vidas?
«Maldición», rugió, y con ese mismo fervor volteó, deseó regresar y vengarse, sin importar que en su acto pagaría con su vida, no le importaba, sin embargo, el silencioso, apenas perceptible sonido de algo surcado el aire le despertó.
No supo de inmediato que había sido eso, no hasta que escuchó los gemidos de su compañero Thatku, y las maldiciones de Padil. El causante del sonido fue una flecha larga, que con una precisión impresionante se había clavado en el cuello de su hermano. Estaba sangrando demasiado, y eso causó aún más dolor en sus corazones, sabiendo que no podrían hacer nada.
—Ertoi, ocúltanos —ordenó Padil, y con una mirada complicada se despidió de su hermano, y este de él—. Tu vida será honrada con nuestra vida, hermano. —Apretó los puños, cerrando los ojos por un breve instante para ganar la determinación que ya comenzaba a flaquear.
Thatku asintió con un leve gesto, consciente de que la realidad empezaba a desvanecerse a su alrededor. El bullicio se convirtió en un eco lejano de susurros ininteligibles, como el murmullo del viento entre los árboles. Su voluntad, poderosa e indomable, le permitió aferrarse unos segundos más a la vida, deseando probarle a su agresor que una simple flecha no podría derribar a un Yaruba, necesitaría mucho más que eso para doblegar su espíritu. Sin embargo, el agarre que mantenían sus manos en las crines de su espléndida montura comenzó a flaquear. Su cuerpo, rebelde, fue arrastrado por una fuerza invisible, y la armonía del equilibrio se desvaneció. En ese instante, su mente, luminosa y despierta, lo transportó a un vasto paisaje de recuerdos. Vio las sonrisas radiantes de sus seres amados, sintió el calor de abrazos sinceros y el rugido jubiloso de las batallas ganadas. Pero, sobre todo, sus pensamientos se centraron en los rostros de sus niños; esos hermosos retoños que pronto se erguirían como dignos Yaruba.
Fue en un susurro sutil que se desligó de su compañero y su fiel montura; su piel encontró el contacto con la tierra dura, con la brutalidad de un golpe de martillo en un yunque. La inercia lo impulsó a rodar, llevándolo de espaldas hacia el cielo, donde un ave negra surcó la vastedad de su última vista. Allí, en ese instante, se despidió del dolor.
—Cumple la orden, Ertoi —dijo Padil con fuerza, no iba a tolerar ningún otro fallo.
Ertoi afirmó con la cabeza, su semblante era una máscara de rabia y hostilidad. Sabía que no tenía la energía necesaria para mantener su habilidad durante mucho tiempo, sin embargo, podría ser lo suficiente para alejarse del enemigo, estuviera donde estuviese.
[Paso nebuloso]
La neblina había cubierto medio cuerpo de los caballos cuando de repente, un silbido agudo cortó el aire, una flecha que atravesó sus diestros instintos, pasando a escasos centímetros de la cabeza de su noble montura. Con destreza, el jinete evitó la calamidad, pero la suerte es caprichosa, y una segunda saeta siguió presa del viento, solo para ser también esquivada. Sin embargo, el destino a menudo se cierne con desdén, y la tercera flecha encontró su diana, hundiéndose con cruel precisión es su abdomen. Un grito de dolor silencioso reverberó en el pecho del jinete, quien apretó los dientes, sintiendo su sangre escurrir en el interior de su armadura. Se esforzó por acelerar su habilidad, acción que tuvo recompensa, pues la neblina duró unos pocos segundos en ocultarlos por completo.
Padil había concentrado su atención en el bosque, lugar de origen de las flechas, sin embargo, no había logrado localizar al enemigo oculto, no al menos para contratacar. Se giró de inmediato al escuchar el gemido de su camarada, y no necesitó buscar la razón de aquel sonido, pues su mirada percibió de inmediato el proyectil. Frunció el ceño, apretando los dientes para evitar soltar un feroz grito.
—Resistiré —dijo Ertoi con la voz cargada de determinación y dolor. Su mano se deslizó sobre un pequeño compartimiento de cuero ceñido al cinturón de su cintura. Extrajo unos cuantos hongos de color oscuro y motas blancas, y sin duda alguna los consumió.
Padil notó el acto, pero solo pudo suspirar, negando con la cabeza, mientras mentalmente comenzaba una cuenta regresiva.
Ertoi levantó el rostro, apretando los dientes y endureciendo el cuello, su garganta desprendió un doloroso sonido, mientras las venas de su cuerpo empezaban a destacar. Sus ojos se enrojecieron, su semblante ya no pertenecía a un humano, se asemejaba más a un animal salvaje.
El caballo relinchó con furia al triplicar la marcha, sus ojos se habían cubierto con la misma coloración que la de su jinete, sintiendo el efecto de lo consumido a causa del vínculo que los unía.
Padil se estaba distanciado de su hermano, y no tenía manera de alcanzarlo, ni debía, solo podía agradecerle en su corazón por el acto que le entregaría más oportunidades de éxito. La cuenta regresiva había descendido hasta la mitad, la separación entre ambos se había vuelto aún más evidente, pero su caballo le había permitido vislumbrar la lejana espalda de su compañero.
Ertoi se desvió hacia el bosque, podía sentir la agresiva reacción de lo consumido, por lo que no podía permitir que su hermano sufriera a causa de él.
Padil cerró los ojos por unos breves instantes, su corazón sufría, y su mente luchaba con el desconcierto, el tiempo que en su mente había predicho para el trágico desenlace de su hermano de armas estaba lejos de terminar, sin embargo, Ertoi ya había decidido alejarse. Le había concedido un gran trecho para ocultarse, una buena oportunidad para escapar de las manos enemigas y cumplir la última encomienda de su querido Hordie.
«Yaruba no perdonará». Aquel pensamiento incrementó la llama de determinación, siendo consciente de que él era la única fuente de esperanza para concederles a sus hermanos caídos la merecida venganza.
Ertoi sentía su pecho arder, su mente desviarse hacia la locura. Jadeaba con ira, mientras sus ojos escudriñaban el interior del bosque al que había ingresado en compañía de la densa neblina.
—¡Estoy aquí! —gritó, la saliva cubrió su corta y dispersa barba.
Su mano, fija en el kut, temblaba de forma incontrolada, sus dedos perdían firmeza. Quería asesinar al maldito que los había cazado como simples animales, deseaba deshacerse de él antes que fuera demasiado tarde, sin embargo, muy en su interior sabía que su acto no era más que un intento vacío, el bosque era vasto y extenso, y por mucho que hubiera calculado su localización, había una alta probabilidad de haberse ido.
La neblina dejó de escapar de las pezuñas de su montura.
—¡Despreciable cobarde! —gritó con todas sus fuerzas.
Escupió al suelo un gargajo de sangre coagulado. De sus lagrimales gotas rojas comenzaron a vislumbrarse, y aunque el dolor era demasiado, su intento por enfurecer al arquero con sus insultos no disminuyeron. Se lamentó en un grito, el caballo se encabritó, bufando con intención perversa.
Ertoi había caído en la locura, un estado mental más allá de lo humano. Sus movimientos erráticos poseían un poder sobrenatural, como si un espíritu perverso hubiera tomado control de su cuerpo. Dos árboles cayeron ante su embestida, sus cortes con el arma no diferenciaban de amigos o enemigos, para él todo era su adversario, y con ese pensamiento, imbuido de brutalidad y odio, perdió la vida, cayendo al suelo por el fallo de su corazón. Su caballo resistió unos minutos más, pero le fue imposible evadir el destino que le había estado esperando desde que su jinete había tomado la decisión de consumir aquellos hongos.
Padil y su caballo avanzaban con la celeridad de una flecha, concentrados exclusivamente en el objetivo que se avecinaba. Al cruzar el umbral de la neblina, los cálidos rayos del sol se desbordaron sobre ellos, iluminando su camino con un resplandor dorado. Los ojos del hombre se posaron sobre la arboleda con suma curiosidad, sus instintos dudaban sobre la destreza y astucia del enemigo, pero erfe Dedios estaba lleno de diestros arqueros, algunos que incluso fueron consideraron sin parangón, y, aunque era creyente de que ni en Tanyer, ni en los reinos humanos poseían individuos con tales habilidades, tampoco podía subestimarlo, ya se había ganado el reconocimiento de ser un buen arquero, y pensar que había salido del peligro podría resultar en su perdida.
Agudizó su oído, ignorando el galope de su caballo, quería percibir hasta el más sutil cambio a su alrededor, el peligro acechaba, afirmó su corazón. Viró hacia la izquierda con suma rapidez, pero el proyectil que había pensado se materializaría en breves instantes nunca apareció, dudó, y fue en aquel momento de incertidumbre que sintió algo clavarse en su espalda, a la altura de su hombro derecho. La flecha apenas había logrado atravesar su armadura. Debía salir del rango de ataque, pero, justo cuando tuvo la intención de activar una de sus habilidades, una flecha larga impactó en la piel de su montura, por encima de su pierna inferior derecha.
[Paso relámpago]
Al instante, el jinete y su fiel montura se transformaron en un halo de luz que, apareció un segundo después a tres metros de distancia de su posición original, para desaparecer en ese mismo momento, repitiendo el acto un total de cinco veces.
Padil inspiró profundo, el cansancio fue notable en su expresión. Sintió el sufrimiento de su caballo, y con su corazón le rogaba que se mantuviera firme, prometiéndole que pronto estarían a salvo.
«Resiste».
Una flecha cayó a su diestra, a unos centímetros del cuerpo del equino.
—Vamos —gritó, impulsando a su caballo a dar todo.
Lo separaban menos de doscientos metros del campo abierto, metros cruciales para el arquero y el jinete, donde se demostraría quien saldría victorioso. Padil resistió la tentación de activar nuevamente una habilidad de velocidad, su caballo no estaba en óptimas condiciones, y él no tenía la energía para hacerlo sin caer desfallecido unos minutos más tarde.
Pudo sentirlo, y su oído la escuchó descender hacia su cuerpo, por lo que se recostó, colocando la cabeza al flanco izquierdo de su equino, la flecha rozó su antebrazo, dejándole una fea línea roja.
Los segundos se tornaron minutos, y en ese instante su caballo cruzó a la totalidad de campo abierto. Sonrió, y aunque su reciente herida palpitaba y ardía, no le importó, cuando estuviera fuera de cualquier peligro ocuparía sus hierbas para curarse.
∆∆
Inspiró profundo, su mirada atada a los dos jinetes que le rodeaban. Hace tan solo un minuto Iluits fue ejecutado con un corte rápido y preciso al comienzo de su lomo. Su rostro y brazos estaban cubiertos de sangre enemiga, y eso lo había vuelto en el principal objetivo de los dos jinetes. Se movió con gracia al escuchar el emprendimiento de marcha de los dos equinos.
[Amigo del viento]
Su cuerpo se volvió tan ligero como el viento, moviéndose con suma rapidez para evadir las espadas de los jinetes. Escuchó uno más de esos tétricos y potentes rugidos, tembló por un instante, pero pronto recuperó la compostura.
—Es un honor caer a su lado, Hordie —dijo Tjun con una sonrisa apenas visible. Su cuerpo exudaba un aura de muerte, que se potenciaba cuando sus ojos se posaban con una brevedad de un respiro en los cuerpos de sus hermanos caídos.
La criatura se mantenía a dos patas, con un semblante que se asemejaba a una sonrisa burlona. Algo que molestó Tjun, pero no fue impulsivo, su hombro sangrante ya había sido suficiente para intentarlo nuevamente.
—Que la sangre de nuestros enemigos purifique la tierra —dijo.
Era un deseo de ambos chocar sus frentes, pero no podían permitirse apartar sus miradas de sus oponentes.
Kurta se movió cuando los caballos lo hicieron, y Tjun hizo lo propio cuando la criatura se abalanzó hacia él.
El sobreviviente del clan Yaruba bloqueó con el pináculo de la destreza, aunque sin posibilidad de contrataque. Su cuerpo, un templo que había cuidado con perseverancia ahora devolvía con creces el tiempo invertido, pues lo estaba forzando al máximo, sintiendo como sus fibras musculares se estiraban con cada evasión. Los ataques eran constantes, sin darle un momento de respiro, observó la espada acercarse a su brazo, él se movió, pero sintió que después de tantos años su piel conseguiría su primer marca, no obstante, logró retirarse en último momento.
Tjun bailó el mismo vals que la criatura, ambos preferían atacar que esquivar, y eran brutales sus movimientos. Cada corte de kut iba con la intención de hacerse con la cabeza de la criatura, y cada garrazo tenía el oscuro deseo de hacerse con la vida del hombre. El embate lo estaba perdiendo, la fuerza de la criatura era descomunal, sin embargo, no iba a conseguir asesinarlo sin sufrir las consecuencias.
El pelaje plateado de la criatura, a la altura de su antebrazo izquierdo se estaba tiñendo de rojo, y la furia que desprendía de sus ojos y garganta comprobaba el dolor causado, y eso hizo sonreír al hombre, así como experimentar una fuerte sensación de proseguir en su lucha, deseando causar más daño.
—Nunca creí que un Katodi fuera tan débil —se mofó.
Fue arrojado al suelo, sintiendo un profundo dolor en su pecho. Sus ojos se posaron en el vasto cielo azul, un lienzo sereno que contrastaba con la brutalidad de su entorno, se perdió en su majestuosidad la eternidad de un suspiro. Recordó sus batallas pasadas, cada enfrentamiento ocupaba un sitio especial en su corazón; especialmente aquellas que había creído perdidas, momentos oscuros que alimentaron el ardiente fuego de su voluntad, una llama que, en su precario estado, había estado a punto de extinguirse. Con una determinación renovada, se incorporó con rapidez, esquivando el ataque consiguiente con la agilidad de un cazador experimentado. Era todo, ya no había más, y ese pensamiento lo liberó.
[Marcha del bisonte]
Su fuerza se quintuplicó, sus músculos se ensancharon, y con un grito que simuló el gruñido de un animal salvaje se abalanzó a la criatura. Ya sin importarle nada.
Kurta se alejó con pasos medidos, su mirada escrutadora en busca de cualquier resquicio de vulnerabilidad en su enemigo. Su respiración se tornaba irregular, el sudor perlaba su frente, y su agarre, que alguna vez fue firme y decidido, ahora temblaba tenuemente. Sin embargo, nada podría arrebatarle la gloria anticipada de asesinar a aquella mujer y a su compañero. Fue entonces que una voz, dulce y etérea como un eco de un ser divino, surgió en un canto envolvente. La melodía lo transportó instantáneamente a días de amor, de abrazos cálidos y risas, al regazo de su familia. Se mordió el labio con desesperación, tratando de disipar la ilusión; conocía bien el engaño que emanaba de los magos humanos, pero esta vez la fantasía había sido muy sencilla de romper.
«¿Qué es lo que quería conseguir aquel hechicero?», pensó.
Observó a los jinetes, y por su expresión triunfadora un mal presagio se asentó en su corazón. Sin ser capaz de contenerse se giró para mirar a Tjun, sin embargo, lo que sus ojos percibieron le congeló el alma. El líder del grupo de los Buga se encontraba clavado al suelo por una lanza fulgurante que le había atravesado el pecho. Tenía un semblante de éxtasis, por lo que podía intuir que ni siquiera había sido consciente de su propia muerte.
—¿Qué clase de monstruos son? —Fue incapaz de contener el grito que su interior había guardado por mucho tiempo.
Por un breve instante, el silencio se apoderó del campo de batalla. Su último camarada yacía sobre el polvo de la tierra, un héroe del que nadie tendría consciencia de su última y muy probable más grande hazaña: combatir mano a mano contra un Katodi. Ahora se hallaba solo, el único superviviente de un asalto que nunca pudo comenzar, dejándole con ese sabor amargo de la impotencia y frustración. La derrota lo abrumaba como una tormenta oscura; había enfrentado una pérdida total ante una caballería que no contaba con poco menos de una veintena de hombres, ellos, quienes se vanagloriaban de poseer un poder a caballo sin igual. ¿Qué tan deshonroso era eso?
Su mirada fue seducida a un sitio en particular, o más bien, en alguien en específico cuando escuchó aquel canto divino. Sobre un corcel montaba una hermosa mujer de cabello platinado y tez blanca como la leche, tenía una expresión solemne, como si el mundo le perteneciera, y por un instante creyó que así era. Cuando ese tono melódico masajeó por completo su mente, fue influenciado de vuelta a esa bella ilusión, pero está duró mucho menos, y su semblante se llenó de incredulidad cuando notó a la amazona besando el suelo con su cuerpo en el momento que regresó a la realidad.
Un estruendoso rugido inundó la zona, y sin pensarlo dos veces se giró para tener en su campo de visión a los jinetes y a la criatura, la cual se aproximaba a él a máxima velocidad. Su pelaje ya no era completamente plateado, en diversas partes de su cuerpo el rojo de la sangre le acompañaba y eso lo llenó de admiración por su hermano caído. Se colocó en una postura defensiva de inmediato, con la intención de replicar la hazaña de Tjun.
Los dos jinetes se alejaron en socorro de la mujer de cabello platinado, dejándolo en un combate de uno contra uno.
Retiró su rostro cuando la garra se aproximó, el olor a sangre era embriagador, el peligro que representaba era atemorizante, pero debió hacer uso de toda su voluntad para mantenerse firme, dispuesto a combatir. Levantó el kut cuando la garra se aproximó a su garganta, desviándola a un lado, para de inmediato repetir el proceso. Era rápida, pero él no carecía de velocidad, era una de sus fortalezas, más no de la fuerza inhumana que la criatura poseía, y usaba para hacerlo retroceder.
Cada bloqueo y desvío incrementaba las probabilidades de éxito para las intenciones perversas de la criatura. Su armadura temblaba con la expectación de ser mancillada, y su kut con la voluntad del protector. Sus ataques irregulares le impedían leer el flujo de la batalla, era sumamente poderosa, lo había demostrado, pero algo dentro de él le decía que carecía de la experiencia apropiada, algo que en su mente no terminaba de aceptar, pues un Katodi era una criatura nacida únicamente para matar, feroz e indómita, sin embargo, la criatura enfrente suyo poseía una mirada llena de emociones, las cuales no debería de tener.
Sufrió un golpe en la sien que lo desestabilizó, sangre comenzó a recorrer su mejilla izquierda, y su visión se tornó borrosa, otro golpe fue asestado en su pómulo, uno que lo arrojó al suelo. Su kut había caído a unos pasos de su cuerpo, distancia que lo volvía irrecuperable por la proximidad de la criatura. Rodó por el suelo y evadió sus fauces, rápidamente se arrojó a dónde el arma más cercana, una espada de acero que resultó extrañamente cómoda para sus manos.
Fue en ese instante, cuando el cuerpo de su adversario recibió los rayos vespertinos que entendió que no tenía salvación, que su camino había llegado a su fin. Su mano se acercó a una pequeña bolsa de su vaina, extrayendo un par de hongos oscuros con motas blancas, había estado renuente, cualquiera en su situación lo hubiera estado, pero ya no había nada más para él, solo podía solicitar a Dedios que protegiera a su amada kisey y queridas hijas. Sin embargo, al contrario de como había pensado que ocurrirían las cosas, fue golpeado antes de consumir aquellos hongos, siendo arrojado de vuelta a la tierra.
Se levantó, pero los consumibles se encontraban a una distancia que podría costarle la vida solo intentarlo, por lo que suspiró.
«Con honor y gloria», pensó, y aquel sentimiento le provocó un tumulto de profundas emociones.
Apretó la empuñadura de la espada, su antebrazo ardía, y sus dedos apenas si respondían. Ya no tenía la energía para activar cualquiera de sus habilidades, estaba como muchos de sus enemigos habían estado: esperando su inminente destino, no obstante, él no temía, un guerrero siempre debía estar preparado para el día de su muerte, y él había estado listo desde hace mucho tiempo, pero aunque preparado, nunca lo había deseado.
Rugió y se abalanzó a su oponente, esquivando con un magnífico juego de pies, y en su movimiento ofensivo dejó un largo corte, apenas profundo en el brazo de la criatura. Retrocedió apenas lo suficiente para aproximarse si podía, o alejarse si debía. El tigre humanoide rugió con fuerza, sus ataques fueron aún más erráticos y brutales, pero en los ojos de Kurta más fáciles de evadir.
Esquivó, y atacó, provocando mayores cortes en su gran cuerpo, estaba inspirado, la furia lo había revitalizado. La espada se acercó un par de veces al cuello de su oponente, pero ella había sido muy rápida en su evasión, aunque no le permitió que tomara distancia, ni respiro, la tenía donde quería, ya solo faltaba el instante preciso para darle ese golpe fatal que tanto ansiaba.
El pelaje de la criatura que antiguamente había gozado de un hermoso color plateado, había sido remplazado por un rojo intenso, una coloración que le otorgaba una apariencia aún más terrorífica, no obstante, el tigre humanoide no podía vanagloriarse de ello, pues la perdida de sangre le estaba robando las fuerzas.
Kurta sonrió, aquel momento que había anhelado se presentó a él como un regalo del propio Dedios. Había forzado a su adversario a moverse, y lo había hecho tal como lo había querido, dejando una enorme abertura en su defensa. Alzó la espada, listo para decapitarla, ya podía ver su cabeza de monstruo volando, y eso lo hacía muy feliz, al menos su raza enfrentaría un Katodi menos.
El sonido del galope de un caballo lo despertó de su momento de placer, y aunque la espada se estaba acercando con suma rapidez, no fue lo suficientemente veloz para matar a la criatura. Su cuerpo había sido embestido con fuerza, enviándolo a una decena de pasos de su posición original. Su visión estaba nublada al comprender lo sucedido, pero lo único de lo que realmente era consciente era del extremo dolor en su interior. Extendió su mano para intentar sujetar la espada, fue por puro instinto, sin embargo, ya no poseía las fuerzas, y el pie que se posó sobre la hoja le quitó toda esperanza de lograrlo.
—La muerte habría sido un buen destino para ti. —Le escupió, y él, con las últimas palabras de una dama desconocida, cayó inconsciente.
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